Segunda quiebra de la memoria en España en el contexto global

Segunda quiebra de la memoria en España en el contexto global / José Antonio González Alcantud:
 
Una conmoción profunda ha atravesado este período del confinamiento del coronavirus en España, levantando olas de indignación en la intimidad de nuestros encierros y en las redes sociales. Entre la muerte de José María Galante Serrano, Chato Galante, antiguo militante trostkista, pieza fundamental en la lucha contra la impunidad de los policías políticos franquistas y por el reconocimiento de la generación que combatió durante veinticinco años contra el régimen dictatorial de Franco y nunca fue reconocida por el Estado; y la de Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño, antiguo torturador, según numerosos testimonios enfermo de sadismo, reconocido con todos los honores del Estado por su supuesta contribución a la lucha antiterrorista, acontecidas con un mes de diferencia, y por la misma enfermedad, el coronavirus, se reabren los interrogantes sobre los procesos selectivos de la memoria.

 

Contra el olvido

Resulta difícil explicar cómo mientras a estas alturas del siglo, cuando un gobierno de izquierda socialdemócrata asentado en España, promueve los actos de homenaje tanto a la nueve, es decir, los españoles que contribuyeron a la liberación de París, como a los fallecidos en los campos de exterminio nazis, o a los exiliados republicanos en Argelia, haciéndose portavoz de todos ellos, del sufrimiento que encarnan sus protagonistas, y del necesario reconocimiento post-mortem, no se atienda diligentemente a las demandas de justicia y reparación de quienes lucharon pacíficamente, con la sola arma de la agitación ideológica, la manifestación pública y la huelga laboral contra los últimos veinticinco años de franquismo . Un gran vacío de la memoria se abre aquí, por la falta de documentación judicial, desaparecida en virtud de órdenes dadas en la Transición de eliminar los dosieres de la persecución del tardofranquismo, por la parcialidad de las fuentes escritas, casi todas ideologizadas, y por previsible desaparición de una generación, muchos de cuyos componentes no han dejado testimonios literarios de sus recorridos. Muy al contrario de lo que ocurrió, por ejemplo, en Italia, donde quienes participaron en los movimientos de la Resistencia del periodo fascista sintieron la necesidad imperativa de relatar literaria y autobiográficamente las razones profundas, humanas, existenciales y políticas, de su compromiso militante.

Lo que ocurre en España con la memoria social debe ser contextualizado en el marco europeo y americano. El final de la Segunda Guerra Mundial facilitó el avance conceptual en algunos dominios. Por ejemplo, la apertura a conceptos como deber de memoria (Levi, 2000) y universo concentracionario (Rousset, 1965), vinculados al hecho de la Resistencia. Ello permitió un activo movimiento en pos del mantenimiento de la memoria colectiva como freno a futuros genocidios, como la Shoah sufrida por los judíos, hipérbole del sufrimiento social e individual. Con ese horizonte, la obra capital de Yosef Yerushalmi, Zajor, hace constar que el tema de la memoria, fue patria simbólica para un pueblo en permanente exilio, que recibió el mandato de Yahveh de recordar como vínculo de alianza (Yerushalmi 2002). De hecho, la falta de propiedades, por prohibiciones expresas a tenerlas, la pobreza secular y la reclusión en los guetos, ha hecho que los hebreos, aunque hayan estado siempre en el centro de la cultura, no pudiesen desarrollar una creatividad específica identificable con un estilo creativo propio en el espacio público. Se observa en las sinagogas que no se atienen a un estilo capaz de identificar esa creatividad en sus correspondientes historicidades. Pero sí, una etérea judeidad, que ya Freud detectaba, vivida como estigma, como marca indeleble, que desde la creación del Estado de Israel ha tomado el sufrimiento secular como signo de identidad y de legitimidad (Benbassa, 2007). La memoria como mandato de alianza tomaría aquí toda su significación.

