
Las manifestaciones de estos días contra la gestión del Gobierno de
coalición español han tenido su “zona cero” en el barrio de Salamanca de
Madrid. Una revuelta de ricos que se produce en el barrio al que han
ido a parar buena parte de los autodenominados “exiliados políticos”
venezolanos de mayor poder adquisitivo. Esta Little Venezuela
que marca la agenda mediática y política sobre lo que se publica y opina
en España en relación con su país de origen pero que empieza también a
participar en la política española, cada vez con más peso. La cara más
visible es la del padre de Leopoldo López ejerciendo como eurodiputado
del Partido Popular (PP), pero los vínculos entre la derecha española y
la derecha venezolana no empiezan ni acaban en López Gil o el PP. Hay
toda una red de relaciones no tan públicas, todavía por investigar, que
extiende sus tentáculos por las altas esferas del poder económico y el
poder mediático. Aunque también se encuentra a otros niveles, propiciada
por la presencia creciente de una comunidad venezolana,
mayoritariamente opositora, en contacto con la población española, que
está situando en el imaginario colectivo la idea de una “Venezuela
apocalíptica sumida en el caos por culpa de un gobierno dictatorial”.
Una exageración, a todas luces, pero que se asume acríticamente ante la
falta de contraste con otra versión. Para quienes conocemos la realidad
venezolana, se trata de una disociación entre la realidad y la lectura
política que, por desgracia, estamos empezando también a vivir en el
Estado español. España va camino de ser Venezuela, pero quizás son las
élites las que nos van a llevar a un clima político como el venezolano.
La escalada de tensión en las calles va in crescendo pues en
muchos barrios obreros del Estado, y también en barrios acomodados, se
ha decidido salir a contrarrestar las manifestaciones de la derecha y la
ultraderecha españolista con consignas antifascistas y de defensa de la
sanidad pública. Aunque estemos lejos de las guarimbas venezolanas, una
estrategia de protesta callejera basada en levantar trincheras urbanas,
impedir el paso de vehículos o la salida de vecinos de sus casas, que
dejó un saldo de muertos a su paso, llegando a la aberración de quemar
vivas a personas por ser chavistas, los primeros conatos de violencia ya
se están produciendo y pueden ir a más. La derecha española se ha
propuesto incendiar las calles y tiene en sus padres venezolanos una
escuela. Es inevitable pensar en los paralelismos existentes entre las
formas de protesta de las élites españolas y las élites venezolanas, sus
gritos de “¡libertad!” o sus denuncias de “¡dictadura!” resonando en
las calles de Caracas o Madrid. Para mayor inri, buena parte de los
manifestantes que están saliendo para protestar al grito de “¡Sánchez
vete ya!” y consideran que el Gobierno del Partido Socialista Obrero
Español (PSOE) y de Unidas Podemos (UP) es una suerte de reencarnación
del bolivarianismo que pretende, como expresaba el testimonio de un
manifestante recogido el otro día en el Financial Times: “Acabar con España para convertirla en Venezuela”.
Paradójicamente, quienes más temen que España se convierta en
Venezuela son los que nos están haciendo sentir estos días en Venezuela
Pero, paradójicamente, quienes más temen que España se convierta en
Venezuela son los que nos están haciendo sentir estos días en Venezuela,
copiando el comportamiento antidemocrático de la oposición venezolana,
trayendo a este país el clima de confrontación en forma de “acoso y
derribo” al que las élites latinoamericanas nos han acostumbrado en
estos últimos años de gobiernos de izquierda y golpes de Estado en la
región latinoamericano-caribeña. Una actitud que, cabe recordar, tiene
raíces propias en la derecha hispana actual, heredera política directa
de quienes dieron un golpe de Estado en 1936 contra el Gobierno de la II
República, instauraron una dictadura de 40 años y, no contentos con el
cambio gatopardiano en forma de “Transición a la democracia” que
lograron instalar, se permiten hacer pataletas en la calle y chantajes
en los despachos ante cualquier leve atisbo de cambiar la correlación de
fuerzas existente en este régimen del 78.
Como sabemos, Venezuela se ha convertido en el coco al que acude la
derecha y la ultraderecha española para recordarnos, cada dos por tres,
lo mal que le puede ir a un país cuando opta por “elegir mal” en las
urnas. Nos presentan una Venezuela apocalíptica, en una grave crisis
económica y con altos grados de confrontación política, pero nunca nos
explican los porqués de la foto fija. Mucho menos se dedican a informar
con objetividad o, cuando menos, con un mínimo de ecuanimidad en el
enfoque. Por tanto, los propietarios de los medios pero también los
periodistas a su servicio, a un lado y otro del Atlántico, son
responsables de la imagen distorsionada que buena parte de la población
española tiene sobre la realidad venezolana. Pero también son
responsables de ocultarnos información fundamental para entender el
golpismo permanente que acosa a la Revolución Bolivariana desde sus
inicios y cuyo último episodio recibe el título de Operación Gedeón.
