Ground zero. Los estadounidenses se referían con este
término, “zona cero”, al escalofriante solar sobre el que, antes de los
atentados del 11 de septiembre de 2001, se habían erigido las
majestuosas torres del World Trade Center neoyorquino. Este cementerio
simbólico de los casi 3.000 asesinados por la locura del islamismo
radical parecía haber olvidado la primera zona muerta: las explanadas de
las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki sobre las que un
gobierno norteamericano puso una sangrienta conclusión a la Segunda
Guerra Mundial.
España tiene también su “zona cero” tras esta
primera fase de la pandemia covid-19. Residencias privadas con
cadáveres de ancianos apilados frente a la incapacidad de un modelo
concesionario, en ocasiones, de concepción criminal. Decenas de miles
de trabajadores sanitarios, de obreros de la salud y del cuidado,
protegiéndose precaria y vergonzosamente de uno de los virus más
agresivos. Familias obligadas a permanecer en inmuebles que ya no
pueden pagar y a los que apenas pueden traer comida…
Se trata de
una humillación histórica, de un fracaso que estaba por llegar y que el
coronavirus ha acelerado de manera sobresaliente. Un suspenso
generalizado a las formas de administración de los recursos que tenían
sus principales pilares en la racionalidad tecnológica, en el
sofisticado cálculo de riesgos y en la confianza en una especie de
“dejar hacer”.
El momento de hablar del ‘estado del Estado’
Cuando
concluya la fase del “chivo expiatorio” —la peste china, el genocidio
del 8M, la pandemia socialcomunista…—, llegará el momento de
reflexionar sobre la impotencia que la humillación sufrida nos sugiere,
sobre la incapacidad del Estado para resolver nuestros problemas y
sobre las causas de todo ello.
Esta crítica, para ser realistas,
exige partir de una noción de Estado bien distinta a la mayoritaria,
que prefiere concebir al mismo como un conjunto de instituciones de
naturaleza exclusivamente pública. El Estado que ha fracasado remite a
una realidad más compleja. Como ejemplo ilustrativo, el sociólogo
Rafael Fraguas se ha referido recientemente al “Estado del capital” como
a una relación de intercambio entre unas instituciones públicas para
las que la denominada “razón de Estado” justifica las acciones más
duras —en una era de la vigilancia en plena intensificación— y un mundo
de los negocios en el que la especulación financiera viene siendo
durante décadas el inevitablemente nuevo modo productivo.
No podemos ignorar que nuestra extrema fragilidad tiene mucho que ver con la existencia de una relación pornográfica entre el Estado y las grandes corporaciones
No podemos ignorar que nuestra extrema fragilidad tiene mucho que ver con la existencia de una relación pornográfica entre el Estado y las grandes corporaciones
Por mucho que se quiera culpar a un gobierno que comete
errores cada semana, no podemos ignorar que nuestra extrema fragilidad
tiene mucho que ver con la existencia de una relación pornográfica
entre el Estado y las grandes corporaciones. Se trata de un eterno
intercambio y un denso mapa de posiciones interconectadas que remiten a
una comunidad elitista en la que la conciencia de clase atraviesa de
manera transversal las instituciones de diverso cuño, y en el que las
necesidades de la mayoría de la población quedan en un segundo plano.
Este
mapa elitista produce una serie de condiciones que ahora llamamos
estructurales, pero que tienen un carácter histórico y social, es
decir, que se han venido construyendo en las anteriores etapas más o
menos turbulentas de nuestra evolución como democracia o, antes, como
“democracia orgánica”.
Las redes de poder y el poder de las redes
Algunos
nombres y apellidos describen a los actores históricos del guión arriba
resumido y sirven como ejemplo de lo que ha ido ocurriendo durante las
décadas previas. En los años 70, el ingeniero industrial Claudio Boada
presidía el Instituto Nacional de Industria (INI), con el tecnócrata
José María López de Letona al frente del Ministerio de Industria.
Una
de las empresas del mastodonte público era la malagueña Intelhorce,
una textil que, tras un fuerte saneamiento, contaba con importantes
expectativas de beneficios y también con la envidia de numerosos
empresarios del sector privado. Intelhorce fue privatizada por Boada en
1971 y vendida a precio de saldo al industrial Jaume Castells, un
excompañero de facultad de Boada que estaba al frente del Banco de
Madrid, controlado por el denominado ‘Clan del Pardo’, abanderado por
el yernísimo, Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde.
Las
cosas no marcharon bien, pero no pasó absolutamente nada. Boada, una
vez cesado del INI, gestionó Intelhorce desde el sector privado, como
vicepresidente del Banco Madrid, entidad a la que había llegado gracias
su amigo Castells. La empresa malagueña quebraría y volvería a ser
absorbida por el sector público; Boada presidiría el Banco de Madrid,
sucedido posteriormente por su exjefe, López de Letona, que reflotaría
dicho banco bajo la supervisión del gobernador del Banco de España,
Mariano Rubio, que, casualidad o no, era primo hermano de la esposa del
exministro de Industria.