El proyecto nacionalsocialista estaría en línea a hacer desaparecer, precisamente mediante una anmesia planificada y racionalizada como máquina del olvido, al pueblo depositario de la memoria, el hebreo. Zygmunt Bauman, siguiendo a Max Weber, enmarcó esta máquina obediente en la modernidad extremadamente burocratizada, en la que en una cadena de irresponsabilidades sin fin todos obedecían órdenes sin que nadie supiese quien las daba (Bauman, 1997). Primo Levi, judío turinés, salvado de la muerte cierta del lager, se enfrenta al deber de memoria, pero lo hace a la vez interrogándose sobre sí mismo y el sentido de Humanidad –Los hundidos y los salvados; Si esto es un hombre-. Con ello, se quería en cierta forma poner de relieve la banalidad del mal, que detectó Hannah Arendt, y que tuvo en el juicio de Adolph Eichmann en Jerusalén un momento especialmente llamativo. Este antiguo jefe de campo de concentración ante las evidencias de genocidio mostradas no manifestaba signos de arrepentimiento, y muy al contrario solía argumentar que él era amigo de los judíos y que los había favorecido, evitándoles muchos padecimientos. Pierre Vidal-Naquet alargó el argumento de Arendt y lo enfatizó, haciendo ver que los actuales negacionistas de la Shoah, puestos en evidencia con el proceso Eichmann en Jerusalén, no eran otra cosa que asesinos de la memoria.

Para evitar el olvido desencadenado por la modernidad burocrática, los propios lager se convirtieron desde el momento mismo de la liberación en un ejemplo a conservar. Cuando Alain Resnais, con texto poético en off del antiguo presidiario Jean Cayrol, haga su documental Nuit et bruillard, y lo presente en el festival de Cannes, en 1957, no dejará de ocasionar una cierta inquietud en quienes preferirían no recordar. Las protestas vinieron de la República Federal alemana de Konrad Adenauer, aún con un alto número de funcionarios que procedían del régimen nazi que no habían sido depurados, pero también de Francia, donde el tema del colaboracionismo de Vichy seguía vivo. La presión de las asociaciones de antiguos presidiarios y resistentes en todos los países que conocieron los sufrimientos de la guerra, fueron un factor fundamental para evitar que se extendiese el manto del olvido. Italia, por otra parte, fue un punto neurálgico, gracias a que un PCI menos dependiente del estalinismo que otros partidos comunistas, gracias a la omnipresencia de la obra carcelaria del heterodoxo Antonio Gramsci (Bermani, 2007), y del fondo culturalmente católico del país. Así, se mantuvo la épica de la Resistencia, a veces simplemente a través de la cultura cinematográfica, desde Luchino Visconti –militante del PCI- hasta Roberto Rossellini –en el ámbito de la democracia cristiana- (Vittoria, 1990).

A lo anterior se añadió un clima internacional favorable a los estudios sobre la memoria social y colectiva en la década de los noventa, a raíz del fin de regímenes dictatoriales, racistas o autoritarios. Algunos resolvían mediante el sistema de justicia transicional, o de reparación, el problema de la puesta en escena y resolución del conflicto de memorias colectivas y de injusticia colectiva (Mate, 2011). Es el caso particular de Sudáfrica (Salazar, 2009). Otros casos, como consecuencia de políticas internacionales de apoyo a las transiciones democráticas, pondrían el acento en aspectos como la tortura, apelando a los derechos humanos. Es el caso de Marruecos (Slyomovics, 2005). Finalmente, otros pondrían en marcha procesos forzados de cierre o punto final de conflictos abiertos, como Argentina, con compensaciones no siempre satisfactorias (Jelin 2002). Perú, bajo la tutela de la Iglesia católica, optaría por el equilibrio entre la guerrilla de Sendero Luminoso y la contrainsurgencia de Fujimori, para saldar equitativamente el balance.

