La democracia y los hijos del terrorismo. Una propuesta para pasar de pantalla

 En los 90, la democracia española dejó de mirar al franquismo como adversario y pasó a definirse en base al antagonismo con ETA. Antes, ser demócrata era ser antifranquista, lo que enlazaba con la tradición antifascista europea

La democracia y los hijos del terrorismo. Una propuesta para pasar de pantalla / Eduardo Maura:

Aunque el terrorismo es un fenómeno global con una historia larga y compleja, en España la palabra “terrorista” se utiliza de manera diferente a otros países y culturas políticas. No es el único lugar donde se escucha ni donde se arroja a los adversarios políticos, pero la significación y frecuencia de uso en la política española merecen una reflexión.

Para comprender lo que sucedió el pasado miércoles en el Congreso, donde la portavoz del Partido Popular, Cayetana Álvarez de Toledo, acusó al vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, de ser “el hijo de un terrorista” y de pertenecer a la “aristocracia del crimen político”, propongo volver a la década de los noventa. En aquellos años se produjo una profunda redefinición de la idea de democracia, tanto que cabe denominarla “proceso reconstituyente”, y se inauguró una cultura política diferente a la que se había forjado alrededor del periodo que va de la muerte de Franco al ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (1975-1986). 

Para varias generaciones, la construcción del campo democrático español que tuvo lugar en torno a este periodo sigue siendo la versión oficial de la democracia. Unos ven aquel proceso con buenos ojos y otros lo cuestionan. En ambos casos, cuando se habla de ser demócrata, inevitablemente se vuelve a algunos de los lugares comunes de 1978, particularmente el consenso, el diálogo y la generosidad. Sin ir más lejos, así ha sido con la reciente propuesta del Gobierno de España de firmar unos nuevos Pactos de la Moncloa. Sin embargo, se admire o se desconfíe de dicha cultura democrática, es un error suponer que sigue siendo la nuestra, o que lo es sin modificaciones sustanciales en su funcionamiento. 

Lo que ocurrió entre 1994 y el sumario 18/98 de la Audiencia Nacional contra el entramado de ETA fue una transformación sustancial del campo democrático español
 
Hagamos un breve repaso: en 1987, el Congreso aprueba por mayoría el llamado Acuerdo de Madrid sobre el terrorismo de ETA. Un año después se firma el Pacto de Ajuria Enea por todas las fuerzas políticas relevantes del Parlamento Vasco, Alianza Popular incluida (con la excepción evidente de la izquierda abertzale): con el fin de erradicar el terrorismo, el texto menciona medios como la cooperación internacional, la deslegitimación de toda violencia con fines políticos y las políticas de reinserción y diálogo con quienes renuncien a dicha violencia, siempre en el marco del estado de derecho. En 1989, tienen lugar las fallidas conversaciones de Argel con ETA. En 1993, se otorga el premio Príncipe de Asturias a la organización pacifista Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria, “por su abnegado afán de contribuir a eliminar la violencia y establecer y consolidar la paz para un adecuado convivir de los hombres, haciéndolo a través de formas de actuar genuinamente cívicas”. Entre otras ideas, Gesto por la Paz defendía el acercamiento de los presos de ETA, que entendía como indispensable para una política de reinserción eficaz.

La secuencia de estos eventos, que respondía a una lógica de cooperación y trabajo político contra ETA, sufrió un varapalo enorme en 1994, cuando, tras ser discutida por las bases de la izquierda abertzale, se aprueba la ponencia Oldartzen, que defendía la denominada “socialización del sufrimiento” (es decir, la ampliación de los objetivos de ETA a miembros de la sociedad civil y representantes políticos). Algunos de los asesinatos, secuestros, actos de kale borroka y de extorsión más conocidos de la banda responden al mandato de Oldartzen.

Lo que ocurrió entre 1994 y el sumario 18/98 de la Audiencia Nacional contra el entramado de ETA, con el juez Baltasar Garzón al frente, pasando por los asesinatos de Gregorio Ordoñez y Miguel Ángel Blanco, y la identificación de los cadáveres de Lasa y Zabala, entre otros sucesos, fue algo más que un endurecimiento de la situación generada por el terrorismo de ETA. Fue una transformación sustancial del campo democrático español. Más concretamente, la democracia española dejó de mirar al franquismo como adversario, y pasó a definirse en base al antagonismo con ETA: antes, en mayor o menor medida, ser demócrata era ser antifranquista, lo cual, a su manera, enlazaba con la tradición antifascista europea; a partir de los noventa, ser demócrata era estar en contra de ETA.

