
La historiadora feminista Silvia Federici, dijo en cierta ocasión que las reflexiones de Marx
sobre la «acumulación primitiva» como un proceso fundacional revelaban
las condiciones estructurales que hacían posible la sociedad capitalista
y permitían «leer el pasado como algo que sobrevive en el presente».1
De la misma forma, la obra que motiva este texto, El eclipse de la fraternidad,
ofrece la rara posibilidad de leer el tiempo (cualquier pasado,
incluido el que aún no hemos conocido) como un organismo vivo, que se
agita en múltiples direcciones, atravesado siempre en su interior por
las contradicciones sociales que lo alumbran. Esta obra, publicada
originalmente en 2004 y reeditada por Akal en 2019, es considerada, con
justicia, uno de los mejores ensayos científicos escritos en castellano.
Antoni Domènech reconstruye los orígenes históricos e
intelectuales del programa del ala democrático-plebeya de la Ilustración
europea, su gran momento de esplendor hasta las revoluciones de 1848, y
su posterior decadencia, así como la influencia de los viejos ideales
de libertad, igualdad y fraternidad en el proyecto socialista. En esta
reseña se intentará presentar, sin afán de exhaustividad, alguno de los
elementos que permiten contextualizar los objetivos de la investigación
de Domènech, con la esperanza de dar cuenta no solo de su profundidad,
sino también de su vigencia.

El objeto de estudio del Eclipse de la fraternidad se centra
en la configuración de la tradición democrático republicana tras la
constitución del pueblo llano en sujeto político durante la Revolución
Francesa y en su devenir histórico; Domènech aborda también los orígenes
del pensamiento republicano en la Antigüedad clásica así como su
relación con el socialismo revolucionario. El subtítulo de la obra, de
hecho, Una revisión republicana de la tradición socialista,
deja clara la visión de la tradición socialista como una «terca
continuadora, una y otra vez derrotada, de la pretensión
democrático-fraternal de civilizar el entero ámbito de la vida social:
erradicar el despotismo heredado de la vieja loi de famille
(tanto el patriarcal doméstico como el del patrón sobre el trabajador), y
erradicar el despotismo burocrático-estatal heredero de la vieja loi politique de los Estados monárquicos absolutistas modernos».2
El socialismo sería, en definitiva, el heredero de los principios
republicanos, tesis que habla más de la continuidad del proyecto
sociopolítico que de una prelación entre ideas (el propio Domènech
apuntó en alguna ocasión que el subtítulo de la obra podría haber sido una revisión socialista de la tradición republicana)
y que se ve respaldada por la reacción de los viejos poderes
aristocráticos frente a las demandas democráticas. Domènech encuentra
que el sentido contemporáneo de la idea de la fraternidad, el «gran
valor olvidado de la tradición republicano-revolucionaria moderna»,
cristaliza en el célebre discurso sobre la composición social de la
Guardia Nacional pronunciado por Robespierre ante la
Asamblea Nacional en 1790. En ese discurso afirmó también la aspiración
de abolir la distinción tradicional entre los «ciudadanos activos», que
podían pagar un censo, y los «ciudadanos pasivos», relegados social y
políticamente.
La fraternidad supondría, pues, la universalización de las libertades
republicanas, en un salto conceptual que apunta al corazón mismo de la
estructura de dominación del Antiguo Régimen: la distinción política
entre propietarios y no propietarios. En síntesis, la nueva sociedad
civil no solo habría de quebrar la distinción entre la esfera civil y
política, sino que liquidaría también la distinción entre ley civil y
ley de familia, con lo que queda amenazado también el «despotismo
patriarcal», pues familia proviene de famuli
(siervos), y si la fraternidad implicaba el acceso a la sociedad civil
de todos los «domésticamente subalternos», ello implicaba que la
igualdad y la libertad debía extenderse a «esclavos, criados, clientes, oficiales, aprendices, obreros sometidos a patrón…
y ¡mujeres!»3. Sin embargo, como recuerda Domènech, inicialmente el
sufragio universal no se extendió a las mujeres, y Robespierre no mostró
particular interés por la moción que presentó la monárquica Olympe de Gouges para que se aprobase en Asamblea una Declaración de los Derechos de la mujer y la ciudadana.
