
El último libro de James Simpson y Juan Carmona, reseñado por los propios autores en Nada es Gratis,
llega después de varias investigaciones sobre la reforma agraria
contemplada más bien escépticamente como medio de incrementar la
producción o solucionar adecuadamente la pobreza rural. Y, entre otros
temas, desarrollaron los problemas de aplicación de la Ley Agraria de
1932 a un país con un grado de desarrollo como el de España. En este
mismo sentido Why democracy failed: The agrarian origins of the Spanish Civil War
marca una ruptura con un discurso muy influyente en la historia social y
económica española y con la reciente literatura centrada en el papel de
las élites. En su lugar se nos invita a dirigir la mirada hacia “los
pequeños agricultores que no pudieron explotar más eficazmente su recién
estrenada voz política”. Estoy seguro que este libro animará el debate
académico. Mi comentario se ciñe básicamente a la presentación que
hicieron sus autores aquí. Propongo los siguientes puntos de discusión:
1) Relativización
del “problema agrario” del latifundio y, en consecuencia, una visión
reducida de los problemas de tipo distributivo
Aunque
pueda juzgarse exagerada esta deducción mía, lo cierto es que no
aparecen en el texto consideraciones sobre la desigualdad. La forma de
relativizar la importancia del latifundismo se hace atribuyéndole el 3%
del PIB –¿estimación del PIB agrario de las provincias latifundistas? – y
el escaso peso relativo de los jornaleros sin tierra en el conjunto
español. Pero es comprensible que existe un haz de relaciones sociales y
políticas –las instituciones– con un impacto que no se puede encorsetar
en indicadores macro y que determinaron en gran medida la agitada vida
social y política de la Segunda República.
Al igual que ocurrió en Italia, la cuestión meridional española
constituyó una auténtica «cuestión nacional» (Zamagni, 1987) en la que
estaba implicado el desarrollo económico y social de todo el país. Un
planteamiento similar había sido expuesto ya por el jiennense Flores de
Lemus en 1914, el principal economista español, al afirmar que “la concentración
de la propiedad representa el mayor mal no solamente para la
agricultura, sino también para la constitución social de España”. Y
añadiría, en la línea de M. Weber, que Andalucía y Extremadura se
asemejaban a Prusia, el “país de la gran aristocracia territorial”.
Cuando se dispuso de la información, parcial, del Catastro, el
economista y Ministro de Hacienda Gabriel Franco concretó en 1934 el
grado de concentración: el 1,25 % de los contribuyentes poseía más
del 40 por 100 de toda la riqueza rústica comprendida en el Avance
Catastral y el 2,33 % de aquellos más de la mitad (DS, 7 de mayo de
1936). Cualquier lector familiarizado con los datos actuales de la
desigualdad y de su copiosa literatura puede deducir el grado de
distorsión y de generación de tensión social que entrañaban
potencialmente aquellos indicadores en los años 30.
2) Reforma imposible sin información
Con
el paso del “conflicto de clases” a un segundo plano, toma relevo como
protagonista el débil estado español que no aprovechó la coyuntura de la
Primera Guerra Mundial para desarrollar, según dicen, “el área de la
recopilación estadística y su interpretación” como hicieron otros
países. Esto fue grave, argumentan, porque al aprobarse la ley de
reforma agraria “nadie sabía” cómo se cultivaban los latifundios, ni
siquiera aproximadamente, cuánta tierra había disponible para asentar
las familias campesinas. Aunque suavicemos la hipérbole de que “nadie
sabía”, creo que la tesis adolece de algún defecto: a) En la estadística
española había imperfecciones como expuso Bernis en 1911, pero se
consiguió aprovecharlas para fundamentar cambios y tendencias de la
agricultura española (aquí). Al fin y al cabo los historiadores agrarios nos fiamos, críticamente, de estas fuentes (recopiladas por el GEHR en 1991 aquí
). Y conocemos, al igual que los ingenieros agrarios y las
instituciones agronómicas o financieras de la época, cuál era la
superficie cultivable y el grado de modernización de la gran
explotación. Menos fiable había sido la estadística de la propiedad,
pero hacia 1930 estaban catastradas casi la totalidad de las provincias
latifundistas. b) No hizo falta esperar a septiembre de 1932 pues en
mayo de 1931 se formó, como es sabido, la Comisión Técnica Agraria.
