Reconozco que no me he atrevido. Tenía previsto escribir desde el
puro sarcasmo después de soportar un día tras otro esa broma macabra con
la que los cerebros del despiste y la provocación política, primos
hermanos de los sospechosos habituales que vienen manejando las cloacas
del Estado desde hace décadas, han conseguido una vez más ocupar el debate público,
marcar la agenda política y judicial, la apertura de los telediarios y
los titulares de la mayoría de los medios. Pero me resulta imposible
tomarme a chufla ese ofensivo disparate que relaciona incluso penalmente las manifestaciones del 8 de marzo con la expansión del covid en España.
Había pensado hacer una especie de confesión definitiva, un anexo a incorporar a esos delirantes informes realizados por agentes de la Guardia Civil, relatando las conclusiones “lógicas” que pueden extraerse de la acusación sobre la que se basa esa ¿investigación? que dirige la jueza Rodríguez-Medel: el Gobierno, perfectamente consciente de que en Madrid había estallado el contagio descontrolado del coronavirus, decidió a través de su delegado en la comunidad autorizar la manifestación del 8M.
Por resumir: si alguien en sus cabales da la más mínima verosimilitud a esa especie, debería entonces continuar el razonamiento hasta el final. Está claro que Pedro Sánchez quería acabar con su matrimonio, al permitir que su pareja, Begoña Gómez, participara en la manifestación. Y es obvio que planeaba liquidar además a la mitad de su gobierno, empezando por sus vicepresidentas Carmen Calvo o Nadia Calviño, y siguiendo por la ministra de Educación o el nunca suficientemente apaleado Fernando Grande-Marlaska, salvo que todos ellos manejaran también la información exacta sobre la posibilidad de contagiarse, y en ese caso habría que pensar que habrían decidido formar una especie de secta suicida dispuesta a autodestruirse en la conmemoración del 8 de marzo. En una demostración máxima de entendimiento en la coalición, también ministras de Unidas Podemos, empezando por Irene Montero, se mostraron decididas a jugarse la vida unos metros más allá de la pancarta de las socialistas. (Una decisión corroborada “documentalmente” por el vídeo de un off the record posterior de la ministra de Igualdad en el que reconoce, ¡oh, cielos!, que seguramente este año no fue tanta gente a las manifestaciones a causa de la preocupación por el virus). Por algo el portavoz del PP en la Asamblea de Madrid, el doctor Raboso, sostiene que las marchas feministas “convirtieron a España en una bomba epidemiológica” que provocó “una hecatombe” (ver aquí). A la que contribuyeron también, por cierto, dirigentes del PP como Cuca Gamarra o María del Mar Blanco (ver aquí). No fue el caso de Ana Pastor, médica de formación, expresidenta del Congreso y actual diputada, que teniendo síntomas gripales compatibles con los del virus (como se confirmó a los pocos días) no acudió a la marcha ni avisó a sus contactos, a quienes por las mismas fechas abrazaba y besaba con el mismo afecto que Ortega Smith a sus compañeros de Vox en Vistalegre (lean a Esther Palomera en eldiario.es).
¿Y qué me dice, señoría, del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, tan sereno y afectuoso en apariencia, tan creíble aunque sólo fuera porque no le nombró este gobierno social-comunista sino el mismísimo Mariano Rajoy (ver aquí)? Pues ahí donde lo ve y sabiendo desde muchos días antes que Madrid era una “fiesta del virus” dejó acudir a la manifestación del 8M ¡a su propio hijo!, en un acto por el que convendría abrir una pieza separada de esta causa por presunto filicidio.
