
El coronavirus marca un antes y un después para nuestras sociedades.
Ya no cabe duda de ello. Todavía es muy pronto para poder aventurar
cómo cambiará el mundo, cuánto de larga será la recesión económica, qué
impacto tendrá en el proceso de globalización, cómo afectará a nuestro
estilo de vida y un sinfín de otras cuestiones. Hay quien vaticina que
puede darse un giro autoritario y quien aboga por un futuro de mayor
solidaridad: Byung-Chul Han teme la implantación de una especie de
Estado policial digital, mientras que Slavoj Zizek considera que el
virus ha dado un golpe mortal al capitalismo y que puede renovarse el
ideal comunista. ¿Quién tiene razón? Es imposible decirlo a día de hoy.
Ambas son posibilidades que están encima de la mesa.
En todo esto, ¿qué pasa con la extrema derecha? Con el aumento
desorbitado de los parados y el frenazo de la economía, Trump ya no
tiene la reelección en el bolsillo; en Brasil se repiten las caceroladas
contra Bolsonaro, que con su postura radical ha creado fracturas dentro
de la heterogénea coalición de gobierno que le apoya; Salvini se
encuentra en horas bajas, haciendo el ridículo con la ocupación nocturna
del parlamento italiano; en los últimos sondeos tanto Alternativa para
Alemania como el Partido de la Libertad holandés se han dejado alrededor
del 5% de la intención de voto… ¿La extrema derecha ya no es, pues, una
amenaza? No nos hagamos ilusiones: los ultras siguen donde estaban y,
más o menos acertadamente, están tomando las medidas para volver al
ataque, donde todavía no lo han hecho.
Hungría, el primer régimen autoritario en la UE
No perdamos de vista dos cuestiones. Por un lado, todo es, más que
líquido, gaseoso: el consenso de algunos gobiernos por la gestión de la
emergencia sanitaria puede derretirse como nieve al sol cuando se
perciba el impacto real de la crisis económica. Ahí donde está en la
oposición, como en Italia, Alemania, Holanda o Francia, la ultraderecha
podría ganar fácilmente votos cabalgando el resentimiento y la
frustración de la ciudadanía. Aún más si la respuesta europea va a ser
insatisfactoria. Por otro lado, y esto es quizás lo más preocupante,
Hungría se ha convertido ya en el primer régimen autoritario dentro de
la Unión Europea. Viktor Orbán consiguió que el parlamento de Budapest,
donde su partido, Fidesz, tiene la mayoría absoluta, aprobase una ley
que le permite gobernar por decreto sin límite temporal. Se trata, en
pocas palabras, de un estado de emergencia indefinido, algo más tangible
que el concepto de “democracia iliberal” que el premier húngaro había
acuñado en 2014. Ahora sí, las extremas derechas tienen un modelo al que
mirar. Para más inri, la “condena” comunitaria ha sido, como mínimo,
decepcionante, por no decir ausente.
Asimismo, aunque puedan parecer desgastados y en dificultad, Trump y
Bolsonaro están alentando directa o indirectamente acciones que parecen
una especie de pruebas generales para posibles golpes de Estado. En
Michigan partidarios del mandatario estadounidense han entrado armados
en la cámara estatal protestando contra las restricciones en vigor y
amedrentando a la presidenta demócrata que las quería ampliar, mientras
en Brasil ha sido el mismo presidente quien ha convocado una marcha para
pedir el cierre del parlamento. Concentrados en la emergencia sanitaria
del COVID-19, quizás no nos estamos dando cuenta de que se han
franqueado ya muchas líneas rojas.
Un virus extranjero
En realidad, la estrategia de la ultraderecha no es nueva. Está
utilizando las mismas herramientas que le han dado réditos electorales
en los últimos años: un exacerbado tacticismo y altas dosis de
propaganda para polarizar la sociedad, llevar cualquier cuestión a su
propio terreno, señalar a un enemigo, desviar la atención de otros
problemas y tener iniciativa política. El hecho de que Trump hable de
“virus chino” y responsabilice a Pekín de la pandemia no debe
interpretarse como una paranoia o una excentricidad. Al contrario, es
una estrategia bien pensada: se polariza a la sociedad y se crea un
sentimiento de comunidad contra un supuesto enemigo exterior,
difundiendo bulos a tutiplén y teorias del complot surrealistas, de
forma similar a lo que hicieron, en otro contexto histórico, los
fascismos en la época de entreguerras. ¿Nos olvidamos de la difusión de Los protocolos de los sabios de Sion
y su influencia sobre las teorías racistas, o de la supuesta agresión
militar polaca a Alemania que Hitler inventó –disfrazando a un
prisionero con el uniforme del ejército de Varsovia– para justificar la
invasión nazi de Polonia el 1 de septiembre de 1939?
