La historia de la transición : una propuesta crítica
 

La historia de la transición : una propuesta crítica:

Presentación

Invitado por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica “José González Barrero”, de Zafra, el 11 de abril de 2008 Josep Fontana se acercó por primera vez a Badajoz para dar una conferencia que después fue publicada junto con la presentación, que corrió a mi cargo, en la revista extremeña de historia Cuadernos de Çafra (nº VI, 2008). Mi intervención, breve y concisa, al gusto de Fontana, aparte de datos biográficos conocidos, pretendió mostrar lo que representaba para los que no tuvimos la suerte de tenerlo de profesor pero sí fuimos sus lectores. La conferencia, titulada “La historia de la transición: una propuesta crítica”, no dejó indiferente a nadie, suscitando reacciones de todo tipo, como muestran algunos de los comentarios, de lectura aconsejable, que figuran en el blog de José María Lama. Doce años después, la propuesta crítica del profesor Fontana sigue siendo sugerente, máxime en estos tiempos de pandemia que vivimos en que la crisis económica que se avecina ha llevado a algunos a plantear la necesidad de revivir unos nuevos Pactos de la Moncloa. En este sentido puede que convenga revisitar la transición desde la mirada siempre crítica y sugerente de Josep Fontana. Francisco Espinosa


Josep Fontana
Instituto Universitario Jaume Vicens Vives


[Texto de la conferencia impartida en Zafra el 11 de abril de 2008 organizada por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica “José González Barrero” y publicada en Cuadernos de Çafra. Estudios sobre la Historia de Zafra y el Estado de Feria, nº VI, Centro de Estudios del Estado de Feria, Zafra, 2008, pp. 177-194]

Quisiera contribuir a combatir la “novela rosa” de la transición que se nos ha estado vendiendo durante muchos años, según la cual un grupo de personalidades políticas de ambos bandos, franquistas arrepentidos como Suárez y líderes de la oposición como Carrillo o Felipe González, se ocuparon de devolvernos las libertades sin que los demás hiciéramos nada por ganarlas o merecerlas. Una de las formas más eficaces de proceder me parece que es deconstruir el relato, siguiéndolo desde la perspectiva de sus principales actores: el rey, el aparato del franquismo y la izquierda, con especial atención al PC, que era en 1975 su grupo más importante.

Asamblea durante la huelga general de febrero de 1976 en Sabadell (foto: Xavier Vinader)

Pero antes de hacerlo conviene decir algo de un factor que tuvo una importancia capital, y que en la versión oficial resulta minimizado, cuando fue el que finalmente determinó lo que hizo cada uno de estos tres actores. Me refiero a la situación real del país a la muerte de Franco. Una situación de caos económico, como consecuencia de que los gobiernos del tardofranquismo no habían tomado las medidas necesarias para hacer frente a los efectos de la crisis internacional iniciada por el alza de los precios del petróleo [1], y con un clima de lucha social exacerbado en el movimiento obrero por las perspectivas de que un cambio político podía hacer posible conseguir mejores resultados, tanto en términos de salarios y condiciones de trabajo como de libertades sindicales. En los tres primeros meses de 1976, tras las elecciones sindicales de enero, que habían dado muchos jurados y enlaces a las candidaturas democráticas dominadas por Comisiones obreras, y en momentos en que había que renovar unos dos mil convenios colectivos –dos tercios del total-, hubo en España 17.731 huelgas, que implicaban 50 millones de horas perdidas, más de tres veces las de todo el año anterior. En unas semanas hicieron huelga el Metro de Madrid, RENFE y Correos. En algunos casos, además, las huelgas se asociaban a reivindicaciones políticas: en Sabadell, por ejemplo, la huelga se desencadenó el 25 de febrero como reacción contra la violencia que la policía había usado contra una concentración de maestros, padres y estudiantes. Fraga dijo que lo que había ocurrido allí era una ocupación de la ciudad equivalente a la de Petrogrado en 1917. Y aún vendrían momentos peores, a partir del 3 de marzo, cuando el desalojo de la iglesia de San Francisco de Asís, de Vitoria, donde se habían refugiado trabajadores en huelga de varias empresas, acabó con cinco muertos y muchos heridos, causados por la represión policíaca, como fruto, en parte, de la incompetencia del asesor de Fraga, Zarzalejos, que al recibir noticias de lo que sucedía se limitó a decir: “Esto es Vitoria. Aquí nunca pasa nada[2].

Este malestar social iba a ser el factor esencial de lo que sucedería en estos años, ya que la oposición contaba con él para conseguir la ruptura y el franquismo era consciente de que necesitaba desactivarlo para salvar lo que fuera posible de sus privilegios. No se puede entender el proceso de la transición si se limita a las negociaciones entre los dirigentes, ignorando el papel protagonista que tiene la lucha colectiva, nacida desde abajo, desde la calle y desde las fábricas, que está ahí presente mientras los unos tratan de dirigirla y los otros de frenarla.

Vayamos ahora a ver cómo procede cada uno de los tres actores de esta historia:

El primero, y el más directamente interesado en el cambio por razones personales era el rey. Juan Carlos había heredado un poder muy limitado, que los dirigentes del postfranquismo hubieran querido que fuese meramente simbólico, para lo cual pensaban mantenerle sujeto dentro del juego de un sistema legal que condicionaba sus posibilidades de actuación. El propio Franco ya le había advertido: “Vuestra alteza no podrá gobernar como yo”. Condenarse a aceptar un papel pasivo en un régimen que estaba en proceso de descomposición, y en medio de una situación que podía acabar desembocando en algo parecido a la “revolución de los claveles” portuguesa, había de preocupar forzosamente a quien compartía la doble experiencia familiar de un abuelo que hubo de abandonar el país en 1931, al término de siete años y pico de dictadura, y una esposa que pertenecía a una familia que había sido desalojada del poder por los militares griegos.

