
Cuando Joshua Meyrowitz publicó su ensayo No Sense of Place,
en 1986, no podía saber el desarrollo que iba a conocer el medio
predilecto de su análisis: la televisión. El objeto de su estudio era cómo los medios electrónicos estaban transformando nuestro comportamiento cotidiano.
Y no emitía juicios: la tele no era ni mala ni buena. Al estar
expuestos a ella, nos llegaba de todo, lo que nos convertía en
«cazadores recolectores de la era de la información».
Lo que veíamos en ella podía cambiar (y de hecho lo hacía) los roles
sociales: era un igualador cultural (a su juicio la tele y la radio
daban acceso a un conocimiento y una información que antes eran
inaccesibles para las capas más bajas de la sociedad); podía, asimismo,
convertir a los niños en adultos y a los adultos en niños; a los hombres
en feministas y a las mujeres en trabajadoras por cuenta propia; podía
constatarse, igualmente, cómo la tele disolvía las jerarquías y en ella
los políticos aparecían como gente corriente, como «el vecino de al
lado» (recuerden el reportaje de Susanna Griso en la antigua casa vallecana de Pablo Iglesias)
y a su vez el vecino de al lado se convertía en analista político
(volviendo a Susanna Griso, fue ella quien concedió este estatus, entre
otros, a Fran Rivera o José Manuel Soto).
Meyrowitz, además, concedía una especial importancia a los cambios en
la interacción social, en el cara a cara entre ciudadanos y en cómo la
tele había borrado la separación entre lo público y lo privado. Su
trabajo tiene valor porque se anticipó varios años a un tipo de
televisión que convertiría su análisis (basado en los programas de los
años 80 y bastante aséptico) en una siniestra premonición.
En España, la irrupción de las televisiones privadas y de los medidores de audiencia
en los años noventa cambiarían para siempre el modelo y el negocio
televisivo. Sin caer en la nostalgia, en la televisión de los ochenta
podíamos ver en un mismo canal al Fary diciendo burradas machistas y a
Almodóvar y McNamara cantando Suck It to Me para pasar después a
una entrevista de Vicente Botín a Fidel Castro. El país estaba
construyéndose a sí mismo, culturalmente hablando, tras 40 años de
dictadura y sus primeros pasos fueron erráticos pero no exentos de
encanto.
Para 1992 ya estaba bastante claro hacia dónde nos encaminábamos. Los
fundadores de Telecinco conocían muy bien la televisión que se estaba
haciendo en Estados Unidos, tanto las series (Sensación de vivir, Melrose Place) como los talk shows (The Jerry Springer Show, cumbre del bizarrismo catódico), y su implantación en nuestro país fue un éxito tremendo, como lo había sido antes en Italia.
Antes de su desembarco en España, Berlusconi y sus Mama Chicho habían barrido a la televisión pública italiana en las preferencias del público.
¿Es él, que llegó a ser cuatro veces primer ministro entre 1994 y 2011,
el principal responsable del desplome de la cultura italiana? Y lo que
es más importante: ¿a lo largo de todos estos años de concursos,
fanfarrias, machismo descarado y tertulias vocingleras, nos ha
convertido en analfabetos funcionales? ¿Puede entenderse el ascenso de
Salvini sin 25 años de berlusconismo? Y más aún: ¿puede
entenderse el ascenso de Abascal en España sin la atención recibida por
los canales privados? En pocas palabras: ¿Mediaset nos ha hecho
fascistas?
Esta incógnita fue objeto de un detallado estudio conjunto de la
Universidad Pompeu Fabra, la Universidad de Milán y la Universidad de
Londres que recogió The Washington Post.
Según Rubén Durante, investigador de la institución catalana, los
jóvenes que crecieron viendo los canales de Mediaset durante su etapa de
formación “son cognitivamente menos sofisticados y menos cívicos” que
quienes lo hicieron viendo la televisión pública.