Habría concluido esa disparatada narración con una confesión íntima a la que ya me referí en estas páginas (ver aquí): yo mismo acudí a la manifestación del 8M. Después de casi cuatro décadas ejerciendo el periodismo, buena parte de ellas en el territorio de la política, no he sido capaz de disponer de fuentes, aunque sólo fuera una, que me advirtiera del infierno en el que me metía junto a un numeroso grupo de amigas y amigos, en el que había escritoras, actrices, una célebre guionista, un alto cargo de la cultura, una editora reconocida, una cantante de éxito, una pianista de prestigio… ¡hasta una experimentada enfermera de León caminaba a mi lado, por dios! No nos lo perdonaremos nunca, y eso que nos pasaba lo mismo que confesó Irene Montero en la confianza de ese off the record pisoteado indecentemente por ABC: estábamos muy preocupados por el coronavirus, hasta el punto de procurar no tocarnos ni abrazarnos ni besarnos…
Pero no. Aunque hay corresponsales que observan alucinados el hecho de que este país gire en torno a una memez como la que esa instrucción judicial plantea siguiendo a su vez el hilo de la cometa soltado desde el PP, Vox y sus altavoces mediáticos, la cosa no tiene la menor gracia. Por un doble motivo: el primero, porque es evidente que se aprovecha nada menos que una pandemia con miles de muertos para seguir atacando, ensuciando y demonizando al feminismo. Porque si no fuera así, estarían poniendo querellas o citando a declarar a responsables de los transportes públicos, los clubes de fútbol, las salas de conciertos, el estadio de Vistalegre… que ese mismo 8 de marzo congregaban en conjunto a millones de personas. Sólo les interesa interpelar (y manipular) a organizadores de manifestaciones feministas. No entienden ni aceptan ni respetan la lucha por la igualdad. Y si pueden mancharla incluso utilizando un coronavirus que ataca a la humanidad entera, ¡sin complejos!.
El segundo motivo es aún más vergonzoso e indignante. Mientras llenamos debates parlamentarios, telediarios, tertulias y portadas de periódicos con una causa penal extraterrestre sobre el 8M –que antes o después acabará en la papelera y que no tiene similitud en ninguna parte del mundo–, han logrado durante semanas dejar en la oscuridad el mayor horror humano de esta pandemia: lo ocurrido en las residencias de mayores. Y muy especialmente la gestión protagonizada por el Gobierno de la Comunidad de Madrid, donde se concentra el mayor número de muertes. Primero intentaron desviar toda la responsabilidad al Ejecutivo central por la declaración del estado de alarma, pese a que todo el mundo sabe que las competencias sobre geriátricos y hospitales siguen siendo de cada comunidad autónoma. Para bien o para mal. Es un insulto a la inteligencia utilizar la autoridad para fotografiarse junto a aviones cargados de mascarillas o para presumir de lo logrado en el IFEMA y lavarse las manos cuando se trata de explicar por qué no se medicalizaron las residencias en las que morían por miles ancianos y ancianas sin atención sanitaria.
Esta semana, en infoLibre, hemos publicado los documentos que demuestran que Isabel Díaz Ayuso y su consejero de Sanidad, Enrique Ruiz, mienten cuando describen como “borrador” un Protocolo enviado a residencias y hospitales con “criterios de exclusión” que ordenaban no trasladar a mayores con determinadas patologías o grado de dependencia (ver aquí). Y el propio consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero (de Ciudadanos), ha confirmado que advirtió a sus superiores de que ese abandono de los residentes a su suerte no sólo era "indigno" sino que suponía una “discriminación de graves consecuencias legales” (ver aquí). La lectura de las distintas versiones del Protocolo deja en evidencia el serial de falsedades y manipulaciones que Ayuso, con el asesoramiento siempre osado y contundente del aznarismo, ha ido administrando en sede parlamentaria y ante los medios. Pretende además confundir a la ciudadanía mezclando lo que es una práctica deontológica reglada que corresponde al personal médico (el llamado triaje que obliga a decidir por criterios sanitarios a quién se intenta salvar la vida y a quién no) con lo que ha sido una directriz política desde el gobierno autonómico que tuvo una consecuencia tan trágica como incontestable: el 80% de los fallecidos en marzo en residencias madrileñas no fueron derivados a hospitales en aplicación de esos “criterios de exclusión” (ver aquí).
No aprendemos. Ni siquiera en mitad de una pandemia que ha puesto patas arriba el mundo que conocíamos. Siguen tomándonos por imbéciles y seguimos acumulando méritos para que se sientan cómodos en ese ecosistema que abona la rueda permanente de la provocación-respuesta-crispación-equidistancia. Intentan convertir el 8M de 2020 en un revisitado 11-M de 2004. Si durante años alimentaron teorías conspiranóicas sobre unos atentados que desde el primer minuto sabíamos que eran obra del terrorismo yihadista, harán lo posible ahora para convertir una marcha feminista en una especie de aquelarre genocida. Y para ello tanto les vale distorsionar los datos conocidos de la epidemia aquel domingo como la influencia interna de un alto mando de la Guardia Civil llamado Diego Pérez de los Cobos.