No se hallará otro grupo de expertos sobre la reforma agraria en la
historia de España. Solo llamaré la atención sobre A. Vázquez Humasqué,
encargado de ejecutar la reforma agraria en 1932-1933 y en 1936. Pues
bien, no creo que hubiera otra persona mejor informada sobre precio y
calidades de la tierra dado su cargo de Inspector técnico del Banco
Hipotecario. c) En mi opinión la gran oportunidad perdida de la
neutralidad española, aparte del fracaso en la reforma fiscal por los
beneficios extraordinarios de la guerra, estuvo en no seguir la senda
del reformismo agrario postbélico como hicieron otros países. Así se
convirtió, según S. Aznar
(1930: 82), en “el único país de Europa que tiene un régimen agrario
lamentable sin que lo advierta y sin que haga esfuerzo alguno por
sacudirlo”. Y este lastre robusteció la intransigencia, de modo que, por
ejemplo, fue imposible reformar la legislación de arrendamientos,
heredada de las Cortes de Cádiz, hasta 1931. Sin esta path dependence no se entenderá bien el fracaso o la hostilidad contra la reforma agraria.
3) Debilidad del estado y polarización
Los
autores acuden al lugar común del doble perjuicio de la reforma agraria
que divulgó, entre otros, Malefakis: muchos propietarios se sintieron
amenazados y los propios trabajadores se desilusionaron. Repito la
pregunta formulada hace más de veinte años: ¿puede hacerse responsable
del estallido de la guerra civil a la reforma agraria republicana si se
acepta al mismo tiempo que fue un fracaso y defraudó las expectativas de
los de abajo? La interpretación de los cambios en el mercado de trabajo
durante el primer bienio ofrece otra perspectiva.

Fuente: Anuario(s) Estadístico (s) de la Producción Agrícola 1930-1935.
La
correlación entre cambio político y decisiones económicas del gráfico
anterior resulta atractiva intuitivamente porque la recuperación de las
sembraduras se produce en 1934-1935 con la llegada de los conservadores y
la reacción de 1935. No todas las provincias siguieron este patrón y
hay que tener en cuenta otros factores económicos (precios, salarios,
etc.) y políticos (aquí),
pero fue casi general la disminución de faenas complementarias como la
escarda y otras. De modo que no es que “hubiera huelgas generalizadas de
jornaleros durante las cosechas” y los patronos no quisieran contratar
luego a “los involucrados en actividades sindicales”, como dicen los
autores. La disminución en la demanda de empleo llegó de inmediato
porque no se confiaba en el marco de negociación colectiva que buscaba
acomodar España a la institucionalización de las políticas sociales de
otros países (aquí).
Dicho de otra manera, de entrada solía funcionar la discriminación:
«Antes me cortaría una mano que consentir que trabajasen mi casa
asociados de la Casa del Pueblo”, confesaba un propietario de La Mancha,
algo que no se inventó entonces: en 1919, el sindicato católico-agrario
de Vila-real ordenó “no buscar para trabajar en sus fincas a los
socialistas, aun a costa de trabajar mal las fincas” (aquí).
En mi opinión la idea de la división y polarización de los pueblos con
la que concluyen Simpson y Carmona su texto tiene que ver más con estos
comportamientos que con la frustración o la ineficacia del estado “en
administrar las reformas de manera eficiente y justa”. Y aquí también
había path dependence.
A diferencia de otras
publicaciones, los autores han incorporado en su análisis variables
políticas como el caciquismo. Quizá se podría matizar que ese caciquismo
no solo probaba la debilidad del estado sino que era muestra más bien
de una especie de Deep state; el reflejo del poder social
colectivo de una clase a escala local, que también estaba acostumbrada a
decidir a cuánto se pagaba el jornal o incluso a qué vecinos
“subversivos” hacer la vida imposible. Esto condicionaba la dinámica
sociopolítica más allá de las posibles pérdidas que pudiera suponerle la
reforma agraria. Y desde el otro ángulo social estaban aquellos a
quienes la República les dio la oportunidad de ser ciudadanos plenos,
sin que ello tuviese que ver exclusivamente con su aspiración a la
tierra o se dedicasen a la agricultura.