Boada pasaría también por la
presidencia de Ford España, una gran empresa cuya fábrica en Almusafes
se había establecido en sus tiempos como presidente del INI. Uno de sus
hijos, Claudio, preside actualmente el fondo Blackstone, después de
haber ejercido cargos relevantes en otro gigante: Lehman Brothers.
Estas
puertas giratorias se producen para regular la entrada y la salida de
exministros, de técnicos cualificados, de altos funcionarios y de
grandes fortunas de una enorme y compleja organización que podríamos
denominar el “Estado subsidiario”, encargada de socializar las pérdidas
derivadas del hundimiento de grandes proyectos privados y que, sin
embargo, contribuye a privatizar las ganancias de las aventuras
empresariales que salgan bien.
Un fracaso irónicamente victorioso
Los
tiempos actuales siguen siendo fértiles para estas redes, para este
armatoste público-privado separado de todo control democrático:
abogados del Estado en excedencia que asesoran a grandes bufetes
jurídicos para litigar contra las instituciones en materias que estos
mismos regulaban públicamente unos años antes: un secretario de Estado
de Hacienda que, procedente de la auditora PriceWaterHouseCoopers
—enfangada en el escándalo de elusión fiscal ‘Lux Leaks’—, decreta una
subida de IRPF e IVA en plena crisis en nombre de la austeridad; un
ministro de Defensa que procede de numerosas empresas armamentísticas y
que, en el ejercicio de su cargo público, aprueba concesiones de
contratos para entidades privadas que había presidido previamente; una
directora de Seguridad Alimentaria del Ministerio de Sanidad que
procedía de un departamento de parecida nomenclatura en la
multinacional Coca-Cola; un exministro de Justicia que, cuando no
gobierna, ocupa posiciones de altísima responsabilidad en la patronal
del juego online…
Parece que España no tiene un Estado democrático que la proteja, que el sesgo clasista de sus altísimos funcionarios convierte los años de servicio público en un periodo ventana para el posterior salto a la empresa privada
Parece que España no tiene un Estado democrático que la proteja, que el sesgo clasista de sus altísimos funcionarios convierte los años de servicio público en un periodo ventana para el posterior salto a la empresa privada
Parece que España no tiene un Estado democrático que la
proteja. Que el sesgo clasista de sus altísimos funcionarios convierte
sus años de servicio público en un periodo ventana de adquisición de
contactos y conocimientos para el posterior salto a la empresa privada.
Que existe una descomunal falta de patriotismo entre nuestros
gobernantes y dirigentes, aún más descarnada en una derecha más y menos
integrista que se camufla con una bandera de significado privatizado.
Que la bajísima autoestima tras la dictadura nos hizo concebir la
asimétrica Unión Europea como un refugio y mal menor que nos protegería
de un inasumible retorno al pasado, pero que, en cada periodo crítico,
nos multiplica la factura y nos amenaza con la quiebra. Que unos
tribunales de Justicia adormecidos no han sancionado todavía como
supuestos criminales a aquellos consejeros regionales de Sanidad que,
primero, promueven privatizaciones y concesiones amistosas a empresas
que, después, acaban gestionando directamente.
Que, en resumidas cuentas, subsidiar la persecución del beneficio empresarial y político a corto plazo nos priva de recursos fundamentales que, en determinados periodos críticos, provocan muertes perfectamente evitables. Se trata de un fracaso en toda regla que estará ausente en las discusiones parlamentarias y, por supuesto, en todas las campañas internautas artificialmente orquestadas contra este Gobierno. La élite de poder continuará enroscada en nuestro Estado, como esencia de un modo de dominación que ninguna alternativa política termina de cuestionar explícitamente. La democracia, cuando está sana, debe permitirse hablar de sus enemigos. Otra tarea pendiente que bien podríamos retomar durante este mismo estado de alarma.
Que, en resumidas cuentas, subsidiar la persecución del beneficio empresarial y político a corto plazo nos priva de recursos fundamentales que, en determinados periodos críticos, provocan muertes perfectamente evitables. Se trata de un fracaso en toda regla que estará ausente en las discusiones parlamentarias y, por supuesto, en todas las campañas internautas artificialmente orquestadas contra este Gobierno. La élite de poder continuará enroscada en nuestro Estado, como esencia de un modo de dominación que ninguna alternativa política termina de cuestionar explícitamente. La democracia, cuando está sana, debe permitirse hablar de sus enemigos. Otra tarea pendiente que bien podríamos retomar durante este mismo estado de alarma.
Andrés Villena Oliver es doctor en Sociología. Ha publicado Las redes de poder en España. Élites e intereses contra la democracia (Roca Editorial, 2019)
Fuente → elsaltodiario.com
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