Para liberarse de estas limitaciones contó con dos golpes de suerte: el atentado contra Carrero Blanco y el hecho de que el “Caudillo” no sobreviviese hasta el 26 de noviembre de 1975, que era la fecha en que había de renovarse el cargo de presidente de las cortes.

Comencemos por el primero. El rey ha sostenido públicamente que no creía que, una vez coronado, Carrero fuese un obstáculo serio para su política reformista: “Pienso (…)-ha dicho- que Carrero no hubiera estado en absoluto de acuerdo con lo que yo me proponía hacer. Pero no creo que se hubiera opuesto abiertamente a la voluntad del rey.(…) Simplemente hubiese dimitido[3]. Esta interpretación conviene a la versión rosa de la transición, pero no es verdad, ni el propio Juan Carlos se la cree. Es difícil creer en semejante mansedumbre por parte de un Carrero que en los últimos tiempos de su vida le decía a Emilio Romero que los partidos políticos no volverían nunca, aderezándolo con expresiones como aquella de que “es mejor morir desintegrado por una explosión nuclear que seguir viviendo, pero formando parte de una masa de esclavos sin Dios”[4].

1969: el príncipe Juan Carlos de Borbón jura en las Cortes lealtad al Jefe del Estado y fidelidad a los principios del Movimiento y a las Leyes Fundamentales del Reino (foto: Efe)

De cómo pensaba proceder respecto de Juan Carlos tenemos lo que le dijo a Gabriel Cisneros en 1970: “Le advierto a usted, Cisneros, que hemos tenido mucha suerte con este chico, porque ha salido católico, patriota y con una lealtad hacia el Caudillo fuera de toda duda. Pero si fuese de otro modo, tampoco habría graves motivos de preocupación porque con las leyes que tenemos…[5].

Josep Ramoneda me contó que el rey, que había acudido a Barcelona con motivo de una exposición sobre los 75 años de la radio, al ver unas fotografías de la muerte de Carrero le dijo en un aparte y en tono confidencial: “Si no hubiera pasado esto, ni tú ni yo estaríamos aquí”. Ramoneda le replicó: “Yo no, seguro, pero usted…?”. Y Juan Carlos aclaró: “No, porque me hubiera puesto unas condiciones tan difíciles que no hubiese podido aguantar”.

Respecto del segundo golpe de fortuna hay que recordar que de acuerdo con las reglas vigentes entonces la elección del  jefe del gobierno, un cargo que hasta entonces habían desempeñado tan solo el propio Franco, Carrero y Arias, partía de una terna de nombres que el Consejo del reino, cuyo presidente era el presidente de las cortes, presentaba al Jefe del estado. Este escogía un nombre de la terna y nombraba un jefe del gobierno cuyo mandato tenía una vigencia de cinco años y que no era, por consiguiente, revocable por las cortes, que no le habían elegido.

La muerte de Franco salvó a Juan Carlos por seis días de lo que podía haber sido un grave contratiempo para cualquier proyecto de liberalización. El 26 de noviembre de 1975 vencía el período en que Rodríguez Valcárcel, un franquista duro que no hubiera hecho fácil la reforma, desempeñaba la presidencia de las cortes, un cargo que, como he dicho, llevaba aparejada la presidencia del Consejo del reino. Franco le había dicho a Valcárcel que pensaba ratificarlo, lo cual hubiese implicado que su mandato se prolongase otros cinco años y que en 1978, cuando venciese el período de presidencia del gobierno de Arias Navarro, pudiese presentar una terna integrada por franquistas duros, lo que hubiera dado un jefe de gobierno del mismo tipo que se mantendría en el poder hasta 1983.

El príncipe Juan Carlos, el almirante Carrero Blanco y Alejandro Rodríguez de Valcárcel en 1970 (foto del blog de Xavier Casals)

Parece ser que ésta fue una de las razones de que la familia de Franco -con su yerno el doctor Martínez Bordiu, marqués de Villaverde, al frente- se esforzase en prolongar la vida del Caudillo con el fin de que llegase vivo al 26 de noviembre, obligándole a sufrir padecimientos tan crueles como innecesarios. Incluso después de que la hija de Franco hubiese pedido a su marido que le ahorrasen al padre más sufrimientos, que no podían servir ya para salvarle la vida, le volvieron a operar y hasta después de muerto, a las tres y media de la mañana del 20 de noviembre, Villaverde le hizo masajes al corazón intentando revivirle, lo que explica que la muerte no se anunciase hasta dos horas más tarde. No es que pensasen a estas alturas que la sucesión en Juan Carlos era reversible, pero por lo menos se aseguraban ocho años de tranquilidad.

Que Franco muriese seis días antes permitió a Juan Carlos escoger a Torcuato Fernández Miranda como presidente de las cortes, tras forzar a Rodríguez Valcárcel, en lo que parecen haber sido discusiones muy duras, a que no figurase en la terna para el cargo de presidente de las cortes que había de presentarle el consejo del reino.