Es posible que se haya
sobrevalorado la capacidad del estado como un agente autónomo o
instrumental, en vez de fijarnos más en las resistencias y negociaciones
para trasladar sus iniciativas al tejido social (aquí).
Parece claro que el estado de fines de 1934-1935 negoció muy poco y era
bastante diferente al de tres años atrás. Según Azaña –en su discurso
en las Cortes el 15 de abril de 1936– lo que había existido en 1934-35
era “la anarquía del propio Estado”. La política de tierra quemada después de octubre (represión, desahucios, caída de los salarios), que escandalizó hasta al diario católico El Debate, profundizó
en la brecha social y alentó una polarización que era lo que más
convenía a quienes estaban diseñando el golpe de estado a fines de 1935.
4) Cuestión agraria y guerra civil
Tienen
razón Simpson y Carmona al referirse a la frustración de expectativas
de los trabajadores a los que se habría prometido tierras al llegar la
República. Pero habrá que distinguir tiempo y espacio. En el corto plazo,
con una alta presión social, el modelo de ocupaciones temporales de una
parte de la gran explotación (a cuyo propietario se pagaba una renta)
sirvió para superar las restricciones de una reforma que apenas expropió
a los terratenientes. ¿Es posible que no hubiera faltado tierra con
otro horizonte temporal del que no dispuso el gobierno del Frente
Popular?
De todos modos, la tesis “fuerte” de los autores (sin
poder entrar en el tema de las bases sociales de la democracia en el
período de entreguerras, Luebbert, Cobo)
es el papel protagonista concedido a los pequeños cultivadores que
serían, según Simpson y Carmona, quienes decidirían la suerte de la
República. Incluso afirman en su libro que sin su apoyo no habría habido
golpe militar (pág. 240). Esta es una afirmación problemática desde la
historia política, lo que no quiere decir que no haya confluencias entre
cuestión agraria y guerra civil que yo creo son de otro tipo. Incluso
en sentido contrario, pues el movimiento social más sólido en favor de
la República fue el de los pequeños cultivadores como los rabassaires (aquí).
La intensificación de la reforma en marzo de 1936 se produce cuando el
golpe militar contra la República había entrado en una fase ejecutiva;
de hecho, la gran ocupación de tierras en Extremadura coincide con
alguna de las reuniones de los generales en Madrid para fijar el día D.
Reforma agraria y golpe militar eran líneas paralelas, perfiladas ya en
abril del 31, que solo se cruzaban para justificar la necesidad del
golpe militar debido a la ‘anarquía rural’. Se necesitaba un clima moral
de caos inducido del que se encargaba “el brazo civil de la sublevación” (aquí).
La guerra pudo no haberse buscado intencionadamente al principio, pero
no se excluyó luego con tal de conseguir lo que no se había logrado
electoralmente ha documentado Ángel Viñas recientemente.
Ahora
bien, el “alzamiento nacional” no se convirtió en un movimiento
popular, como se lamentaba el consejero de la Embajada alemana a Hitler
el 23 de julio de 1936, por carecer de “auténtico Caudillo” y programa
social (aquí).
Eso hace explicable la dureza de las instrucciones de Mola de imponer
el terror para vencer cualquier resistencia pues reconocía que “el
entusiasmo demostrado era ficticio” (aquí). El resultado fue la dura represión que sufrió la región de los “propietarios muy pobres” (aquí)
–por ejemplo, Zamora y La Rioja con 2.000 asesinados cada una. Esto
solo se comprende por la necesidad de acabar con la democracia rural
–jurados mixtos, acceso a bienes comunales, etc.– y con la reforma que
se aplicaba sin titubeos desde 1936. Más que por el fracaso de la democracia me inclino por La destrucción de la democracia en España que investigó Preston en 1978. Parafraseando a mi modo el poema de Gil de Biedma, concluyo diciendo …Que la reforma iba en serio, pronto lo comprendieron los que querían llevarse la República por delante…
(*)
Agradezco las observaciones de M. Artola Blanco, S. Calatayud, F.
Espinosa, S. Garrido, A. López Estudillo, J. Millán y J. Pan Montojo.
Fuente → sinpermiso.info
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