
Cuando me refiero a fascismo en este artículo no
se trata de una hipérbole o analogía, sino al tenor literal de lo que el
término conlleva de componente ideológico e histórico. La vida pública
española está teñida desde hace largo rato, y desde luego por más tiempo
del que sería deseable, por el desorden y el desconcierto. Un desorden
profundo que no es la algarada en la calle, sino algo más gravoso
singularizado en la malformación política de las bases constituyentes y
sustantivas del Estado y, como consecuencia, la
presencia constante de sus límites democráticos. Desconcierto en unas
mayorías sociales abandonadas a su suerte cuando no suplantadas por
conceptos de transversalidad que quieren ver su sujeto histórico en
mayorías silenciosas inexistentes.
Las democracias europeas, las de nuestro entorno como suele decirse,
tienen un poderoso componente fundante que las define y les aporta
solvencia ética, metafísica y política a la sustantividad de la
convivencia democrática que las constituye o la exquisita pulcritud de
los equilibrios de poder a favor de la soberanía ciudadana. Ese carácter
fundante característico en las democracias del continente es el
antifascismo. En el caso de España, las cosas son
distintas porque históricamente el camino recorrido ha sido justamente
el contrario al de los países europeos constituyendo nuestro país un
elemento exótico.
Es este fascismo carpetovetónico jamás derrotado en nuestro país, el que construye cosmovisiones de espejo de feria como que la pijotería del barrio de Salamanca se manifieste porque un gobierno comunista les impide jugar al golf
El valioso aporte a la victoria de los fascistas en la guerra civil de la Alemania nazi y la Italia de Mussolini, los voluntarios españoles que lucharon en la Wehrmacht de Hitler,
la farragosa legitimidad de la transición que validaba el poder
caudillista transformado, han hecho de nuestro país, en términos
históricos y políticos, un fósil vivo que no participa de los elementos
constituyentes de las democracias europeas. Ello produce epifenómenos
que, siendo de carácter extemporáneo en el conjunto histórico de
Europa, en España se reproducen con toda la pureza de una vigencia
institucional nunca desautorizada.
Estos elementos diferenciadores lo son también en los ámbitos
definitorios de la ultraderecha, con paradigmas dispares entre la
europea y la española. Ésta última fermentada en cuarenta años de caudillaje
y con acopio factico de un Estado sometido a sus usos y costumbres y
cuyo régimen de poder nunca fue redefinido, presenta un perfil de una
pureza de autoritarismo fascistoide y guerracivilista que no se
compadece con la europea y sin los elementos sociales que le da
transversalidad a la ultraderecha del continente y que acoge la adhesión
de una parte de las clases populares desencantadas con la moderación y
el pragmatismo de la izquierda.
En este contexto, el conjunto de la derecha y ultraderecha en España,
difícil de diferenciar en ocasiones por su origen común franquista,
propician que el debate político se diluya hasta convertirse en un
territorio de violencia verbal donde todo se sustancia en una dualidad
segregativa entre patriotas y traidores, buenos y malos españoles, en
una voluntad autoritaria de exclusión de los que no comparten la
ideología ultraconseradora en un formato antidemocrático donde la
política solo puede contemplarse desde una relación de vencedores y
vencidos.
Es este fascismo carpetovetónico jamás derrotado en nuestro país, el
que construye cosmovisiones de espejo de feria como que la pijotería del
barrio de Salamanca se manifieste porque un gobierno comunista les
impide jugar al golf, mientras familias que hasta hace unos días se
consideraban clase media forman parte de las nutridas colas para recibir
una bolsa de alimentos. Vencedores y vencidos.
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