Sin embargo, la memoria como tal no fue objeto de atención en España hasta hace muy poco. La tardía recuperación de la obra de Manuel Chaves Nogales, memoria personal de un pequeñoburgués republicano, según su propia confesión, nos pone frente al espejo de cómo quedó atrapado cualquier intento comprensivo que pusiese a distancia una interpretación que no fuese la estrictamente ideológica. Más significativo todavía es que cuando el socialista y escritor Max Aub, quien probablemente había conocido al sociólogo también socialista Maurice Halbwachs -el creador a finales de los años veinte de la teoría de la memoria social, que renovaría el camino de las ideas marxianas de la formación fenomenológica de la conciencia de clase (Becker, 2003), acudiendo para ello a Henri Bergson y a Émile Durkheim-, lo tradujo y editó en México, no escogió de la obra de aquel la parte más relevante, sino la más insustancial: algunas anotaciones sobre la morfología de las clases sociales. En realidad, la obra sobre la memoria de Maurice Halbwachs, no será traducida al castellano hasta finales del siglo XX (Halbwachs 1994, 1997). Para penetrar en los arcanos de la memoria social y colectiva la principal fuente de información habría de ser la fuente oral. Los historiadores contemporaneístas españoles la rechazaron como fuente de información. Por eso quedó en manos de investigadores extranjeros, como Jerome Mintz, para Casa Viejas (Mintz, 1999), y Ronald Fraser, para la Guerra Civil y la posguerra en Mijas (Fraser, 1979, 2007). Resulta muy elocuente que cuando un ex presidiario como Jorge Semprún procura recordar lo vivido en el campo de concentración ya en los noventa, no recurra ni a la teoría de la memoria de Halbwachs, quien nos cuenta que murió prácticamente en sus brazos en el lager, ni al ejemplo de Primo Levi. No quiere comprender, quiere vivir para escribirlo: La escritura o la vida, se llamará su libro tardío (Semprún, 1995).

El preguntar oralmente a los protagonistas se convierte en sí en un hecho que cuestiona los relatos ideologizados. Lo oral se impondrá como fuente de la memoria social. Ronald Fraser, con la historia oral de la guerra civil española de fondo, tomando un verso de Luis Cernuda para enunciar el título de su obra: “Recuérdalo tú, recuérdalo a otros”. En los varios cientos de testimonios de todos los bandos e ideologías, la oralidad parece un fundamento que inflexiona la narración y su relación con el pasado (Joutard, 1989). Realmente, la Segunda República había sido un período turbulento que no afectaba sólo a la oposición y a la narratividad épica de la izquierda contra el fascismo, sino que abría interrogantes incluso más profundos en el interior de la izquierda, sobre todo por todo lo que significaban los sucesos del 37 en Barcelona y las actividades de la policía de Stalin en España en aquellos años. Nadie parecía estar interesado en la Transición en abrir el melón de la discordia, y por ello mismo de la injusticia y sus reparaciones.

En Italia, el episodio de las fosas Ardeatinas, uno de los episodios más controvertidos de la resistencia, transcurrió así casi al final de la ocupación nazi de Roma: en la primavera de 1944 un comando de la Resistencia hizo una emboscada en Roma a un grupo de nazis; murieron en la emboscada casi treinta policías germanos. La represión subsiguiente, sobre todo en una comisaria secreta situada en la vía Tasso, que actualmente sirve de museo de la Resistencia, fue inmediata (fig.1). Se decidió por el mando alemán hacer una política de castigo ejemplar, diezmando a los romanos al escoger como víctimas de la venganza a gentes de toda condición social y política. Se anunció por parte alemana que para evitar la ejecución masiva se entregase voluntariamente el comando ejecutor. Al no hacerlo, procedieron a estos fusilamientos en la zona de la Vía Apia, donde se encuentran las catacumbas cristianas de la Antigüedad. Es probable que los miembros del comando no llegasen a conocer esta petición. Sea como fuere, todos los años, el 24 de marzo, los familiares de los ejecutados acuden a aquel lugar, donde fueron masacrados 335 romanos inocentes, hoy convertido en memorial. Como señala su mayor estudioso, el profesor Alessandro Portelli (2004), no existe unanimidad sobre la culpabilidad, y el público hasta el día de la fecha se divide entre quienes culpabilizan a la Resistencia, por no haberse entregado el comando, y quienes lo hacen a los nazis, arguyendo que la decisión ya estaba tomada, fuese cual fuese el resultado. En la primavera de 2019 acudí al último homenaje que se ha realizado a los asesinados. Un clima de recogimiento y gran emoción existía en el memorial. De muy cerca partió una manifestación de la izquierda extrañamente en silencio, sin consignas. Cuando pregunté a Portelli en la Casa della Memoria e della Storia de Roma, al lado de la prisión de Regina Coelli, donde estuvo detenido entre otros Antonio Gramsci (fig.2), por la repercusión de su libro sobre las fosas Ardeatinas en el que entrevistó a muchos familiares, amigos, etc. de los ejecutados, respondió que la mayoría, a pesar de los datos, culpabilizan hoy día, al calor del ambiente político, a la Resistencia. Para salvar esta incómoda situación, añade Portelli, poniéndose extremadamente tenso, hay que tener presente que la diferencia entre un fascista y un resistente, es que mientras el primero siempre actúa por órdenes, el segundo lo hace de motu propio. Enorme diferencia, que explica muchas cosas en el combate por la libertad.