Pero Mediaset no es la única empresa que contribuye a que haya votantes de, en palabras del Post,
“candidatos populistas que venden mensajes simples y respuestas
fáciles”. Hoy todas lo hacen en mayor o menor medida. Aunque, claro,
solo una televisión se atrevió a desnudar a Jesús Gil, meterlo en un
jacuzzi rodeado de chicas en bikini y ponerlo a propagar sus remedios
elementales para arreglar España.
Desde hace años hay un esquema que recorre las redes sociales para
explicar el crecimiento de los crímenes de odio. Fue denominado la Pirámide del Odio y la Violencia.
La tesis era que, a través de diversas fases, lo que empezaba siendo un
simple desprecio o un chiste a priori sin importancia podía culminar,
en el seno de una sociedad empapada de esos mensajes, en una violación,
un homicidio e incluso en un genocidio.
Este esquema, que podría tacharse con razón de básico y tremendista,
ha sido reinterpretado en diversas ocasiones y para muchos usos
distintos. ¿Podríamos hacer lo propio con los programas de televisión?
¿Podríamos tirar de un hilo que nos condujera desde una inocente
entrevista con unas hormigas de peluche a ver sentado en el Consejo de
Ministros a un político de la ultraderecha?
La televisión de la crueldad
La televisión de la crueldad es aquella que convierte en espectáculo
la denigración y el sufrimiento del ser humano. Se trata de un producto
que, basado en la humillación, despierta los instintos más bajos de la
audiencia. Ver a alguien pasarlo mal es, a tenor de los datos, un éxito
seguro. Telecinco ha basado buena parte de su parrilla en exponer a sus
colaboradores a toda clase de escarnios. En mayo de 2019 reventó el share con la primera gala de Supervivientes,
en la que los concursantes saltan desde un helicóptero para llegar a
una isla de Honduras en la que deberán pasar varios meses sobreviviendo
al estilo Robinson Crusoe.
Aquel día saltaba del helicóptero Isabel Pantoja y el morbo que despertó este personaje habitual de la prensa del corazón fue algo inusitado. Según explicaba Tom C. Avendaño en las páginas de El País, alcanzar un 40% de share equivale a “paralizar el país”. El salto de la tonadillera consiguió un 36,5% (según datos de la propia cadena).
Tras el chapuzón inicial, todas las temporadas siguen un guion similar:
consiste en hacer pasar hambre a los concursantes, achicharrarlos al
sol y arrastrarlos por el fango (literalmente, y en este sentido el caso
de Chelo García Cortés, una señora de 67 años, fue especialmente
degradante, lo que no impidió infinidad de burlas en las redes y entre sus compañeros de canal).
Pero, por encima de todo, lo que se persigue es que se peleen entre
ellos. Si los concursantes colaboran, el programa no funciona tan bien
como si se insultan. ¿Ejemplos? “Sois unas rastreras repugnantes”,
le dijo Carlos Lozano a las Azúcar Moreno, dúo musical de etnia gitana
al que no dejó escapar sin restregarles antes un cliché racista: “No
tenéis ganas de nada. Habéis venido a darle al cante y al baile. Aquí se
viene a trabajar”.
Podrá decirse que los protagonistas de Supervivientes saben a
lo que van y que cobran muy bien por ello. Que es algo inocuo, mero
entretenimiento, pura banalidad, apenas una broma. Es lo que Pierre
Bourdieu, en una charla en el Collège de France, explicaba con el concepto de violencia simbólica:
“Es algo sutil y, por lo tanto, más peligroso. La violencia simbólica
es una violencia que se ejerce con la complicidad tácita del que la
sufre y del que la ejerce”.
La televisión de la crueldad crece, se retroalimenta y se expresa
pisoteando los principios socráticos: tratar al otro como yo querría que
me tratara a mí. Y lo hace de forma totalmente deliberada. Así pues,
cuando Carmen Borrego recibe un tartazo o cuando hacen llorar a Lydia Lozano en Sálvame,
todo forma parte de un espectáculo previamente pactado. ¿Pero qué clase
de espectáculo es ese? ¿Cuál es su interés más allá de la mera
degradación? ¿Qué enseñanza puede sacar la audiencia de esos
comportamientos? ¿Puede Sálvame contribuir a normalizar socialmente las faltas de respeto?
