Hace unos años, alguien atento al acontecer contemporáneo y
tenaz estudioso de los anales de la historia, con sus sugerentes analogías, se
veía obligado a tascar freno, si no a estallar, ante la burla iconoclasta o el
dicterio pronto de incautos –los menos– y defensores a ultranza de los
intereses creados –los más– cuando aludía siquiera en sordina al ocaso
inevitable de la supremacía gringa. Sin embargo, hoy lo reconoce incluso Henry
Kissinger, “político clave en la construcción del imperio y experto como pocos
en los laberintos del poder”, por solo citar un ejemplo de figura “señera”,
traído a colación por Telma Luzzani en Página 12.
Para la periodista, las postales dramáticas que la COVID-19
está sembrando en numerosas partes de la Unión confirman lo que fue una
hipótesis –ya es toda una tesis–. Y no exclusivamente por las altísimas cifras
de muertos, ni por la imperdonable carencia de insumos básicos en un territorio
que blasona de prosperidad, ni por “la deficiencia y la crueldad» de su
sistema de salud –si se califica de tal a un conglomerado de entidades médicas
y científicas que, en su brega por las ganancias, soslayan en apreciable grado
la interrelación, la integración necesarias–. “Estas no son más que
consecuencias del capitalismo salvaje que tienen muy sin cuidado al
establishment mundial, partidario, como se sabe, del darwinismo social y la
sobrevivencia de los ricos”.
En artículo publicado el pasado 3 de abril en The Wall
Street Journal, y atinadamente comentado por Luzzani, el conocido “gurú”
expresa dos grandes temores, casi dos certezas. Después de la pandemia, ¿se
podrán “salvaguardar los principios del orden mundial liberal”?; “¿un país
dividido como Estados Unidos será capaz de liderar la transición al orden
posterior al coronavirus?”
Anota, la colega, que no por casualidad el texto comienza
añorando el Plan Marshall y el Proyecto Manhattan, que permitieron a EE.UU.
erigirse en potencia, en la segunda mitad del siglo XX. El primero, de auxilio
al crecimiento de Europa Occidental; el segundo, para el desarrollo de la bomba
atómica. El contraste con la actualidad se torna patente. A diferencia de
entonces, el Tío Sam no puede ofrecer al
resto del orbe ningún ideal civilizatorio, salvo la depredación financiera y
ambiental. En plena crisis sanitaria, “carece de líderes capaces de hacer
buenos diagnósticos y, por lo tanto, de una voz autorizada que proponga una
salida colectiva. Lo que deplora Kissinger es la pérdida, incluso, de esa
fuerza simbólica, propia de los liderazgos, que durante décadas hizo creer al
mundo que los norteamericanos eran los únicos capaces de resolver el caos.
Ahora, países demonizados (y rivales) como Rusia y China tiene que asistir a
EE.UU. y ¡¡el presidente Donald Trump en persona –no por Twitter- tuvo que
salir a agradecerlo!!”
Sin mostrarse explícito al admitir la terminación de la
hegemonía –construida y sostenida sobre
la base de una potente economía y arremetidas genocidas en los cuatro puntos
cardinales–, el estratega de 96 años baraja, “como mal menor”, un co-gobierno
ecuménico donde Washington mantenga alguna voz. La “agitación política y
económica que ha desatado el virus podría durar generaciones y ni siquiera
EE.UU. puede hacerlo solo. Debe combinarse una visión y un programa de
colaboración global”. Ello, mientras el inefable Donald Trump se regala lujos
como el de retirar la contribución monetaria –abundosa, imprescindible– a la
OMS, dizque por apoyar a China en sus desafueros… No en balde, repara la zahorí
analista, el texto de Kissinger supone un desesperado “llamado a los dueños del
mundo por temor a que algo se vaya de las manos”.
Trump
no cree en consejos
Incuestionablemente, la exhortación está cayendo en roto
zurrón. El gran megalómano al frente de la Casa Blanca, improvisando
contradictoriamente –decir y luego desdecirse signan su destino–, lo mismo
clausura de manera unilateral y sin previo aviso los viajes hacia los socios de
la UE; que les birla medios de protección, como mascarillas, comprados en
terceras naciones; o trata, sin recato alguno, de sobornar a determinada
empresa alemana para que una vacuna en investigación solo se emplee en USA; o
intenta “levantarle” personal médico a España… Lo opuesto a lo que pide Henry
Kissinger para que el “emporio” no acabe de perder la influencia que le resta.
Sí, que le resta en un contexto la mar de lóbrego. No en
vano el Fondo Monetario Internacional acaba de vaticinar que, golpeada por el
paso arrollador del coronavirus SARS-CoV-2, la economía universal afrontará en
el 2020 el peor lapso desde la Gran Depresión, en la década de los treinta de
la pasada centuria. La institución advirtió de una contracción de tres por
ciento –la caída durante la crisis financiera de 2008-2009 fue de “apenas”
0.1–. Una vuelta de tuerca, pues el anterior pronóstico asentaba un aumento del
3.3 por ciento para el año en curso.