Lo que Juan Carlos no podía hacer era cambiar por su cuenta a Arias, que había sido nombrado por Franco y que, de acuerdo con las leyes vigentes, debía permanecer todavía unos tres años al frente del gobierno [6]. Librarse de Arias sólo lo consiguió con un enfrentamiento que le llevó a éste a dimitir. Fue entonces cuando Torcuato Fernández Miranda, que debía proporcionarle la terna para nombrar sucesor, le pudo proponer el nombre de Adolfo Suárez.

5 de marzo de 1976: el rey Juan Carlos se reúne con el Consejo del Reino (de derecha a izquierda, el presidente Torcuato Fernández-Miranda, el vicepresidente Manuel Lora Tamayo y el teniente general Carlos Fernández Villaspín)(foto: AP)

En su reciente libro sobre la transición Sánchez-Terán cuenta la historia de cómo el Consejo del reino escogió la terna como si hubiese sido un proceso de selección sin interferencias. Esta historia la conocíamos ya por las memorias de Osorio y sabemos hasta qué punto se debió a la habilidad de Torcuato que Suárez figurase, como el rey le había pedido, en la terna, con Federico Silva y Gregorio López Bravo [7].

Areilza, seguro de salir, lo estaba ya celebrando, sin pensar en que la familia real lo consideraba un traidor y le odiaba. Fraga, cuando supo el resultado, se encerró furioso en una habitación y se negó a ponerse al teléfono cuando el rey le llamó para ofrecerle la vicepresidencia del gobierno [8].

Hay un testimonio que muestra que Juan Carlos y Suárez tenían ya previsto el nombramiento antes de que el consejo presentase la terna. En los fragmentos del diario de Carmen Díez de Rivera que nos han llegado hay esta anotación del 2 de julio de 1976, el día siguiente a la dimisión de Arias, y un día antes de que el Consejo del reino presentase la terna: “Juan Carlos está eufórico (…). Insisto en que hay que hacer la reforma en serio. Es tremendamente conservador”. A lo que añade: “Suárez está nervioso. En su euforia sólo piensa en algunos retoques. Así no vamos a ningún sitio”[9]. Y ya se sabe que el testimonio de esta mujer tiene un valor especial, como consecuencia de las íntimas relaciones que la unían a ambos personajes.

Torcuato Fernández-Miranda, Juan Carlos I, Adolfo Suárez y sus respectivas esposas en el aeropuerto de Barajas (foto: Janel Cuesta)

Este testimonio no sólo es interesante porque muestra que se contaba con el resultado por anticipado, sino porque permite ver que ninguno de los dos tenía muy claro todavía lo que había que hacer. La realidad obligó a Suárez a ir más allá de donde inicialmente hubiesen querido ir, no tanto en la legalización del Partido Comunista, que era una necesidad, sino en el tema de las autonomías, que irritó profundamente a los militares. De modo que, cuando llegó el momento de tranquilizarles, Juan Carlos echó a Suárez a los militares, diciendo delate de altos mandos del ejército –“Estoy harto de Adolfo”. Meses antes del 23-F éstos pueden haberlo entendido como un anuncio del “cambio de rumbo” que se intentó, con conocimiento del rey, el 23 de febrero de 1981. Falló este primer paso, pero pudo completarse después, gracias a la colaboración del PSOE, con la aprobación de la LOAPA. El gran mérito de Juan Carlos en toda esta operación habría sido el de haber conseguido mantener a los militares al margen.

Hablemos ahora, en segundo lugar, de los planes y la actuación del propio franquismo.

Franquismo

La conciencia de la necesidad del cambio estaba presente hasta en los círculos más reaccionarios del franquismo. Cuando se produjo la última manifestación multitudinaria del régimen, el primero de octubre de 1975 en la Plaza de Oriente, cuando faltaban menos de dos meses para la muerte de Franco, mientras el Caudillo decía desde el balcón del palacio todo aquello de “una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista terrorista en lo social”, un diplomático, Luis Guillermo Perinat, al que Arias iba a enviar poco después a Londres, nos explica cómo vivió las cosas aquel día, desde el propio palacio, muy cerca de Franco y de los “príncipes de España”: “Me asomé a uno de los balcones del palacio. La Plaza de Oriente, en efecto, estaba llena; de ello se había ocupado la Organización sindical trayendo autobuses de toda España con gente que venía encantada a pasar un par de días de vacaciones pagadas a Madrid. En el balcón, a mi lado, estaba Mayalde, ex-alcalde de Madrid, ex-embajador en Berlín y ex-director general de Seguridad. También se quedó mirando la masa y pensativo me comenta: «Esto no significa nada; lo que hay que hacer ahora es convocar unas elecciones y ganarlas». Mayalde tenía razón porque el régimen ya estaba muerto«[10].

Balcón del Palacio Real durante la concentración del 1 de octubre de 1975 (foto: Efe)

Hay que recordar quién era Mayalde: José Finat y Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, amigo de José Antonio y secretario político de Serrano Suñer, fue director general de seguridad en 1940 (como tal recibió a  Himmler cuando vino de visita a España), fue más tarde embajador en Berlín, en pleno apogeo hitleriano, y después alcalde de Madrid, por designación personal de Franco, de 1952 a 1965, además de  procurador en cortes y  consejero nacional del Movimiento.

