Marta Sanz escarba con dureza en nuestra memoria con ‘Pequeñas mujeres rojas’ / Sonia Fides:
La nueva novela de Marta Sanz cierra la trilogía del detective Arturo Zarco. A partir de la investigación de unas fosas comunes de la guerra civil, las memorias más duras llenan las páginas de ‘Pequeñas mujeres rojas’. Una obra ambiciosa en la que la autora no deja sin remover ni un solo pedazo del pasado más reciente, escarba en los silencios del siglo XX para exhibir su precioso botín ante los ojos vagos, colaboradores y laxos del siglo XXI.
Los días comienzan atestados de desconocidos hasta que llega alguien que cuida de sus vidas y de sus muertes. Hasta que llega alguien ficticio como Paula Quiñones o alguien real como la escritora Marta Sanz (Madrid, 1967) y los nombran y los sostienen sobre sus honestas manos, a pesar de que sus huesos y sus nombres sean un puzzle macabro escondido por los sátrapas bajo la tierra.
No es fácil enfrentarse a la lectura de una novela como Pequeñas mujeres rojas, no es fácil enfrentarse a esa alternancia de memorias que la autora despliega a lo largo de cada capítulo con la firme intención de no dejar nada sin decir. Estremece cómo entra en cada rincón oscuro, cómo mete la linterna dentro de su boca hasta acabar con la perseverancia de la oscuridad. Estremece cómo la renombra, cómo organiza el silencio, cómo fabula hasta habilitar un lenguaje capaz de acabar con la infranqueable ignominia facilitada por el oportunismo de un iluminado de baja estatura alimentado por la sombras.
Pequeñas mujeres rojas no deja sin remover ni un solo pedazo del pasado más reciente, excava en el siglo XX, hasta colocar todos los ecos silenciados y exhibe su precioso botín ante los ojos vagos, colaboradores y laxos del siglo XXI. Es una novela ambiciosa que narrativamente bebe de muchas fuentes, que se aferra a los clásicos infantiles como Peter Pan o Alicia en el País de la maravillas, porque si no lo hiciera estoy segura de que la autora se hubiese vuelto loca al chocar contra tantas heridas, tantos abusos y tanto dolor como amalgama en su novela. Que recuerda también a la Nubosidad Variable de Carmen Martín Gaite cuando sus dos protagonistas intercambian epístolas porque el miedo que no se cuenta acaba siendo una inesperada mortaja.
Pequeñas mujeres rojas es un réquiem, pero también una canción de amor por la libertad, un acertijo de piel dura que abre en canal al lector. Cada página rearma una herida, cada párrafo ofrece un abismo sin libro de instrucciones, cada imagen es una metáfora que renuncia a su intrínseca naturaleza para transformarse en una verdad que arropa a la mitad de un país.
Pequeñas mujeres rojas se hibrida y permuta en una historia cruel porque el aliento de los monstruos no se debilita aunque los calendarios se queden sin páginas. La genética es a veces una mujer caprichosa que nos niega un bello color de ojos o una perfecta complexión física, pero que por el contrario inocula la maldad, la envidia, la revancha y el sadismo dentro de cada uno de nuestros movimientos. Marta Sanz ha conjugado un nuevo verbo al escribir esta historia, pero no les diré su nombre porque a esta adivinanza de polvo y sangre deben encontrarle ustedes la solución. Sí les diré, en cambio, que resulta sublime la evaluación psicológica que hace de cada uno de los personajes bajo la voz en off de la maravillosa, lenguaraz e imperfecta Luz Arranz.
Pequeñas mujeres rojas cuenta sucesos que aplastan la biografía de la mayoría de los habitantes de este país. Cuenta las andanzas de una caterva de pistoleritos acomplejados que quemaron con sus bravuconadas el porvenir de todas la generaciones que sobrevivieron y le sobrevivirán a aquel 18 de julio de 1936 y cuenta que, muchos años después, las pistolas de los herederos que abrieron agujeros en los cráneos de un sinfín de hombres, mujeres y niños siguen cargadas y tienen ganas de hacer ruido de nuevo. El odio, los complejos y la ignorancia son malos consejeros en cualquier tiempo verbal y de eso también habla esta novela en la que las rosas son mujeres de úteros envenenados a pesar de su arrogante belleza.