‘Operación Gedeón’ o cómo se silencia el golpismo de las élites mundiales contra Venezuela
El pasado 3 de mayo de 2020 en las costas venezolanas del centro del
país se produjo un acontecimiento que no recibió la suficiente cobertura
de nuestros medios, pese a la gravedad de los hechos. El gobierno de
los Estados Unidos, a través de una operación encubierta, intentó
derrocar a un gobierno suramericano mediante el uso de las armas.
Siguiendo el patrón de las intervenciones militares por delegación
aplicado en años recientes sobre Libia y Siria, Washington tercerizó la
ejecución del golpe en una compañía de mercenarios estadounidenses
denominada Silvercorp USA, cuyo dueño es el veterano ex boina
verde Jordan Goudreau. La lógica neoliberal de la subcontratación, una
de las características de la guerra híbrida, fue llevada a la práctica
en esta ocasión.
Decenas de hombres armados realizarían un desembarco en las costas de
Macuto con el propósito de raptar a Maduro e instalar a Guaidó como
presidente
Bajo el nombre de ‘Operación Gedeón’ (que hace referencia a un
guerrero elegido por Yavé para liderar una “guerra de liberación” de
Israel en el Antiguo Testamento), decenas de hombres armados realizarían
un desembarco en las costas de Macuto (estado La Guaira, a 30 minutos
de la capital Caracas) con el propósito de raptar a Nicolás Maduro e
instalar al diputado Juan Guaidó como presidente de facto. La
tropa llevaba semanas entrenándose en la Alta Guajira colombiana y
mezclaba tanto a desertores militares venezolanos como a mercenarios
estadounidenses contratados por Silvercorp. Desde una finca
propiedad del narcotraficante colombiano Elkin Javier López, apodado
“Doble Rueda”, salieron dos lanchas rápidas hacia Venezuela. Aunque
intentaron un desembarco sigiloso en horas de la madrugada del 3 de mayo
por Macuto, los cuerpos de seguridad venezolanos desmantelaron la
incursión tras un combate.
El intento encalló, trascendió a los medios nacionales e
internacionales y, rápidamente, el diputado Juan Guaidó se desmarcó.
Indicó a través de sus redes sociales que se trataba de un montaje de
Nicolás Maduro. Sin embargo, la hipótesis del autogolpe, que ya se había
utilizado cuando el atentado con drones contra el presidente venezolano
en agosto de 2018, duraría pocas horas. El mismo día, el ex boina verde
Jordan Goudreau filtró un contrato firmado por Juan Guaidó y sus
asesores más cercanos con la empresa Silvercorp USA. Se
establecía un pago de 212 millones 900 mil dólares por los servicios de
una incursión armada que concluiría, según cita el contrato, con la
“eliminación del régimen de Nicolás Maduro” y la instalación de Guaidó.
Goudreau alegó que el pago no se había realizado, aunque sí hubo un
anticipo de 1 millón 500 mil dólares, por lo que decidió emprender la
operación de forma apresurada. Luego, en un giro de 180 grados, y
otorgándole beligerancia, Guaidó emitió un comunicado exigiendo que se
respetaran los derechos humanos de los involucrados en la Operación
Gedeón. Hasta ese momento, el diputado, autoproclamado jefe del Estado
venezolano, había negado su conocimiento del contrato y su rúbrica en
él. Días después, se vino abajo este argumento, pues uno de sus asesores
más cercanos, el colombiano Juan José Rendón, confirmó en una
entrevista que Guaidó efectivamente sí había firmado el contrato,
confirmando su vinculación directa con la intentona golpista. El
contrato firmado por Guaidó (y filtrado por Goudreau) estipulaba en sus
cláusulas la persecución policial de las personas identificadas con el
chavismo independientemente de su estatus, incluso “autorizaba”
detenciones masivas, requisas a viviendas e instituciones y ataques
armados, de ser necesario, contra quienes ofrecieran resistencia al
golpe de Estado. Además, los mercenarios detenidos afirmaron que el
objetivo de la operación era asesinar al presidente Maduro y confirmaron
los vínculos del narcotraficante colombiano “Doble Rueda” y la libertad
con la que realizaban los entrenamientos y preparativos en territorio
colombiano.