Personas que no estaban incómodas con el franquismo, o que nunca habían renunciado a sus valores, pudieron incorporarse de manera plena al campo democrático
 
Esto supone al menos dos modificaciones: la primera, más cualitativa, es que la identificación con la democracia se hizo en lógica de exclusión (democracia = No-ETA). El problema de esto es que no deja del todo claras las cualidades de la democracia como sistema político (en positivo), ni establece una vinculación directa con la tradición antifascista. Dibuja la imagen del enemigo con mayor nitidez que la del “nosotros” democrático. La segunda, más cuantitativa, es que personas que no estaban incómodas con el franquismo, o que nunca habían renunciado a sus valores, pudieron incorporarse de manera plena al campo democrático: si ser demócrata es ser antifranquista y antifascista, no está nada claro que lo fueran. Si ser demócrata es estar en contra de ETA, no hay duda de que eran demócratas. Por el camino, además, se pierde la conexión antifascista que une a las grandes democracias europeas entre sí.

Parte importante de los dirigentes políticos de nuestros días, y de quienes ocupan puestos de responsabilidad en empresas, universidades, medios de comunicación, sindicatos, etcétera, crecieron en un ambiente marcado por esta segunda idea de democracia (1994-1998), más que por la primera (1975-1986). A mi entender, esto explica que, cuando en el debate público actual se busca colocar al rival fuera de la democracia, se haga casi siempre recurriendo a la palabra “terrorista”. Que Álvarez de Toledo pueda llamar terrorista al padre de Iglesias, y que sea un mensaje político aceptable para una parte del país, significa que en su cultura política la democracia es lo contrario del terrorismo (y en España terrorismo = ETA, por motivos que no es difícil discernir). No es lo contrario de la dictadura. Le está llamando algo así como “antidemócrata”, pero como sus afectos, modales y razonamientos están teñidos del segundo momento constituyente al que me he referido, lo que termina saliendo en el estrado es el terrorismo. Además de lo que supone en sí mismo, esto no está exento de implicaciones.

Por más que la actitud de Álvarez de Toledo sea inaceptable, el problema no es ella, sino la cultura política en la que hace pie
 
Por un lado, si no identificamos bien el problema, podemos encontrarnos en un diálogo imposible entre personas que no hablan la misma lengua, en el que es posible decir que el padre de Iglesias es un terrorista (cosa que evidentemente no es), y del que mucha gente puede concluir que “fascista” es un insulto como “cretino”, “bobo” o “mentecato”. Peor aún, se vuelve posible una mirada plana para la cual ser “fascista” es un extremo que se toca con su antagonista (ser “antifascista”), con lo cual el fascismo criminal y el antifascismo constitutivo de la democracia de la segunda mitad del siglo XX acaban siendo más o menos lo mismo, es decir, extremos indeseables.

Desde un punto de vista histórico, político y cultural, esto es completamente indefendible, pero se explica por qué en los noventa españoles la idea de democracia se desconectó del todo de la cultura antifascista.

Por el otro, aunque ETA ya no exista (y si tuviera la loca idea de volver sería aplastada sin compasión por la voluntad del pueblo vasco), la cultura política que se generó por oposición a ella no ha sido sustituida, y en esa grieta está el origen, a mi entender, de algunos problemas del debate actual, si bien no de todos. Por más que la actitud de Álvarez de Toledo sea inaceptable, el problema no es ella, sino la cultura política en la que hace pie. Para empezar, dicha cultura política no es exclusiva de la derecha. En buena medida sigue vigente, y de ella somos herederas, como mínimo, todas las personas nacidas en democracia. Por este motivo, si respondemos a Abascal y Álvarez de Toledo con las mismas reglas de juego, es decir, si lo hacemos en un terreno distorsionado por la disonancia histórico-cultural que he tratado de describir y que afecta a la definición misma de democracia, en un contexto que incita tener debates chillones, difícilmente vamos a salir del embrollo.

En resumen, para salir de la situación política en que estamos atrapados (a nivel parlamentario y mediático), pienso que, en vez de criticar a los políticos en general, más que apostar por el retorno de la tecnocracia y/o del mesianismo del éxito empresarial, debemos proponernos cambiar de cultura política. Debemos cerrar los noventa y ampliar nuestra imaginación democrática para hacernos cargo del presente. Si comenzamos desde ya a modificar una cultura política que está sustentando situaciones como las que hemos visto en el Congreso y en las recientes manifestaciones de Vox, quizá salgamos de la crisis con la expectativa de debates más razonables a medio y largo plazo. Dada la gravedad social y sanitaria de la pandemia, los vamos a necesitar. Y además, en un contexto así, las posiciones progresistas tienen mucho más que ganar.

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Eduardo Maura es profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española.


Fuente → ctxt.es

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