
No cabe duda de que el máximo nivel de la represión efectuada por las tropas franquistas
tras el golpe de Estado de 1936 fue la tortura física y el asesinato.
Pero, a través de la implantación de fórmulas de terror y de presión
psicológica, hubo otras muchas maneras para reprimir a los opuestos y a
los vencidos.
Mujeres rapadas, bienes confiscados, amenazas constantes
y otras vías tuvieron los dirigentes del nuevo Régimen para visibilizar
su triunfo y perpetuarlo en las formas y en las mentes. La separación
familiar y el escarnio social fue una fórmula que cumplió sus objetivos.
Numerosos esposos encarcelados, huidos o desterrados, esposas e hijos
desamparados y sometidos a chantaje permanente, abusos laborales o
afectivos, invisibilidad social y otras consecuencias sufrieron muchas
personas en Galaroza y en el resto del país.
Uno de esos ejemplos lo tenemos en la familia Romero Vargas. Su patriarca, Joaquín, nació el 13 de agosto de 1888, y desde su puesto de guarda jurado o de campo, intentó siempre evitar los abusos a los jornaleros por parte de los elementos de la derecha ideológica o económica del pueblo. Esto le granjeó la enemistad de poderosos caciques, a pesar de no haberse señalado políticamente durante la etapa republicana.
Cuando en agosto de 1936 las tropas de la Columna Redondo tomaron Galaroza, Joaquín Romero supo que tenía que salir del pueblo para evitar su muerte.
Habló con otros perseguidos, como por ejemplo, con Saturio Santiago,
que se escondió en un zulo en la calle Sola y le ofreció cobijo.
Pero Joaquín sabía que tenía que huir.
Al principio se escondió en diversos lugares, entre ellos la cuadra de
la casa que ocupaba su familia situada detrás de la Cruz de las
Pizarrillas. Un día, cuando vinieron a buscarlo para matarlo, pudo escapar
debido al susto que se llevaron los franquistas ante los gritos de los
guarros que criaban en esos bajos. El instante de pavor y confusión le
sirvió para salir corriendo hacia la Sierra, pero dio lugar a uno de los
episodios más dantescos de cuantos se conocen sobre la represión en Galaroza.
Su mujer, Rosario Vargas Sosa,
nacida el 10 de octubre de 1895, fue presionada para que confesara el
lugar de huida de su esposo. Como no lo supiera, el grupo puso a sus
tres hijos pequeños en la pared de la casa de frente, amenazando con
fusilarlos allí mismo si no hablaba. Sólo la llegada de un sargento y su
desgana ante la escalofriante escena evitó la muerte de Rosario,
Joaquín y Victoria.
El padre de estos críos, Joaquín, en su
escapada, se encontró con Rafael Blanco, que le prestó ropa y ayuda, y
tuvo la fortuna de llegar lejos en su huida. Según su nieto, Jorge Lobo
Romero, en su deambular hacia tierras desconocidas formó parte de la
columna de refugiados que fue emboscada y ametrallada
indiscriminadamente en Llerena (Badajoz), y de la que pudo escapar la
noche antes por el aprendizaje de silbidos y otros sonidos que había adquirido en la Guerra de África, en la que fue combatiente regular.Hasta que un día, en Madrid, en un control rutinario, fue detenido y comenzó un rosario de desgracias carcelarias. Fue condenado a muerte, pero mientras se ejecutaba la sentencia, luego conmutada, pasó por penales como el de Huelva, León, Burgos, Santander o San Fernando (Cádiz). En todos esos centros penitenciarios sufrió torturas, tanto físicas como psicológicas.
Entre el maltrato habitual
se encontraba sacarle al patio en pleno invierno, casi sin ropa, en
represalia por algún incidente cometido por otros presos. En la celda
apenas tenía mantas y abrigo, “pasaba tanto frío que se le reventaban
los sabañones”, recuerda su familia. Los interrogatorios para que
delatase a supuestos delincuentes eran horrendos, como cuando sangraba
por manos y pies a causa de los palillos que le ponían en las uñas. La tortura que más efecto posterior tuvo fue el obligarle a tragar agua con tierra, ya que le produjo infecciones de estómago, que al reproducirse fue una de las acausas de su muerte, en 1954.
En cuanto a las presiones psicológicas, la más frecuente fue colocarlo
ante un paredón para fusilrlo, aunque al final las armas no estaban
cargadas con balas.
Mientras tanto, su familia quedó en un total desamparo. Sin noticias de su marido, Rosario tuvo que trabajar muy duro,
de forma casi esclava, para sacar adelante a sus hijos. También sus
hijos pasaron un auténtico calvario y una de ellas, Victoria, pagó
además el duro golpe del escarnio público.

La única forma en que la familia pudo tener noticias de Joaquín era a través de un cachonero
con contactos que podía averiguar datos del estado de Joaquín, de
cuando en cuando. En los bailes que se organizaban en el pueblo,
Victoria tenía que bailar con él porque se pasaban notas escritas para
transmitirle mensajes a su padre. A partir de entonces, las malas
lenguas del pueblo señalaron a la joven de forma injustificada.
Joaquín volvió tras once largos años. Fue en 1947, un 25 de julio, día señalado para los cachoneros por celebrarse la Subida de la patrona, la Virgen del Carmen. La llegada al pueblo coincidió con la Procesión de Tercia,
junto a la casa familiar. Joaquín se paró ante la virgen, se presignó y
dijo: “voy a ver a los míos”, y se dirigió hacia el domicilio que
estaba tres casas más abajo de la iglesia. Victoria tenía 18 años aquel
día y cuando volvió a casa no recordaba ni la cara ni el color de los
ojos de su padre, al que dejó de ver con apenas 7 años. La vida quiso
que ese mismo día, Fidel Pavón le hiciera una fotografía durante la
procesión junto a una amiga.

Desde aquel día, Joaquín Romero se incorporó a la vida del pueblo junto a su familia,
desarrollando labores en el campo e intentando olvidar el vía crucis
sufrido por todos. Pero el tiempo pasa, y la verdad se abre camino.
Durante el funeral de Teófilo Lobo, el marido de Victoria, algunos de
los más representativos personajes de la oligarquía cachonera se
detuvieron ante la viuda y se disculparon por todo el mal que le fue
causado durante años.
El desprestigio, a veces, es peor condena que la cárcel,
sobre todo cuando es injustificado. Por ello, “la familia merecía esta
reparación y que se conozca el calvario que sufrimos, igual que muchos
cachoneros que fueron represaliados por el mero hecho de pensar distinto
o llevarse mal con los poderosos”. Quien así habla es Carmen Lobo
Romero, nieta de Joaquín y de Rosario, hija de Victoria, que ha sacado
fuerzas para aportar datos a la investigación de la historia de su
familia, llevada a cabo por la Asociación Cultural Lieva.
Esta historia de vida se incorporará a la segunda parte del trabajo que Lieva presentó al Ayuntamiento de Galaroza en 2019 sobre la historia del pueblo durante los años 30 del siglo pasado.
Fuente → diariodehuelva.es
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