Nadie se salva solo ni nos salvamos sin salvar la naturaleza a la que no dejamos de pertenecer
En recuerdo de Koldo Méndez Gallego,
compañero leal y luchador incansable,
de cuya muerte tuve noticia cuando escribía estas páginas.
Me persigue como una sombra ese título de un magnífico libro de Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas. Así viene siendo en los días del confinamiento al que nos vemos obligados para frenar la pandemia causada por la Covid-19, nombre neutro con el que ha pasado a conocerse el coronavirus que tan de sorpresa nos ha pillado con la enfermedad globalizada que tanta muerte y desolación está causando en todo el planeta. Y, como digo, me persigue esa impactante fórmula literaria del escritor argentino porque en el relato colectivo que apresuradamente entre todos vamos tejiendo son dos las figuras que destacan: los muertos, que al escribir estas líneas pasan de catorce mil en nuestro país, y, ciertamente, las decenas de miles de héroes y heroínas, desde personal sanitario hasta empleadas y empleados del sector de alimentación, pasando por todos los profesionales de las llamadas “actividades esenciales” para sostener nuestras vidas, que con su trabajo y poniendo en riesgo su salud y la propia vida prestan servicios indispensables para una sociedad como la nuestra, sumida en la catástrofe.
Resistencia con interrogantes
La frialdad de la estadística que permite el cómputo diario de fallecimientos a causa del coronavirus –descontamos los fallos de un recuento total más que dudoso– queda atrás cuando, del número de víctimas de cada día, saltan una o algunas cuyo nombre nos llega identificando a algún familiar, a un amigo o a algún compañero. Nos asalta entonces la mala conciencia del superviviente que conoce las condiciones de quienes ven truncadas sus vidas por enfermedad que para ellos fue letal, teniendo que emprender el último viaje en machadiana desnudez incrementada por una terrible soledad, para evitar contagios, sólo mitigada por la mano y la palabra amables del enfermero o enfermera cuya heroicidad se agiganta en esa acción cargada de humanidad que es acompañar a quien deja este mundo sin el calor de sus “seres queridos”.
Estos días, cuando nos vemos ante una trágica ausencia de rituales de despedida y duelo, a falta de más atinadas palabras hablamos con frecuencia precisamente de “seres queridos” para referirnos ya a los que fallecen a causa del coronavirus, ya a los que quedamos afectados por su definitiva ausencia. Es verdad que normalmente con “seres queridos” abarcamos a familiares y amigos, pero nada impide, y menos en tiempo de gran mortandad por pandemia, ampliar el círculo de “seres queridos” a tantos hombres y mujeres, sea cual sea su edad y condición, que, por un lado, mueren en muy duras circunstancias o que, por otro, viven esas muertes de otros sin el consuelo de un elemental “rito de paso”. Basta que la sensibilidad solidaria y la imaginación fraterna hagan ese ejercicio de humanidad para que veamos y rechacemos como inhumano el afrontar la pandemia que nos acosa bajo los parámetros darwinistas de la lucha por la vida para la supervivencia del más apto. Esa sensibilidad y esa imaginación es la que en algunos casos, y no sin provocar un justificado escándalo, se echa en falta cuando gobernantes un tanto despiadados –así han sido Johnson, Trump o Bolsonaro– toman el número de decesos como inevitable peaje en una situación en la que ponen como prioridad salvar el balance de beneficios o la cuota de mercado. Incluso un líder como Mark Rutte, primer ministro holandés –¡ay, esos Países Bajos que desde los tiempos de Erasmo y Spinoza fueron espacio de libertad!–, criticando las medidas de España para salvar también vidas de ancianos, tuvo unas palabras muy desafortunadas que nos pusieron en guardia contra la deshumanización que también acecha en una “Europa desalmada”. Contra tal socialdarwinismo, se impone el deber moral y la responsabilidad política de cuidarnos unos a otros justamente como “seres queridos”, esto es, no desechables, lo que a buen seguro será lo que nos humanice a los vivos mortales que somos.
