En un Estado donde es conculcado el derecho a la elección es una bocanada de oxígeno que personas que están en el Gobierno celebren el Día de la República
Salud y República
Ruth Toledano
Secuestrada la vida civil por el coronavirus, copados los medios de comunicación por los efectos de la pandemia, solo a trompicones en las redes sociales se ha atendido a una conmemoración tan importante en la historia de España como la del 14 de abril, Día de la República. No es que en años anteriores se le haya prestado la debida atención, pero el Covid-19 ha sido esta vez la excusa, perfecta como una tormenta. Al statu quo le conviene el inmovilismo del confinamiento. Como si la crisis sanitaria y el estado de alarma (en el que nos mantienen tanto la enfermedad como la autoridad) pudieran hacer tabula rasa de toda realidad, concepción o memoria. Como si pudieran, la muerte y la multa, extender un silencio que ya la Ley Mordaza se había encargado, previsora, de tipificar. Con honrosas excepciones y esa bochornosa oposición que hace escándalo de la razón.
En un país políticamente sano, celebrar la II República debiera ser honra nacional, dado que, más allá de preferencias personales (más o menos fachas; sumisas, todas), el modelo de Estado español era la república hasta que el fascismo acabó con ella. Ya sabemos lo que vino después de la guerra que le declararon: los asesinados, los desaparecidos, los exiliados, los represaliados, la miseria, la cárcel, la militarización, el nacionalcatolicismo, el aislacionismo, una larga dictadura. Y, después, la imposición de la monarquía como herencia del dictador, la monarquía como sucesora que preserva los privilegios de quienes ganaron con el fascismo, de quienes hicieron fortuna económica apoyando al Régimen franquista, de quienes se convirtieron en grandes familias con el pago nobiliario de favores, de los terratenientes, los oligarcas y los obispos con quienes se hizo rica la propia familia Franco. En esa escuela de prebendas y regalías de unos pocos, sostenidos por la violencia de muchos, se formó el que Franco dejaba como jefe del Estado español: Juan Carlos de Borbón. Hubo Constitución porque se aceptó esa condición, que se aceptó como quien paga un rescate: para salir del zulo de la historia.
Cuando las personas republicanas se expresan en España, los medios del statu quo (más o menos fachas; sumisos, todos) se llevan las manos a la cabeza y hacen muchísimo ruido, una escandalera que transmite la idea de que ser republicano es ser poco patriota o, cuando menos, desleal a la democracia. Hay quien va aún más lejos, hasta la falacia de que no puedes estar en el Gobierno de una monarquía parlamentaria si eres republicano. Pero esa monarquía no se somete a sufragio, por lo que tal planteamiento solo persigue, sencillamente, eliminar el republicanismo del tablero de juego político. En el régimen actual, heredero del Régimen, únicamente puedes entrar al ejercicio parlamentario bajo la jefatura del siguiente Borbón, Felipe VI, lo cual no significa que estés de acuerdo, pero sí que estás en tu derecho a un ejercicio que se ocupa de los asuntos políticos a través del sufragio. Al menos, el statu quo encuentra resistencia interna y el republicanismo, representación.
En un Estado donde es conculcado el derecho a la elección (para empezar, yo misma no voté la Constitución del 78 porque no tenía edad para hacerlo), es una bocanada de oxígeno que personas que están en el Gobierno celebren el Día de la República, por mucho que hayan tenido que ir a Zarzuela porque es obligatorio para ser vicepresidente o ser ministro o ser alcaldesa. Pablo Iglesias, Alberto Garzón o Ada Colau rindieron en sus redes justo homenaje a la República. Les honra, como honra a la memoria de quienes aspiraron a un Estado igualitario, laico, diverso, de derechos, de protección social, de educación y sanidad públicas.
Como honraría a nuestra cultura política tener siempre presente que la Constitución republicana, la de 1931, fue la primera que recogió una idea de la salud como bien común y como derecho social. La sanidad pública y universal, que hoy nos resulta imprescindible y admirable, fue concebida por vez primera en aquella II República que asesinó el fascismo. Sus herederos quisieron también acabar con esa sanidad, y casi lo logran. Lo hicieron mientras lanzaban salvas a un rey cuya gran ocupación fue la de hacerse inmensamente rico. Y asegurar a su hijo el trono que todo eso representa. Y a su nieta después. Un abusivo anacronismo que debemos denunciar sin ambages y por el que hoy, más que nunca desde hace demasiado, debe honrarnos proclamar: Salud y República.