Más recientemente, las guerras balcánicas han actualizado el sentido del deber de memoria, pero dándoles un giro absolutamente diferente del enarbolado por Primo Levi sobre los lager nazis. En el puente medieval de Mostar, en Bosnia, que fue destruido intencionalmente por los croatas sin ninguna necesidad estratégica, simplemente para humillar a los bosnios musulmanes, se pueden leer pintadas que dicen “Don’t forget”, no olvides (fig.3). Las fachadas de las casas mantienen voluntariamente los impactos sobre ellas, y los bosnios se resisten a eliminar esas señales que les sirven de recordatorio que habrá una segunda parte, que ya no les cogerá desprevenidos, y que entonces llegará la hora de su venganza. Este sentido Tzvetan Todorov pudo hablar de abusos de la memoria (Todorov 2011). Su uso y abuso impide llegar al punto y final de la que puede ser interpretada como una guerra civil.


La peculiaridad española

La peculiaridad de España es que se aplicaron indiscriminadamente las formas del olvido (Augé, 2001). Suerte de culto al olvido para evitar la stásis o guerra civil, como señaló en su momento Nicole Loraux, pensando en las guerras del Peloponeso que durante un siglo enfrentaron a las polis griegas entre sí, y que llevaron a la degradación moral y política de la ecúmene griega. Al no saber cómo terminar el enfrentamiento y la abyección subsiguiente, acordaron rendir culto en el Erecteion de Atenas (Loraux, 1980). Pues la aplicaban como fórmula de tabula rasa. Las políticas del olvido, adoptadas y llevadas a cabo en nombre de la reconciliación nacional, en expresión del principal partido de la oposición a Franco, el comunista, y a la transición sin ruptura basada en el consenso entre partidos y facciones, fue reducida la memoria individual que no trascendía el ámbito de lo íntimo.

Empero, la amnesia del período de la Guerra Civil española se produjo gracias a varios factores que no tuvieron que ver con el consenso público: el miedo enarbolado periódicamente a un enfrentamiento civil, cuando ya estaba muy lejos cualquier posibilidad de retorno al pasado; segundo, el ascenso de un hedonismo epocal gracias al triunfo de la clase media, apuesta del franquismo, que dejaba atrás la España que no deseaba más mirarse en el espejo de la pobreza; tercero, el establecimiento de una narrativa exitosa en torno a la Transición modélica, tratando el tema de la violencia política y simbólica persistente como una anomalía, y no como un síntoma. Combinados estos tres factores, se produjo un proceso de anomización –de anomia, marginación profunda, asimilada, según Durkheim- de aquellos que representaban de una manera u otra los restos de una memoria social y/o colectiva sin suturar, o sea los testigos de cómo habían sido realmente las cosas, fuese la Guerra Civil o el franquismo.

Otros países, como Portugal, en su tránsito a la restauración democrática, han conseguido fijar actos conmemorativos y restitutivos de la legitimidad democrática en fechas señaladas. El 25 de abril difícilmente resulta cuestionado, tiene su lógica política y estética que vehicula las emociones colectivas en torno a un logro que reconcilió al pueblo con sus fuerzas armadas. Sólo hizo falta depurar la policía política. Estos procesos son muy importantes, como sabían los servicios secretos americanos de Office of Strategic Services (OSS), que prepararon durante la Segunda Guerra Mundial junto a intelectuales marxistas exiliados de la llamada escuela de Frankfurt, el proceso de desnazificación de la Alemania posterior a la capitulación, para calcular adecuadamente el peso de la culpa política y social, por ende, y establecer nuevas bases para la reconstrucción democrática.