Solo al final de sus días terminó por comprender el Incorruptible que
la constitución de una sociedad civil basada en los principios
revolucionarios requería que las mujeres también fueran libres e
iguales, aunque ello no implicaba que se liberasen, ni siquiera
retóricamente, de la sujeción del hogar. De todas formas, y pese a lo
limitado de algunos avances, el hecho de que las mujeres ocupasen un
papel destacado en las protestas sociales y políticas de su tiempo causó
pavor y desprecio más allá de toda medida en la sociedad conservadora.
Tal y como expresa Domènech, la «cascada de insultos» que recibieron las
mujeres que participaban en los movimientos populares de 1848 resuena
particularmente cuando surgen grandes movimientos políticos democráticos
tendentes a «dar el poder a los ciudadanos pobres, y con él, un viso de
asomo femenino a la vida civil pública».4
La amenaza a las jerarquías sociales tradicionales implícita en los
principios republicano-democráticos fue cabalmente comprendida por el
pensamiento conservador, desde Burke hasta Bismarck, pasando por Tocqueville,
que comprendieron que cualquier ideología que vinculase la libertad
teórica con la material tendería a disolver la estructura de propiedad
del Antiguo Régimen. En este sentido, encuentro que El eclipse de la fraternidad comparte algún objetivo con otra obra magna como es La persistencia del Antiguo Régimen, de Arno Mayer.
Mayer, al igual que Domènech, deconstruye la visión de la Edad
Contemporánea como un constante proceso de modernización política y
social, uno de los lugares comunes más irreductibles de la mitología
capitalista. Ambos autores constatan que la reacción conservadora frente
al socialismo es, en realidad, una reacción contra el proyecto
democrático, que se prolongaría, forzosamente transformado, en el
movimiento obrero revolucionario. Arno Mayer recuerda que gran parte de
las élites reaccionarias de finales del XIX temían al movimiento obrero
no tanto por su proyecto revolucionario como por transportar la herencia
radical de los principios democráticos dieciochescos, y pone como
ejemplo a Gustave Le Bon, quien «se sentía más
amenazado por las consecuencias populistas y democráticas del marxismo
que por su desafío socioeconómico».5
Marx, de hecho, que reflexionó profusamente sobre la revolución de
1848, insistía en sus escritos a la AIT en la necesidad de extender la
idea republicana de la fraternidad entre los trabajadores de todos los
pueblos, aunque el movimiento obrero de los años sesenta ya no imaginaba
una sociedad civil cuya libertad estuviera fundada en la extensión de
la propiedad privada, sino en la apropiación común de los medios de
producción, en el contexto del triunfo histórico de la gran industria.
En la Europa posnapoleónica había medrado un nuevo tipo social: el
burgués que rechazaba el retorno del absolutismo (más aún, sufragar con
sus impuestos las cortes decimonónicas) y el poder de la Iglesia, pero
que, convertido en patrón él mismo, celebraba la institucionalización
del derecho a la propiedad. Esta fue la base material en torno a la que
se fraguó el liberalismo decimonónico, que aspiraba a forzar algún tipo
de compromiso entre el constitucionalismo, el sufragio censitario y la
monarquía. La revolución de 1848, al menos en Francia, fue la última vez
en la que en la que el Tercer Estado se uniría bajo la misma bandera,
aunque campesinos, burgueses y proletarios tenían un «denominador común
mucho más pequeño de lo que dieron a entender las heroicas ilusiones»
que terminaron con el reinado de Luis Felipe.6 A
finales del siglo XIX, y sin menoscabo de la fortaleza y conquistas de
los partidos socialdemócratas, especialmente del alemán, quedaba lejana
ya la aspiración de los Marx y Engels de 1848, de clara
impronta republicano-democrática, de que la clase obrera encabezara la
lucha de todos los sometidos al despotismo monárquico.