Hasta aquel momento no se había hecho todavía nada, porque el propio Franco lo bloqueaba. Cuando se habla del “espíritu” de febrero de Arias y el intento de crear asociaciones políticas, hay que recordar que su derrota se produjo muy pronto, en cuanto Utrera consiguió de Franco que el tema de las asociaciones no dependiese del gobierno, sino que fuese el Consejo nacional del movimiento quien las regulase.

Muerto Franco había que volver a empezar. El 13 de diciembre Arias formó un nuevo gobierno, con una combinación en que estaban, por una parte, Fraga, Areilza o Garrigues, reformistas conservadores, con gente próxima al rey como Osorio, Martín Villa o Suárez, y viejos franquistas duros como los militares o Solís. Cada grupo hacía su propia guerra, sin sintonizar con Arias, que navegaba solo y desconcertado, diciendo, por una parte,  “hacemos el cambio o nos lo hacen[11], mientras, por otra, declaraba ante la comisión mixta gobierno-consejo nacional: “Yo lo que deseo es continuar el franquismo. Y mientras esté aquí o actúe en la vida pública no seré sino un estricto continuador del franquismo en todos sus aspectos y lucharé contra los enemigos de España que han empezado a asomar su cabeza y son una minoría agazapada y clandestina en el país”. Fraga y Areilza se indignaron al oír esto y estuvieron a punto de marchar de la reunión[12].

Primer gobierno de la monarquía, presidido por Arias Navarro (foto: Efe)

Fraga tenía un complejo proyecto de reforma que exigía la aprobación de toda una serie de leyes y desembocaba en un sistema de dos cámaras, Congreso y Senado, con potestad legislativa y con los mismos poderes. La gracia del sistema de Fraga era que mantenía los cauces de participación del franquismo: familia, sindicato y municipio. Estaba pensado para conseguir que las cortes franquistas y el ejército lo aceptaran, ya que era una reforma para llegar a la democracia a la manera occidental en dos etapas. En la primera el Congreso sería elegido por el sufragio del tercio familiar, mientras que el senado lo compondrían representantes elegidos por las provincias, con otros de los sindicatos y otros designados por diversas instituciones y por el rey [13].

Torcuato quiso boicotear el proyecto de Fraga para proponer el suyo y la solución que encontró fue la de conseguir que el texto que había de presentarse a las cortes lo elaborase una comisión mixta entre el gobierno y el Consejo nacional del movimiento, que fue la que, a propuesta de Suárez, se creó en febrero de 1976, y que era la mejor forma de paralizar las cosas, ya que no se podía esperar que los jerarcas del movimiento aceptasen muchos cambios [14].

Todo lo que se consiguió por este camino fue que las cortes aprobasen el 9 de junio de 1976 la nueva ley de Asociaciones políticas, que quedó reducida a la nada cuando se negaron, en cambio, a aprobar las modificaciones a los artículos 172 y 173 del código penal que eran necesarias para garantizar la libertad de asociación, sin lo cual no se podían legalizar ni los partidos ni los sindicatos.

El Consejo Nacional del Movimiento en enero de 1976 (imagen de portada del folleto «El Movimiento y la participación política de los españoles», de Carlos Arias Navarro)

En vista de lo cual se renunció a sacar adelante una ley de reforma política, que se vio que era inviable, y se propuso hacer una ley “para la reforma política”, como un mero instrumento para seguir adelante, definiendo los mecanismos para una discusión posterior de la reforma. También esta ley que podemos llamar instrumental tenía que pasar por el consejo, antes de ser aprobada por las cortes y sometida a referéndum. Porque conviene tener claro que todo este proceso se produjo dentro de la más estricta legalidad franquista. Como diría Suárez más adelante: “Esa gran meta de la recuperación de la libertad implicaba también un importante aspecto formal: la reforma tenía que hacerse a partir de la propia legalidad vigente. Era una reforma desde la legalidad y para cambiar la propia legalidad, pero no una convulsión a costa de la legalidad misma. Para mí, esto era una premisa ética, puesto que el Rey y yo mismo habíamos jurado acatar las Leyes fundamentales del anterior régimen, que incluían un mecanismo muy concreto para su modificación, como una imperiosa necesidad: la de asumir la realidad española, la carga emocional del pasado y con ella toda la historia de España, puesto que muchas instituciones difícilmente habrían aceptado una ruptura de la legalidad que cuestionara los propios cimientos de su presencia cotidiana en la vida española”.

Como dijo Fernández Ordóñez: “Todo el poder legislativo está en las actuales Cortes. El aparato institucional del Régimen, las Cortes, el Consejo Nacional del Movimiento, el Consejo del Reino, la Organización Sindical y la Secretaría General del Movimiento están ahí, inconmovibles, y cualquier cambio debe hacerse desde ellos y contando con ellos. El problema básico con el que se encuentra el Gobierno, dejando ahora el tema de lo que quiera hacer, es precisamente el punto de partida y las reglas de juego establecidas”.

En el consejo nacional del movimiento se le hicieron muchas objeciones al proyecto de ley, pero el sistema de las cortes franquistas dejaba la decisión final al jefe del gobierno, ya que consideraba las objeciones que pudieran hacer los procuradores como meramente consultivas, sin que fuesen vinculantes. En su última sesión el consejo aprobó el proyecto del gobierno por 80 votos a favor, 13 en contra y 6 abstenciones.