Concretamente, en
medio de las amplias y radicales medidas para contener la pandemia
(confinamiento, distanciamiento social, restricciones al traslado local e
internacional y cierre de empresas), el FMI espera reducciones de 5.9 por
ciento en EUA, 7.5 en los 19 miembros de la UE que comparten el euro, 5.2 en
Japón y 6.5 en el Reino Unido.
En calidad de premisas de la previsión, lo más perceptible
por doquier son los derrumbes históricos de las bolsas, los mercados con
millonarias pérdidas, la baja de la producción industrial y del sector de los
servicios, con los consiguientes ensanchamiento del desempleo y empeoramiento
de las condiciones de vida de los estratos sociales más desprotegidos. ¿El
pretendido antídoto? “Con matices, las economías enfrentan el problema haciendo
lo que la ciencia económica sabe desde hace casi un siglo: impulsando políticas
monetarias y fiscales expansivas, con el Estado, no el mercado, conduciendo y
regulando el ciclo económico y la producción”. O sea, el “kerynesianismo de
guerra”, el cual, como explica claramente Claudio Scaletta en Página 12, a
diferencia del “keynesianismo a secas”, supone “la subordinación de toda la
política económica a un objetivo común, en este caso el sanitario”, con vistas
a evitar muertes.
Nuestro observador evoca una de las razones del triunfo de
los Aliados en 1945: el que los Estados Unidos convirtieran su economía en una
gigantesca maquinaria bélica, “reorientando toda la producción de las empresas
hacia la provisión de insumos para la conflagración. Si bien el país emergió
como potencia ya en el siglo XIX después de otra guerra, la civil o de
Secesión, fue luego de la última gran guerra que consolidó su hegemonía global
en paralelo a la expansión de su complejo militar industrial”.
Así que, desde entonces, “los contratos del gobierno con el
complejo se convirtieron en el principal instrumento de regulación del ciclo
económico estadounidense. Ahora la potencia se prepara para realizar
transferencias masivas a las familias, mientras el presidente Donald Trump le
ordena por Twitter a las automotrices que abran plantas cerradas y se pongan a
fabricar respiradores. Parece una forma de tomar decisiones algo más primitiva
que, por ejemplo, la del aparato estatal chino, que volvió a mostrar su
impresionante capacidad de ejecución de políticas públicas y de movilización de
recursos”. Scaletta pone énfasis en que los Estados se han avenido a ejercer su
soberanía por intermedio de la promoción del gasto, y hasta haciéndose cargo de
la salud privada. Ergo: “En adelante será difícil reconstruir el aparato
ideológico que legitimó las políticas de austeridad y los Estados mínimos. La
población habrá experimentado una vez más que el extremismo de mercado no le
resuelve seguridades elementales como el derecho a la salud”.
Menuda paradoja ante el capitalismo: salvaguardar a las
“muchedumbres” –¿de dónde rayos sacar a quienes esquilmar?– recurriendo a
métodos que, a su vez, cuestionan el clímax neoliberal de la propia formación.
¿Qué saldrá de todo esto? Según nuestra fuente, con la que comulgamos, al
tratarse de “procesos de no retorno”, ya que “gobernantes y gobernados
redescubrirán el papel central del Estado, que es el poder de la organización
colectiva sobre la individual”, lógicamente el viejo orden se resistirá. Y a la
postre, muy posiblemente, “la posición
de la derecha en general y de los gobiernos de derecha en particular es que
resulta preferible un poco más de muertos antes que frenar la economía. En el
siglo XXI el capitalismo sigue discutiendo ganancias versus vida”. A la mano,
la puja de Donald Trump, Jair Bolsonaro y otros “iluminados” por reactivar el
proceso productivo y de servicios en masa, sin atender a un aislamiento
estricto y demorado, con la existencia humana como objetivo supremo.
Ni con
el keynesianismo
A todas luces, se podría entronizar temporalmente la
regulación (atenuada). Más de uno discurrirá que si alguna vez este método
surtió efecto, por qué no retomarlo, por qué no concurrir al convite del
“capitalismo con rostro humano”. Todo por desalentar el interés del socialismo
como alternativa, en palabras del sociólogo Murray Smith publicadas
originalmente en counterpunch.org y traducidas por G. Buster para Sin Permiso.
Supuestos revolucionarios inclusive desbarran acerca de “la fea mutación de un
conjunto de políticas miopes” que la clase dominante puede preferir, pero que
también podría verse presionada a abandonar a favor de una especie de “sociedad
de mercado” más justa y equitativa. “Por esta razón, la izquierda establecida,
orientada a la reforma, es reacia a caracterizar el neoliberalismo como lo que
es: una respuesta estratégica predecible e inevitable por parte del capital y
el Estado a una crisis cada vez más profunda del sistema de ganancias
capitalista”.
Negando o minimizando que las tendencias económicas han
servido para refrendar las principales predicciones de Marx con respecto a las
“leyes del movimiento del capital”, sobre todo la “ley de la tasa de ganancia
decreciente”, y su apunte de que “la verdadera barrera para el capital es el
capital mismo”, aduce Smith, muchos liberales declarados y “progresistas”
reclaman un retorno a las políticas clásicas keynesianas para estimular la
demanda agregada, junto con el control del capital financiero. Y entre los que
apoyan un giro hacia estas, acota, también podemos encontrar muchos que pasan
por marxistas asociados con la opinión de que las crisis se derivan del “bajo
consumo” o de “problemas para obtener plusvalía”, y no, como el padre del
Pensamiento Crítico, de “una producción insuficiente de plusvalía”.
