Una coincidencia estética entre Maruja Mallo y García Lorca, para recordar cómo la espiga de trigo pertenece al simbolismo colectivo de las diversas culturas sucedidas en la historia
El reino de Maruja Mallo y de Lorca
Arturo del Villar
La pintora
gallega Maruja Mallo y el poeta andaluz Federico García Lorca
compartieron muchas coincidencias, además del amor a las artes. Los dos
saludaron gozosamente la proclamación de la República Española, se
decantaron por un arte revolucionario y pusieron a su servicio lo mejor
de su inspiración creadora, admiraron los avances sociales de la Unión
Soviética, practicaron el amor libre, y sufrieron persecución por parte
de las fuerzas políticas de derechas, debido a sus respectivas
declaraciones izquierdistas, que llevaron a Maruja al exilio y a Lorca
al fusilamiento.
Ahora nos fijaremos solamente en un tema común,
el del reino de la espiga. En la simbología general a todos los pueblos,
la espiga de trigo representa la abundancia. Es la imagen aceptada de
la prosperidad, y también de la continuidad de la vida: la semilla se
entierra y de ella nace la espiga para continuar así perpetuamente la
existencia. Del trigo se elabora el pan, que es la comida primordial de
muchos pueblos.
En el antiguo Egipto el dios Osiris era el
protector de la agricultura. Se creía que pereció ahogado por una
traición de su hermano Seth, pero su esposa Isis lo resucitó. Su
escultura permanecía oculta en los templos, y una vez al año se la
sacaba en una barca. De esta manera se simbolizaba la cosecha: la
semilla enterrada era el cuerpo de Osiris muerto, que después
resucitaba, acción repetida todos los años. Una representación
tradicional de Osiris muestra su cuerpo momificado, del que crecen
espigas de trigo.
La leyenda fue aprovechada por el cristianismo
en su simbología. Cuenta el Evangelio según Juan, 6:48—51, que
Jesucristo se definió a sí mismo diciendo: “Yo soy el pan de vida. […]
el pan que yo daré es mi carne, la cual daré por la vida del mundo.” Y
durante la última cena compartida con sus discípulos antes de ser
prendido, relata el Evangelio según Mateo, 26—26, que “tomó
Jesús el pan, lo bendijo y lo partió y dio a sus discípulos diciendo:
Tomad, comed, esto es mi cuerpo”, ceremonial repetido por los cristianos
en la comunión o santa cena. Los cuatro evangelistas canónicos relatan
que Jesucristo murió en la cruz, fue depositado en el sepulcro y
resucitó al tercer día.
Osiris y Jesucristo, pues, simbolizan el
ritual de la agricultura: se entierra la semilla para que de ella surja
la cosecha que permite alimentar a los seres humanos. Es el reino de la
espiga, señal de eternidad, ya que muere como un grano pequeño para
continuar existiendo floridamente a través de los tiempos. El trigo es
un capítulo fundamental en la historia de la humanidad.
Por otra
parte, la espiga de trigo alzada y dorada también figura la virilidad
sobre otras plantas y flores. El sacerdote cristiano alza la hostia
elaborada de pan ácimo en el acto de la consagración, realizado en
memoria de Jesucristo, cumpliendo la orden que dio a sus discípulos en
la última cena: es preciso alzarla en señal de potestad sobre cuanto se
halla a su alrededor.
Este comentario previo al entendimiento de
una coincidencia estética entre Maruja Mallo y García Lorca era
conveniente explicarlo, para recordar cómo la espiga de trigo pertenece
al simbolismo colectivo de las diversas culturas sucedidas en la
historia. No hace falta decir que ninguno de los dos aceptaba como
propios a los dioses egipcios ni al cristiano. Su única religión era la
del arte.
Recuérdese además que las espigas de trigo aparecen en
el símbolo más generalizado de la República, el sistema político
aceptado por los dos: una matrona vestida a la usanza griega, con el
peplo blanco, un manto rojo sobre los hombros y el gorro frigio en la
cabeza, sostiene con la mano izquierda la bandera tricolor, y con la
derecha una balanza equilibrada. Tras ella aparece un león, junto a los
tres lemas republicanos, y a la derecha de la representación están
incluidos varios símbolos del progreso y del trabajo humanos: un avión,
un barco mercante, una locomotora, un yunque, unos libros, una paleta de
pintor, y un haz de espigas de trigo con la hoz.