Quizás con otro producto de Mediaset se entienda mejor. Mujeres y Hombres y Viceversa es un programa en el que varios jóvenes musculados compiten por ser el más ligón. Todos vienen cortados por el patrón del guido, expresión ofensiva referida a los concursantes italoamericanos de Jersey Shore, un reality show de
la MTV con el que tiene varios puntos en común, el principal de los
cuales es que los hombres engañen a las mujeres para tener sexo. Si eres
especialmente bueno en eso, puedes conseguir un ascenso en la cadena,
que es lo que le ocurrió a Rafa Mora, ayer concursante y hoy tertuliano
fijo en Sálvame.
MyHyV se emite en horario infantil proyectando una imagen
tóxica de las relaciones sentimentales, de la mujer como objeto que
puede ser poseído por un hombre y del hombre como candidato a un trono
desde el que puede elegir con quién se acuesta. Del programa se ha dicho
que “tiene como base la humillación y enmascara una articulación plagada de micromachismos”.
Después de más de diez años en antena, lo que da una idea de su éxito,
se entienden mucho mejor las reacciones sobre el caso de La Manada. En
otro programa de la cadena (Gran Hermano Revolution) se llegó, presuntamente, a una violación que la empresa intentó solventar con dinero. Telecinco es la cadena más vista de España.
La televisión de la broma
Aunque Mediaset considera las vejaciones una forma de comedia, este
escalón de la pirámide tiene un protagonista que no trabaja para el
grupo que dirige Paolo Vasile (aunque sí lo hizo durante un tiempo,
entre 2009 y 2011). Se trata de Pablo Motos y su programa El Hormiguero,
que emite Antena 3. El cómico y presentador ha coleccionado una
retahíla de salidas de tono que no encajan bien con la calificación
“para mayores de 7 años” de su espacio. Motos tiene una forma peculiar
de hacer sus entrevistas. No hace preguntas sino que formula ocurrencias
y espera la reacción del invitado o invitada. Veamos algunas.
“George R. R. Martin [autor de Juegos de Tronos] ha
humanizado a los enanos en la ficción. Siempre os ponen como duendes o
como elfos, personajes que no son reales”, le soltó al actor
acondroplásico Peter Dinklage. “Sí, los enanos somos reales. Toca”,
contestó el intérprete. “Las chicas se dividen entre las que saben
perrear y las que no”, le comentó al reparto femenino de Las chicas del cable
en otro de sus momentos gloriosos. Blanca Suárez, Ana Fernández, Nadia
de Santiago, Ana Polvorosa y Maggie Civantos se miraban entre ellas sin
dar crédito a lo que estaban oyendo. Y no se quedó ahí: la entrevista
siguió por los mismos derroteros y llegó a preguntarles si las mujeres
podían ser amigas y con qué actor les gustaría trabajar.
“Llevar una vida tan dura no te da tiempo para enamorarte de un tío”,
le espetó a la campeona mundial y olímpica de halterofilia Lydia
Valentín. “Cuando te dieron los Grammy”, le dijo al cantante Ed Sheeran,
“me llamó la atención que dijeron que no eres el prototipo de cantante
guaperas que hace canciones de amor». Y acto seguido le preguntó: “¿Has
notado que te ven un poco más guapo en general ahora que tienes éxito?”.
El aspecto físico es recurrente en las entrevistas de Motos. Sobre la
apariencia de Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de
Alertas y Emergencias Sanitarias, lanzó la siguiente broma:
“Cómo es ese hombre, ¿verdad? Parece que lleva varios días durmiendo en
un coche. Y se le ha ido poniendo la voz más aguda. Ahora tiene una voz
que cuando habla se giran los delfines”.
Podría completarse este rápido retrato con un poco de discriminación territorial:
“¿Con el acento andaluz qué vas a hacer? ¿Lo vas a suavizar? ¿Lo vas a
dejar?”, le preguntó a Roberto Leal, natural de Sevilla y actual
presentador de Pasapalabra.