En otras latitudes se repite el mismo patrón, adaptándolo a las
circunstancias nacionales. El primer ministro indio, Narendra Modi,
culpabiliza de la difusión del virus a los musulmanes, remachando así el
clavo en su política nacionalista hindú: el pasado mes de diciembre se
aprobó una Ley de Ciudadanía según la cual no se otorgará la
nacionalidad india a los inmigrantes irregulares de religión musulmana.
Orbán expulsó del país a trece estudiantes iraníes identificados –sin
pruebas fehacientes– como los que “importaron” el COVID-19 en Hungría.
El líder de la Liga, Matteo Salvini, en un primer momento tachó de untori
a los migrantes que llegaban en pateras a las costas italianas, cuando
el coronavirus además estaba ya muy difundido en el norte de la
península, para después centrarse sobre todo en difundir teorías
conspiranoicas sobre la creación del virus en los laboratorios de Wuhan,
siguendo así la estela de la alt-right estadounidense. Además de tener,
al menos para Washington, un trasfondo geopolítico, el discurso que se
quiere transmitir es que el virus es algo extranjero que contamina la
pureza racial de la nación.
No es distinto lo que han venido repitiendo los sectores derechistas
–y no solo los más derechistas– del independentismo catalán: el
coronavirus proviene de Madrid –un bulo difundido también por TV3–, así
que España no solo “nos roba”, sino que también “nos mata”. En el caso
de Vox, encontramos este mismo patrón: Ortega Smith habló de los
“malditos virus chinos” contra los cuales estaban luchando sus gallardos
“anticuerpos españoles”. El partido de Abascal se ha centrado luego en
sus ya clásicos caballos de batalla: el “comunismo bolivariano” que
quiere prohibir la propiedad privada e imponer la “doctrina progre” y
feminista es responsable de las muertes de los españoles por haber
permitido las manifestaciones del 8 de marzo y por su mala gestión. Cada
uno, pues, utiliza la emergencia y el virus para llevarlo a su terreno.
Se trata, ni más ni menos, que de las guerra culturales –que
suplantan a la realidad– fundadas en un cortoplacismo exacerbado, el
nacionalismo –un evergreen en cualquier época histórica– y la
defensa de la “libertad” –de expresión, movimiento, manifestación, etc.–
contra lo políticamente correcto y gobiernos supuestamente autoritarios
por establecer medidas de restricción para evitar una mayor difusión
del virus.
Las contradicciones no existen
A menudo los ultraderechistas incurren en contradicciones. Piénsese
en Vox o la Liga: al principio pidieron medidas mucho más restrictivas
que las decretadas por los respectivos gobiernos, mientras que al cabo
de un par de semanas pasaron a reclamar el fin de las restricciones,
tachando a los ejecutivos de autoritarios. El premier británico Boris
Johnson recorrió el camino opuesto: de defender con sorna la inmunidad
de rebaño a proclamar asustado el cierre del país, alargándolo más de lo
planteado. Lo que pasa es que en la mayoría de los casos estas
contradicciones no son percibidas como tales por sus partidarios y no
restan votos; no obstante la pésima gestión de la emergencia, que ha
convertido el Reino Unido en el segundo país con el mayor número de
muertos tras Estados Unidos, los sondeos otorgan más del 50% de los
votos a los tories británicos. Nada nuevo bajo el sol. Lo mismo pasó con
el procés en Cataluña, una versión sui generis del
nacional-populismo europeo: aunque los líderes independentistas
catalanes mintiesen continuamente y prometiesen cosas que luego no se
lograban, han mantenido a grandes rasgos los mismos votos.
No se olvide: la extrema derecha juega a la sobrepuja constantemente,
aún más si se siente acorralada. Es el efecto “aliento en el cogote”
que le empuja a arriesgarse aún más. Ahí toca leer las aparentemente
estrafalarias declaraciones de Bolsonaro de las últimas semanas. En
muchos casos se trata de ballon d’essai lanzados para conocer
la dirección del viento. ¿Se acuerdan de las declaraciones de Abascal en
la campaña electoral del pasado 28-A sobre la posibilidad de que los
españoles puedan disponer de un arma para la autodefensa? Durante una
semana no se habló de otra cosa: todo el mundo tuvo que tomar posición.
Por un lado, Vox ganó protagonismo mediático, por el otro, vio si era un
camino a recorrer. En ese caso, tratándose de una cuestión que no
polariza suficientemente la sociedad española, ya que existe un amplio
consenso contrario a la venta de armas, Vox abandonó el tema,
centrándose en otros –los migrantes, las políticas de género, Cataluña,
Venezuela, etc.– que permiten una mayor polarización, además de reforzar
a los ya convencidos. Por lo general, y salvo errores muy graves, se
trata de un win-win. Si la jugada le sale mal, se ha ganado de
todos modos centralidad y a otra cosa, mariposa. Si le sale bien, se
sigue ese camino.