Torcuato, que sabía que las comisiones de las cortes, y en especial la de Leyes Fundamentales, podían obstaculizar la marcha de la ley, recurrió al “procedimiento de urgencia”, que implicaba que el proyecto debía pasar directamente al pleno y había que votarlo en bloque [15]. Se necesitaban dos tercios de los votos de los procuradores presentes y se hizo todo lo posible para asegurarlos, desde ofrecer lugares en el futuro senado o en las empresas públicas, hasta enviar una semana antes a todo un grupo de procuradores, entre los que predominaban los de oposición a la reforma, a un viaje en barco a Panamá y Cuba. La ley fue aprobada por 425 votos a favor, 59 en contra y 13 abstenciones. Faltaba sólo el referéndum, que se fijó para el 15 de diciembre de 1976.

Un momento del pleno de las Cortes en el que se votó el proyecto de ley de Reforma Política 
(foto: Efe)

Emilio Romero ha aclarado:

Se ha dicho, generalmente, que aquellas Cortes del franquismo, que aprobaron la ley (…) consumaron un harakiri. No fue exactamente así, aunque luego resultara que lo fue, en cuanto a los hechos”. Lo que se estaba haciendo “transmitía confianza”: “en primer lugar el Rey, y después un Gobierno que tenía un presidente de lealtades tradicionales al sistema, y en cuyo Gobierno había un vicepresidente militar, y los tres Ministerios de las Fuerzas Armadas estaban en manos de militares biográficamente ilustres. Los ministros de aquel Gobierno se habían hecho en los cascarones del Régimen. Al mismo tiempo la Ponencia de las Cortes que defendía la Ley estaba constituida por Miguel Primo de Rivera, sobrino de José Antonio; Fernando Suárez, una gran personalidad política, y antiguo ministro; una relevante miembro del Consejo Nacional y procedente de la Sección Femenina de la Falange, que era Belén Landaburu, y un dirigente sindical obrero del sindicalismo vertical, que era Manuel Zapico. Aquellas gentes de las Cortes pensaban que la reforma hacia la democracia ofrecía las garantías y los respaldos necesarios. Cambiaría el escenario, y el decorado, pero no los actores y, escasamente, el texto en su parte principal. Las incorporaciones eran deseadas, siempre que no fueran rupturistas. Su voluntad –por todo ello- no fue la de hacerse el harakiri, sino que se lo organizaron otros”.

El referéndum se ganó y  Suárez salió de él en una posición de fuerza, mientras los partidos de la izquierda, que habían intentado boicotear el referéndum, porque seguían soñando en la ruptura, dejaron de actuar conjuntamente para buscar su propia salida cuando en abril de 1977 se anunció que iba a haber unas elecciones en junio. Mientras Suárez publicaba una serie de leyes de reforma, consensuadas con una “comisión de los nueve” de representantes de la oposición [16], negociaba también por separado con los diversos partidos, que se fueron legalizando hasta que en plena Semana Santa le tocó el turno al  PC, ante la irritación de los norteamericanos y la indignación de los militares, que se consideraron engañados.   

El paso siguiente fue, para Suárez, organizar un simulacro de partido propio, como fue UCD, que era en realidad una coalición de quince grupos distintos –desde el Demócrata cristiano a Acción Regional Extremeña- y que nunca llegó a ser un partido, pero que le sirvió para ganar unas elecciones a las que acudía contando con el decisivo apoyo de la maquinaria administrativa y gubernamental existente, que no se había cambiado, y en especial con los gobernadores civiles, además de tener el control de la televisión. Hasta Cuadernos para el diálogo denunció lo que tenía de fraudulento que Suárez se organizase unas elecciones desde el gobierno de esta manera. Pese a lo cual estuvo muy lejos de alcanzar la arrolladora victoria que esperaba. Al propio tiempo, un Torcuato Fernández Miranda desengañado por su marginación, dimitía de la presidencia de las cortes.

Adolfo Suárez durante la campaña de las elecciones generales de 1977 (foto: Efe)

Se había cumplido lo que pedía Mayalde en el balcón de la Plaza de Oriente: el último ministro secretario del Movimiento había organizado unas elecciones y las había ganado.

La izquierda: el PCE

El PCE había comenzado la travesía del franquismo manteniendo los principios avanzados que defendía en la época del Frente popular: régimen republicano, reforma agraria, derecho de autodeterminación… Unos principios que se mantuvieron fosilizados en sus programas, mientras se esperaba el momento revolucionario de la llegada al poder.

Desde el viraje de la “Política de reconciliación nacional” de 1956, sin embargo, los dirigentes del exilio revisaron sus opciones inmediatas y apostaron por un tipo de acciones a corto plazo que, incidiendo sobre un régimen que creían mucho más débil de lo que era en realidad, podían provocar su caída. Al margen de la retórica de los grandes pronunciamientos, lo que se buscaba era fundamentalmente la agitación, como preparación de la “huelga nacional” que había de acabar con el franquismo.

El resultado fueron desastres como los de la Jornada de Reconciliación Nacional de 1958 o la Huelga Nacional Política de 1959, nacidas de los delirios de unos políticos tan alejados de la realidad que creían que bastaba con pronunciar unas consignas revolucionarias para conseguir una respuesta general. La  fuerza que salvó al PCE en esos años de desorientación fue el nacimiento y desarrollo de Comisiones Obreras.         Pero ni siquiera el contraste entre la eficacia de Comisiones y los repetidos fracasos de las movilizaciones organizadas por el partido sirvió para que los dirigentes entendieran la necesidad de elaborar una política adecuada a las realidades del país. Lo que hubo en los años siguientes fue sobre todo un intento de revisar y mejorar la táctica de acoso y derribo del franquismo.