Es duro bregar contra la pandemia, pero no es tarea que haya que abordar bajo el paradigma de la “guerra”. Así lo han advertido, por ejemplo, Santiago Alba y Yayo Herrero, dado que dicha metaforización bélica del desastre conlleva una antropomorfización de un factor patógeno, contagioso para todos y mortal para muchos, que desenfoca los modos para enfrentarse a la misma, con riesgo constatable de indeseable militarización de las actuaciones, como bien ha señalado el analista Josep Ramoneda. Se trata, verdaderamente, de una tarea ímproba que el personal sanitario lleva a cabo hasta el punto de reconocérsele una heroicidad que se sitúa en primer plano. Su buen hacer y su entrega sin límites a innumerables pacientes, y con carencia de recursos debida, no sólo a lo imprevisto de la pandemia, sino al descuido de una sanidad pública que en los tiempos neoliberales precedentes se vio muy recortada en múltiples rubros, es actividad en la que se encarna con especial fuerza la actitud de resistencia ante la adversidad de toda una sociedad.
El mismo 'resistir es vencer' significa un deseo, supone una apuesta de implicación personal y, en estos casos, colectiva; pero no garantiza nada
Sin duda, el resistir es primordial compromiso de individuos y sociedad en una crisis sanitaria de máxima dureza, en la cual se sienten a la vez la crisis económica y la crisis social que con ella se gestan. El “resistiré” de la popular canción inesperadamente convertida en una especie de himno colectivo funciona como expresión de apoyo a enfermos, de reconocimiento a trabajadoras y trabajadores implicados en “actividades esenciales”, de ánimo a todas las personas recluidas en sus domicilios y de impulso para la cohesión social. Si en las múltiples versiones que se han multiplicado de dicha canción resuenan los ecos de aquel dicho de Juan Negrín, presidente de la II República, cuando en plena Guerra Civil, proclamó que “resistir es vencer” –mediado por el discurso de Camilo José Cela al recibir el Premio Príncipe de Asturias en 1987, en el que lo recogió hablando de que “resistir es ganar”–, todo ello requiere algunas matizaciones añadidas a poco que la reflexión se detenga en tal punto. El mismo “resistir es vencer” significa un deseo, supone una apuesta de implicación personal y, en estos casos, colectiva; pero no garantiza nada, como desgraciadamente se confirmó con la derrota de la República por las fuerzas golpistas encabezadas por el general Franco, y como, por lo que ahora nos toca de cerca, se evidencia infortunadamente en quienes, aun resistiendo con todas sus fuerzas, ven sus vidas arrebatadas por la muerte. No obstante, otorgando el recuerdo que merecen a quienes fallecen como víctimas de esta pandemia, más motivos se añaden con ello a un resistir que ha de conducir a sobreponerse a ella en la reconstrucción que siga a este momento dramático de héroes y tumbas.
Con todo, viviendo la desconcertante experiencia de una pandemia global que afecta a todos –bien es cierto que en cada sociedad y en cada continente no a todos por igual: la enfermedad causada por el Covid-19 es, como tantas, “enfermedad de la desigualdad”, como bien analizaba Judith Butler en estas páginas–, no podemos dejar de tener presente que ni los muertos tenían vocación de mártires, ni los protagonistas de un reconocido comportamiento heroico tenían pretensión alguna de recibir los laureles tras la batalla. En una sociedad que creíamos posheroica porque en ella, como analizó hace años Michael Ignatieff, ya no se rinden honores a guerreros, pues hasta las guerras de verdad o están también entregadas a oscuros ejércitos privados o se quieren virtuales, el heroísmo ahora aclamado es el de la entrega cívica a sus conciudadanos en el cuidado de sus vidas presentando cara a la muerte. La sociedad de los “tiempos líquidos” del sociólogo Zygmunt Bauman –¿qué estaría diciendo ahora de este acontecimiento?– ha visto bloqueados de golpe sus flujos para encontrarse como una “sociedad sitiada”, mas con la antes inimaginable situación de millones y millones de ciudadanos recluidos en sus casas como la más pacífica y eficaz forma de lucha contra un virus expansivo a pesar de tantos muros, a la postre inútiles. ¿Qué más hacer en ese singular modo de resistencia? ¿Con qué finalidad exactamente? ¿Mediante qué estrategia? ¿Bajo qué horizonte –pues no es razonable que éste fuera volver a esa “normalidad” anterior que tantos elementos presentaba ya de patología civilizacional?–. Sin horizonte –lo confesaba un atribulado Alain Touraine–, y con las coordenadas muy quebradas, bien necesitaríamos un redivivo Maimónides que nos pusiera al día una nueva Guía de perplejos. Si difícil es frenar la pandemia neutralizando al coronavirus, no será nada fácil la reconstrucción posterior de un mundo muy alterado con innumerables vidas dañadas.
