Rafael de Riego: el asturiano que revolucionó Europa hace 200 años
  
Casi por casualidad, encabezó un levantamiento contra el absolutismo que tendría réplicas en Nápoles, Portugal y Rusia.
 
Rafael de Riego: el asturiano que revolucionó Europa hace 200 años
Manuel Alvargonzález
 
El 7 de noviembre de 1823 tuvo lugar en las calles de Madrid el paseo de Rafael Riego, previo a su ahorcamiento y decapitación en plaza pública, un espectáculo horrendo, organizado con la intención de extender el terror a todos los rincones de España. El país se encontraba entonces ocupado por una fuerza militar de cien mil soldados franceses, llamados por el propio rey Fernando VII para desmantelar el régimen constitucional restaurado en 1820.

En casi cuatro años, todos los intentos del monarca por recuperar el poder absoluto—incluido un golpe de Estado el 7 de julio de 1822 y una guerra civil en Cataluña cerrada con una victoria de los liberales— habían sido inútiles. A finales de 1823, sin embargo, se lanzaba el famoso y siniestro grito de «¡Viva las cadenas!». Este vítor no debe llevar a engaño, no era espontáneo ni entusiasta y a esas alturas Fernando VII estaba ya muy lejos de ser el rey Deseado que había sido años antes.
Traslado de Rafael Riego por las calles de Madrid antes de su ejecución.
Después de que aquel 7 de noviembre en que la personificación misma de la revolución había sido paseada a rastras en Madrid sobre un serón atado a un burro, con un ridículo cono en la cabeza y después de semanas pasando las noches en letrinas sin aseo y apenas comida, ¿quién iba a ser el valiente que gritase «¡Viva Riego!»?

Pero en los años inmediatamente previos, Rafael del Riego había sido el hombre más aclamado del país, con una popularidad que sobrepasó con creces las fronteras nacionales hasta el punto de ser un referente de revolucionarios incluso en la lejana Rusia. El mismo Pushkin le dedicó un poema y tiempo después Víctor Hugo le mencionaría en Los Miserables. Esto no es casualidad, la revolución que había comenzado el 1 de enero de 1820 no fue una revolución sólo española, fue una revolución contra el orden reaccionario que imperaba en toda Europa.

Recordemos que entonces el continente se encontraba en plena resaca tras la caída definitiva de Napoleón Bonaparte en 1815. Apartado el Emperador en la isla de Santa Elena—donde moriría en 1821— parecía que podían darse por cerradas todas las convulsiones que habían azotado el viejo continente desde el gran estallido de cambios que habían ido teniendo lugar desde julio de 1789 con la toma de la Bastilla. A partir de 1815 Europa se encontró regida por los asfixiantes, monárquicos y conservadores parámetros establecidos en el Congreso de Viena, los cuales eran garantizados por la Santa Alianza; un orden supraestatal que debía abortar, militarmente si fuese necesario, todo nuevo atisbo de revolución.
Los cien mil hijos de San Luis, las tropas francesas que restablecieron el absolutismo, pintadas en un cuadro de Hippolyte Lecomte.
Pero el 1 de enero de 1820 todo cambió en Las Cabezas de San Juan, una población sin importancia en la que un hombre completamente desconocido hasta ese momento dio un grito desafiante. Era el teniente coronel Rafael del Riego y estaba al frente del regimiento Asturias. Había nacido el mismo año que Fernando VII, en 1784, en Tuña, un pueblo próximo a Tineo. Su vida entera es un extraño compendio de misterio, conspiraciones, gloria y cárceles, sin que falte una de las caídas en desgracia más espectaculares de nuestra historia contemporánea.