Los gobiernos de Colombia y de los EE.UU. se vieron obviamente
salpicados por las confesiones e informaciones que iban desvelando
minuto a minuto el plan. Cada uno por su lado se desmarcó negando todo
vínculo o conocimiento de la incursión, pero ya era demasiado tarde. A
finales de marzo, EE.UU. había ofrecido una recompensa de 15 millones de
dólares a quien suministrara información relevante o capturara a
Nicolás Maduro, tras una imputación por narcotráfico encabezada por el
Departamento de Justicia contra altos funcionarios del Estado
venezolano, en un esfuerzo por apuntalar el relato de que Venezuela es
un “narcoestado”. En los últimos meses, los funcionarios estadounidenses
encargados de la política exterior hacia Venezuela han escalado su
retórica agresiva. El secretario de Estado Mike Pompeo, ha insisto en
reiteradas ocasiones en que “Maduro debe irse”. Por su parte, el
afamado halcón Elliott Abrams, representante de EE.UU. para Venezuela,
recalcó semanas antes del fallido golpe que si Maduro no aceptaba
renunciar a su cargo, eso igual ocurriría pero de forma más “peligrosa” y
“brusca”. Resulta difícil creer que el gobierno estadounidense no haya
estado vinculado, dado que la incursión subcontratada a Silvercorp encaja a la perfección con los reclamos contantes de Washington sobre una salida abrupta de Maduro.
EE.UU. presiona al Gobierno de España
En sus ataques contra la Revolución Bolivariana, Washington ha
actuado de forma unilateral y ha intentado, mediante presiones públicas y
notorias, que su campaña de “máxima presión” también sea asumida por el
bloque europeo y, en especial, por España. Un primer signo de estas
presiones bajo la administración Trump fue el reconocimiento del
Gobierno de España a la presidencia sin fundamento institucional de Juan
Guaidó a inicios de 2019, conminando incluso al presidente Nicolás
Maduro a convocar elecciones en un plazo determinado de días. Pero ya ha
pasado un año y Nicolás Maduro sigue en Miraflores para desesperación
de EE.UU. y sonrojo de la diplomacia española. Mientras se acerca la
campaña presidencial en el país norteamericano, el golpe definitivo al
chavismo se percibe como una victoria que puede ayudar a decantar la
balanza electoral. Serviría para desviar la atención de la grave
situación interna causada por el impacto de la pandemia y, a la vez,
podría ayudar a afianzar votos entre el electorado más ultra vinculado
al lobby anticastrista y a la comunidad del exilio cubano y venezolano en Florida.
Las presiones de los EE.UU. apuntan también hacia otros campos de
batalla que incluyen el uso de poder blando y el chantaje económico. A
modo de abreboca de esta estrategia recalculada, Elliott Abrams estuvo en Madrid
el año pasado, donde se reunió con autoridades del Gobierno de Pedro
Sánchez para exigir que los fondos venezolanos en la banca española
fuesen congelados, acorde a las sanciones ilegales impuestas por los
EE.UU. Se barajaba la posibilidad de sanciones al gobierno español si no
tomaba las medidas exigidas por la Casa Blanca.
Sin embargo, en las últimas semanas las presiones han escalado de
forma inaudita y desesperada. Funcionarios estadounidenses han amenazado
públicamente con “sanciones devastadoras”
a la empresa Repsol con miras a infligir daños económicos a los
intereses del empresariado español en Venezuela si el Gobierno PSOE-UP
no toma, rápidamente, una postura pública más enfática que se alinee con
el esquema de cambio de régimen de Washington. No les sirve la clara
postura de apoyo a la oposición venezolana del anterior gobierno, el
refugio a Leopoldo López o la reiterada ayuda a los líderes de la
oposición venezolana. Quieren que el actual gobierno se pronuncie para
forzar, de paso, las divisiones en el seno de la coalición en un tema en
el que saben que no hay una sola postura, ni siquiera dentro del PSOE,
como lo demuestran las declaraciones de José Luis Rodríguez Zapatero.
La ayuda subalterna de los “aliados” estadounidenses en la estrategia
de cambio de régimen para Venezuela es fundamental para Washington.