Una “política de la vida” radicalmente democrática
¿Hacia dónde, en qué dirección, habrá que conducir la reconstrucción que siga a la destrucción económica y a los daños sociales desencadenados por la paralización de la vida colectiva, y el confinamiento de las personas, a que ha obligado la pandemia? ¿Qué “normalidad” se querrá recuperar? Son cuestiones cruciales respecto a las cuales hay que esbozar una respuesta desde el mismo enfrentarse al coronavirus tal como está ocurriendo. Nuestro mundo va a cambiar, en el sentido que sea, pero no va a nacer de cero –nunca es así en las historias de la humanidad–. Por ello, es imperioso “pensar la pandemia”, como con acierto plantea el profesor Antonio Campillo desde la filosofía, para, aun en medio de esta blochiana “oscuridad del momento vivido”, sobreponernos a la abrumadora circunstancia de un horizonte que se ha desvanecido y así desbrozar los caminos de lo viable a tenor de la posibilidad real a la que debamos abrir paso.
Al pensar el mundo que podamos tener y la humanidad que en el futuro queramos ser en esta Tierra que es casa común en la que habitamos, por fuerza hay que considerar el mundo que hasta el presente hemos construido y la realidad de nuestra condición humana, a la vista de cómo la hemos desplegado. Nuestro mundo, con todos los avances logrados en una historia que hemos apreciado en términos de progreso, ha llegado a generar, sin embargo, mucha exclusión, elevadas cotas de desigualdad, políticas sometidas a irracionales dinámicas económicas y, en definitiva, un desarrollo cuyo reverso ecocida hoy se ve señalado también por una pandemia que nuestra imaginación no deja de apreciar como venganza de una naturaleza que se rebela indómita ante nuestra arrogancia tecnológica. Nuestro mundo alberga sociedades con culturas diferentes, resultado de historias diversas, pero, aun con estructuras asimétricas, se ha visto unificado, sobre todo como gran mercado, quedando sociedades e individuos sometidos a un paradigma neoliberal que ha sido dominante desde hace décadas y que ahora deja sus grietas a la vista de todas las miradas. El problema ulterior será que no van a faltar quienes quieran restaurarlo en su hegemonía. Los individuos, en la medida en que cada cual lo haya conocido, nos hemos visto metidos en una vorágine de consumo, de competitividad y de individualismo que, sin negar las cotas de libertad disfrutadas por quienes hayamos podido hacerlo, han llevado nuestras vidas enajenadas a manos de poderes que, cuando no ejercen un descarado dominio, exigen sutiles formas de sumisión.
Es justamente el volcarnos sobre la vida y su cuidado, nuestras vidas y la vida en común desde los cuerpos que somos, lo que señala el camino a recorrer
Es desde ese mundo y esas realidades socioculturales y antropológicas desde donde hemos de emprender la travesía que nos saque del “tiempo de oscuridad”, dicho arendtianamente, en el que abruptamente nos hemos encontrado. Para ello es justamente el volcarnos sobre la vida y su cuidado, nuestras vidas y la vida en común desde los cuerpos que somos, lo que señala el camino que es necesario recorrer. Que la vida, confrontada con la muerte, haya sido redescubierta en dimensiones antes no contempladas, la sitúa como insoslayable punto de mediación entre el mundo que construimos y las existencias en que nos vivimos. De ahí que, políticamente, la “política de la vida” se convierta en eje de la acción a emprender desde las instituciones del Estado y en ámbitos supraestatales, como por fuerza ha de ser en un mundo que tiene globalizada la enfermedad y que no puede acometer la necesaria globalización de la salubridad en un futuro de fronteras cerradas a cal y canto.
Como bien sabemos –nos lo enseñó Foucault–, esa “política de la vida” que se conoce y reconoce como biopolítica no es cosa recién nacida. Viene de mucho tiempo atrás, suponiendo en su origen cambios importantes en los modos y procesos de lo político –implicando transmutaciones fuertes en lo que a la soberanía se refiere, de las cuales no se han extraído aún todas las consecuencias–. Hubo incluso formas malignas, maléficamente perversas de biopolítica, como la que supuso la política sobre la vida que aplicó el nazismo, hasta llegar a la aniquilación de millones de vidas humanas en campos de exterminio. Ha habido, por contra y por fortuna, formas benéficas de biopolítica, entre las que podemos contar las instauradas donde algún Estado de bienestar haya podido construirse, aunque sea con las limitaciones de unas pautas e instituciones gubernamentales no exentas de vicios no democráticos que lastran lo que debe ser una política de la vida. Por ello, cuando ahonda en tales procesos, Roberto Esposito concluye en la necesidad de una biopolítica cabalmente democrática. Cuando no es así, el biopoder se desliza hacia la tanatopolítica o hacia el modo de la necropolítica que denuncia Achille Mbembe.