Para extraer las muchas lecciones que deberíamos sacar de esta crisis inédita y compleja, deberíamos empezar por no caer en todas las trampas que nos tienden quienes acostumbran a imponer los marcos de debate público. No toquen con sus sucias manos al feminismo, que al parecer les quita el sueño incluso más que miles de muertes que quizás no pudieran evitarse, pero al menos deberían servir para que afrontemos todos los cambios de modelo socio-sanitario que sean precisos para no pasar otra vez por el mismo drama.
Había pensado hacer una especie de confesión definitiva, un anexo a incorporar a esos delirantes informes realizados por agentes de la Guardia Civil, relatando las conclusiones “lógicas” que pueden extraerse de la acusación sobre la que se basa esa ¿investigación? que dirige la jueza Rodríguez-Medel: el Gobierno, perfectamente consciente de que en Madrid había estallado el contagio descontrolado del coronavirus, decidió a través de su delegado en la comunidad autorizar la manifestación del 8M.
Por resumir: si alguien en sus cabales da la más mínima verosimilitud a esa especie, debería entonces continuar el razonamiento hasta el final. Está claro que Pedro Sánchez quería acabar con su matrimonio, al permitir que su pareja, Begoña Gómez, participara en la manifestación. Y es obvio que planeaba liquidar además a la mitad de su gobierno, empezando por sus vicepresidentas Carmen Calvo o Nadia Calviño, y siguiendo por la ministra de Educación o el nunca suficientemente apaleado Fernando Grande-Marlaska, salvo que todos ellos manejaran también la información exacta sobre la posibilidad de contagiarse, y en ese caso habría que pensar que habrían decidido formar una especie de secta suicida dispuesta a autodestruirse en la conmemoración del 8 de marzo. En una demostración máxima de entendimiento en la coalición, también ministras de Unidas Podemos, empezando por Irene Montero, se mostraron decididas a jugarse la vida unos metros más allá de la pancarta de las socialistas. (Una decisión corroborada “documentalmente” por el vídeo de un off the record posterior de la ministra de Igualdad en el que reconoce, ¡oh, cielos!, que seguramente este año no fue tanta gente a las manifestaciones a causa de la preocupación por el virus). Por algo el portavoz del PP en la Asamblea de Madrid, el doctor Raboso, sostiene que las marchas feministas “convirtieron a España en una bomba epidemiológica” que provocó “una hecatombe” (ver aquí). A la que contribuyeron también, por cierto, dirigentes del PP como Cuca Gamarra o María del Mar Blanco (ver aquí). No fue el caso de Ana Pastor, médica de formación, expresidenta del Congreso y actual diputada, que teniendo síntomas gripales compatibles con los del virus (como se confirmó a los pocos días) no acudió a la marcha ni avisó a sus contactos, a quienes por las mismas fechas abrazaba y besaba con el mismo afecto que Ortega Smith a sus compañeros de Vox en Vistalegre (lean a Esther Palomera en eldiario.es).
¿Y qué me dice, señoría, del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, tan sereno y afectuoso en apariencia, tan creíble aunque sólo fuera porque no le nombró este gobierno social-comunista sino el mismísimo Mariano Rajoy (ver aquí)? Pues ahí donde lo ve y sabiendo desde muchos días antes que Madrid era una “fiesta del virus” dejó acudir a la manifestación del 8M ¡a su propio hijo!, en un acto por el que convendría abrir una pieza separada de esta causa por presunto filicidio.
Habría concluido esa disparatada narración con una confesión íntima a la que ya me referí en estas páginas (ver aquí): yo mismo acudí a la manifestación del 8M. Después de casi cuatro décadas ejerciendo el periodismo, buena parte de ellas en el territorio de la política, no he sido capaz de disponer de fuentes, aunque sólo fuera una, que me advirtiera del infierno en el que me metía junto a un numeroso grupo de amigas y amigos, en el que había escritoras, actrices, una célebre guionista, un alto cargo de la cultura, una editora reconocida, una cantante de éxito, una pianista de prestigio… ¡hasta una experimentada enfermera de León caminaba a mi lado, por dios! No nos lo perdonaremos nunca, y eso que nos pasaba lo mismo que confesó Irene Montero en la confianza de ese off the record pisoteado indecentemente por ABC: estábamos muy preocupados por el coronavirus, hasta el punto de procurar no tocarnos ni abrazarnos ni besarnos…
Pero no. Aunque hay corresponsales que observan alucinados el hecho de que este país gire en torno a una memez como la que esa instrucción judicial plantea siguiendo a su vez el hilo de la cometa soltado desde el PP, Vox y sus altavoces mediáticos, la cosa no tiene la menor gracia. Por un doble motivo: el primero, porque es evidente que se aprovecha nada menos que una pandemia con miles de muertos para seguir atacando, ensuciando y demonizando al feminismo. Porque si no fuera así, estarían poniendo querellas o citando a declarar a responsables de los transportes públicos, los clubes de fútbol, las salas de conciertos, el estadio de Vistalegre… que ese mismo 8 de marzo congregaban en conjunto a millones de personas. Sólo les interesa interpelar (y manipular) a organizadores de manifestaciones feministas. No entienden ni aceptan ni respetan la lucha por la igualdad. Y si pueden mancharla incluso utilizando un coronavirus que ataca a la humanidad entera, ¡sin complejos!.