Conseguir que el actual gobierno se comprometa activamente tiene un
valor simbólico y una utilidad estratégica grande por varios motivos: en
su calidad de ex metrópoli, España sigue teniendo cierto ascendente
cultural y político entre los países de América Latina y el Caribe, la
presencia de las empresas españolas es relativamente importante en
algunos países con los que España tiene relaciones comerciales
privilegiadas y, un dato no menor, un español, Josep Borrell, está a la
cabeza de la política exterior y la diplomacia de la Unión Europea ahora
mismo. Un español que en su calidad de ministro de Asuntos Exteriores
del anterior gobierno de Sánchez ya expresó su incomodidad con el manejo
de la autoproclamación de Juan Guaidó, reconocimiento que justificó
escudándose en las presiones que recibió España por parte de EE.UU.
La triangulación de las élites golpistas
Pero hay otro elemento fundamental para el éxito de la derrota del
chavismo y pasa por la vinculación entre las élites españolas y las
élites latinoamericano-caribeñas, lo que nos remite a la triangulación
Washington-Madrid-Caracas. Estos días de protestas se está evidenciando
esa triangulación de manera nítida, sobre todo en las redes sociales. Julián Macías, especialista en analizar el comportamiento en redes, ha realizado unos cuantos hilos en Twitter
demostrando cómo la ultraderecha española está coordinada con la
ultraderecha venezolana para difundir de manera masiva determinados
mensajes de los medios opositores, tanto de España como de Venezuela. Lo
hacen desde cuentas automatizadas, los conocidos como bots
que, teóricamente, están prohibidas en esa plataforma pero que, no
obstante, son un arma protagonista de la ciberguerra que se está dando
contra la izquierda a escala mundial. Mensajes que piden desde una
invasión militar a Venezuela como la dimisión de Pedro Sánchez o acusan a
Evo Morales de dictador. Toda una suerte de fake news que se
difunden, además, con total impunidad. La parte estadounidense es la que
lleva la batuta, desde los consejos de Steve Bannon, ex asesor de Trump
y actual gurú comunicacional de la ultraderecha mundial, pasando por la
gestión de las cuentas de la mayoría de los líderes de la oposición
venezolana a través de servidores de EE.UU., o el sometimiento al
atlantismo de los think tanks que marcan línea entre las élites
de España sobre cómo actuar hacia América Latina y el Caribe, como la
Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) presidida por
José María Aznar.
Pero las redes virtuales no dejan de reflejar las respectivas redes
de poder nacional y su imbricación internacional que funciona desde hace
muchos años en el mundo real. El activismo de Aznar, Felipe González y
Santiago Abascal o, lo que es lo mismo, el apoyo del PP, buena parte del
PSOE y Vox a la línea que marca EE.UU. sobre Venezuela y a sus aliados
de clase de la oposición venezolana, es notorio. También se suma a la
ecuación Ciudadanos, que llegó a enviar a su entonces líder Albert
Rivera a Caracas en un ejercicio de oportunismo político todavía
insuperable. Detrás de las declaraciones, charlas conjuntas, formación
de cuadros políticos y comunicados de apoyo a líderes venezolanos de
historial democrático cuestionable, se encuentran los intereses de una
misma élite que concibe el mundo como suyo y los recursos naturales de
los países como un patrimonio para explotación exclusiva de las élites
transnacionales. La soberanía nacional, cuando se encarna en gobiernos
que están del lado de los pueblos o, cuando menos, que no se pliegan por
completo al libreto del austericidio neoliberal, es un estorbo que hay
que barrer. Sea en Caracas, en La Paz, Ciudad de México o, incluso,
Madrid.
Una nueva política exterior hacia Venezuela (antes de que sea demasiado tarde)
A estas alturas parece evidente que la estrategia de la política
exterior española hacia Venezuela, al menos la desplegada desde las vías
gubernamentales, no ha sido exitosa. Ni para resolver la crisis
política en Venezuela ni para ayudar a un pueblo al que se envía ayuda
al desarrollo argumentando su “crisis humanitaria” mientras se avalan
acríticamente sanciones económicas dictadas desde Bruselas o Washington.