En los días en que estamos, la política ha acrecentado su perfil biopolítico, de manera que a la reglamentación que nos vemos obligados a asumir respecto a nuestras vidas, con el fin de cuidar la propia y proteger las ajenas, se añaden otros componentes que destacan sobremanera. Uno de ellos es el papel públicamente ganado por los expertos, desde profesionales de la sanidad hasta científicos de renombre, lo cual ha traído un importante caudal de necesario conocimiento tanto a las instituciones como a la opinión pública. Eso es importante y merece ser valorado muy positivamente. No obstante, hay que equilibrar la balanza subrayando la imprescindible tarea política de implementar las medidas sanitarias y sociales necesarias para recoger las mismas indicaciones científicas sobre la pandemia –teniendo en cuenta, por cierto, que lógicamente no son en todo unánimes–, acometiéndola con lo que supone de procedimientos democráticos de decisión y de control. Terreno sensible es el de la información, donde hemos apreciado errores y déficits en distintas instancias políticas que se compadecen mal con la transparencia que se proclama y lo que exige el trato que demanda una ciudadanía adulta.
Una biopolítica tan explícitamente implementada cuenta, por otra parte, con el apoyo que le brinda el redescubrimiento social de “lo común” y la revalorización política del bien común que es la misma salud pública como objetivo de una sanidad que es patrimonio colectivo, la cual ha de ser rescatada de las penurias a las que la condujo la malhadada querencia neoliberal hacia recortes y privatizaciones cuyo coste humano estamos pagando en estas fechas críticas. Es, a la vez, desde esa misma experiencia como aparece insoslayable la necesidad de conjugar la “ética del cuidado”, la que moviliza una política de la vida asumida por personas e instituciones, con una “ética la de justicia” que exige trato justo para todos respecto a unas vidas que, además de ver considerada la supervivencia y el buen hacer médico para recobrar la salud ante la enfermedad, aspiran a condiciones de vida digna para cada cual. El filósofo Habermas ha puesto en ello el acento como punto crucial de esa sabiduría ética que hemos de mantener a flote incluso reconociendo déficits de nuestros saberes ante lo que se nos ha revelado como desconocido. Digamos, después de todo, que “cuidar-nos” es, por nuestras vidas y la vida en común, un imperativo de justicia.
Común-ismo o barbarie. Alternativas de una biopolítica republicana
El redescubrimiento de “lo común”, al hilo de una situación en la que desde nuestra humanidad compartida tenemos la experiencia de nuestra vulnerabilidad –Antonio Diéguez, filósofo de la ciencia, ha hecho hincapié en cómo la experiencia de esa vulnerabilidad obliga, por si alguien no lo tuvo en cuenta, a reconocer que somos mortales, poniendo en solfa los delirios de inmortalidad que algunos han sostenido bajo el rótulo de “transhumanismo”–, nos ha llevado a reganar la noción de bien común, a la vez que a resituar lo político en torno a ello, de forma que las cuestiones de justicia no se pueden retener ya solo en marcos procedimentales. De la misma manera, se ha visto que la responsabilidad política no puede quedar circunscrita a la órbita de las instituciones y a quienes desempeñan en ellas cargos públicos; la responsabilidad incumbe también a la ciudadanía, llamada así de nuevo, desde los planos personal y social, a un ejercicio de virtud cívica al que nos vemos convocados. Las redes de solidaridad social que desde ahí se anudan son el telón de fondo desde el que los derechos de participación de la ciudadanía en los asuntos que le incumben se afirman con más fuerza.
