
Aunque el terrorismo es un fenómeno global con una historia larga y
compleja, en España la palabra “terrorista” se utiliza de manera
diferente a otros países y culturas políticas. No es el único lugar
donde se escucha ni donde se arroja a los adversarios políticos, pero la
significación y frecuencia de uso en la política española merecen una
reflexión.
Para comprender lo que sucedió el pasado miércoles en el Congreso,
donde la portavoz del Partido Popular, Cayetana Álvarez de Toledo, acusó
al vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, de ser “el hijo de un
terrorista” y de pertenecer a la “aristocracia del crimen político”,
propongo volver a la década de los noventa. En aquellos años se produjo
una profunda redefinición de la idea de democracia, tanto que cabe
denominarla “proceso reconstituyente”, y se inauguró una cultura
política diferente a la que se había forjado alrededor del periodo que
va de la muerte de Franco al ingreso de España en la Comunidad Económica
Europea (1975-1986).
Para varias generaciones, la construcción del campo democrático
español que tuvo lugar en torno a este periodo sigue siendo la versión
oficial de la democracia. Unos ven aquel proceso con buenos ojos y otros
lo cuestionan. En ambos casos, cuando se habla de ser demócrata,
inevitablemente se vuelve a algunos de los lugares comunes de 1978,
particularmente el consenso, el diálogo y la generosidad. Sin ir más
lejos, así ha sido con la reciente propuesta del Gobierno de España de
firmar unos nuevos Pactos de la Moncloa. Sin embargo, se admire o se
desconfíe de dicha cultura democrática, es un error suponer que sigue
siendo la nuestra, o que lo es sin modificaciones sustanciales en su
funcionamiento.
Lo que ocurrió entre 1994 y el sumario 18/98 de la Audiencia Nacional contra el entramado de ETA fue una transformación sustancial del campo democrático español
Hagamos un breve repaso: en 1987, el Congreso aprueba por mayoría el llamado Acuerdo de Madrid sobre el terrorismo de ETA. Un año después se firma el Pacto de Ajuria Enea
por todas las fuerzas políticas relevantes del Parlamento Vasco,
Alianza Popular incluida (con la excepción evidente de la izquierda
abertzale): con el fin de erradicar el terrorismo, el texto menciona
medios como la cooperación internacional, la deslegitimación de toda
violencia con fines políticos y las políticas de reinserción y diálogo
con quienes renuncien a dicha violencia, siempre en el marco del estado
de derecho. En 1989, tienen lugar las fallidas conversaciones de Argel con ETA. En 1993, se otorga el premio Príncipe de Asturias a la organización pacifista Coordinadora Gesto por la Paz de Euskal Herria,
“por su abnegado afán de contribuir a eliminar la violencia y
establecer y consolidar la paz para un adecuado convivir de los hombres,
haciéndolo a través de formas de actuar genuinamente cívicas”. Entre
otras ideas, Gesto por la Paz defendía el acercamiento de los presos de
ETA, que entendía como indispensable para una política de reinserción
eficaz.
La secuencia de estos eventos, que respondía a una lógica de
cooperación y trabajo político contra ETA, sufrió un varapalo enorme en
1994, cuando, tras ser discutida por las bases de la izquierda
abertzale, se aprueba la ponencia Oldartzen,
que defendía la denominada “socialización del sufrimiento” (es decir,
la ampliación de los objetivos de ETA a miembros de la sociedad civil y
representantes políticos). Algunos de los asesinatos, secuestros, actos
de kale borroka y de extorsión más conocidos de la banda responden al mandato de Oldartzen.
Lo que ocurrió entre 1994 y el sumario 18/98
de la Audiencia Nacional contra el entramado de ETA, con el juez
Baltasar Garzón al frente, pasando por los asesinatos de Gregorio
Ordoñez y Miguel Ángel Blanco, y la identificación de los cadáveres de
Lasa y Zabala, entre otros sucesos, fue algo más que un endurecimiento
de la situación generada por el terrorismo de ETA. Fue una
transformación sustancial del campo democrático español. Más
concretamente, la democracia española dejó de mirar al franquismo como
adversario, y pasó a definirse en base al antagonismo con ETA: antes, en
mayor o menor medida, ser demócrata era ser antifranquista, lo cual, a
su manera, enlazaba con la tradición antifascista europea; a partir de
los noventa, ser demócrata era estar en contra de ETA.