El Hormiguero es un programa de éxito que lleva los últimos
cinco años rondando el 15% de audiencia de media. Por ello se ha
convertido en un peaje prácticamente ineludible para artistas que hacen
promoción o políticos en campaña. Todos pasan por allí. No es un dato
baladí que el tercer programa más visto en sus 14 años de historia haya
tenido como protagonista a Santiago Abascal. La entrevista al líder de
VOX, entre risas y chanzas de las marionetas Trancas y Barrancas, tuvo
más de cuatro millones de espectadores y para la extrema derecha fue “la
mejor noticia electoral desde que se conformó como partido”, según escribió Antonio Maestre en eldiario.es, que añadía en su artículo: “El Hormiguero
no es un programa de información, es puro show, entretenimiento que ha
provocado que millones de españoles vean al líder de un partido
ultraderechista como un hombre bueno, como un hombre cercano,
equiparable a aquellos que piensan que la xenofobia, el racismo y el
machismo son elementos a desterrar de nuestra sociedad”.
¿De verdad tiene tanta importancia que haya variedad ideológica entre
los invitados del programa y que se hagan algunas bromas de vez en
cuando? Si el segundo escalón de la la Pirámide del Odio y la Violencia
es el de las “microagresiones culturales”, ahí es exactamente donde
encajaría un programa como El Hormiguero. Así es como se
muestra la discriminación inconsciente: con bromas y actitudes inocuas
en apariencia. Solo son chistes… hasta que se normalizan y dejan de
serlo.
La televisión de la normalización
La normalización se consigue a través de la repetición. Sálvame,
a lo largo de los años, ha impuesto un modelo de debate que podía
parecer sorprendente en épocas anteriores: el de la réplica a gritos.
Esto no era habitual en la tele y se daba en contadas excepciones, casi
siempre a través de personajes extravagantes. Es justo decir que no lo
inventaron ellos, Pepe Navarro y Javier Sardá fueron los pioneros, pero
no era ese el objeto principal de sus programas. Allí se desarrollaba un
tema y si la cosa degeneraba, pues mejor que mejor. Todo sea por la
audiencia. El caso de Sálvame es peculiar porque se han saltado ese paso y lo principal son los gritos y los insultos, al margen del tema de discusión.
Todos los colaboradores aseguran ser amigos pero se dicen cosas
horribles sin tener la mayoría de las veces una base sólida para dar
rienda suelta a los exabruptos. Puede ser una llamada perdida que una no
le ha devuelto al otro o un rumor fundamentado en un concepto tan
difuso como el de la “deslealtad”,
que allí usan sin parar, a menudo como sinónimo de “infidelidad”,
aunque no siempre está claro ni tampoco hace falta. Lo que es seguro es
que todo ese rollo de la “deslealtad” tiene que ver con la normalización
del control de la pareja en las relaciones.
En cualquier caso, por una cosa o por otra, lo principal es el
escándalo e importa muy poco cuál haya sido el origen del mismo. Todo el
mundo parece poseído por la ira y lo más curioso es que los
protagonistas de esas batallas son personajes fabricados artificialmente
para eso, para que se peleen. No son famosos por nada. Simplemente
salen en la tele y se chillan. Ese es todo su currículum.
En épocas anteriores, si el propósito de un programa era crear morbo,
se buscaba un tema de actualidad que encajara en la idea de espectáculo
y se explotaba. De forma vulgar, claro, pero al menos había un gancho.
Si el hermano del vicepresidente del Gobierno usaba un despacho oficial
para hacer negocios fraudulentos y se prestaba a ir a un programa como La máquina de la verdad,
aquello era grotesco, ciertamente, pero tenía un fundamento. Hoy no es
necesario tener una justificación para sacar el polígrafo. Se someten a
él perfectos desconocidos para aclarar cosas que nadie entiende. Lo
único importante es que de los resultados que arroje podrán hacerse
nuevos programas en los que los mismos personajes se insulten nuevamente
en una rueda de berridos y descalificaciones que no tiene fin. Y
hablamos en sentido casi literal, porque el programa es interminable.