Secuestrada la vida civil por el coronavirus, copados los medios de comunicación por los efectos de la pandemia, solo a trompicones en las redes sociales se ha atendido a una conmemoración tan importante en la historia de España como la del 14 de abril, Día de la República. No es que en años anteriores se le haya prestado la debida atención, pero el Covid-19 ha sido esta vez la excusa, perfecta como una tormenta. Al statu quo le conviene el inmovilismo del confinamiento. Como si la crisis sanitaria y el estado de alarma (en el que nos mantienen tanto la enfermedad como la autoridad) pudieran hacer tabula rasa de toda realidad, concepción o memoria. Como si pudieran, la muerte y la multa, extender un silencio que ya la Ley Mordaza se había encargado, previsora, de tipificar. Con honrosas excepciones y esa bochornosa oposición que hace escándalo de la razón.
En un país políticamente sano, celebrar la II República debiera ser honra nacional, dado que, más allá de preferencias personales (más o menos fachas; sumisas, todas), el modelo de Estado español era la república hasta que el fascismo acabó con ella. Ya sabemos lo que vino después de la guerra que le declararon: los asesinados, los desaparecidos, los exiliados, los represaliados, la miseria, la cárcel, la militarización, el nacionalcatolicismo, el aislacionismo, una larga dictadura. Y, después, la imposición de la monarquía como herencia del dictador, la monarquía como sucesora que preserva los privilegios de quienes ganaron con el fascismo, de quienes hicieron fortuna económica apoyando al Régimen franquista, de quienes se convirtieron en grandes familias con el pago nobiliario de favores, de los terratenientes, los oligarcas y los obispos con quienes se hizo rica la propia familia Franco. En esa escuela de prebendas y regalías de unos pocos, sostenidos por la violencia de muchos, se formó el que Franco dejaba como jefe del Estado español: Juan Carlos de Borbón. Hubo Constitución porque se aceptó esa condición, que se aceptó como quien paga un rescate: para salir del zulo de la historia.
Cuando las personas republicanas se expresan en España, los medios del statu quo (más o menos fachas; sumisos, todos) se llevan las manos a la cabeza y hacen muchísimo ruido, una escandalera que transmite la idea de que ser republicano es ser poco patriota o, cuando menos, desleal a la democracia. Hay quien va aún más lejos, hasta la falacia de que no puedes estar en el Gobierno de una monarquía parlamentaria si eres republicano. Pero esa monarquía no se somete a sufragio, por lo que tal planteamiento solo persigue, sencillamente, eliminar el republicanismo del tablero de juego político. En el régimen actual, heredero del Régimen, únicamente puedes entrar al ejercicio parlamentario bajo la jefatura del siguiente Borbón, Felipe VI, lo cual no significa que estés de acuerdo, pero sí que estás en tu derecho a un ejercicio que se ocupa de los asuntos políticos a través del sufragio. Al menos, el statu quo encuentra resistencia interna y el republicanismo, representación.
En un Estado donde es conculcado el derecho a la elección (para empezar, yo misma no voté la Constitución del 78 porque no tenía edad para hacerlo), es una bocanada de oxígeno que personas que están en el Gobierno celebren el Día de la República, por mucho que hayan tenido que ir a Zarzuela porque es obligatorio para ser vicepresidente o ser ministro o ser alcaldesa. Pablo Iglesias, Alberto Garzón o Ada Colau rindieron en sus redes justo homenaje a la República. Les honra, como honra a la memoria de quienes aspiraron a un Estado igualitario, laico, diverso, de derechos, de protección social, de educación y sanidad públicas.
Como honraría a nuestra cultura política tener siempre presente que la Constitución republicana, la de 1931, fue la primera que recogió una idea de la salud como bien común y como derecho social. La sanidad pública y universal, que hoy nos resulta imprescindible y admirable, fue concebida por vez primera en aquella II República que asesinó el fascismo. Sus herederos quisieron también acabar con esa sanidad, y casi lo logran. Lo hicieron mientras lanzaban salvas a un rey cuya gran ocupación fue la de hacerse inmensamente rico. Y asegurar a su hijo el trono que todo eso representa. Y a su nieta después. Un abusivo anacronismo que debemos denunciar sin ambages y por el que hoy, más que nunca desde hace demasiado, debe honrarnos proclamar: Salud y República.
Fuente → eldiario.es
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