Personas que no estaban incómodas con el franquismo, o que nunca habían renunciado a sus valores, pudieron incorporarse de manera plena al campo democrático
Esto supone al menos dos modificaciones: la primera, más cualitativa,
es que la identificación con la democracia se hizo en lógica de
exclusión (democracia = No-ETA). El problema de esto es que no deja del
todo claras las cualidades de la democracia como sistema político (en
positivo), ni establece una vinculación directa con la tradición
antifascista. Dibuja la imagen del enemigo con mayor nitidez que la del
“nosotros” democrático. La segunda, más cuantitativa, es que personas
que no estaban incómodas con el franquismo, o que nunca habían
renunciado a sus valores, pudieron incorporarse de manera plena al campo
democrático: si ser demócrata es ser antifranquista y antifascista, no
está nada claro que lo fueran. Si ser demócrata es estar en contra de
ETA, no hay duda de que eran demócratas. Por el camino, además, se
pierde la conexión antifascista que une a las grandes democracias
europeas entre sí.
Parte importante de los dirigentes políticos de nuestros días, y de
quienes ocupan puestos de responsabilidad en empresas, universidades,
medios de comunicación, sindicatos, etcétera, crecieron en un ambiente
marcado por esta segunda idea de democracia (1994-1998), más que por la
primera (1975-1986). A mi entender, esto explica que, cuando en el
debate público actual se busca colocar al rival fuera de la democracia,
se haga casi siempre recurriendo a la palabra “terrorista”. Que Álvarez
de Toledo pueda llamar terrorista al padre de Iglesias, y que sea un
mensaje político aceptable para una parte del país, significa que en su
cultura política la democracia es lo contrario del terrorismo (y en
España terrorismo = ETA, por motivos que no es difícil discernir). No es
lo contrario de la dictadura. Le está llamando algo así como
“antidemócrata”, pero como sus afectos, modales y razonamientos están
teñidos del segundo momento constituyente al que me he referido, lo que
termina saliendo en el estrado es el terrorismo. Además de lo que supone
en sí mismo, esto no está exento de implicaciones.
Por más que la actitud de Álvarez de Toledo sea inaceptable, el problema no es ella, sino la cultura política en la que hace pie
Por un lado, si no identificamos bien el problema, podemos
encontrarnos en un diálogo imposible entre personas que no hablan la
misma lengua, en el que es posible decir que el padre de Iglesias es un
terrorista (cosa que evidentemente no es), y del que mucha gente puede
concluir que “fascista” es un insulto como “cretino”, “bobo” o
“mentecato”. Peor aún, se vuelve posible una mirada plana para la cual
ser “fascista” es un extremo que se toca con su antagonista (ser
“antifascista”), con lo cual el fascismo criminal y el antifascismo
constitutivo de la democracia de la segunda mitad del siglo XX acaban
siendo más o menos lo mismo, es decir, extremos indeseables.
Desde un punto de vista histórico, político y cultural, esto es
completamente indefendible, pero se explica por qué en los noventa
españoles la idea de democracia se desconectó del todo de la cultura
antifascista.
Por el otro, aunque ETA ya no exista (y si tuviera la loca idea de
volver sería aplastada sin compasión por la voluntad del pueblo vasco),
la cultura política que se generó por oposición a ella no ha sido
sustituida, y en esa grieta está el origen, a mi entender, de algunos
problemas del debate actual, si bien no de todos. Por más que la actitud
de Álvarez de Toledo sea inaceptable, el problema no es ella, sino la
cultura política en la que hace pie. Para empezar, dicha cultura
política no es exclusiva de la derecha. En buena medida sigue vigente, y
de ella somos herederas, como mínimo, todas las personas nacidas en
democracia. Por este motivo, si respondemos a Abascal y Álvarez de
Toledo con las mismas reglas de juego, es decir, si lo hacemos en un
terreno distorsionado por la disonancia histórico-cultural que he
tratado de describir y que afecta a la definición misma de democracia,
en un contexto que incita tener debates chillones, difícilmente vamos a
salir del embrollo.
En resumen, para salir de la situación política en que estamos
atrapados (a nivel parlamentario y mediático), pienso que, en vez de
criticar a los políticos en general, más que apostar por el retorno de
la tecnocracia y/o del mesianismo del éxito empresarial, debemos
proponernos cambiar de cultura política. Debemos cerrar los noventa y
ampliar nuestra imaginación democrática para hacernos cargo del
presente. Si comenzamos desde ya a modificar una cultura política que
está sustentando situaciones como las que hemos visto en el Congreso y
en las recientes manifestaciones de Vox, quizá salgamos de la crisis con
la expectativa de debates más razonables a medio y largo plazo. Dada la
gravedad social y sanitaria de la pandemia, los vamos a necesitar. Y
además, en un contexto así, las posiciones progresistas tienen mucho más
que ganar.
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Eduardo Maura es profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española.
Fuente → ctxt.es
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