
¿Es un comunismo refundado la salida a la crisis global que sucederá a
la pandemia? Hace unas semanas el filósofo esloveno Slavoj Žižek puso
esta provocadora idea sobre la mesa a la vez que anunciaba que en la
segunda semana de confinamiento había escrito un libro de 120 páginas, ‘Pandemic!’,
sobre el mundo que emergerá tras la Covid-19. El libro ha salido a la
venta recientemente –previamente habían circulado fragmentos y Žižek
había concedido bastantes entrevistas–. A partir de su lectura hemos
identificado algunas ideas fuerza en las que nos gustaría profundizar.
Una de ellas es si el comunismo sigue siendo un proyecto vigente que
ofrece alternativas a un mundo inmerso en problemas de escala
planetaria, como el cambio climático, la desigualdad o las migraciones.
La segunda, es el papel de los Estados-nación en este nuevo orden
mundial post crisis.
Jamás en la historia han existido tan numerosas y densas concentraciones de obreros industriales como hoy
Es llamativo que sea Žižek quien proponga un comunismo refundado en
el actual contexto de emergencia sanitaria ya que ha sido una de las
voces más críticas con los sistemas de socialismo de Estado, sobre todo
con el que él vivió en primera persona en la antigua Yugoslavia. Durante
dos décadas, a través de escritos, entrevistas y conferencias, se ha
esforzado en demostrar el fracaso de un sistema en el que, con la
perspectiva del tiempo, otros pensadores sí han sido capaces de ver un
legado que debería ser puesto en valor en muchos aspectos.
Hace dos años, en La vigencia del manifiesto comunista,
Žižek planteó que la revolución que anunciaron Marx y Engels no era
posible porque la clase obrera, tal y como la había concebido el
marxismo clásico, había dejado de ser el motor fundamental de la
producción y el elemento generador de valor. Nos señalaba entonces que,
al no darse las condiciones de partida del diagnóstico, su posible
realización se colocaba en un horizonte inalcanzable.
Mirada global
En primer lugar, sin embargo, hay que considerar que el Manifiesto comunista
fue escrito en un contexto totalmente distinto al del siglo XXI, donde
las desigualdades apuntadas se producen con fórmulas más sofisticadas y a
escala planetaria. De hecho, Marx y Engels constataron en vida que
algunos aspectos habían quedado obsoletos en su obra. Por ejemplo, los
partidos obreros que mencionaba el Manifiesto Comunista ya no
existían unos años después. Sin embargo, tanto entonces como ahora, los
grandes principios siguen vigentes. Como el hecho que los comunistas no
defiendan intereses particulares distintos de los del conjunto de la
clase trabajadora. Una idea que supone un rechazo del corporativismo y
del sectarismo, y que contiene la semilla de todas las políticas
unitarias de las izquierdas. El paradigma de la lucha de clases es
igualmente actual, pero, justamente hay que leerlo en el marco de la economía-mundo, de la globalización. Y esto es algo que Žižek no consideró, así como tampoco otras cuestiones del Manifiesto comunista
que se apresuró a dar por superadas, como la vigencia del patriarcado o
el reconocimiento de los derechos de las minorías sexuales, que como
demuestran los movimientos feminista y LGTBI, siguen plenamente
vigentes.
Los críticos posmodernos del marxismo se han apresurado a declarar la “desaparición del proletariado”…
cuando, en realidad, jamás en la historia han existido tan numerosas y
densas concentraciones de obreros industriales como hoy. Que el centro
de gravedad de tales concentraciones se haya desplazado al continente
asiático nos dice que la clase trabajadora ha cambiado de semblante.
Pero sobre todo pone de relieve que su programa de tránsito al
socialismo requiere una gobernanza transformadora supranacional. Žižek
afirma que no es posible alcanzar la solidaridad entre los distintos
grupos de explotados del siglo XXI. Pero creemos que justamente son las
herramientas de la globalización las que pueden facilitarlo. Una prueba
de ello es el movimiento feminista, que ha conseguido movilizarse a
escala planetaria a pesar de las aparentes diferencias que puedan tener
las reivindicaciones de las mujeres de Europa, América Latina o el
subcontinente asiático.
¿De qué hablamos?
Al plantear un comunismo refundado habría que definir también de qué
hablamos exactamente. ¿De la antigua URSS? ¿De China? Está muy en boga
hablar de “modelos” para radiografiar a sus regímenes. La
expresión, sin embargo, es equívoca. Sugiere un diseño, una idea
preconcebida, cuando en realidad, al hablar de tales experiencias,
deberíamos entender que supusieron para sus propios actores un curso
imprevisto de acontecimientos –sobre los que hubo ulteriores e
interesadas mistificaciones–. Los propios bolcheviques nunca creyeron en
la posibilidad de un desarrollo socialista en un solo país. Ni siquiera
pensaron que su gobierno pudiera sobrevivir sin el concurso de la clase
trabajadora alemana. Sin embargo, el aislamiento de la revolución rusa,
el atraso secular del país y la devastación provocada por la
intervención de las potencias y la guerra civil, determinaron el
crecimiento imparable de una burocracia que tomó rápidamente conciencia
de sus propios intereses, se adueñó del Estado y concibió una teoría
destinada a legitimar su poder. La historia del siglo XX –y la del
movimiento obrero internacional– han quedado profundamente marcadas por
el destino de la URSS.