Sin embargo, las heridas no quedaron cerradas. Tiene razón el filósofo Reyes Mate cuando sostiene que el tema de la memoria alumbró con la aparición del problema vivo de las víctimas del terrorismo del periodo democrático, cuando la violencia prolongó el sufrimiento emanado de la Guerra Civil. Ya habían ido emergiendo otras problemáticas paralelas como las de los trabajadores forzados en campos de trabajo, en lugares como el Canal de los Presos en Sevilla (Acosta 2004), o el propio del Valle de los Caídos. La presencia de unas víctimas traería las de otras. Todo este ajuste memorial culminaría con la Ley de la Memoria Histórica de 2007, impulsada por el gobierno de J.L. Rodríguez Zapatero. No obstante, esta limitaba las compensaciones casi exclusivamente a quienes hubiesen padecido la Guerra Civil y la inmediata posguerra. Esta ley, por esto, ha permitido la exhumación de numerosas fosas comunes retornando a la problemática de los años treinta y cuarenta, con actos de restitución del honor perdido de las víctimas ante sus familiares y vecinos sobre todo. Ello ha ocasionado la aparición de investigaciones, en su mayor parte de valía documental empírica aunque sin alcances interpretativos novedosos. Las excepciones interpretativas son escasas (Ferrándiz 2014). Casi todas ellas inciden en el sufrimiento infligido a los familiares de las víctimas que no han recibido una compensación simbólica suficiente, es decir, la identificación e individuación de los muertos, y el posterior duelo diferido.

Empero, una vez establecido el debate, éste se ha extendido a otros dominios. Desde la derecha se han traído a colación las sacas de presos de Paracuellos, cuando Santiago Carrillo era consejero de orden público de Madrid en el otoño del 36. Frente a ellos también se ha exhumado el caso del anarquista Melchor Rodríguez, director general de prisiones en la República, que habría salvado, sin renunciar a sus convicciones libertarias, a muchos ciudadanos de derechas de ejecuciones sumarias, haciéndose acreedor por ello del sobrenombre de El ángel rojo. Desde la izquierda antiestalinista se ha evidenciado a víctimas de la guerra interna en el campo republicano, con casos sin esclarecer como el de Adreu Nin, líder del POUM, torturado y ejecutado a manos de agentes soviéticos. O incluso, en la propia izquierda comunista, affaires como el de Julián Grimau, ejecutado con Franco, que había colaborado en la represión del POUM, pero cuya detención está llena de sombras, vuelven periódicamente a la actualidad. Es más, el asesinato de Federico García Lorca, a pesar de toda la enorme literatura que se ha vertido sobre él, parece inconcluso por las vinculaciones locales sobre quiénes realmente fueron los autores intelectuales de su muerte.

Frente a estos problemas de las memorias colectivas que cultiva cada grupo afecto a sus víctimas, el problema global es que no existe una narración consensuada de la memoria social. Y por ello mismo no se pudo llevar a cabo ningún acto fundacional de la democracia, o estos eran demasiado débiles, pues siempre acababa predominando una cultura pactista, amparada en comités cuya existencia pública era opaca. A la hora de fijarlos se procuraba eludir los actos de masas. Por ejemplo, en Andalucía el 4 de diciembre de 1977, en el que masivamente el pueblo andaluz exigió su autonomía frente a las maniobras pactistas que lo relegaban, ponía en juego un exceso de entusiasmo, y se prefería determinar el día regional el 28 de febrero, día de la aprobación parlamentaria del Estatuto autonómico. Este problema, la fractura entre memoria democrática y acto fundacional, se intentó solventar con el golpe teatralizado del 23F. El golpe histriónico de Tejero fue un ejemplo de manual, que hubiese encantado a Curzio Malaparte, de haberlo conocido antes de escribir La técnica del golpe de Estado. Este hecho, el golpe, se cargaba de esta manera de emocionalidad y entusiasmo. Las dudas ulteriores sobre la verdadera intencionalidad del coup d’Etat le han restado legitimidad a pesar de los esfuerzos de las corporaciones mediáticas, especialmente del grupo Prisa, por mantener el discurso fundacional a toda costa.

Volviendo a la Ley de la Memoria Histórica de 2007. Tras un período de ralentización, aunque no de derogación, bajo el gobierno de derechas de Mariano Rajoy, su existencia ha evitado que se frene el estudio del período de la Guerra Civil y la posguerra. El juez Baltasar Garzón tras haber empleado los poderes excepcionales de la Audiencia Nacional, jurisdicción excepcional, que heredaba del antiguo Tribunal de Orden Público del franquismo, contra el terrorismo político, intentó extender la problemática la Guerra Civil. Fue expulsado con argumentos banales de la carrera judicial. Sin embargo, la LMH habiendo extendido la problemática al exilio español y su participación en las resistencias europeas al fascismo, a la contribución al triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial, y a los campos de concentración nazis, ha permitido asimismo la exhumación de Franco del valle de los Caídos en 2019, culminando su función instrumental.