Sálvame, a través de sus diferentes cabeceras (Limón, Naranja, Tomate, Banana…),
dura cinco horas. Cinco horas todos los días, de 16.00 a 21.00, de
lunes a viernes, y otras cuatro horas más los sábados por la noche.
“Cuando se utilizan tantos minutos preciosos para decir cosas tan
banales eso acaba adquiriendo importancia en tanto esconde cosas
valiosas”, explicaba Bourdieu (todo está en Bourdieu, como le gusta
decir a Maestre). “Cuando se rellena tanto espacio con la nada, con el
vacío, se apartan informaciones pertinentes que los ciudadanos deberían
poseer para ejercer sus derechos democráticos”. Si Hannah Arendt hablaba
de la banalidad del mal, aquí podemos decir que la banalidad es el mal.
No es un espectáculo inocente con el que puedo desconectar para poner
la mente en blanco y relajarme. No es una pecera. Es una opción, una
apuesta personal.
Mediaset ha normalizado la bronca y ha intoxicado todos los programas de debate de la televisión. De su ruidosa fórmula han surgido réplicas temáticas como El Chiringuito (sobre fútbol) o laSexta Noche
(dedicado a la política) en los cuales muchas veces se deja de lado el
tema a tratar para pasar a los ataques personales. Es el triunfo del
desprecio y la incivilidad. “Un ser humano puede conservar la salud de
su alma tras la más dura confrontación a la naturaleza, o tras la
guerra, pero es muy difícil que salga indemne tras haber conocido el
desprecio”, escribía Víctor Gómez Pin en su Reducción y combate del animal humano (Ariel, 2014).
Y este desprecio no se queda ahí, encerrado en la tele, sino que se
filtra a la sociedad porque esa es su naturaleza. Espectáculo y sociedad
han convergido, como auguraba Guy Debord, y resultan ya
indistinguibles. “La influencia espectacular jamás había marcado hasta
tal extremo la casi totalidad de las conductas y de los objetos que se
producen socialmente”, afirma en sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (Anagrama, 2006). “El espectáculo se ha entremezclado con toda realidad, por efecto de irradiación”.
En una televisión en la que todo vale, se van soltando también
pequeñas dosis de ideología, poco a poco, como una gota torturadora que
va perforando el cráneo lentamente. Mediaset ha difundido, por ejemplo,
la normalización de los vientres de alquiler, un tema
recurrente en su parrilla a través de personajes como Tamara Gorro, Kiko
Hernández o Torito, con los que se busca moldear a la opinión pública
en un tema aberrante: la animalización de la mujer, la instauración
general y aceptada socialmente de un negocio ganadero producido con
mujeres.
Así se trabaja a la audiencia, que es lo mismo que decir al votante:
poco a poco y a lo largo de años. Y el esfuerzo que cuesta desmontar
todo ese artefacto y el poco tiempo que se le concede a quien está
dispuesto a hacerlo convierten la hercúlea tarea en algo casi imposible.
En este caso concreto, además, se utiliza la más artera de las
estrategias de los programas de debate: confrontar en igualdad de
condiciones a quien promociona una práctica abominable y a quien la
combate. El retorcido procedimiento se podría resumir, en sentido
figurado, con consignas absurdamente plurales: “ni machismo ni
feminismo: igualdad”, “ni violadores ni violadas: igualdad” o “ni nazis
ni judíos: igualdad”. Un dislate.
Se normaliza el desprecio y el machismo lo mismo que se normaliza
abiertamente el franquismo. Uno de los colaboradores habituales de Sálvame, Antonio Montero, que no ha ocultado nunca sus simpatías políticas, llegó a decir en antena que “deberíamos darle las gracias a Franco por la Transición”.