Cuando la llamada República de la Fraternidad fracasó, el ideario
revolucionario fraternal, esa estrella rutilante que había venido
dominando la escena de la política democrática europea durante décadas y
que había servido al «cuarto estado» (los trabajadores pobres) para
emanciparse políticamente del «tercero» (los burgueses) desde 1790,
quedó eclipsada: su más legítimo heredero, el movimiento obrero de
inspiración socialista, apenas pareció acordarse de ella, salvo en
momentos de particular, y a veces, enigmático simbolismo.7
Parte de la historia del socialismo en el siglo XX, por tanto, tiene
que ver con el «eclipse de la fraternidad», esto es, con la pérdida de
vigor de la aspiración republicano-democrática de diseñar un sujeto
político mayoritario, sustituido por un proyecto revolucionario basado
en la clase obrera. En la práctica, el corolario de esta nueva relación
de fuerzas implicó que la mayoría de los partidos socialdemócratas
suscribieran, de manera escasamente paradójica, algún tipo de pacto, más
o menos sentido, con las fuerzas liberales y conservadoras que les
permitiera acomodarse en un modus vivendi al mismo tiempo
provisional e inamovible. La socialdemocracia rusa es una de las
excepciones a esa norma, y Domènech argumenta que su triunfo tiene que
ver con que la revolución bolchevique, en gran medida, se inspiró
directamente en la tradición revolucionaria de 1848. Frente al obrerismo
de la socialdemocracia europea (que rara vez aspiraba a convertir la
retórica radical en praxis revolucionaria), los bolcheviques impulsaron
una alianza entre la clase obrera, el campesinado, los intelectuales y
la pequeña burguesía; es decir, intentaron constituir un Tercer Estado
que se opusiera a los diversos despotismos de la autocracia zarista. El
eclipse de la fraternidad explica a continuación las extremas
circunstancias que condujeron al colapso de la experiencia radical
democrática rusa y al ascenso del estalinismo, en relación con la
reacción antisocialista europea que originó el fascismo y las tres
grandes experiencias republicanas surgidas tras la Primera Guerra
Mundial: la República de Weimar, la República de Austria y la II
República española que, «con su más famoso grito de combate, recordó al
siglo XX, y por lo pronto, a miles de jóvenes hospicianos de todo el mundo
que vinieron a pelear y, tantos, a morir con ella y por ella en las
Brigadas Internacionales, que el viejo ideal de fraternidad republicana
orgullosamente enarboladas por las también fracasadas Repúblicas
francesas de 1793 y 1848 era un astro poderoso que, aun eclipsado,
seguía determinando el campo de gravedad de la política democrática
contemporánea».8
Hasta aquí se ha pretendido contextualizar alguno de los elementos
que permiten acercarse a la tesis central del ensayo Domènech, sin afán
de exhaustividad ni mayor objetivo que sugerir, mínimamente, la
profundidad conceptual de esta obra. Merece la pena destacar también la
calidad de la prosa de Domènech. Si aceptamos con Stendhal
que el estilo consiste en «añadir a un pensamiento dado todas las
circunstancias propicias para producir todo el efecto que ese
pensamiento debe producir»9, deberíamos concluir que el estilo de
Domènech conjuga, como recomendaban las viejas preceptivas sobre el arte
de narrar, profundidad con altura. La edición de Akal está a la altura
en todos los aspectos, tanto en los formales y estéticos,
particularmente pulidos y atractivos en su selecta colección Reverso, como en la acertada inclusión de un prólogo y un epílogo a cargo, respectivamente, de César Rendueles y Daniel Raventós,
autores fundamentales para las ciencias sociales españolas cuya lectura
es también obligada. Sería imprudente, en todo caso, dejar de mencionar
que estamos ante un libro totalmente académico, sazonado con abundante
aparato crítico de fuentes históricas, jurídicas y económicas; tanto el
lector ocasional como el iniciado en estos temas harán bien en abordar
la obra con la firme voluntad de adentrarse en un entorno intelectual
polifacético y exigente. Aunque el principal objetivo de Domènech fuera