La responsabilidad incumbe también a la ciudadanía, llamada así de nuevo, desde los planos personal y social, a un ejercicio de virtud cívica
Todo ello hace pensar que, si de biopolítica democrática se trata, ésta ha de declinarse como biopolítica republicana, entendiendo lo republicano como una radicalización de la democracia en términos participativos consonante con los planteamientos y comportamientos aludidos. Es más, lo republicano no sólo tiene que ver con cómo transcurra la vida política o cómo se decidan y ejecuten las políticas públicas; tiene que ver con una renovada configuración de lo político como espacio de la vida en común en el que se consagra, ejerce y defiende nuestra libertad como factor constituyente de humanidad. Siguiendo a Arendt, y sin menosprecio de los logros liberales en cuanto a derechos civiles, habrá que decir, sin embargo, que, para una concepción republicana de lo político, la democracia no es meramente instrumental al servicio de la sociedad civil y de individuos cuyos derechos el Estado debe encargarse de que se protejan, sino que la democracia tiene un valor en sí en tanto que la reclama la dignidad de esos individuos que se autorreconocen como sujetos de derechos que han de ejercer. Si eso es así también en lo que respecta al “cuidado de la vida”, está claro el porqué de una biopolítica que ha de realizarse en clave republicana –lo cual, de camino, conviniendo con Daniel Innerarity, dejará atrás devaneos populistas que tan inservibles se han mostrado–.
Tal biopolítica es la que se enfrenta actualmente a alternativas que, una vez desmontados falsos dilemas al modo de “el Capital (mercado, beneficios…) o la vida”, se nos presentan en este momento como disyuntivas entre cuyos términos hemos de elegir. De la elección que colectivamente hagamos depende nuestro futuro. El acontecimiento que la pandemia supone no lleva en sí mismo grabado un destino que se siga de él. Lo que sí comporta es la exigencia insoslayable de decidir hacia dónde nos decantamos. En ese sentido, es verdad que se añade a otros acontecimientos precedentes de impacto global y fuerte influencia en nuestras vidas, aunque éste, tras los atentados del 11S en 2001 y tras la crisis financiera desatada en 2008, como ha señalado el filósofo Fernando Broncano, tiene una potencia aún mayor de incidencia en los procesos de nuestra realidad global.
Puestos a hablar de alternativas, es Žižek quien ha presentado al respecto una fórmula tan rotunda como abarcante. Son de todos conocidos su querencia a epatar, sus modos estridentes, su adicción a la polémica y ese estilo propio que a muchos lleva a descalificar su pensamiento como superficial, si no frívolo. Vale; nadie es perfecto, ni entre los filósofos. Pero tomemos en consideración su enunciado sobre “comunismo o barbarie”, que bien puede verse como reciclaje de aquel de Rosa Luxemburg de “socialismo o barbarie” en otros momentos críticos para Europa. Me voy a permitir, según obligado principio de caridad, entender dicha alternativa como derivada de esa toma de conciencia ya comentada respecto a “lo común”, saliendo en defensa de lo que es proponer un nuevo abordaje de nuestros graves problemas desde ese prisma, como apuesta por un nuevo “común-ismo” cuya propuesta no comporta vínculo alguno con realizaciones soviéticas –o del “comunismo confuciano” chino–. Siendo así, al contraponerlo a la barbarie (democida, ecocida, homicida…) que se seguiría si todo continúa bajo las pautas del capitalismo que conocemos, se está interpelando respecto a una elección, no se está diciendo que lo que salga de esta crisis es indefectible puesta en marcha de un proyecto comunista. Sorprende que otro filósofo como Byung-Chul Han interprete al esloveno de la forma tan simplista que lo ha hecho, por más que él tenga razones para pensar que la actual crisis sanitaria y sus derivadas no nos sacarán del capitalismo –y que no deje de sorprender que a la vez sostenga la necesidad de una “revolución humana” a raíz de la crisis en la que estamos inmersos–.
Es cierto, no hemos de ser ingenuos respecto a que, saliendo de la crisis sanitaria, al remontar la económica y social que de ella se derivan, se va a producir tal cambio que el capitalismo del que venimos quede del todo atrás. Vale parafrasear a Fredric Jameson diciendo que es más fácil imaginar el fin de la pandemia que el fin del capitalismo. El también esloveno Srecko Horvat ha vaticinado que el capitalismo se anticipará a la nueva biopolítica del siglo XXI, lo cual, para enfriar ilusiones, se ve reforzado por un Alain Badiou que se inclina por pensar que no habrá consecuencias políticas significativas de todo esto, pues, pasada la tormenta, de nuevo se impondrán los intereses particulares de las oligarquías dominantes al interés general tan ensalzado en la fase aguda de la crisis.