El horror de Lorca
Cuando
Federico García Lorca visitó los Estados Unidos de América en 1929
sintió un gran rechazo por aquella sociedad deshumanizada, que
contemplaba con asco y desdén. Resultado del viaje fue un espléndido
libro que tituló Poeta en Nueva York, y que no llegó a publicar
porque lo asesinaron los enemigos de la libertad y de la cultura. Lo
presentó en una lectura comentada en el Hotel Ritz de Barcelona, el 16
de diciembre de 1932, en la que resumió sus impresiones neoyorquinas de
esta manera:
Los dos elementos que el viajero capta en la gran
ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y
angustia. En una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero
cuando se observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud
dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella trágica
angustia vacía que hace perdonable por evasión hasta el crimen y el
bandidaje.
Es lo mismo que transmitió Charles Chaplin en su tremendo alegato filmado en 1936 Modern Times,
una crítica furiosa, pero disfrazada con humor para que resultara más
eficaz, del sistema capitalista. El ser humano pierde todas sus
características personales para transformarse en una máquina. Hasta
entonces las revoluciones sociales habían permitido a los individuos
mejorar su condición, pero la llamada revolución tecnológica en el siglo
XX les obligó a convertirse en piezas de una inmensa cadena de montaje,
para favorecer el desarrollo del sistema capitalista.
El
descubrimiento de ese mundo espantó a Lorca, y le inspiró su libro más
personal y completo, en el sentido de totalizar un panorama explicado en
poemas con unidad formal y con intencionalidad común, Poeta en Nueva York, uno de los grandes poemarios del siglo XX en todos los idiomas, y por lo mismo de la literatura universal en cualquier época.
Suele
destacarse en sus páginas la defensa de los negros, por realizarla un
blanco. Periódicamente, cada vez que en los Estados Unidos se comete un
crimen contra un ciudadano negro, a menudo por obra de un policía
blanco, se recuerdan versos acusadores de este libro. Ahora nos importa
fijarnos en una profecía no cumplida hasta el momento, lo que hace que
mantenga su actualidad, en espera de que llegue ese día anunciado para
conmocionar a la sociedad estadounidense.
La oda a Whitman
Destaca
en este excelente poemario la excepcional “Oda a Walt Whitman”, objeto
de muchos comentarios, críticas y glosas. Describe líricamente una
ciudad espantosa, en la que parece imposible que exista una vida
humanizada. Es una “Nueva York de cieno, / Nueva York de alambre y de
muerte”, entre otras invocaciones negativas, en donde no se puede
confiar en hallar ni siquiera un solo elemento humano. Apodada “la
ciudad que nunca duerme”, todo en ella es tan falso como los
espectáculos de Broadway. En su centro radica Manhattan, sentina en
donde confluyen todas las corrupciones del mundo. Y para escarnio
perpetuo en el puerto se levanta sobre un gran pedestal la estatua de la
Libertad, lo único que no se encuentra entre la multitud de elementos
hacinados alrededor de sus rascacielos.
Espantado en esta Babilonia moderna con todos los defectos de la antigua multiplicados y perfeccionados, Lorca escribió la “Oda a Walt Whitman” pensando en las ideas del viejo poeta sobre la democracia y la camaradería universal, inaplicables en su país del crimen organizado. Se preguntó en un verso sin respuesta: “¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?” En la inmensa urbe no puede crecer el trigo, solamente se encuentra en la soledad de los campos. Y allí no se escucharía la voz de quien deseara exponer a los ciudadanos la simbología del trigo, según la hemos visto antes, ahogada entre los ruidos horrísonos de un tráfico ensordecedor.
Sin
embargo, el poeta español escandalizado en Nueva York evocaba los
versos del cantor de la democracia y de la fraternidad generalizada, y
al terminar su oda puso un grano de esperanza sobre un futuro más
agradable para todos. Tal vez llegue a consolidarse un día efectivamente
la libertad, y además de ser una estatua se convierta en una realidad
favorecedora de sus habitantes. Lo deseaba tanto que hizo de ello una
profecía y se atrevió a difundirla. Así se lo indicó en los versos
finales al inmenso poeta que no se han merecido los Estados Unidos, que
debió nacer en cualquier otro país, menos en el dedicado a organizar
guerras coloniales para reforzar su desenfrenado imperialismo económico:
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda quite flores y letras del arco donde duermes y un niño negro anuncie a los blancos del oro la llegada del reino de la espiga.