No andaba mejor el PSOE, debilitado y dividido. El caso es que, cuando llegaron los momentos en que había que tomar las grandes decisiones, ni los unos ni los otros parecían tener una idea clara de lo que había que hacer. Basta con seguir la historia de sus fantasmagóricas asociaciones, comenzando por la Junta Democrática, fundada en junio de 1974, en que Carrillo colaboraba con personajes tan poco democráticos como Calvo Serer (a quien  conquistó con afirmaciones como la de que el Opus y el PCE tenían muchas cosas en común, que por lo menos resulta reveladora de la forma en que concebía el partido, supongo que asumiendo él personalmente el papel del padre Escrivá), el notario García-Trevijano o el pretendiente Carlos Hugo (que entró en el juego después de que su rival en la disputa de la corona, Juan de Borbón, bien aconsejado, renunciase a incorporarse), y a la que se habían unido una serie de grupos y colectivos informales y un considerable número de personas que se asociaban individualmente, sin voluntad de afiliarse a ningún partido en concreto.

García Trevijano, Calvo Serer y Marcelino Camacho, miembros de la Junta Democrática 
(foto: Archivo de la Transición)

Tan incoherente como esta era la Plataforma de convergencia democrática dirigida por Felipe González, quien se negó a sumarse a la Junta, denunciándola como una alianza interclasista con una posición de derechas y burguesa, y creó por esto, como alternativa, una alianza supuestamente revolucionaria en que figuraban Ruiz Jiménez y el Partido Nacionalista Vasco, y que ofrecía en su programa un estado de estructura federal con reconocimiento del derecho de autodeterminación de sus integrantes.

Finalmente las dos organizaciones decidieron unir sus escasas fuerzas en marzo de 1976, en aquella Coordinación democrática que era conocida popularmente como la Platajunta, a la que se sumarían más adelante entidades y personalidades diversas para componer la Plataforma de Organizaciones Democráticas.

Coordinación Democrática (foto: Archivo de la Transición)

La debilidad de esta oposición se pudo ver ante su fracaso al oponerse al referéndum que había de aprobar la Ley para la reforma política de Suárez. Fracasó el PCE con la huelga general del 12 de noviembre de 1976, que se pretendía que fuese “la mayor movilización de masas conocida en cuarenta años[17] y fallaron todos juntos al pedir la abstención y encontrarse con que hubo una participación en el referéndum de cerca de un 78 por ciento del electorado y una aprobación del 94 por ciento.

Un Suárez en una posición de fuerza comenzó ahora a negociar, no sólo con los organismos unitarios de la oposición, a través de la llamada comisión de los nueve, sino también bilateralmente con sus diversos miembros. En la nueva situación creada por la perspectiva de unas elecciones, que en abril de 1977 se anunció que se iban a celebrar en junio, Felipe González se mostraba dispuesto a aceptar que se fuese a ellas manteniendo al Partido comunista en la ilegalidad. Mientras que al PCE, cuya ilegalidad le impedía beneficiarse del acceso a los medios que implicaba la campaña electoral, el riesgo de marginación le llevó a multiplicar los gestos de moderación y a prepararse para negociar en circunstancias desfavorables.

Suárez mientras tanto conseguía que se aprobase una ley electoral que favorecía a las provincias menos pobladas y más conservadoras (en Soria les tocaba un diputado por cada 24.950 habitantes; en Barcelona, uno por cada 91.211), estableciendo un sistema que sigue siendo hoy un impedimento para que las elecciones representen realmente la voluntad de los españoles, pero que el PSOE no ha tenido ningún inconveniente en mantener, porque favorece el juego del bipartidismo (así, en las primeras elecciones, UCD y PSOE, que sumaron poco más del 60% de los votos se repartieron el 80% de los diputados). En abril se disolvió, desde un punto de vista formal, el Movimiento, que había quedado vacío de contenido. El paso siguiente era la legalización del PCE, que se produjo en semana santa. En estas condiciones no tiene nada de extraño que Carrillo hubiese de aceptar todo lo que Suárez quiso imponerle, como fue, según Osorio, “que reconozca públicamente la monarquía, la bandera roja y gualda y la unidad de España, las dos primeras cosas aún no aceptadas explícitamente por el partido socialista, colocándole a éste en una situación difícil[18].

Tras su legalización, el PCE anuncia que acepta la monarquía y la bandera rojigualda (foto: Efe)

Conviene insistir es que estos pactos fundamentales de la transición no se negociaron entre partidos, sino entre un reducido número de dirigentes que actuaban sin consultar a sus organizaciones ni contar con ellas. Fueron acuerdos establecidos a título meramente personal, como reconocería Fernando Abril Martorell al sostener que ”nuestra transición la protagonizaron individuos y no partidos” [19].

Pero ¿por qué, si el PCE era tan débil, le importaba a Suárez contar con él? No lo necesitaba, por supuesto, de cara a su aliado norteamericano, a quien debió parecerle que iba demasiado lejos, como se puede deducir de lo que escribió Kissinger en el último volumen de sus memorias, publicado en 1999, donde afirmaba que “Franco había hecho preparativos muy sensatos para su sucesión, restableciendo la monarquía e iniciando los primeros pasos de procedimientos democráticos”, lo cual, aparte de ser una muestra más del cinismo del personaje, significa que al gobierno norteamericano de Gerald Ford no le hacía falta ninguna transición que fuese más allá de Arias [20]. La suerte para Suárez, que hizo entonces un oportuno viaje a los Estados Unidos, fue que en enero de 1977 comenzó la presidencia de Carter, más dispuesto a asumir el proyecto de la transición española.