Ha defendido el régimen anterior a 1978 muchas veces y en una de sus
intervenciones más recientes, a raíz de una polémica amorosa surgida
alrededor del periodista Alfonso Merlos, Jorge Javier Vázquez intentó pararle los pies:
“No puedes decir eso, Antonio. Estoy hasta las narices de que coléis
los discursos de Vox aquí. No lo voy a permitir. A tomar por culo”. Pero
ya era tarde. No se puede parar lo que se fomenta sin reparos durante
tantos años.
Vázquez disfrutó esos días de una lluvia de elogios en los foros
progresistas. Su apostilla a la reprimenda a Montero, “este es un
programa de rojos y maricones, y el que no lo quiera ver, que no lo
vea”, fue muy aplaudida, dando a entender que existe un nexo entre las
dos cosas. Ernst Röhm, Pim Fortuyn o Milo Yiannopoulos demuestran que
entre ser gay y ser de izquierdas existe la misma conexión que entre el
tocino y la velocidad. De hecho, el partido ultra de Marine Le Pen,
Rassemblement National, es la opción de voto preferente entre los gays franceses. Pero da igual. En el caso de Sálvame, lo que importa no son los matices sino el ruido. Y el ruido allí es ensordecedor.
Un filósofo tan poco sospechoso de marxista como Karl Popper andaba
los últimos años de su vida aterrorizado por el poder sin regulación y
el cariz bárbaro que estaba tomando la televisión (ojo, murió en 1994,
cuando la apoteosis berlusconiana apenas estaba empezando). “La
civilización es la lucha contra la violencia”, decía en una entrevista
en la RAI. “Es progreso civil, es lucha contra la violencia en nombre de
la paz entre las naciones, dentro de las naciones y, antes que nada,
dentro de nuestra casa. La televisión constituye una amenaza para todo
eso”. Según Ramon Alcoberro,
“lo que en opinión de Popper está sucediendo en el mundo es que la
televisión sin control y regida por la pura ‘lucha por la audiencia’ se
convierte en una herramienta al servicio del totalitarismo”.
La audiencia vendría a ser la “bestia grande y fuerte” de la que hablaba Platón en La República:
“Es como si alguien, puesto a criar una bestia grande y fuerte,
conociera sus impulsos y deseos, cómo debería acercársele y cómo debería
tocarla, cuándo y por qué se vuelve más feroz y más mansa, qué sonidos
acostumbra a emitir en ocasiones, y qué sonidos emitidos por otro, a su
vez, la tornan mansa o salvaje (…) y aplicara los términos de bueno o
malo, justo o injusto, a las opiniones del gran animal, denominando
buenas a las cosas que a éste regocijan y malas a las que le molestan”.
Y la desinformación
Siendo dañinos todos los anteriores tipos de televisión, el mayor
peligro para la democracia es la televisión de la desinformación. Lo es
por su camuflaje, por su disfraz de periodismo serio, independiente y
plural. Aunque la apariencia de pluralidad no es algo que se pueda
alargar demasiado en el tiempo, como ha quedado demostrado durante la
actual crisis del coronavirus.
Como ponía Aaron Sorkin en boca del protagonista de The Newsroom,
“si a sabiendas dejas que alguien mienta en tu programa, quizá no seas
un camello, pero sin duda eres la persona que lleva al camello en el
coche”. Y eso es lo que ocurre cuando llevas a la mesa de tu tertulia
política a personajes como Javier Negre o Eduardo Inda, el primero condenado por inventarse una entrevista con una mujer maltratada y el segundo actualmente investigado por acosar a los niños
de Irene Montero y Pablo Iglesias. A pesar de su largo historial de
presuntas irregularidades profesionales, ambos siguen acudiendo sin
problema a los platós de El programa de Ana Rosa y de Ya es mediodía. Inda, además, está pluriempleado y aparece regularmente en la tertulia de laSexta Noche, de Atresmedia.
Su descrédito profesional les incumbe solo a ellos. Ese es el camino
que han elegido. El problema empieza cuando las cadenas generalistas de
ámbito nacional, en principio no vinculadas al frikismo ultra, les abren
sus puertas y les ofrecen una plataforma a unos argumentos que se mueven entre la tergiversación, la demagogia o, directamente, la mentira.
