La izquierda, la derecha y un virus vertical
 
La izquierda, la derecha y un virus vertical
Diego Delgado Gomez
 
Los conceptos de izquierda y derecha se han asentado como la forma preeminente de clasificar no solo los partidos políticos, sino también las ideologías. Como suele ocurrir, el paso del tiempo convierte opciones en realidades inamovibles, eliminando cualquier rastro de alternativa y haciendo que se esfumen las intenciones de quienes instituyeron esa opción y no otra. El resultado es un ente que es y no puede no ser. Algo que está ahí, desde siempre, por lo que parece imposible que tenga ningún tipo de connotación significativa. ¿Qué puede esconder un árbol más allá de su mera presencia?

Sin embargo, hablar de confrontación entre izquierda y derecha oculta una realidad mucho más palpable que, paradójicamente, cada vez está más lejos de nuestras manos: la verdadera batalla no se disputa entre colores políticos, son las clases sociales quienes se enfrentan. Más concretamente, es una oposición entre los baluartes del capitalismo y la mayoría trabajadora.

Etiquetas vacías, enfrentamientos artificiales

No se trata de estar más o menos de acuerdo con Marx, sino de observar la realidad y la naturaleza de los problemas a los que la gran mayoría de la ciudadanía se enfrenta cada día. Sufrir los abusos de un jefe que camina sobre la frontera de la explotación laboral no tiene nada que ver con ideología, y sí con un régimen de indefensión total del trabajador frente al empresario. La subida de los precios de la luz responde a un sistema en el que la élite económica se intercambia favores con la clase política, mientras nosotras recibimos las consecuencias de sus juegos de poder. Tener que vivir en un piso de dimensiones minúsculas por el alza de los alquileres no es una cuestión de izquierda o derecha, sino de abrir las puertas del país a grandes fortunas construidas con la especulación como única aptitud. Diría que son meros ejemplos reducidos al absurdo, de no ser porque el nivel de necedad de estos acontecimientos en su estado original es ya irreductible.

Cuando toda esta problemática se oculta bajo etiquetas que recuerdan peligrosamente a forofismos deportivos, aparecen sujetos tan aberrantes como el obrero que vota programas neoliberales para evitar, según él, que España se quede sin inversiones. Inversiones como la que le obliga a dejarse la salud —física y mental— en un empleo mal pagado con la amenaza constante de ser sustituido por otra persona que realice la misma labor por menos dinero.

Un ejemplo menos evidente, pero igual de elocuente, es el de la gestación subrogada. Al estar cubierta por el engañoso manto de la dicotomía derecha-izquierda queda despojada de su inherente esencia de clase. No obstante, si se observa sin tener en cuenta dicho binomio, es obvio que se trata de una medida aprovechable solo para unas pocas privilegiadas y un posible calvario para las más vulnerables, que se verán tentadas por la posibilidad de vender algo tan íntimo como su capacidad reproductiva a cambio de mejorar su situación económica. Lo mismo ocurre con el aborto: si fuese prohibido, las clases altas podrían, en caso de necesidad, costearse un viaje exprés a un lugar en el que sea legal, mientras que la mayoría social nunca contaría con esa salida.

La cotidianidad nos enseña que prácticamente cualquier conflicto tiene una dimensión de clase, y los partidos —sobre todo los de derecha— se encargan de ocultarla bajo un velo ideológico que les permita atraer incluso a aquellas personas a las que va a perjudicar con sus medidas. El resultado son sectores populares apoyando medidas indudablemente nocivas para ellos mismos, muchas veces sin siquiera saberlo.

¿Qué significa ser de izquierdas? Quizá sea defender los derechos de la sociedad civil por encima de los intereses económicos del capital, quizá parar los pies a quienes quieren vender bienes y servicios fundamentales para ganarse el favor de los guardianes de la puerta giratoria hacia la que dirigen sus firmes pasos. Si eso es la izquierda —o, al menos, el arquetipo actual de partido antagónico al neoliberalismo—, ¿quién podría ser de derechas en un país con tantísimas personas sufriendo por llegar a fin de mes? Desvincular los conceptos izquierda y derecha de sus verdaderas implicaciones es la única forma que tienen estos de rascar algún voto al electorado natural de aquellos. Y mientras las desigualdades sigan siendo tan abismales —problemática en la que ahondan acusadamente las políticas diestras—, será necesario utilizar propaganda de este tipo para ocultar la dirección real de su enfoque socioeconómico.

