La monarquía española no se encuentra en su mejor
momento en cuanto al grado de popularidad entre la ciudadanía. El CIS
ha venido a confirmar el desapego cada vez más creciente entre el poder
arbitral del Estado que encarna el monarca in gratia Dei y una
cada vez mayor número de ciudadanos en los que deberían sustanciarse la
centralidad democrática si no fuera porque en la llamada transición no
hubo ni una redefinición ni distribución de un poder que procedía de
conglomerado de intereses del caudillismo y cuyo albacea, heredero y
administrador por propia designación del insomne de la lucecita del
Pardo, era Juan Carlos Borbón y Borbón.
Enseñó Hobbes -en el Leviatán- que el Estado se basa en el monopolio
de la violencia. Pero antes del monopolio de la violencia, hubo de
existir la violencia para monopolizarla. Y antes del rey, y de la
Agencia Tributaria, estuvo la banda de extorsionadores y saqueadores. Al
final, la cualidad y calidad de las distintas etapas históricas
dependen de los equilibrios de poder que a su vez definen las hegemonías
culturales del Estado. La guerra, civil -financiada por contrabandistas
y estraperlistas- la posterior represión sobre las mayorías populares
por parte de la fáctica influencia económica y estamental, produjo la
generación de un poder absoluto sin contrapeso alguno que daba plena
impunidad a los albaceas de dicho régimen, situando la monopolización de
la violencia en el primitivo escalón de saqueo que fue el poder que
gerenció la transición para mantenerlo vivo en una nueva bambalinas
posfranquistas.
El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía intocable hiciera lo que hiciera
Es esta concepción primitiva del poder del Estado, L'État, c'est moi, la que
ha inspirado el comportamiento y la actitud nada ejemplar del rey
emérito cuando encabezaba el poder del Estado. La absoluta impunidad que
el régimen le concedía dejaba a su disoluta voluntad y a su
irrefrenable ambición material conductas muy contraproducentes con la
ética y la estética que debería corresponder a su alta magistratura. El emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España
era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la
inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía
intocable hiciera lo que hiciera, un reducto feudal de los señores de
horca y cuchillo poco compatible con la democracia. Una explosiva
ligereza en su vida privada y su afanosa actividad de comisionista
condujo a unos episodios escandalosos que produjeron que tuviera que
abdicar en su hijo el actual Felipe VI. El hoy monarca, sin una nueva
concepción constituyente del poder, no puede poner distancias ni corta
fuegos con respecto a su emérito padre con extraños rechazos a herencias
o borrándose de cuentas bancarias comunes o quitándole la asignación
monetaria del Estado a su emérito progenitor, puesto que le es imposible
descalificar al régimen de poder que representa, a la monarquía, y
menos aún a su propia línea dinástica porque él es la consecuencia de
todo eso: de las características primitivas de ese poder, de la
impunidad de su ejercicio y tampoco puede descalificar al desprestigiado
rey fundante del mito de su propio poder.
El relato panegírico, a modo de agipro monárquico,
que acompañó a toda la transición sobre una especie de mito del “rey
pastor”, que devuelve la libertad a su pueblo, que defiende esa libertad
en el 23-F -cuyos entresijos resultaron bien distintos- ha caído
desacreditada hasta la ridiculez por la falta de ejemplaridad del
protagonista. La falta de ejemplaridad conduce a una sociedad donde
se han abolido los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la
vida y de convivencia pacífica entre las personas, a enfangarse en
intereses individuales y grupales y pierde el sentido del bien vivir en
común. Es la instauración del plebeyismo, recurriendo a Ortega, como consecuencia de la democracia morbosa. Plebeyismo
en cuanto a la carencia de altura de miras, de principios, de la
política concebida como un impulso ético encaminado al bienestar
colectivo. Como afirmaba el historiador británico Thomas Macaulay,
“Aquel que desee conocer hasta qué punto se puede debilitar y arruinar
un gran Estado, debe de estudiar la historia de España.”
Fuente → nuevatribuna.es
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