El caso de Ana Rosa Quintana es paradigmático por su
manga ancha con la extrema derecha y por tener a sus espaldas una larga
trayectoria profesional jalonada de ejemplos de mala praxis. Acusada de
plagio (Planeta tuvo que retirar de las librerías su novela Sabor a hiel),
también es experta en ofrecer a sus televidentes informaciones no
contrastadas. El pasado abril, en uno de los momentos más difíciles de
la pandemia, la “reina de las mañanas” entrevistó a un empresario,
Francesc Maristany, que criticaba al Gobierno porque no le compraba sus
test de coronavirus cuando más falta hacían. Conseguirlos en el mercado
internacional era una tarea muy ardua pero ahí estaba él, dispuesto a
salvar vidas, y el Gobierno lo ignoraba.
Santiago Abascal compartió un fragmento de esta entrevista en su
cuenta de Twitter con las siguientes palabras: “Quiero felicitar a Ana
Rosa por esta entrevista, un oasis en el desierto acrítico de la gran
mayoría de medios, sometidos al Gobierno, y empeñados en ocultar o
blanquear la tragedia”. Luego se supo que Maristany ni fabricaba ni distribuía estos tests
sino que dirigía una empresa de ropa y electrodomésticos. Pero su bulo
ya había salido por televisión (en la cadena más vista de España) y
había recorrido las redes ayudando a fraguar un concepto que se gritaría
con furia en las posteriores caceroladas y manifestaciones: “Gobierno,
asesino. Gobierno, dimisión”.
Una intervención de Santiago Abascal en el programa de televisión de Ana Rosa Quintana. CAPTURA DE PANTALLA
Otra de sus informaciones más polémicas de los últimos días fue la
que narraba el asesinato de un hombre de etnia gitana en Rociana del
Condado (Huelva). Esta persona había sido vista en los alrededores de un
campo de habas y fue supuestamente disparado por el dueño de la finca,
que después se entregó a la Guardia Civil alegando que creía que le iba a
robar. La reconstrucción de los hechos emitida en El programa de AR abundaba en testimonios que aplaudían el crimen y disculpaban al presunto asesino. La propia presentadora afirmó que el homicidio podía entenderse como “legítima defensa”.
Varias asociaciones protestaron señalando que la información y los
posteriores comentarios de Quintana podían fomentar los delitos de odio
contra la comunidad gitana. Al día siguiente pidió disculpas. Cuando
difundió el bulo de los tests también se disculpó. No tiene problemas
con eso. Pero las disculpas no consiguen borrar totalmente el rastro de
un mal trabajo periodístico. Y hablamos solo de lo que son errores
objetivos, sin entrar a valorar sus amables y repetidas entrevistas a
Abascal e Isabel Díaz Ayuso.
La televisión de la desinformación destaca por dar prioridad a la opinión frente a la información. Está llena de tertulias, un formato especialmente exitoso,
y en ellas, por supuesto, se guarda el mínimo de pluralidad exigible
para no caer en la total desvergüenza. En los últimos tiempos ha sido
singularmente llamativo el fenómeno de las puertas giratorias para los expolíticos,
en su inmensa mayoría de derechas (o revelados, por fin, como tales,
como es el caso de José Luis Corcuera o Joaquín Leguina): Juan Carlos
Girauta, Cristina Cifuentes, Celia Villalobos, Manuel Cobo, José Manuel
García Margallo… Si el periodismo se guiara por la máxima de Izzy Stone
(“Todos los gobiernos mienten”), se invitaría a los políticos a los
platós para responder a preguntas, no para cederles un púlpito desde el
que seguir haciendo política activa lejos de sus escaños. Es evidente
que también se hacen entrevistas para rehabilitar a un político, no hay
más que ver las atenciones que Isabel Díaz Ayuso ha recibido en El programa de AR, pero al menos es el formato correcto y una forma de guardar las apariencias.