Según
esta profecía, será uno de esos niños negros abandonados entre las
basuras de las calles neoyorquinas, el que anuncie a los bolsistas
blancos de Wall Street el reino de la espiga, es decir, la vuelta
aquella sociedad compuesta por seres humanos en la que todos eran
iguales, no se distinguían clases sociales, no existía la propiedad
privada, sino que todo pertenecía a todos, y cada uno utilizaba lo
necesario para su subsistencia, en una libertad comunista en la que era
felices los camaradas según lo previó Whitman, su poeta y su profeta.
Lorca,
uno de los firmantes en abril de 1933 del manifiesto de la Asociación
de Amigos de la Unión Soviética, esperaba que esa aspiración común fuera
posible realizarla en el gran país recién liberado de la esclavitud
zarista, y estaba dando un gran salto desde la economía medieval basada
en la agricultura hasta la industrial. Sí, pero una industrialización
humanizadora, implantada para el beneficio común de todos los ciudadanos
en la sociedad sin clases, no para el de los socios capitalistas de las
empresas, como sucedía en ese Nueva York denunciado por Lorca en versos
constitutivos de un tratado de economía política expuesto líricamente.
Amores y cuadros de Maruja
El
reino de la espiga fue asimismo una de las aspiraciones de la pintora
Ana María Gómez González Mallo, artísticamente conocida como Maruja
Mallo. Era cuatro años más joven que Lorca, y entre los dos existió una
gran afinidad. No obstante, con quien Maruja tuvo mayor intimidad fue
con otro poeta andaluz del grupo del 27, Rafael Alberti, de actividades
paralelas con Lorca, al ser los dos poetas y dramaturgos excepcionales, y
en ocasiones pintores, además de compartir la ideología comunista.
Maruja
y Alberti se conocieron en 1925, y comenzaron una relación amorosa y
tormentosa concluida en 1930. Por entonces a la pintora le interesaban
como tema estético las fiestas populares, las verbenas con sus
carruseles y personajes disfrazados. Sus cuadros le gustaron tanto a
José Ortega y Gasset que le organizó una exposición en la sala de su Revista de Occidente, sin duda la más prestigiosa de la época, además de encargarle viñetas para publicarlas en sus ejemplares.
Junto
con el escultor Alberto Sánchez y el pintor Manuel Díaz Caneja, ambos
comunistas, y el también pintor Benjamín Palencia, entonces
revolucionario, aunque después aburguesó sus ideas, se iban andando
desde Atocha hasta Vallecas, con lo que dieron lugar a la mal llamada
escuela de Vallecas: mal, porque no fue una escuela, por muy
compenetrados que estuvieran en sus ideas políticas, más que en las
estéticas, los señalados por los historiadores del arte como sus
componentes.
En 1929 señaló Maruja su “iniciación en el marxismo”,
cuando sustituyó la temática verbenera en sus cuadros por otra basada
en las cloacas y los excrementos, lógicamente menos colorista. El 1 de
julio de 1929 la influyente revista La Gaceta Literaria insertó
un poema de Alberti titulado enigmáticamente “La primera ascensión de
Maruja Mallo al subsuelo”, porque al subsuelo se desciende desde el
suelo, es difícil ascender. Sin embargo, el poeta insistía en que debía
mirar siempre hacia abajo, contemplar lo que nadie mira, y en cambio
olvidarse del cielo, demasiado lejano para tomarlo como modelo.
Otro poeta, Miguel Hernández, enamoró a Maruja, que es la inspiradora de algunos sonetos de El rayo que no cesa,
espléndido poemario impreso en 1936, pero también resultó imposible
esta relación. El carácter de Maruja, contrario a todos los
convencionalismos, dificultaba la posibilidad de un entendimiento común
profundo. Tanto Alberti como Hernández se casaron y sus matrimonios
fueron todo lo felices posible en aquellos momentos convulsos de la
trágica historia de España, hasta que la muerte los separó de sus
respectivas compañeras.