A Suárez le convenía meter al PCE en el juego porque había de ser una pieza fundamental para los problemas que hasta ahora se habían dejado aparcados: los de una situación económica desastrosa, que requería unos pactos sociales en los que había que tener parte fundamental la que entonces era la única sindical con auténtica fuerza, que era CC.OO., a la que el partido comunista se encargó muy pronto de contener, para que no pusiera en peligro sus negociaciones políticas [21]. Lo que fue, posiblemente, el mayor de sus errores en la transición: el de haber aceptado el papel de apaciguador, a cambio de las míseras concesiones personales que sus dirigentes iban a recibir, en lugar de apoyarse en la fuerza de la calle para llevar más adelante el cambio.

Grupo comunista en las Cortes constituyentes (foto: Marisa Flórez)

Fue precisamente en este nivel de negociaciones donde se produjo el acuerdo en que el valor de la legalización del Partido comunista demostró toda su utilidad: la firma, en octubre de 1977, de los llamados genéricamente Pactos de la Moncloa, que suscribieron los partidos, y no los sindicatos, aunque era a los militantes de estos a quienes correspondía pagar el precio del compromiso. No resulta difícil entender la indignación que produjeron en Comisiones Obreras las concesiones hechas en un acuerdo en cuya negociación no sólo no habían participado, sino que ni siquiera se les había consultado.

Sánchez Terán aclara en su nuevo libro la génesis de los pactos. La situación económica era grave y Fuentes Quintana, con la ayuda de Manolo Lagares y de Luis Ángel Rojo, redactó un “Programa de saneamiento y reforma económica” que los ministros aprobaron. Una parte del gobierno pensaba que debía ser llevado al parlamento y votado, pero Fuentes arguyó que no bastaba con una mayoría, sino que se requería un consenso más amplio que sólo podía obtenerse negociando con los diversos grupos parlamentarios. Estos se reunieron y Sánchez-Terán dice que el apoyo más importante lo dieron Carrillo y Tamames, que lo aprobaron rotundamente. Quien discrepó fue Fraga, que dijo que la política económica debía fijarla el gobierno, arrostrando después la impopularidad de las medidas. Felipe González se mostró más reticente. Pero en definitiva el programa se aprobó y entonces vino el momento de redactar los Pactos de la Moncloa, que comprendían dos acuerdos, el Económico, que fue aprobado casi por unanimidad en las cortes, y el Político, que fue rechazado por Alianza Popular [22].

Se suelen hacer elogios encomiásticos de los pactos que resaltan cuán importante fue para la recuperación de la economía española la aceptación por parte del movimiento obrero de una serie de renuncias, a cambio de las cuales sólo se le ofrecían promesas que nunca se materializaron. Porque, como ha reconocido recientemente uno de sus negociadores: “Es cierto que no se llevaron a la práctica muchos de los acuerdos adoptados, entre otras razones porque se dejó en las exclusivas manos del gobierno su ejecución, sin crearse ningún órgano de control o seguimiento que vigilase el cumplimiento de lo establecido[23].

Los Pactos de la Moncloa en la portada de Mundo Obrero

Yo recuerdo haber asistido en Barcelona a un discurso en que Carrillo vino a decirnos que los pactos, recién firmados entonces, implicaban grandes conquistas para la clase obrera –a cambio, claro está, de aceptar la limitación salarial- y que abrían las perspectivas de un futuro de transformación hacia la mítica “democracia económica y social”. Pero ¿cómo podía ser así, si se les había olvidado preocuparse del cumplimiento de las contrapartidas?

Rendidos desde arriba con armas y bagajes ¿qué futuro se les podía ofrecer a los comunistas? Dos piezas de retórica carrillista vinieron a definirlo. La primera fue Eurocomunismo y estado, un bestseller de literatura de política-ficción, donde se daba como seguro que en la Europa de aquel tiempo las fuerzas socialistas podían acceder al gobierno “y sucesivamente al poder” –insisto en este matiz- a través del sufragio universal [24], lo que era una afirmación totalmente descabellada para quien tuviera un conocimiento mínimo de las realidades de la guerra fría, a la que le quedaban todavía muchos años de vida. El desarme ideológico que había de permitir que el PCE se convirtiera en una fuerza aceptable para participar en el gobierno, e iniciar así el camino para acceder al poder e instaurar el socialismo desde arriba, iba a culminar con el abandono del leninismo, en una decisión anunciada personalmente por Carrillo en noviembre de 1977, durante su viaje a los Estados Unidos.

Lo que se contaba con realizar, una vez el partido se hubiese instalado en el poder, aparecía definido en el llamado Manifiesto-programa de 1977, que pretendía recuperar “la experiencia pluripartidista y democrática del Frente Popular” de la Segunda República, que calificaba, con mucha imaginación y escaso acierto histórico, como “un régimen democrático nuevo, ya no capitalista, orientado hacia el socialismo”. De esta fantasía histórica se pasaba a una utopía inverosímil, bautizada como “Democracia económica y social”, con una república federal con derecho de autodeterminación para Cataluña, Euskadi y Galicia, y reconocimiento de situaciones específicas para Navarra, Valencia, Baleares y Canarias; con “planificación democrática de la economía”, “transformación democrática de la agricultura”, si es que eso quiere decir algo, y la promesa de toda suerte de derechos y prestaciones para los ciudadanos, aderezadas con muestras de tolerancia tan poco habituales en un programa socialista como la de ofrecer enseñanza religiosa a las familias que la deseasen[25].