Obviamente, también con la información se desinforma, no solo con la opinión. Informativos Telecinco,
el programa que dirige Pedro Piqueras (no es el único caso pero sí el
más evidente por ser, además, el telediario más visto de España con
mucha diferencia), está lleno de sucesos,
la sección favorita del periodismo sensacionalista. Para este apartado
también tenía Bourdieu una tesis pertinente. Decía el sabio francés en
un juego de palabras intraducible: “Le fait-divers fait diversion” (‘Los sucesos divierten’). Divierten, atraen a la audiencia y conforman una imagen del mundo.
Hay una vieja máxima de la prensa amarilla anglosajona con la que
suelen explicar cómo eligen sus temas y qué extensión le dan: “Tetas,
perros, niños y un miembro de la familia Kennedy”. La diferente
composición y combinación de estos ingredientes puede dar lugar a un
texto breve o a un especial de varias páginas. España también ha
consumido este tipo de productos, pero entre lo picante y lo sangriento,
siempre tuvo debilidad por lo segundo. Podría decirse que el periódico El Caso desapareció por verse incapaz de competir en el terreno de la crónica negra con la televisión.
“La sangre y el sexo, el drama y el crimen siempre han vendido bien. Y
ha sido el reinado de las audiencias el que los ha devuelto a las
portadas de los periódicos, a la apertura de los telediarios, cuando
hasta hace poco estos temas, a causa de una preocupación por la
respetabilidad impuesta por el modelo de prensa seria, habían sido sido
apartados o relegados”, explicaba Bourdieu. La bestia grande y fuerte,
otra vez.
Ahora bien, es importante aclarar que eso que ocupa tantísimo tiempo en los informativos de Piqueras no es el mundo. “La elevación de los sucesos a noticias de primer rango los transforma en realidad social”, explicaba el sociólogo Laurent Mucchielli.
“Así, los sucesos no solo dan pie a un discurso sobre una violencia que
se ha hecho insoportable, sino también sobre que la violencia aumenta,
que se fortalece… Lo que, sin embargo, es tan falso como decir que los
aviones son hoy más peligrosos y se estrellan más” solo porque hay
muchas noticias de accidentes en la televisión.
El grado más perverso en el tratamiento de la información de sucesos
se alcanza cuando las mismas imágenes violentas se repiten en bucle, una
y otra vez, para conseguir un efecto de saturación. Y para ello, en el
caso español, se ha elegido un lugar predilecto: Barcelona. A fuerza de
repetir día tras día las mismas imágenes (una pelea a machetazos, el robo del reloj a un turista;
los ejemplos son reales y ocuparon todos los tramos informativos a lo
largo de varios días) podría llegar a creerse que Barcelona es una
ciudad sin ley en la que es mejor no poner un pie. Y esto, además de ser
mentira, es también una forma política de “configurar el mundo, nuestro
mundo”, como decía Lolo Rico.
Los magacines matinales usan este recurso de las imágenes en bucle
hasta la náusea. La pantalla se divide en dos, en una mitad está el
conductor o conductora del programa haciendo una conexión con el enviado
especial y en la otra mitad se repiten imágenes del suceso. Una y otra
vez, una y otra vez, durante minutos y más minutos de preciosa
televisión. Al cabo de varios días es posible que pienses que el mundo
es un lugar horrible y que hace falta que llegue alguien con mano dura
que pare todo esto.
Pero para convertirte en un verdadero fascista todavía hay que dar un
paso más. Cuando te den a elegir entre dos informaciones, una veraz y
otra a todas luces falsa, debes elegir voluntariamente la segunda. Has
de tomar partido por la mentira, sabiendo que es mentira, y hacerlo sin
que eso te importe ni te impida compartirla. Parece algo irracional pero
funcionó en la campaña del Brexit en el Reino Unido, funcionó con Trump
en EEUU y funcionó con Bolsonaro en Brasil. También puedes intoxicarte
voluntariamente con determinados personajes que encontrarás en la red,
pero también en la televisión. No tiene pérdida.
Fuente → lamarea.com
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