
La bandera. Algo
habrá que hacer con la bandera. Quizás un referéndum sobre la
conveniencia de cambiarla y convertir la que se elija en un símbolo de
toda la ciudadanía y no de los que, desde la supuesta reconciliación, se
la apropiaron para siempre. La actual bandera de España es la de los
ganadores de la guerra civil, y con ella siempre que pueden se lo
recuerdan al resto.
El colegio mayor que había junto al mío en
Madrid, el Mara, era propiedad de la asociación de excombatientes de la
guerra civil, y sus colegiales nos recordaban continuamente, allá por
los albores de los ochenta, que estábamos de prestado, que éramos unos
“rojos de mierda” y que pronto volvería a “reír la primavera”, como
proclama el himno de la Falange. Lucían bandera de España hasta en la
pulsera del reloj. Cuarenta años después la siguen utilizando para
exigir lo que creen que les pertenece: el poder, ahora en manos de un
Gobierno que no consideran legítimo, y lo pretenden desprestigiar
llamándolo “socialcomunista”. La pandemia y sus consecuencias son la
excusa.
Los instigadores. Pocos días antes del intento de
golpe de estado de Tejero, concretamente el 8 de febrero de 1981, un
teniente general del Ejército, Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil,
discípulo de Franco y vicepresidente en el Gobierno de Carlos Arias
Navarro tras la muerte del dictador, publicó en el diario
ultraderechista El Alcázar un incendiario artículo que, bajo el
título de “Situación límite”, llamaba implícitamente a la insurrección
contra el Gobierno de la UCD. A la derecha sociológica heredera del
franquismo le irritaba el advenimiento de la democracia y, sobre todo,
que el Partido Comunista fuera legalizado y pudiera participar
libremente en la vida política del país. Exactamente lo mismo que pasa
ahora.
El teniente general jamás fue juzgado a pesar de que sobre
él pesó la sospecha de ser el famoso “elefante blanco”, al que se aludía
insistentemente como el alto mando militar cerebro de la asonada
golpista al que esperaron en vano los integrantes de la tropa de Tejero
tras tomar por la fuerza el Congreso de lo Diputados. Lejos de
reconsiderar su actitud tras el fracaso del golpe, De Santiago y Díaz de
Mendívil continuó publicando artículos desestabilizadores en los que
dejó frases como esta: “Seguimos estando en una situación límite, en la
que va a ser muy difícil la seguridad y la convivencia en nuestras
ciudades”. El militar acusaba al Gobierno de entonces de “pactos oscuros
y secretos” y clamaba por la libertad de los implicados en el 23-F (El Alcázar, 8 de junio de 1983).
Dejando
de lado las boberías pronunciadas por la presidenta de la Comunidad de
Madrid, que darían para un tratado sobre política de baratillo, los
líderes de la derecha española no han hecho otra cosa desde que comenzó
la crisis que alimentar la sensación de caos y de desgobierno con
acusaciones cercanas al asesinato masivo de españoles por parte de
Sánchez e Iglesias, la confabulación con el terrorismo de ETA con
inspiración bolivariana de fondo o el empeño en que se ha ocultado
información a la ciudadanía. No ha habido recato para llamar a la
formación de gobiernos de concentración o de salvación nacional y hasta
una mayor implicación del Ejército.
Salvando las distancias y el
contexto político, los dirigentes de la derecha española actual
persiguen exactamente lo mismo que perseguían los golpistas de entonces:
remover al Gobierno legítimo para imponer otro que, en estos momentos,
no cuenta con mayoría parlamentaria suficiente ni siquiera para una
moción de censura. Para ello, nada mejor que el caos o la sensación de
caos.
Los alcázares. Como ocurriera en los
primeros años de la transición, los instigadores cuentan con medios de
comunicación dispuestos a promocionar la involución, unos por la plena
coincidencia del movimiento con su línea editorial, otros sencillamente
en busca del calorcito presupuestario con el que la derecha siempre
premia a los afines. El Alcázar de Díaz de Mendívil ha sido sustituido ahora por una pléyade de cabeceras como OK Diario, Libertad Digital, La Razón, ABC o El Mundo;
por programas de televisión como el de Ana Rosa Quintana, y con el
añadido ruidoso de las redes sociales en las que han emergido algunos
propagandistas dicharacheros cuya popularidad durará lo que tarde la
asonada en llegar a término, bien en forma de éxito o con un resultado
adverso en la ansiada convocatoria de elecciones anticipadas en 2021.
Todos
ellos han convertido la pandemia y las medidas que se han adoptado para
combatirla en arma arrojadiza destinada a colaborar con el PP y Vox al
desalojo del PSOE y Unidas Podemos del Gobierno. Obviando no solamente
la excepcionalidad del momento, que ha obligado a tomar decisiones hasta
ahora inéditas, sino también el hecho constatable de que también ha
habido aciertos.
El resultado. Los errores que,
evidentemente, ha cometido el Gobierno en esta crisis, han contribuido
sin duda a alimentar esta escalada involucionista. No todos esos errores
pueden ser atribuibles en exclusiva a decisiones gubernamentales, pero
la prensa afín a los involucionistas solo hace esos exquisitos distingos
cuando es un gobierno autonómico en manos de la derecha quien los
comete, y en cualquier caso, todos terminan residenciados en La Moncloa.
Cuando no son las mascarillas son las residencias de personas mayores,
la desescalada o el contagio del personal sanitario. Todo es culpa del
Gobierno, incluidas las competencias autonómicas ejercidas durante casi
cuatro décadas, que para eso Sánchez asumió el mando único de la crisis.
La
crisis desatada por el coronavirus, tanto la sanitaria como la
económica, que empieza a mostrarse en toda su crudeza, han alimentado
uno de los escenarios más propicios para la involución y el golpismo: el
caos. Líderes como Abascal y Casado -cada cual con la sutileza que les
caracteriza- no hacen más que incendiar el ambiente lanzando acusaciones
infundadas y torciendo el significado de las palabras hasta conseguir
que sus acólitos terminen por llamar asesinos a Pedro Sánchez y Pablo
Iglesias.
España se ha convertido en un país irrespirable. Las
manifestaciones ultras de estos días han profundizado en la polarización
de la población y en el afloramiento del odio. Va a ser muy difícil
hacer bueno eso de que de esta pandemia saldremos mejores. Por lo menos,
cambiemos la bandera. Y el himno, para dejar el tarareo.
Fuente → eldiario.es
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