Posverdad y cultura chanera
Las contradicciones no existen también porque el flujo de
(des)información lo cubre todo: las noticias de hace dos semanas se han
olvidado, las declaraciones de ayer han sido sustituidas por otras. Todo
es muy rápido. Esto explica la pasión de Trump por los a veces
surrealistas tuits nocturnos: lanzar una bomba para que al día siguiente
todos hablen de él y otros temas pasen a segundo plano, incluidas las
contradicciones respecto a lo afirmado unas horas antes. En tiempos de
redes sociales, las hemerotecas se miran poco y la memoria es muy corta.
Además, gracias a sistemas muy sofisticados, como la conocida “Bestia”
de Salvini para el caso de la Liga, se procede a un sentiment analysis
que permite detectar y así impulsar los sentimientos negativos –es
decir, los mensajes fuertes vinculados a rabia, miedo y agresividad–
amplificados luego por los ejércitos de trolls, bots y sockpuppets que
se preocupan también de atacar a los “enemigos” llevando a cabo
verdaderas campañas de odio digital, como la que se gestó contra la
expresidenta de la Cámara italiana, la izquierdista Laura Boldrini.
Se trata de una especie de guerra virtual que, sin embargo, tiene
consecuencias más allá de los mundillos de Twitter o Facebook. De hecho,
según Matthew D’Ancona, autor de Posverdad. La nueva guerra contra la verdad y cómo combatirla
(Alianza, 2019), el éxito de los bulos depende de “la necesidad de
sencillez y de resonancia emocional”: las nuevas tecnologías han
contribuido a “fomentar el gregarismo online y una retirada generalizada
a una cámara de ecos”, facilitando “el sesgo de confirmación”.
Todo esto se junta con un último elemento que las nuevas
ultraderechas han demostrado saber utilizar: Salvini, Trump, Bolsonaro y
compañía han conseguido presentarse como antisistemas y provocadores,
utilizando memes –Trump como Pepe The Frog– y animando lo que Angela
Nagle ha llamado “cultura chanera”. También en España, salvando todas
las distancias: al lado de las imágenes de Abascal a caballo o de los
toros, no han faltado en la propaganda digital de Vox imágenes que
parecen desentonar con ese nacional-catolicismo casposo que hace guiños
al régimen franquista. Es algo absolutamente novedoso para la
ultraderecha, una especie de “68 inverso”: lo que hace medio siglo
hacían las izquierdas, ahora lo hace la extrema derecha.
Respuestas simples a problemas complejos
La extrema derecha, pues, no ha muerto ni está en horas bajas. Al
contrario. Sigue ahí donde estaba e intenta aprovechar las grietas que
se abren en las democracias liberales y la demanda de líderes fuertes
que nos guíen en una época de profundas incertidumbres para dar un giro
autoritario. Orbán es la prueba fehaciente de ello. Al mismo tiempo,
donde no gobierna, o también donde gobierna pero no puede aún permitirse
un escenario a la húngara, fomenta el caos e intenta polarizar más unas
sociedades de por sí ya muy polarizadas, llevando el agua a su molino.
Y es que, al fondo de todo, la emergencia del coronavirus se suma a
la crisis generalizada de la sociedad occidental en la cual ya nos
encontrábamos. Una fase marcada por un cambio de época donde las heridas
aún abiertas por la crisis económica de 2008-2010 y sus consecuencias
de aumento de las desigualdades y achicamiento de la clase media han
provocado una demanda de protección y seguridad frente a los miedos por
los cambios rápidos que estamos viviendo en todos los ámbitos: desde la
economía y el mundo del trabajo hasta la tecnología y la comunicación,
pasando por la geopolítica. La extrema derecha ha avanzado durante los
años pasados cabalgando esos miedos y canalizándolos. A su manera, en
modo falso, ha ofrecido protección y seguridad: ha dado respuestas
simples a problemas complejos. Ahora, a todos esos miedos se suma uno
más: el virus. Y, no lo dudéis, lo va a cabalgar también. Lo está
haciendo ya, de hecho. O se atajan los problemas de fondo
–desigualdades, empobrecimiento, precarización del trabajo, etc.– o la
amenaza ultraderechista irá creciendo. El de Budapest, pues, no sería
una excepción, sino más bien el primero de una larga lista de regímenes
autoritarios. Entendámoslo cuanto antes.
Steven Forti (@StevenForti)
es profesor asociado en Historia Contemporánea en la Universitat
Autònoma de Barcelona e investigador del Instituto de Historia
Contemporánea de la Universidade Nova de Lisboa. Coautor de Patriotas indignados. Sobre la nueva ultraderecha en la Posguerra Fría. Neofascismo, posfascismo y nazbols (Alianza, 2019).
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