Un virus revelador

La Covid-19 ha conseguido evidenciar, como pocos fenómenos en nuestra historia reciente lo han hecho, las aberrantes contradicciones a las que nos somete este Régimen del 78 tan inseparable de los dogmas neoliberales. Una de las más grandes es autodefinir como democracia funcional un sistema en el que las urnas solo sirven como luz de gas para perpetuar la dictadura de lo económico. Resulta que, si pasas por este engañoso aro y da la casualidad de que perteneces a la clase trabajadora —una casualidad que se repite con una frecuencia abrumadora—, de pronto estás defendiendo a capa y espada a quienes se desayunan tu plusvalía cada mañana, sentados en sus chaise longue, mientras tú te expones a engrosar las listas de afectados por la pandemia para mantener siempre al alza la única curva que les importa: la de sus beneficios.

Enfrentarse a una crisis tan eminentemente de clase, como lo es esta segunda etapa del coronavirus, sin poder ver más allá de los distintos colores políticos es inútil. Como las anteojeras que se colocan en la cabeza de los caballos para que solo puedan mirar hacia adelante, la sociedad civil parece estar incapacitada para trazar un recorrido vertical con sus ojos, por lo que solo busca soluciones mirando a izquierda y derecha. Cercenar de esta forma cualquier tipo de propuesta que trastoque el eje abajo-arriba es una de las grandes victorias del neoliberalismo en su incansable lucha por establecer el famoso “fin de la Historia”, en palabras de Francis Fukuyama.

Lo hemos visto con especial incidencia durante los días en los que se ha colocado en el centro del debate público la posibilidad de reactivar ciertos sectores laborales tras solo una semana de parón. La decisión final ha sido, efectivamente, no continuar con la parálisis casi total de la economía española, una medida a todas luces arriesgada que desprotege a cientos de miles de personas. Si bien las críticas han sido disparadas desde todos los rincones del espectro político —incluso desde la misma trinchera gubernamental—, cabe destacar el argumentario utilizado por una parte importante del electorado de (ultra)derecha, en el que la incoherencia sobrepasa holgadamente el límite de lo ridículo.

En una interpretación brillante de un gag que bien podría dar vida a un guion de los Monty Python, votantes de PP, Ciudadanos o Vox están acusando al Gobierno progresista de poner los intereses económicos por encima del bienestar y la salud de la sociedad civil. Sí, has leído bien. Por si acaso no terminas de procesar semejante cabriola del cinismo y la contradicción, allá voy de nuevo. Inspira; votantes de PP, Ciudadanos o Vox están acusando al Gobierno progresista de poner los intereses económicos por encima del bienestar y la salud de la sociedad civil; expira. Si te he revuelto el estómago —que durante el confinamiento está haciendo más horas extra que el personal sanitario y el de los supermercados—, lo siento.

Hace apenas unas semanas que Pablo Casado, líder del PP y aprendiz aventajado del neofascismo, se negaba a declarar su compromiso con la sanidad pública y reforzaba su posición a favor de la privatización de la misma. “Hay que recordar que la sanidad pública se financia con los impuestos del sector privado”, respondía sin sonrojarse tras ser cuestionado sobre si “dotaría con mayores recursos” al ente sanitario estatal. Ocurría al mismo tiempo que las UCI se colapsaban y el personal sanitario se dejaba la piel por abandonar a su suerte —cambiad la s por una m, yo no me atrevo— al menor número de personas. Todo ello por la precariedad provocada, precisamente, por el desmantelamiento de lo público.

Repasemos la situación. Personas afectadas por un colapso sanitario y económico cuya gravedad asciende proporcionalmente según se reduce la presencia de protección del Estado, repitiendo los improperios lanzados desde la misma tribuna en la que se diseña, sin ningún pudor, el desmoronamiento de la red de servicios públicos.

Es degradante calificar como democracia sana un país en el que los culpables directos de una tragedia pueden señalar como responsable a su rival político y no solo salir ilesos, sino lograr movilizar a una legión de electores acríticos y masoquistas que replican una serie de acusaciones que, en realidad, apuntan de forma inequívoca a sus jaleadores. Mientras sigamos hablando de izquierda y derecha más que de arriba y abajo dará igual que las consecuencias de las crisis basculen hacia un lado u otro, siempre serán sostenidas por la misma clase trabajadora. Disculpadme, ahora soy yo quien se está empezando a sentir indispuesto.


banner distribuidora