Memoria de una generación
  
Reivindicación de María Teresa de León
 
Memoria de una generación
Carmen G. de la Cueva

Estos últimos días he releído Memoria de la melancolía de María Teresa León (Logroño, 1903 - Majadahonda, 1988) con pueril entusiasmo, como si fuera la primera vez que lo leyera, como si tuviera a León sentada frente a mí hablándome de su infancia, de la guerra y de sus treinta y ocho años de exilio. Me he acordado mucho de mi abuela Eugenia y de mi tía Carmen. ¿Cuántas veces las tuve frente a mí contándome la historia de sus padres, mi bisabuelo Pepe, preso en la cárcel de Baza, y mi bisabuela Asunción que tuvo que hacerse estraperlista para dar de comer a sus hijos?

Lo autobiográfico, sobre todo, las memorias que escriben las mujeres, siempre parecen quedarse en los márgenes de la historia de la literatura

Escribió María Teresa León que hay que tener recuerdos porque “vivir no es tan importante como recordar”. Y justo eso fue una de las primeras cosas que aprendí de las mujeres de mi familia: hablar es recordar y, mientras se habla, no se olvida. Pero qué horribles debían de parecerles a ellas dos, a mi abuela y a mi tía, los recuerdos tantas veces mirados y contados en los últimos años cuando yo no me cansaba de preguntar y ellas, con la memoria intacta, me contaban una y otra vez los peores años de sus vidas. Fieles a su manera de ser, mi abuela rememoraba siempre para mí como si fuera un cuento el reencuentro con su padre tras más de diez años sin verlo, ella era ya una mocita, como le gustaba decirme, y mi bisabuelo apenas pudo reconocerla como la niña que dejó en el 36. Mi tía Carmen, sin embargo, se aferraba a la tarde en que vio a su padre cubierto de suciedad y pulgas en un cuartucho de la prisión granadina, con su madre de la mano, las dos agarradas con fuerza para no desfallecer ante la imagen de aquel padre más fantasma que hombre. “Qué horrible es”, escribe León, “que los recuerdos se precipiten sobre ti y te obliguen a mirarlos y te muerdan y se revuelquen sobre tus entrañas, que es el lugar de la memoria”.

Leer a María Teresa León y a otras muchas autoras que han escrito sobre la guerra y la oscuridad de aquellos años –pienso en Rosa Chacel, María Zambrano, Victoria Kent, María de la O Lejárraga, Federica Montseny, Felicidad Blanc, Concha Méndez o Luisa Carnés– me ha ayudado a entender y encajar la memoria familiar en el puzle de la memoria colectiva y a aceptar que la emoción que me suscitaban los relatos de mi abuela y de María Teresa León tiene que ver con que los recuerdos de ellas dos se precipitan sobre mí como pulgas, me muerden y se revuelcan sobre mi carne.

Lo autobiográfico, sobre todo, las memorias que escriben las mujeres, siempre parecen quedarse en los márgenes de la historia de la literatura, perdidas en un bosque de obras universales y heroicas. Durante siglos hemos vivido una supresión implacable de nuestra memoria política e histórica, por eso cada generación de mujeres debe volver a bucear en su propia genealogía. Por eso han tenido que pasar veintiún años para que una editorial se anime a reeditar Memoria de la melancolía (Renacimiento, 2020), uno de los más hermosos e íntimos relatos de la República, la guerra civil y el exilio. Estas memorias ofrecen, además, un espejo de lo colectivo: la experiencia individual de María Teresa es el reflejo del deseo de cualquier mujer con ambiciones en la búsqueda de una vida propia. Han sido veintiún años en los que, si querías leer a León, podías ir a una biblioteca o sumergirte en las librerías de viejo. Decía Adrienne Rich que tenemos una larga tradición feminista, oral y escrita, una tradición que hemos reconstruido una y otra vez, recuperando elementos esenciales incluso cuando habían sido sofocados o eliminados.

Cuando se publicaron estas memorias en 1970 (en España se publicaron en 1977), León ya tenía editados una veintena de libros –su debut fue en 1928 con Cuentos para soñar–, libros que habían aparecido en sellos de Argentina y México, pero en España era una autora sin obra, uno de sus mayores temores: “A mí me da miedo que llegue un día en que nadie me vea”. Y durante décadas, nadie la vio ni la leyó. Se fue en 1938 de España y volvió en 1977, enferma de alzhéimer, con los recuerdos apagados ya, como las farolas al alba.

Durante décadas, nadie la vio ni la leyó. Se fue en 1938 de España y volvió en 1977, enferma de alzhéimer, con los recuerdos apagados ya, como las farolas al alba

Cuenta Benjamín Prado en “María Teresa León, la mujer inventada”, texto incluido en Los nombres de Antígona (Aguilar, 2001), que un día, después de visitar a María Teresa en la residencia de Majadahonda donde pasó sus últimos años, al volver a la casa de Rafael Alberti, este le dijo que algún día tenían que ocuparse de una estantería en la que había cuatro o cinco carpetas con manuscritos y cuadernos de María Teresa León. “Supongo”, le dijo Alberti, “que debe de haber aún varios inéditos y algo de la segunda parte de Memoria de la melancolía, porque María Teresa trabajaba sin parar, un poco cada día, era muy disciplinada y me hacía serlo a mí”. La obra de toda una vida arrumbada en una estantería al fondo de una habitación cualquiera.

En una carta que León le escribió a Prado con fecha de 1971 le decía: “Yo he abierto un compás de espera porque ya llegó Memoria de la melancolía, primer tomo, y quiero pensar si el segundo puede llamarse Desmemoria de la alegría”. Y en otra carta, en el verano de 1972: “Yo sigo mi libro de memorias, La calle larga de la vida como subtítulo”. Prado, al final del texto se pregunta, qué ha sido de esos trabajos inéditos. “¿Dónde, a qué despacho extraviado o caja sin desembalar han ido a parar?”. En aquellos cuadernos había, según las notas del poeta, una biografía de Lope de Vega, una obra de teatro protagonizada por Goya, un proyecto de película sobre la guerra civil que quería que dirigiese Luis Buñuel, datos y reflexiones preliminares para una futura “Historia de la crueldad humana”, un ensayo sobre la muerte del Che Guevara, otro sobre la Generación del 98 y traducciones de los poetas Boris Pasternak y Eugeni Evtushenko, de autores armenios y una serie de poemas de Anna Ajmátova, siete u ocho, encabezados por una cita que decía así: “Hay tantas piedras / que ya ninguna me produce miedo”.

María Teresa León no quiso poner punto final a sus recuerdos y la última palabra de Memoria de la melancolía es un “continuará”, así, con letras grandes y esperanzadoras, con la ilusión de que “mi memoria del recuerdo no se extinga”. Pasará el tiempo, pasarán otros veintiún años y confío en que la siguiente generación pueda llegar a León y a tantas otras autoras sin las dificultades de mi generación. Supongo que nuestra obligación, al menos yo lo siento así, es leerlas, seguir leyéndolas, sentarnos frente a aquellas que todavía guardan el recuerdo vivo en las entrañas y repetir con nuestras voces sus palabras y sus historias para que no se apaguen nunca. 
 

Fuente → ctxt.es

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