Los conceptos de izquierda y derecha
se han asentado como la forma preeminente de clasificar no solo los
partidos políticos, sino también las ideologías. Como suele ocurrir, el
paso del tiempo convierte opciones en realidades inamovibles, eliminando
cualquier rastro de alternativa y haciendo que se esfumen las
intenciones de quienes instituyeron esa opción y no otra. El resultado
es un ente que es y no puede no ser. Algo que está
ahí, desde siempre, por lo que parece imposible que tenga ningún tipo de
connotación significativa. ¿Qué puede esconder un árbol más allá de su
mera presencia?
Sin embargo, hablar de confrontación entre izquierda y derecha oculta una realidad mucho más palpable que, paradójicamente, cada vez está más lejos de nuestras manos: la verdadera batalla no se disputa entre colores políticos, son las clases sociales quienes se enfrentan. Más concretamente, es una oposición entre los baluartes del capitalismo y la mayoría trabajadora.
Etiquetas vacías, enfrentamientos artificiales
No se trata de estar más o menos de acuerdo con Marx, sino de
observar la realidad y la naturaleza de los problemas a los que la gran
mayoría de la ciudadanía se enfrenta cada día. Sufrir los abusos de un jefe que camina sobre la frontera de la explotación laboral no tiene nada que ver con ideología,
y sí con un régimen de indefensión total del trabajador frente al
empresario. La subida de los precios de la luz responde a un sistema en
el que la élite económica se intercambia favores con la clase política,
mientras nosotras recibimos las consecuencias de sus juegos de poder.
Tener que vivir en un piso de dimensiones minúsculas por el alza de los
alquileres no es una cuestión de izquierda o derecha,
sino de abrir las puertas del país a grandes fortunas construidas con la
especulación como única aptitud. Diría que son meros ejemplos reducidos
al absurdo, de no ser porque el nivel de necedad de estos
acontecimientos en su estado original es ya irreductible.
Cuando toda esta problemática se oculta bajo etiquetas que recuerdan peligrosamente a forofismos deportivos, aparecen sujetos tan aberrantes como el obrero que vota programas neoliberales
para evitar, según él, que España se quede sin inversiones. Inversiones
como la que le obliga a dejarse la salud —física y mental— en un empleo
mal pagado con la amenaza constante de ser sustituido por otra persona
que realice la misma labor por menos dinero.
Un ejemplo menos evidente, pero igual de elocuente, es el de la
gestación subrogada. Al estar cubierta por el engañoso manto de la
dicotomía derecha-izquierda queda despojada de su inherente
esencia de clase. No obstante, si se observa sin tener en cuenta dicho
binomio, es obvio que se trata de una medida aprovechable solo para unas
pocas privilegiadas y un posible calvario para las más vulnerables, que
se verán tentadas por la posibilidad de vender algo tan íntimo como su
capacidad reproductiva a cambio de mejorar su situación económica. Lo
mismo ocurre con el aborto: si fuese prohibido, las clases altas
podrían, en caso de necesidad, costearse un viaje exprés a un lugar en
el que sea legal, mientras que la mayoría social nunca contaría con esa
salida.
La cotidianidad nos enseña que prácticamente cualquier
conflicto tiene una dimensión de clase, y los partidos —sobre todo los
de derecha— se encargan de ocultarla bajo un velo ideológico
que les permita atraer incluso a aquellas personas a las que va a
perjudicar con sus medidas. El resultado son sectores populares
apoyando medidas indudablemente nocivas para ellos mismos, muchas veces
sin siquiera saberlo.
¿Qué significa ser de izquierdas? Quizá sea defender los
derechos de la sociedad civil por encima de los intereses económicos del
capital, quizá parar los pies a quienes quieren vender bienes y
servicios fundamentales para ganarse el favor de los guardianes de la
puerta giratoria hacia la que dirigen sus firmes pasos. Si eso es la izquierda —o, al menos, el arquetipo actual de partido antagónico al neoliberalismo—, ¿quién podría ser de derechas en un país con tantísimas personas sufriendo por llegar a fin de mes? Desvincular los conceptos izquierda y derecha
de sus verdaderas implicaciones es la única forma que tienen estos de
rascar algún voto al electorado natural de aquellos. Y mientras las
desigualdades sigan siendo tan abismales —problemática en la que ahondan
acusadamente las políticas diestras—, será necesario utilizar
propaganda de este tipo para ocultar la dirección real de su enfoque
socioeconómico.