Si tomamos como referencia el lema 'Libertad, igualdad y fraternidad', tenemos pistas de los caminos por donde puede transitar la biopolítica que se busca
Si nos preguntamos, al modo de Yuval Harari, cómo saldremos del actual trance, por nuestra parte podemos decir que afrontando y resolviendo, contra toda resignación, alternativas como éstas: optando a favor de la prioridad de la vida frente a los requerimientos del capital –realzando el derecho a la vida como fuente del “derecho a tener derechos” invocado por Arendt–; decantándonos a favor de “lo común” frente a lo particular –replanteando la versión liberal del antagonismo público/privado-; promoviendo la articulación de las interdependencias frente a excluyentes e insostenibles independencias –implica reformular las soberanías–; trabajando por la interrelación simétrica, es decir, justa –anticlasista, antipatriarcal, antirracista, anticolonial–, frente a viejas formas del poder como dominio; eligiendo un modo de vida en el que la naturaleza no sea reducida a objeto de esquilmación, sino tratada como Tierra de recursos limitados en la que habitamos; y exigiendo una Unión Europea solidaria que deje de ser la “Europa sacrificial” que, por salvar el euro, pone en el altar de la banca y ante los sacerdotes del poder todo lo que haya que inmolar, desde las vidas de inmigrantes y refugiados hasta el futuro de los países otrora llamados PIGS.
Si tomamos como referencia un lema fundacional del republicanismo moderno como el de “Libertad, igualdad y fraternidad”, tenemos pistas clarificadoras de los caminos por donde puede transitar la biopolítica que se busca. Con la libertad como referencia hay que subrayar cómo es insoslayable defender libertades públicas y libertades de los individuos simultáneamente, responsabilizándonos en cada caso por la libertad de los otros –herencia levinasiana– para ahuyentar todo privilegio. Eso significa no hacer concesiones a tentación autoritaria alguna –sería engrasar los neofascismos que están al acecho–, como la que puede darse por vía de control telemático de la población a base de seguimiento de huellas digitales y manejo de big data al servicio del poder de turno; recusación, pues, de lo que apunte a Estado policial digital. Respecto a igualdad, hay que enfatizar que la biopolítica, partiendo de la finitud de nuestra condición y la fragilidad de nuestra corporalidad, ha de tener como premisa ontológica la igualdad de todos los humanos –no hay humanos “más humanos” que otros–, base para exigencias y objetivos de igualdad de trato, igualdad de oportunidades, igualdad de acceso, igualdad de género e igualdad social... Y a partir de ahí, reconocimiento de legítimas diferencias. Si, en tercer lugar, hablamos de fraternidad, y con ella de ese tejer vínculos entre iguales, en relaciones interpersonales y sociales, sembrando semillas de solidaridad y potenciando capacidades comunes y habilidades al servicio de la comunidad, entonces estaremos reforzando desde una biopolítica republicana las condiciones para exigencias de justicia, a la vez que podemos apuntar, de la mano de Derrida, a lo que mira más allá de la justicia “con fuerza de ley”: es la gratuidad, el don, en el cual la dignidad de la que somos portadores se expande en lo que no tiene precio –como es la vida misma–.
Con todo, y como observación final, diremos, con unas gotas de escepticismo anticínico, que si la condición humana es la que es, y aun después de catástrofes vuelve a las andadas –la humanidad lo sabe desde hace milenios, como nos dice el relato del diluvio universal en el Génesis bíblico–, tenemos por delante la tarea pendiente de plasmar en objetivaciones institucionales y normas legales de diferente alcance todo aquello que supongan logros humanizadores que debamos sedimentar. Nadie se salva solo ni nos salvamos sin salvar la naturaleza a la que no dejamos de pertenecer. No lo haremos sin alguna meta utópica, como la ahora reformulada por el jurista italiano Luigi Ferrajoli en los términos de una “Constitución de la Tierra”. Puede parecer lejana, pero permitámonos contradecir en este aquí y ahora al Sánchez Ferlosio de “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos”: ojalá consigamos que este año malo nos haga más solidariamente lúcidos. Terminaré volviendo a Sábato, que en la obra citada como frontispicio de estas reflexiones comenta, hacia el final de la misma, el vínculo que une a las palabras “luz y esperanza”. Es lo que debe emerger en anamnética trascendencia sobre héroes y tumbas.
Fuente → ctxt.es
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