Marta Sanz nos entrega una performance emocional sin precedentes. Hay una cantante que acaba volviéndose loca, porque sin duda engendrar a la hija de un demonio es una condena a muerte para la lucidez. Hay también un barbero arribista, delator, mezquino, cobarde, turbio y saqueador. Un superdotado de un sadismo efervescente. Tres hijos aplastados bajo la sombra de un padre que se vanagloria de estar en paz con Dios. Hay un ballet de buitres hambrientos aventando con sus extensas alas el olor a cerdo y a la carne esquilmada por el fascismo. Hay un fagotista atildado y encubridor al que una puerta abierta a destiempo le rompió el corazón. Y una mujer agradecida cuya sangre y la de su marido proceden del mismo semen. Hay también una tendera pendenciera y maloliente. Hay un crimen sin final feliz, hay una cojita guapa que solo quiere que la quieran y darle sepultura a los sin nombre que aún quedan en las cunetas no señalizadas de un país que ha guardado bajo una losa de mármol el cuerpo de un asesino y prendido medallas sobre el traje caro de un torturador.
Hay un coro de voces que nadie oye, pero que Sanz hace audible recreando estrafalarios y potentísimos diálogos para darle voz a su exilio obligatorio y polvoriento.
Todo es pasado y todo es presente en esta historia que es también la desolación hecha cinismo. Que es no entender cómo los niños de los años 80 pudimos jugar al escondite y correr por las calles sin presentir ese rumor doliente y desesperado que había bajo muchas de ellas.
No dejen de leerla porque Pequeñas mujeres rojas es un “triálogo” feroz y el regalo narrativo de no hacer concesiones ni resguardarse en lo políticamente correcto. Es ahuyentar lo superfluo, hacer sangre con todas las palabras útiles del diccionario. Que las verdades besen los labios siempre fríos de la mentira y que no haya resurrección.
La nueva novela de Marta Sanz cierra la trilogía del detective Arturo Zarco. A partir de la investigación de unas fosas comunes de la guerra civil, las memorias más duras llenan las páginas de ‘Pequeñas mujeres rojas’. Una obra ambiciosa en la que la autora no deja sin remover ni un solo pedazo del pasado más reciente, escarba en los silencios del siglo XX para exhibir su precioso botín ante los ojos vagos, colaboradores y laxos del siglo XXI.
Los días comienzan atestados de desconocidos hasta que llega alguien que cuida de sus vidas y de sus muertes. Hasta que llega alguien ficticio como Paula Quiñones o alguien real como la escritora Marta Sanz (Madrid, 1967) y los nombran y los sostienen sobre sus honestas manos, a pesar de que sus huesos y sus nombres sean un puzzle macabro escondido por los sátrapas bajo la tierra.
No es fácil enfrentarse a la lectura de una novela como Pequeñas mujeres rojas, no es fácil enfrentarse a esa alternancia de memorias que la autora despliega a lo largo de cada capítulo con la firme intención de no dejar nada sin decir. Estremece cómo entra en cada rincón oscuro, cómo mete la linterna dentro de su boca hasta acabar con la perseverancia de la oscuridad. Estremece cómo la renombra, cómo organiza el silencio, cómo fabula hasta habilitar un lenguaje capaz de acabar con la infranqueable ignominia facilitada por el oportunismo de un iluminado de baja estatura alimentado por la sombras.
Pequeñas mujeres rojas no deja sin remover ni un solo pedazo del pasado más reciente, excava en el siglo XX, hasta colocar todos los ecos silenciados y exhibe su precioso botín ante los ojos vagos, colaboradores y laxos del siglo XXI. Es una novela ambiciosa que narrativamente bebe de muchas fuentes, que se aferra a los clásicos infantiles como Peter Pan o Alicia en el País de la maravillas, porque si no lo hiciera estoy segura de que la autora se hubiese vuelto loca al chocar contra tantas heridas, tantos abusos y tanto dolor como amalgama en su novela. Que recuerda también a la Nubosidad Variable de Carmen Martín Gaite cuando sus dos protagonistas intercambian epístolas porque el miedo que no se cuenta acaba siendo una inesperada mortaja.