Un virus revelador
La Covid-19 ha conseguido evidenciar, como pocos fenómenos en
nuestra historia reciente lo han hecho, las aberrantes contradicciones a
las que nos somete este Régimen del 78 tan inseparable de los dogmas
neoliberales. Una de las más grandes es autodefinir como democracia
funcional un sistema en el que las urnas solo sirven como luz de gas
para perpetuar la dictadura de lo económico. Resulta que, si pasas por
este engañoso aro y da la casualidad de que perteneces a la clase
trabajadora —una casualidad que se repite con una frecuencia
abrumadora—, de pronto estás defendiendo a capa y espada a quienes se
desayunan tu plusvalía cada mañana, sentados en sus chaise longue,
mientras tú te expones a engrosar las listas de afectados por la
pandemia para mantener siempre al alza la única curva que les importa:
la de sus beneficios.
Enfrentarse a una crisis tan eminentemente de clase,
como lo es esta segunda etapa del coronavirus, sin poder ver más allá
de los distintos colores políticos es inútil. Como las anteojeras que se
colocan en la cabeza de los caballos para que solo puedan mirar hacia
adelante, la sociedad civil parece estar incapacitada para trazar un
recorrido vertical con sus ojos, por lo que solo busca soluciones
mirando a izquierda y derecha. Cercenar de esta forma cualquier tipo de propuesta que trastoque el eje abajo-arriba
es una de las grandes victorias del neoliberalismo en su incansable
lucha por establecer el famoso “fin de la Historia”, en palabras de
Francis Fukuyama.
Lo hemos visto con especial incidencia durante los días en los que se
ha colocado en el centro del debate público la posibilidad de reactivar
ciertos sectores laborales tras solo una semana de parón. La decisión
final ha sido, efectivamente, no continuar con la parálisis casi total
de la economía española, una medida a todas luces arriesgada que
desprotege a cientos de miles de personas. Si bien las críticas han sido
disparadas desde todos los rincones del espectro político —incluso
desde la misma trinchera gubernamental—, cabe destacar el argumentario
utilizado por una parte importante del electorado de (ultra)derecha, en el que la incoherencia sobrepasa holgadamente el límite de lo ridículo.
En una interpretación brillante de un gag que bien podría dar vida a un guion de los Monty Python, votantes
de PP, Ciudadanos o Vox están acusando al Gobierno progresista de poner
los intereses económicos por encima del bienestar y la salud de la
sociedad civil. Sí, has leído bien. Por si acaso no terminas de
procesar semejante cabriola del cinismo y la contradicción, allá voy de
nuevo. Inspira; votantes de PP, Ciudadanos o Vox están acusando al
Gobierno progresista de poner los intereses económicos por encima del
bienestar y la salud de la sociedad civil; expira. Si te he revuelto el
estómago —que durante el confinamiento está haciendo más horas extra que
el personal sanitario y el de los supermercados—, lo siento.
Hace apenas unas semanas que Pablo Casado, líder del PP y aprendiz
aventajado del neofascismo, se negaba a declarar su compromiso con la
sanidad pública y reforzaba su posición a favor de la privatización de
la misma. “Hay que recordar que la sanidad pública se financia con los impuestos del sector privado”, respondía sin sonrojarse tras ser cuestionado sobre si “dotaría con mayores recursos” al ente sanitario estatal.
Ocurría al mismo tiempo que las UCI se colapsaban y el personal
sanitario se dejaba la piel por abandonar a su suerte —cambiad la s por una m,
yo no me atrevo— al menor número de personas. Todo ello por la
precariedad provocada, precisamente, por el desmantelamiento de lo
público.
Repasemos la situación. Personas afectadas por un colapso sanitario y
económico cuya gravedad asciende proporcionalmente según se reduce la
presencia de protección del Estado, repitiendo los improperios lanzados
desde la misma tribuna en la que se diseña, sin ningún pudor, el
desmoronamiento de la red de servicios públicos.
Es degradante calificar como democracia sana un país en el que los
culpables directos de una tragedia pueden señalar como responsable a su
rival político y no solo salir ilesos, sino lograr movilizar a una
legión de electores acríticos y masoquistas que replican una serie de
acusaciones que, en realidad, apuntan de forma inequívoca a sus
jaleadores. Mientras sigamos hablando de izquierda y derecha
más que de arriba y abajo dará igual que las consecuencias de las
crisis basculen hacia un lado u otro, siempre serán sostenidas por la
misma clase trabajadora. Disculpadme, ahora soy yo quien se está empezando a sentir indispuesto.
Fuente → apuntesdeclase.lamarea.com
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