convencer a sus lectores de que «para pensar políticamente, necesitan
tener desde luego en cuenta su propia tradición política», creo
destacable la lectura minuciosa de los argumentos de autores
pertenecientes a tradiciones liberales o conservadoras. Como aconsejaba Perry Anderson en Spectrum,
publicado en 2005, solo un año después de la obra que nos ocupa, en un
mundo en el que la izquierda está en retirada es fundamental mirar a la
cara a los adversarios teóricos, «sin indulgencia ni autoengaño», y
estudiar a fondo sus argumentos, porque la derrota es una «experiencia
difícil de dominar: siempre hay la tentación de sublimarla».10
Es difícil no percibir en estas páginas, siguiendo a Fitzgibbon
Cella, un análisis aplicable a la actualidad; de la misma manera,
cualquiera mínimamente familiarizado con los debates académicos de
finales del XX recordará que el auge del posmodernismo favoreció que se
extendiera, de forma generalizada, el acta de defunción de los «grandes
relatos»; tantas misas se oficiaron por el marxismo que su impenitente
obstinación en resucitar una y otra vez recuerda al mito de Ticio, castigado por Zeus
a vivir eternamente mientras aves carroñeras devoran sus vísceras.
Sería, sin duda, exagerado, imaginar el ascenso del fascismo del siglo
XXI como la consecuencia directa de que unos incautos heterodoxos
abrieran los grimorios del relativismo invocando, a su pesar, una
pesadilla lovecraftiana que arrumbó toda certidumbre. La
tradición intelectual de la derecha es lo suficientemente fecunda como
para rastrear dentro de sus propias coordenadas los orígenes sociales e
intelectuales de sus desarrollos políticos y podríamos incurrir,
precisamente, en un ejercicio de relativismo posmoderno al igualar las
obras (dispares, en méritos y planteamientos) de autores como Butler, Jameson o Lyotard, con las de escribas del fin de la Historia como Fukuyama o Huntington. Sin embargo, no cabe duda de que el zeitgeist
de una época marcada por el arrollador triunfo del neoliberalismo, en
la que el capitalismo se liberó de todo compromiso con un Estado social o
democrático, destiló diversas escrituras de lo fragmentario que
abonaron un escepticismo ante los principios universales consistente con
la incapacidad de la izquierda para revertir su derrota en cualquier
plano que no fuera el teórico. Domènech, como recuerda en su epílogo
Raventós, fue particularmente duro con determinado tipo de posiciones
relativistas, y celebraba tanto el retorno de Marx como detecta entre
muchos estudiantes cierto hastío ante «las poses anticientíficas de una
izquierda académica postmoderna cocida en el jugo de su propio
narcisismo (…) y cierto desprecio, en el otro extremo, hacia los que se
llenan la boca con la palabra ciencia (o con la palabra análisis) sin
pretender aparentemente otra cosa que una rápida promoción académica a
cuenta de estériles piruetas con conceptos y esquemas analíticos cuyo
significado profundo ni siquiera tienen cabalmente entendido».12
El eclipse de la fraternidad, en definitiva, sigue siendo
una herramienta de gran utilidad no solo para reflexionar sobre esta
polémica, plenamente actual (podría afirmarse que la tensión entre lo
particular y lo universal subyace aún en gran parte de los movimientos
transformadores del panorama político español), sino para intentar
proponer una síntesis que permita avanzar política e intelectualmente.
Pocos argumentos más concluyentes hay para calificar una obra de
clásico, especialmente cuando se trata de un trabajo científico, que
constatar que el paso de los años no avejenta sus páginas ni diluye sus
premisas, sino que acrecienta la utilidad de sus análisis. El eclipse de la fraternidad
es un trabajo polifacético y erudito al que solo se puede hacer
justicia invitando humildemente a disfrutar de su lectura y a dialogar a
través de sus páginas con nuestro propio tiempo, pues Antoni Domènech
posee la inefable cualidad de los augures verdaderos, que adivinan en
las entrañas del pasado la sutil memoria del porvenir.
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