No huelga remarcar que si bien el Prometeo de Tréveris
describió al capitalismo como con características propias, “al igual que con
todos los modos de producción anteriores basados en la explotación de clase, se
enfrenta a límites históricos definidos enraizados en un conflicto de intereses
materiales entre sus principales clases sociales: la clase trabajadora
asalariada y la clase capitalista. ‘En una cierta etapa de desarrollo’,
escribió Marx, ‘las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en
conflicto con las relaciones de producción existentes o, simplemente expresado
en términos legales, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales han
operado hasta ahora. Estas relaciones dejan de ser formas de desarrollo de las
fuerzas productivas, para convertirse en obstáculos. Es entonces cuando
comienza una era de revolución social’”.
¿Advendrá esa conmoción en tiempos en que el coronavirus
ha exacerbado y desnudado la hecatombe
de la formación explayada, globalizada? Hoy por hoy, tal vez lo cabalmente
irrebatible sea que no ha podido superar sus tendencias hacia una crisis
económica severa. Preguntémonos, con el entendido, por qué es tan capaz, por un
lado, de estimular el auge de la ciencia, la tecnología y la productividad
laboral, y tan incapaz, por otro, de trasuntar este avance en mejoras duraderas
en los niveles de vida de la gran mayoría; por qué las tasas positivas de
crecimiento de la productividad a escala mundial van acompañadas de tasas de
ganancia promedio decrecientes para el capital productivo; y por qué ha dejado
de contribuir al desarrollo progresivo de las fuerzas productivas de la
humanidad, de forma evidente al subutilizar los talentos y energías de miles de
millones de seres, relegados al estado de “precariado”, de “población excedente”.
Algunas
lecciones
Claro que no hay mejor maestra que la propia realidad. Al
examinar lo sucedido (la debacle) en Europa, se advierte el desmantelamiento
durante decenios del llamado Estado de Bienestar. Como ha expresado el reputado
lingüista y filósofo Noam Chomsky, citado por Guillermo Cieza, colaborador de
lahaine.org, “el asalto neoliberal ha dejado a los hospitales sin preparación.
Un ejemplo entre todos: las camas de los hospitales han sido suprimidas en
nombre de la ‘eficiencia’. Su apreciación está haciendo referencia a uno de los
indicadores de salud de una nación que son las camas de internación cada 1000
habitantes”.
Y la pandemia está enseñando que en aquellos lugares donde
se afectó la salud pública y se dejó en manos del capital investigaciones
médicas y farmacológicas, las consecuencias serán mucho más graves. El manejo
de la emergencia ha devenido más ineficaz. En ese sentido, la decisión “del
gobierno chino de detener toda la actividad productiva y mantener sólo los
servicios esenciales para la vida de las personas estuvo en las antípodas de
las respuestas que tomaron en un primer momento los gobiernos” neoliberales.
De ahí, el que la sanidad deba representar una cuestión
colectiva, discurre Cieza, para quien los Estados tienen que desempeñar un
papel como distribuidores de recursos, y no el mercado, empeñado más que nada
en maximizar ganancias. En el trasfondo de la epidemia planetaria, y de todas
las nuevas enfermedades que se presentan, se encuentra la crisis ambiental
provocada por el sistema capitalista, que conduce al orbe a una catástrofe. Una
parte de la población puede ponerse a buen resguardo sin que su ausencia
perjudique la supervivencia de pueblos y países; mas “resulta imposible seguir
en pie” sin médicos, enfermeras, recolectores de basura, operarios que
garantizan la provisión de elementos básicos como el agua, el gas y la luz,
campesinos que provean de alimentos “y todos los trabajadores y trabajadoras
que garantizan los insumos indispensables y los cuidados necesarios para la
reproducción de la vida. En esta nueva mirada que nos da la crisis quienes
deberían encabezar la lista de los prescindibles tendrían que ser los
financistas”.
¿Cómo pudo China controlar el virus? ¿Cómo puede comenzar a
proporcionar asistencia masiva a otros países a escala mundial? Así se
interroga Sara Flounder (CEPRID).Y se responde que la planificación socialista
y la propiedad colectiva a gran escala de las principales industrias, incluida
la médica, se han erigido en decisivas, incluso en la bloqueada Cuba, que, con
poco más de 11 millones de habitantes, proporciona más personal pertinente a
los países en desarrollo que la misma OMS.
Pero para conseguir lo que el gigante asiático y el pequeño
archipiélago caribeño, se precisan audacia, audacia y más audacia, como
reclamaba el célebre militante Samir Amin, aludido por Bellamy Foster
(kaosenlared.net), para quien la sociedad tendrá (tiene) ante sí una elección
descarnada: la ruina o la revolución. Porque sigue incólume el dilema de
socialismo o barbarie.
Fuente → rebelion.org
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