El segundo motivo es aún más vergonzoso e indignante. Mientras llenamos debates parlamentarios, telediarios, tertulias y portadas de periódicos con una causa penal extraterrestre sobre el 8M –que antes o después acabará en la papelera y que no tiene similitud en ninguna parte del mundo–, han logrado durante semanas dejar en la oscuridad el mayor horror humano de esta pandemia: lo ocurrido en las residencias de mayores. Y muy especialmente la gestión protagonizada por el Gobierno de la Comunidad de Madrid, donde se concentra el mayor número de muertes. Primero intentaron desviar toda la responsabilidad al Ejecutivo central por la declaración del estado de alarma, pese a que todo el mundo sabe que las competencias sobre geriátricos y hospitales siguen siendo de cada comunidad autónoma. Para bien o para mal. Es un insulto a la inteligencia utilizar la autoridad para fotografiarse junto a aviones cargados de mascarillas o para presumir de lo logrado en el IFEMA y lavarse las manos cuando se trata de explicar por qué no se medicalizaron las residencias en las que morían por miles ancianos y ancianas sin atención sanitaria.
Esta semana, en infoLibre, hemos publicado los documentos que demuestran que Isabel Díaz Ayuso y su consejero de Sanidad, Enrique Ruiz, mienten cuando describen como “borrador” un Protocolo enviado a residencias y hospitales con “criterios de exclusión” que ordenaban no trasladar a mayores con determinadas patologías o grado de dependencia (ver aquí). Y el propio consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero (de Ciudadanos), ha confirmado que advirtió a sus superiores de que ese abandono de los residentes a su suerte no sólo era "indigno" sino que suponía una “discriminación de graves consecuencias legales” (ver aquí). La lectura de las distintas versiones del Protocolo deja en evidencia el serial de falsedades y manipulaciones que Ayuso, con el asesoramiento siempre osado y contundente del aznarismo, ha ido administrando en sede parlamentaria y ante los medios. Pretende además confundir a la ciudadanía mezclando lo que es una práctica deontológica reglada que corresponde al personal médico (el llamado triaje que obliga a decidir por criterios sanitarios a quién se intenta salvar la vida y a quién no) con lo que ha sido una directriz política desde el gobierno autonómico que tuvo una consecuencia tan trágica como incontestable: el 80% de los fallecidos en marzo en residencias madrileñas no fueron derivados a hospitales en aplicación de esos “criterios de exclusión” (ver aquí).
No aprendemos. Ni siquiera en mitad de una pandemia que ha puesto patas arriba el mundo que conocíamos. Siguen tomándonos por imbéciles y seguimos acumulando méritos para que se sientan cómodos en ese ecosistema que abona la rueda permanente de la provocación-respuesta-crispación-equidistancia. Intentan convertir el 8M de 2020 en un revisitado 11-M de 2004. Si durante años alimentaron teorías conspiranóicas sobre unos atentados que desde el primer minuto sabíamos que eran obra del terrorismo yihadista, harán lo posible ahora para convertir una marcha feminista en una especie de aquelarre genocida. Y para ello tanto les vale distorsionar los datos conocidos de la epidemia aquel domingo como la influencia interna de un alto mando de la Guardia Civil llamado Diego Pérez de los Cobos.
Para extraer las muchas lecciones que deberíamos sacar de esta crisis inédita y compleja, deberíamos empezar por no caer en todas las trampas que nos tienden quienes acostumbran a imponer los marcos de debate público. No toquen con sus sucias manos al feminismo, que al parecer les quita el sueño incluso más que miles de muertes que quizás no pudieran evitarse, pero al menos deberían servir para que afrontemos todos los cambios de modelo socio-sanitario que sean precisos para no pasar otra vez por el mismo drama.
Fuente → infolibre.es
No hay comentarios
Publicar un comentario