Proveniente de una familia hidalga y culta, Riego estudió Leyes y Cánones en la Universidad de Oviedo, centro que por entonces disfrutaba de una biblioteca especialmente rica en obras prohibidas por el tribunal de la Inquisición. El futuro héroe no se decantó por seguir la costumbre familiar de ingresar en la administración regional o en la Iglesia. Riego entró en el ejército y la casualidad —la misma que quiso que Robespierre le leyese a Luis XVI unos versos elogiosos en su época de estudiante, muchos años antes de mandarlo a la guillotina— le situó en Aranjuez en esos días de marzo de 1808 en que, según las tropas de Napoleón tomaban posiciones en España, Fernando VII decidía arrebatarle la corona a su padre en un famoso motín. Después de 20 años de difícil reinado de Carlos IV, casi todos ellos monopolizados por el impopular aunque capaz Manuel Godoy, el joven Fernando VII sí era el rey Deseado que prometía traer una nueva época de prosperidad a sus súbditos.
Grabado del Motín de Aranjuez.
Como es bien sabido, Fernando VII y su padre le entregaron poco después el país a Bonaparte y se dejaron capturar en Bayona en un episodio especialmente ominoso de la monarquía española. Lo que siguió fue una guerra especialmente larga y cruel, la Guerra de la Independencia (1808-1814), así como el proceso revolucionario más importante de la historia de España, que tomó forma como nación moderna en las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Rafael del Riego apenas participó en la guerra, pues fue capturado en la batalla de Espinosa de los Monteros en el primer noviembre del conflicto, y no tuvo ningún papel en las Cortes de Cádiz. Pasó esos años en distintos depósitos de prisioneros en Francia y se sabe muy poco de él en esta época, aunque parece ser que se preocupó más por aprender idiomas que por meterse en logias masónicas, como durante mucho tiempo quiso creer cierta historiografía. Finalmente, en 1813, Riego escapó e inició un viaje por distintos puntos de Europa hasta conseguir llegar a España. Le dio tiempo incluso a jurar la Constitución en A Coruña ante el general Luis Lacy; muy poco después Fernando VII la derogaba mediante un golpe de Estado (le encantaban) e iniciaba una época de represión.

Fernando VII retratado por Francisco Goya.
La casualidad, otra vez, le introdujo en la Historia. Riego debía haber jugado un papel menor en la conspiración que otros prepararon para iniciar un pronunciamiento con un ejército que entonces se reunía en Andalucía y restablecer así el orden liberal. Primero el líder iba a ser el conde de La Bisbal, pero ante las primeras dificultades traicionó a sus compañeros. Por tanto, quien debía ser el rostro de aquel movimiento fue Antonio Quiroga, que debía ocupar Cádiz con sus hombres, mientras Riego debía limitarse a tomar Arcos, una operación secundaria. Pero aquellos últimos días de diciembre de 1819 llovió con intensidad y los caminos quedaron inútiles, Quiroga fue incapaz de cumplir sus objetivos. Sin embargo, en la mañana del 1 de enero de 1820 Rafael del Riego proclamó a plena luz del día la Constitución de Cádiz en Las Cabezas de San Juan, donde se encontraba. Ya no había vuelta atrás, la revolución había comenzado.

En los días siguientes, Quiroga y el resto de líderes seguirían siendo incapaces de asumir la iniciativa y cerca estuvieron de ser destruidos. Pero Riego demostró una gran capacidad de improvisación, así como un carisma que su compañero, sencillamente, no tenía. El 27 comenzó una marcha por Andalucía, proclamando la Constitución en todos los pueblos y ciudades que alcanzaba. Sus soldados recorrían la provincia cantando y de ahí surgió el famoso Himno de Riego; además una nueva prensa daba cuenta de sus aventuras y un vítor se extendió por todo el país, «¡Viva Riego!». El asturiano consiguió ser secundado en su desafío en A Coruña, Oviedo, Zaragoza, Murcia y finalmente Madrid; en marzo Fernando VII decidía que todos caminasen, y él el primero, por la senda constitucional.

Discurso de Fernando VII jurando la Constitución.
Pero el grito de Riego fue mucho más allá, antes de terminar el año la revolución se había extendido a Portugal y Nápoles. En 1821 irrumpiría en Saboya y en Grecia e incluso en 1825, dos años después de su asesinato, estallaría en Rusia la revolución decembrista, la cual le tuvo como modelo. Cuando, en septiembre de 1823, cayó prisionero en Arquillos, sólo le acompañaban tres aventureros, uno de ellos era el piamontés Vincenzo Virginio y otro el inglés George Matthewes; el tercero era el español Mariano Bayo.

El 7 de noviembre de 1823 se preparó la horca más alta que se había levantado en Madrid, debía quedar bien claro que la personificación de la revolución había muerto. Cuando le confirmaron su ejecución, Fernando VII soltó a modo sarcástico: «¡Viva Riego!».


Fuente → nortes.me

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