Pequeñas mujeres rojas es un réquiem, pero también una canción de amor por la libertad, un acertijo de piel dura que abre en canal al lector. Cada página rearma una herida, cada párrafo ofrece un abismo sin libro de instrucciones, cada imagen es una metáfora que renuncia a su intrínseca naturaleza para transformarse en una verdad que arropa a la mitad de un país.
Pequeñas mujeres rojas se hibrida y permuta en una historia cruel porque el aliento de los monstruos no se debilita aunque los calendarios se queden sin páginas. La genética es a veces una mujer caprichosa que nos niega un bello color de ojos o una perfecta complexión física, pero que por el contrario inocula la maldad, la envidia, la revancha y el sadismo dentro de cada uno de nuestros movimientos. Marta Sanz ha conjugado un nuevo verbo al escribir esta historia, pero no les diré su nombre porque a esta adivinanza de polvo y sangre deben encontrarle ustedes la solución. Sí les diré, en cambio, que resulta sublime la evaluación psicológica que hace de cada uno de los personajes bajo la voz en off de la maravillosa, lenguaraz e imperfecta Luz Arranz.
Pequeñas mujeres rojas cuenta sucesos que aplastan la biografía de la mayoría de los habitantes de este país. Cuenta las andanzas de una caterva de pistoleritos acomplejados que quemaron con sus bravuconadas el porvenir de todas la generaciones que sobrevivieron y le sobrevivirán a aquel 18 de julio de 1936 y cuenta que, muchos años después, las pistolas de los herederos que abrieron agujeros en los cráneos de un sinfín de hombres, mujeres y niños siguen cargadas y tienen ganas de hacer ruido de nuevo. El odio, los complejos y la ignorancia son malos consejeros en cualquier tiempo verbal y de eso también habla esta novela en la que las rosas son mujeres de úteros envenenados a pesar de su arrogante belleza.
Marta Sanz nos entrega una performance emocional sin precedentes. Hay una cantante que acaba volviéndose loca, porque sin duda engendrar a la hija de un demonio es una condena a muerte para la lucidez. Hay también un barbero arribista, delator, mezquino, cobarde, turbio y saqueador. Un superdotado de un sadismo efervescente. Tres hijos aplastados bajo la sombra de un padre que se vanagloria de estar en paz con Dios. Hay un ballet de buitres hambrientos aventando con sus extensas alas el olor a cerdo y a la carne esquilmada por el fascismo. Hay un fagotista atildado y encubridor al que una puerta abierta a destiempo le rompió el corazón. Y una mujer agradecida cuya sangre y la de su marido proceden del mismo semen. Hay también una tendera pendenciera y maloliente. Hay un crimen sin final feliz, hay una cojita guapa que solo quiere que la quieran y darle sepultura a los sin nombre que aún quedan en las cunetas no señalizadas de un país que ha guardado bajo una losa de mármol el cuerpo de un asesino y prendido medallas sobre el traje caro de un torturador.
Hay un coro de voces que nadie oye, pero que Sanz hace audible recreando estrafalarios y potentísimos diálogos para darle voz a su exilio obligatorio y polvoriento.
Todo es pasado y todo es presente en esta historia que es también la desolación hecha cinismo. Que es no entender cómo los niños de los años 80 pudimos jugar al escondite y correr por las calles sin presentir ese rumor doliente y desesperado que había bajo muchas de ellas.
No dejen de leerla porque Pequeñas mujeres rojas es un “triálogo” feroz y el regalo narrativo de no hacer concesiones ni resguardarse en lo políticamente correcto. Es ahuyentar lo superfluo, hacer sangre con todas las palabras útiles del diccionario. Que las verdades besen los labios siempre fríos de la mentira y que no haya resurrección.
Fuente → elasombrario.com
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