Ahora bien, las repercusiones de esta política no permanecieron sólo en el ámbito interno; su onda expansiva llegó a Marruecos, país cuya participación del lado franquista en la Guerra Civil fue capital para su triunfo. Notables rifeños alentaron la formación de un Centre de la Mémoire Commune, que agitó las aguas de las deudas que tendría España con esas tropas, considerando que fueron reclutadas forzadamente, y también con posterioridad el tema del empleo de gases tóxicos por parte de España en la previa Guerra del Rif (1921-26). La problematización de la memoria social afectaría, pues, a muchos sectores, internos y externos. Una vez abierta la caja de Pandora nadie parece poder cerrarla, y un problema conduce a otro.

Memoria del antifranquismo de los años 60 y 70

Ocurre igualmente con el antifranquismo de los años 60 y 70. Hubo un largo período en la Transición y ulteriormente de destrucción del valor moral de esta resistencia antifranquista, e incluso de clochardización –por clochard, vagabundos de la bohemia parisina- de su trayectoria. La clochardización había comenzado con el tratamiento festivo de mayo del 68 en París. Su presentación como una fiesta, en la que imperaba la vita buona juvenil, plena de drogas, literatura y sexo, era una estrategia narrativa (González Alcantud y Pérez 2019). De la misma manera, se les negaría a los protagonistas de los veinticinco últimos años de lucha antifranquista toda relevancia en el advenimiento de la democracia. “Contra Franco vivíamos mejor”, ha sido la expresión más recurrente, dejando el antifranquismo en una suerte de fiesta en medio de una dictablanda. Desaparecía de escena, de esta peculiar manera, la generación posterior a la Guerra Civil, la que vivía en el interior, y era producto del aumento demográfico, del acceso a la alfabetización y de la irrupción masiva en la universidad. Pero, contra toda lógica, su agrupamiento en asociaciones de expresos y ex represaliados políticos ha externalizado, sobre todo a través de la justicia argentina, peticiones de justicia y reparación. Tres sujetos han centrado la atención de este movimiento ya internacionalizado: Fernando Suárez González, ministro en el gobierno que condenó a muerte a los últimos fusilados en 1975, el exministro del Interior Rodolfo Martín Villa, y el policía notoriamente conocido por su sadismo en los interrogatorios, J.A. González Pacheco, Billy el Niño. De los tres, este último quizás por la marcada inhumanidad de sus métodos, y por el amparo que inexplicablemente recibía de los poderes fácticos, se ha transformado en el ícono de todo el proceso vindicativo internacionalizado.

El fallecimiento, de muerte natural, de Billy el Niño, en mayo de 2020, sin habérsele siquiera retirado las condecoraciones policiales, concedidas en virtud de sus méritos en la lucha antiterrorista, ha creado una quiebra en el proceso de la memoria social. Y ello, porque a diferencia de la Guerra Civil, de la que se ha comenzado a hacer justicia cuando sus víctimas estaban casi todas desparecidas, en el año 2007, los y las protagonistas de la lucha antifranquista de los años 60-70 están en buena parte vivos, pero en vías de ancestralización. Otorgarles un reconocimiento sería igual a darles el uso y la legitimidad de opinar, sacarlos de la anomia intencional de la narración de la Transición democrática, y reevaluar ésta en una problematicidad, atestiguada por los testimonios orales, que cuestionaría buena parte del orden narrativo surgido de ella. De manera que, abierto de par en par el debate de la memoria social y colectiva, a propósito de las víctimas, de la Guerra Civil y del terrorismo, el asunto precisa de una nueva narratividad sobre los años de plomo de los 60-70, con una proyección alargada sobre los 80. La muerte de Billy el Niño así lo exige. Sólo así volverían a crecer las orquídeas salvajes de la libertad (Rorty 1998).

12/05/2020

José Antonio González Alcantud es catedrático de Antropología Social en la Universidad de Granada,
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Referencias
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Fuente → vientosur.info

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