
El famoso “ruido de sables” de los cuarteles fue un fantasma que
acompañó a la sociedad española, como una sombra inquietante, en su
exitoso salto de la dictadura a la democracia. Los militares
franquistas, tutores del Antiguo Régimen, no
desaparecieron de la noche a la mañana con la muerte del tirano sino que
permanecieron en sus puestos, muchos de ellos ocupando altos
escalafones en la Plana Mayor de los tres ejércitos hasta bien entrada la democracia. Al igual que la Transición no llegó a calar en ciertos sectores de la Justicia, tampoco llegó a ser completa en las Fuerzas Armadas. El malestar por el zarpazo del terrorismo de ETA, la precariedad de los salarios de soldados y oficiales, la legalización del Partido Comunista y el temor ante la posibilidad de que el PSOE llegara al poder por primera vez desde la Segunda República (las derechas de aquella época ya agitaban el espantajo comunista) precipitaron el golpe de Estado del 23F,
un episodio de nuestra historia nunca suficientemente aclarado. No es
este el momento de hablar del ‘tejerazo’, pero sí conviene recordar que
si aquel pronunciamiento militar fue una vacuna para limpiar el Ejército
de elementos nostálgicos y golpistas, tal como aseguran algunos
historiadores, por lo que estamos viviendo en los últimos tiempos parece
que el antídoto tenía fecha de caducidad.
Hoy los españoles vuelven a asistir
con estupor al resurgimiento del guerracivilismo
de la mano de la nueva extrema derecha, bien alimentada por PP y Ciudadanos. Vox lleva en
sus filas a militares que firman manifiestos franquistas, Santiago Abascal repite una y otra vez que el alzamiento militar
del 36 fue en realidad una reacción legítima ante la revolución comunista que
se avecinaba y el Parlamento
nacional se convierte cada semana en un gallinero donde se habla más de golpes
de Estado, de rojos y de fachas y de “las
dos Españas” que de medidas concretas para superar la pandemia de
coronavirus. La asonada militar, la conjura castrense y el pronunciamiento
africanista vuelve a ser un asunto de plena actualidad política, casi una moda,
pese a que todo eso nos parecía enterrado para siempre. Pero la historia se
repite, primero como tragedia y después como farsa, ya lo dijo Marx corrigiendo a Hegel, y ahora parece que empezamos a escribir el segundo capítulo
del drama español, ya en su momento esperpéntico.
La puesta en escena patriótica y ultra de Vox es exagerada,
caricaturesca, casi de opereta o vodevil. Comparar a los diputados
verdes con los carniceros nazis alemanes del siglo XX que practicaban el
exterminio masivo de judíos se antoja un ejercicio aventurado. Más bien
forman parte de un totalitarismo casposo, folclórico, pintoresco y
friqui que ha dado con una fórmula exitosa compuesta por cierta dosis de
nostalgia franquista, catolicismo opusino y antiabortista, pasión
taurina y cinegética, ultraliberalismo económico, adicción al Twitter y mucho populismo Trump a ritmo de Manolo Escobar. Pero cuidado, el hecho de que no se vistan con el uniforme de las SS
ni lleven puesto el brazalete verde de Vox en el antebrazo no significa
que no sean peligrosos. Su revolución es desde dentro, ocupando el
sistema no para liquidarlo definitivamente, como hizo Hitler con la República de Weimar,
sino para adaptarlo a las nuevas formas de expresión de la extrema
derecha supremacista mundial. Los nuevos ultras ya no necesitan romper
los escaparates del gueto judío a pedradas. Les basta con colocar a su
gente en el Parlamento, en el Íbex35, en la Guardia Civil y en el Tribunal Constitucional. Por eso cuando Pablo Iglesias acusa a Espinosa de los Monteros
de que su partido quiere dar un golpe de Estado pero “no se atreve”, en
realidad no es que no se atrevan sino que no lo necesitan. El golpe de
Estado no se consumará metiendo a unos guardias civiles sin afeitar y
con calcetines de colores en el Congreso al grito de “todo el mundo al
suelo, que se sienten coño”. Les vale con un “golpe blando”,
constitucional, ordenado, que pasa necesariamente por derrocar el
Gobierno que consideran ilegítimo. La nueva ‘Operación Galaxia’, si es que fructifica algún día, probablemente no vendrá por vía de las armas, sino que tendrá lugar en el Tribunal Supremo
en una bien tramada maniobra entre jueces conservadores, fiscales
anticatalanistas y fogosos abogados con la rojigualda pegada en el reloj
de pulsera.
Hoy mismo la ministra de Defensa, Margarita Robles,
ha descartado cualquier posibilidad de pronunciamiento militar. “Creo
rotundamente que no hay peligro de golpe de estado por parte de las
Fuerzas Armadas”, ha sentenciado. Sin embargo, el ministro de Consumo, Alberto Garzón,
ha reconocido que puede haber “elementos reaccionarios” dentro de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que “asuman como propio el
discurso que invita al golpe de Estado”. No descubre la pólvora el señor
ministro. Que la Transición no fue completa en los cuarteles es algo
que se sabe desde hace tiempo, por mucho que en los últimos años España
haya enviado a sus tropas a Bosnia o al Senegal para que se relajen, vean mundo, se relacionen con los yanquis de la OTAN
y superen el mal del nacionalismo ibérico con supuestas misiones
internacionales de paz. El sector militar duro, el “búnker”, siempre ha
estado ahí, y aunque no hay datos empíricos (nunca los habrá porque el
fascismo muchos lo llevan por dentro) todo apunta a que sigue siendo
residual, minoritario. O al menos eso queremos creer. Por esa simple
razón numérica resulta difícil pensar en una conspiración a la antigua
usanza con cuatro generales intrigando en una habitación a oscuras,
fumando puros ante un mapa y conjurándose bajo la luz de un flexo para
tomar Televisión Española y Radio Nacional.
No lo necesitan porque a poco que muevan sus hilos pueden meter en la
cárcel a todo aquel que saque los pies del tiesto supuestamente
constitucional. Y porque además este Ejército profesional está bien
pagado y ya no es aquella tropa africanista y desarrapada de 1936 que
dormía al raso y comía alacranes y arena del desierto.
Fuente → diario16.com
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