Pero tampoco lo ha sido para defender los intereses españoles en el
país, que es el auténtico interés de la diplomacia española. Aunque la
defensa de las empresas de España en Venezuela, como Repsol, no es un
tema que deba preocupar a la clase trabajadora española pues no recibe
las ganancias de los accionistas de la empresa, sí lo es, en teoría,
para las élites diplomáticas. Ellas son las que se están jugando poder
ejercer una influencia política que dé algún elemento al Estado español
para sobresalir en el marco de la Unión Europea. Una influencia política
que está en entredicho por los errores recientes de la diplomacia
española hacia Venezuela y por las salidas de tono desde la jefatura del
Estado hace unos años. Cada vez que se rompen relaciones con un país,
las posibilidades de negocio de las empresas españolas merman, y esto lo
saben perfectamente los diplomáticos españoles y la política exterior
del Estado, demasiado enfocada en los últimos años a defender el etéreo
“interés nacional” que no es otra cosa que el interés por la penetración
y expansión de las empresas españolas, con el Ibex-35 a la cabeza, en
América Latina y el Caribe. Una defensa que, como estamos viendo, tiene
sus límites claros en los propios intereses de EE.UU. en ese continente,
al que sigue considerando su “reserva estratégica”, de ahí sus disputas
con el capital chino que visualiza como una “amenaza” en el continente,
aunque para China sus negocios no entren en conflicto directo con los
intereses estadounidenses. Como sabemos, el enfrentamiento de EE.UU. con
Venezuela expresa también la disputa por la hegemonía de EE.UU. a
escala mundial, un choque geopolítico entre potencias en el que España, e
incluso la Unión Europea, juegan un papel de comparsa.
Pero, además, el actual Gobierno de España debe entender que, cada
vez que reproduce la versión de la oposición venezolana sobre lo que
sucede en ese país no sólo avala la lectura de unas élites golpistas que
le adversan, sino que se está dando un tiro en el pie que le impedirá
avanzar al validar de manera indirecta el discurso de su oposición
política interna. ¿Se puede avalar desde un gobierno de izquierdas, que
recibe sus votos de manera principal de las clases populares del Estado,
el relato político de unas élites foráneas, aliadas de tus enemigos
políticos en tu propio país, para mayor escarnio?
Un gobierno de izquierdas no puede ser rehén de sus verdugos ni puede avalar golpismos de las élites que se le vendrán, tarde o temprano, como efecto bumerán
Lo que está en juego es una pugna por el relato que acaba, al fin y
al cabo, en un debate sobre la soberanía nacional y las posibilidades de
poder ejercerla cuando llega al poder un gobierno de izquierdas que
trata de hacer mínimas reformas al marco político y económico existente.
Venezuela nos ayuda a entender la embestida brutal que sucede cuando
esas “mínimas reformas” tienen, además, un horizonte de transformación
revolucionaria. En España, estando a años luz del proyecto político
venezolano, en voluntad y posibilidades, se empieza a observar cómo
medidas de redistribución de la riqueza que no tocan para nada los
intereses medulares del capital ni trastocan el funcionamiento del
sistema, se presentan como inadmisibles por parte de estas élites. Como
no quieren debatir sobre el funcionamiento injusto del capitalismo, ni
sobre la ética asociada a su proyecto político, utilizan las mismas
palabras vacías “¡libertad, democracia!” y azuzan el fantasma del miedo
con la palabra “¡Venezuela!”. Una estrategia, nada nueva en la derecha
española, que lleva al paroxismo la mentira y el miedo como ejes de la
acción política y que es especialmente grave en el contexto de
agudización de la crisis económica que nos deja la pandemia.
Modificar la política exterior española hacia Venezuela es hoy un
asunto vital de política interna. Implica desarticular desde el Estado
las excusas para la injerencia contra la voluntad soberana del pueblo
venezolano y, de paso, sirve para mandar una señal a los golpistas
venezolanos aliados de la derecha y ultraderecha española, esa que está
tratando de hacer estallar por los aires al Gobierno de coalición y, con
ello, los pilares de convivencia, más o menos pacífica, y la
alternancia democrática que este mismo sistema marca en lo
institucional. Si, para estas élites, el “bolivarianismo castro
comunista chavista” ya ha llegado al Gobierno de España, démosles
motivos para que protesten con razón. Un primer paso de dignidad sería
pedir el levantamiento de las sanciones económicas, reconocer los
errores cometidos con el reconocimiento de Guaidó, dejar de proteger a
golpistas en nuestros recintos diplomáticos o fuera, de financiarlos
directa o indirectamente, de darles la razón en público u otorgarles
espacios mediáticos para difundir su discurso de odio. Obviamente, esto
no sería tener un gobierno chavista en España sino un gobierno apegado a
los principios que deben guiar la acción de los Estados conforme al
Derecho Internacional. Un gobierno de izquierdas no puede ser rehén de
sus verdugos ni puede avalar golpismos de las élites que se le vendrán,
tarde o temprano, como efecto bumerán. Abramos los ojos antes de que sea
demasiado tarde.
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Arantxa Tirado es politóloga. Autora de Venezuela. Más allá de mentiras y mitos (Ed. Akal, 2019).
William Serafino es politólogo. Premio Nacional de Periodismo de Venezuela 2019 y editor jefe en Misión Verdad
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