Los propios bolcheviques nunca creyeron en la posibilidad de un desarrollo socialista en un solo país
En cierto modo, la izquierda todavía no ha asimilado las múltiples
enseñanzas de aquellos acontecimientos. Pero dos conclusiones parecen,
cuando menos, irrefutables. Una es que el desarrollo mundial de las
fuerzas productivas y la división internacional del trabajo hacen que,
en el marco de un solo Estado, el socialismo apenas pueda dar sus
primeros pasos, pero en modo alguno alcanzar su plenitud. La segunda es
que no tiene sentido reivindicar como perspectiva emancipadora lo que
fue un tremendo rodeo de la Historia, el episodio de un combate secular
por la emancipación. Se trata de aprender del pasado para abordar los
problemas del presente, no de idealizar el ayer en busca de atajos hacia
un radiante mañana.
Estado-nación
Asistiremos sin duda en el próximo período a momentos de crispación y
a tentativas de encerrar el conflicto social en el marco de los
Estados-nación. Pero el retorno a las soberanías nacionales es un
espejismo populista. La crisis de la globalización neoliberal resulta,
en última instancia, de la rebelión de las fuerzas productivas contra
las fronteras nacionales, cuando no han surgido aún instituciones
superiores capaces de gobernar esas fuerzas y ponerlas al servicio del
progreso de la humanidad. Marx no podía escribir el programa socialista
del siglo XXI. Pero nos legó un pensamiento crítico que nos permite
hacerlo concretamente.
Proponer como hace Žižek un nuevo papel para los Estados-nación,
reforzando su función, es una idea que se contradice en parte con sus
planteamientos recientes pero también con la realidad de la
globalización. La Covid-19 y otros retos, como el hambre o el cambio
climático, dejan patente que las estructuras supranacionales que propone
el federalismo son la única vía de respuesta a un mundo donde las
fronteras y el Estado-nación son un obstáculo a las soluciones. Sólo
mediante la cooperación y la superación de una estructura concebida para
el siglo XIX podemos combatir estas cuestiones, al igual que otras
igualmente importantes como el crimen organizado o el tráfico de
capitales y personas.
Esta pandemia ha puesto de relieve la fragilidad de la globalización
neoliberal. Una recesión de la economía mundial podría dislocarla por
completo. Se habla ya de una fase de “desglobalización”. Es en ese
contexto, y ante las incertidumbres que genera, en el que resurge la
idea de un retorno a las soberanías nacionales. Cabe esperar que los
movimientos populistas, que ya han enarbolado esa bandera en los últimos
años, la agiten ahora con redoblado vigor. Pero, insistimos, se trata
de un espejismo. Y, como tal, de una ilusión óptica que confiere
apariencia de proximidad al reflejo de lejanas realidades. Lo que revela
esta crisis es la contradicción entre la formidable
internacionalización de la economía, la producción y el comercio… y la
ausencia de una gobernanza a la altura de semejante potencial. Hace
mucho tiempo que los Estados-nación se han visto rebasados por esa
realidad. Y no hay marcha atrás posible. No obstante, hay dos razones,
con una importante carga de verdad, que llevan a pensar lo contrario. La
primera es que el impacto de la epidemia obliga en todas partes a la
intervención de los Estados. La segunda, que se abre una etapa de
redefinición geoestratégica.
En efecto. Frente al declive del imperio americano y la desazón de
Europa, grandes Estados como China y Rusia, pero también otras potencias
regionales, pugnan por conquistar una nueva hegemonía mundial o ampliar
su influencia. Pero no hay esperanza de progreso en el horizonte del
Estado-nación. Es imposible desandar siglos de desarrollo histórico.
Cualquier tentativa en ese sentido está condenada de antemano al
fracaso. No cabe un repliegue nacional que no suponga una amenaza para
la democracia. La imperiosa necesidad de comprimir los conflictos de
clase comporta regresión social y degradación de las instituciones
representativas. El sueño de una segunda juventud del Estado nación
contiene la semilla del autoritarismo, e incluso del neofascismo y la
guerra.