El trigo en la mano
Por
su parte Maruja se unió a un gallego como ella, el sindicalista
comunista Alberto Fernández Mezquita. Juntos asistieron a la
manifestación sindical del 1 de mayo de 1936 en Madrid, y allí Maruja
tuvo una revelación: vio una hogaza de pan enarbolada por una joven
campesina, entre las banderas rojas y las tricolores que iluminaban las
calles.
De esa visión surgió uno de los cuadros más
representativos de la pintura española en el siglo XX, titulado “La
sorpresa del trigo”. Fue el último pintado en España, el preferido por
ella, el que se llevó al exilio y quizá debido a esa circunstancia se
salvó de lo que Goya denominó los desastres de la guerra. Presenta la
cara y las dos manos de una muchacha; las manos, por cierto, están
reproducidas de una manera incapaz de colocarse en la realidad de la
figura, por lo que resulta imposible decir cuál es la derecha y cuál la
izquierda. Una de ellas, la vuelta hacia el espectador, enseña tres
pequeñas espigas en la palma, y la otra, vuelta hacia el rostro de la
campesina, tiene tres espigas granadas clavadas en otros tantos dedos.
Es
un óleo de 66 centímetros de alto por un metro de ancho. Posee un
cromatismo sobrio, con un fondo marrón suave sobre el que se esboza
apenas un breve tono verdoso que alude al vestido, y que permite
destacar el color de la carne de manos y cara, así como el azul de los
ojos, el rojo de los labios y el castaño del pelo solamente un poco más
oscuro que el fondo, expresado todo con gran economía.
Llaman la
atención como protagonistas las tres espigas doradas, no sólo por el
hecho de encontrarse clavadas en los dedos, sino por su tamaño. Los ojos
de la campesina las observan con sorpresa, según refiere el título. El
trabajo con las manos proletarias hace germinar el trigo, con el que se
podrá elaborar el pan, alimento primordial de la humanidad. Por eso la
pintora coloca las espigas en los dedos, puesto que son los
favorecedores de la siembra en la tierra.
El trabajo de la tierra
Hay
que añadir que en 1938, ya en su exilio liberador en Buenos Aires,
pintó otro óleo que parece una consecuencia de éste, dentro de la serie La religión del trabajo. Titulado La tierra,
muestra a una campesina de perfil, con una hoz en su mano izquierda,
pero no la lleva agarrada, sino que se sostiene entre dos dedos, como en
actitud oferente. El aspecto hierático de la muchacha contribuye a
potenciar el tono religioso de la obra. Lo más llamativo es que una
espiga de trigo se clava en su cuello, o nace de él como si estuviera en
la tierra.
El cromatismo es plano, pasa del ocre al rojizo, con
la llamada de atención impuesta por el negro de la hoz con un ribete
azul, para convertirla en el elemento descollante del óleo. La hoz, el
martillo o la red son instrumentos del trabajo asalariado, símbolos de
los valores humanos en procura de su desarrollo.
Ella misma
resaltó el proceso evolutivo de su obra, en una conferencia que leyó en
Montevideo, titulada “Lo popular en la plástica española”. Lo hizo
partir de su primera exposición, la celebrada en los salones de la Revista de Occidente en 1928, y lo prolongó hasta aquel año de 1936 en que tuvo la revelación de pintar La sorpresa del trigo,
culminación de su obra plástica. Habían sido nueve años decisivos en la
historia de España, y por ello en su propia vida. Lo explicó de este
modo:
Así es la evolución de mi pintura, producción que
arranca del arte popular del hombre (1928), cuya forma va
subterráneamente por debajo de la transformación de mi obra y brota en
conjunción con otras realidades. Sorpresa del trigo (mayo 1936) es como
el prólogo de mi labor sobre los trabajadores del mar y tierra,
compenetración de elementos materiales. El trigo, vegetal universal,
símbolo de la lucha, mito terrenal. Manifestación de creencia que surge
de la serenidad y la gracia de las dos Castillas, de mi fe materialista
en el triunfo de los peces, en el reinado de la espiga.
Una
fe compartida con Lorca, que ninguno de los dos alcanzó a ver
realizarse, con el trigo como bandera. Los dos anhelaban ver instaurado
el reino de la espiga, pero lo que llegó fue una sublevación militar de
la que derivó una guerra atroz. Todavía sigue pendiente esa
proclamación, por el momento utópica, pero que ha dado lugar a dos obras
estéticas espléndidas, una literaria y otra plástica.
* Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio
Fuente → loquesomos.org
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