Refundaciones
No es una casualidad que las “refundaciones” suelan tener un tono un
tanto doctrinario. Como si ya hubiésemos dado con la poción mágica, pero
–no se sabe muy bien por qué– hubiésemos extraviado la fórmula. Parece
más riguroso y materialista considerar la experiencia del movimiento
obrero, los partidos y sindicatos que ha levantado, sus gestas y sus
fracasos, como etapas y tanteos de un proceso histórico. El capitalismo
ha tardado siglos en alcanzar el desarrollo que hoy conocemos y subyugar
al conjunto de la humanidad. Nada dice que el socialismo tenga que
consumir el mismo tiempo. Pero, desde luego, no será de la noche a la
mañana, ni sin requerir nuevos y grandiosos esfuerzos.
China y Rusia, pero también otras potencias regionales, pugnan por conquistar una nueva hegemonía mundial o ampliar su influencia
Una “rehabilitación del comunismo” confusa e inconcreta puede cruzarse, además, con un inquietante air du temps.
Los métodos de gobierno de la autocracia de Pekín empiezan a fascinar a
una parte de la opinión pública: los éxitos en la contención de la
epidemia demostrarían la superioridad del autoritarismo asiático, con su
avanzada tecnología de control de masas, sobre las democracias
liberales occidentales. Pero hay trampa en esa aseveración. En realidad,
a lo largo de las últimas décadas, el régimen chino no ha hecho sino
facilitar el avance impetuoso del capitalismo. Un desarrollo que arrasa
ecosistemas y propicia la aparición de nuevas epidemias que se propagan a
escala planetaria. El régimen dictatorial de Xi Jinping se ha mostrado
eficaz a la hora de movilizar los recursos del Estado ante una
emergencia sanitaria. Bajo la férula de la burocracia, sin embargo, no
prospera la crítica de la ecología política, ni son bien recibidos los
tempranos avisos de los científicos. La disyuntiva que se nos plantea no
es la de escoger entre eficientes dictaduras y torpes democracias.
Porque no se trata tanto de gestionar catástrofes como de prevenirlas y
evitarlas. Y eso exige una gobernanza compleja y participativa a todos
los niveles, una movilización de la inteligencia colectiva y del
potencial creativo de la sociedad al servicio del progreso general.
La emancipación de la clase trabajadora será la obra de la misma
clase trabajadora, del triunfo de su espíritu de cooperación. El
horizonte socialista se confunde con el de una gobernanza democrática
del enorme potencial material y cultural acumulado por la humanidad.
Ante esa perspectiva, la idea misma de un “comunismo nacional” se antoja
una sombría caricatura.
Pronósticos arriesgados
Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos. Sabemos
qué cuestan las cosas pero no lo que valen. Era lo que nos recordaba
Tony Judt en Algo va mal, un texto de 2010 en el que hacía una
acérrima defensa de lo público, de aquello que sólo es posible gracias
al esfuerzo colectivo y que está al servicio de toda la ciudadanía. La
sanidad, la educación, el transporte público, cuestiones que permiten
luchar contra la desigualdad y que todas las personas, más allá de sus
ingresos individuales, tengan una vida digna. Alertaba sobre la
creciente obsesión por la creación de riqueza pero también se preguntaba
por qué nos mostrábamos tan seguros de que no se avecinaban
“inundaciones”. Esta pandemia global es una de esas inundaciones, un
reto inesperado que nos pone de nuevo frente al espejo: hemos dejado que
el estilo de vida egoísta se imponga en vez de buscar el bienestar
colectivo.
En estos momentos es arriesgado proponer fórmulas y hacer
pronósticos, pero es probable que salgamos de la pandemia para
adentrarnos en una recesión de la economía mundial. Será una fase de
áspera lucha de clases, de convulsiones sociales y políticas. Una fase
llena de bifurcaciones, de alternativas en disputa. Sería iluso pensar
que alguna salida progresista pueda surgir automáticamente, sin un
periodo de transición, como sugiere Pandemic!. Aunque
coincidimos con Žižek en que en la búsqueda de la supervivencia, el
ser humano no puede olvidarse de la necesidad del cambio y de imaginar
un mundo mejor. Y en que renunciar a la lucha por salvar vidas, porque
el virus se ha cebado en las personas mayores y más débiles, sería un
equivalente a abandonarnos a la barbarie.
El marxismo no es, desde luego, un arte adivinatorio. El análisis
permite identificar grandes tendencias. Pero difícilmente los ritmos o
el orden de los acontecimientos. Tenemos una larga experiencia de
pronósticos fallidos. La vida siempre acaba dibujando situaciones
híbridas y más complejas de lo que es capaz de concebir nuestra
imaginación. “La teoría es gris, pero el árbol de la vida permanece
eternamente verde”, decía Goethe. Toca, pues, ser humildes en las
previsiones. Aunque sí podemos intuir que lo que se nos viene encima
puede ser un reto de grandes proporciones. Por eso se ha vuelto tan
importante para la izquierda recuperar el debate sobre su horizonte
estratégico que debería seguir teniendo como referencia la construcción
de un proyecto universal de justicia social.
Fuente → ctxt.es
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