Felipe González en el XXVIII congreso del PSOE (1979) 
(foto: Pablo Juiá/Fundación Felipe González)

El primer problema con que nos encontramos es que este no era un programa político posible en la Europa de 1977 y, menos aun, en la España de 1977, en que el PSOE, mucho más razonablemente, se había olvidado de los planteamientos radicales de la Plataforma para acomodarse al papel de izquierda moderada de la monarquía, en una jugada que iba destinada a asegurarse una supremacía en el campo de las fuerzas de izquierda que nadie hubiese creído posible ante la fuerza real que en 1975 tenían el PCE y Comisiones Obreras. Culminando el engaño unitario en que Carrillo se había dejado atrapar, el PSOE se negó ahora a aceptar la unidad sindical y comenzó el proceso destinado a erosionar y marginar a Comisiones.

En el PC se pudo ver entonces que entre la práctica cotidiana del politiqueo y la utopía del Manifiesto-programa no había nada. Había, en todo caso, una dirección que en el día a día renegaba de casi todo lo que había sostenido en sus programas a lo largo del franquismo, defraudando con ello a quienes se habían jugado la libertad y hasta la vida en una lucha que creían que iba a tener objetivos más ambiciosos que los de asegurar unos pocos escaños de diputado a sus dirigentes.

Cuando las elecciones se obstinaron en seguirle negando al PCE el acceso al gobierno, y demostraron cuán ilusoria era su aspiración de llegar por esta vía “al poder”, sus militantes se encontraron con un panorama incierto, equipados con un proyecto utópico que no servía para nada, sin un programa realista, fundado en el análisis de los problemas reales del país, que definiese el papel que podían desempeñar en el futuro.

Examinadas las cosas desde este punto de vista, no hay duda de que, de los tres participantes en el juego, fueron la monarquía y los herederos del franquismo los ganadores iniciales de la transición. Las bases del poder social del franquismo siguen todavía incólumes, como lo demuestran los millones de votos que obtiene el Partido Popular, que cuenta, como el viejo franquismo, con el respaldo incondicional de una Iglesia cuya jerarquía sigue en posiciones reaccionarias que nada tienen que envidiar a las de los obispos beligerantes de la guerra civil. El PSOE, que aceptó el papel de izquierda monárquica moderada, se acomodó sin demasiadas dificultades al juego del bipartidismo útil, renunciando a sus tradiciones de lucha social. El PCE, que vendió su herencia por una magra participación en el juego parlamentario, se suicidó.

Santiago Carrillo visita la fábrica de ENASA durante la campaña de las elecciones generales de 1982 (foto: Marisa Flórez)

Los grandes perdedores fueron, sin embargo, quienes lucharon durante los años del franquismo no sólo por recuperar las libertades democráticas, que eso sí lo consiguieron, sino también por transformar la sociedad, siguiendo en la dinámica iniciada en 1931 e interrumpida en 1939. Su larga lucha contra el franquismo fue la fuerza que obligó a cambiar las cosas, pero no se les tuvo en cuenta a la hora de firmar pactos. Tal vez conviniera, para salir del desencanto político en que la sociedad española en su conjunto está instalada, comenzar a recuperar algo de lo mucho a que se renunció de 1976 a 1978, comenzando por la tarea de reinventar una izquierda que hoy no existe. 

[1]  Como lo reconoce Salvador Sánchez-Terán en La transición. Síntesis y claves, Barcelona, Planeta, 2008, p.206.

[2] Nicolás Sartorius y Alberto Sabio, El final de la dictadura. La conquista de la democracia en España, noviembre de 1975-junio de 1977, Madrid, Temas de Hoy, 2007, p. 74; Sánches-Terán, Transición, pp. 80-86.

[3] José Luis de Vilallonga, El rey. Conversaciones con D. Juan Carlos I de España, Barcelona, Plaza & Janés, 1993, p. 210.

[4]    Citado por Rafael Borrás Betriu, La guerra de los planetas, Barcelona, Ediciones B, 2005, p. 148.

[5] Tom Burns, Conversaciones sobre la derecha, Barcelona, Plaza & Janés, 1997, p. 110.

[6] Preston, Juan Carlos, pp. 337-366.

[7] Sánchez-Terán, Transición, p. 116-117 y Alfonso Osorio, Trayectoria de un ministro de la Corona, Barcelona, Planeta, 1980, pp. 126-129.

[8] Pérez Escolar, Memorias, pp. 196-197  y  204-206.

[9] Ana Romero, Historia de Carmen, Memorias de Carmen Díez de Rivera, Barcelona, Planeta, 2002, p. 97.

[10]Luis Guillermo Perinat, Recuerdos de una vida itinerante, Madrid, Compañía Literaria, 1996, p. 161.

[11] Osorio, Trayectoria, p. 28.

[12] El general Armada le explicó a Jesús Palacios que “Un día le dijo [Arias al rey] que él era republicano. Eso le había molestado muchísimo”, 23-F: El golpe del Cesid, p.61.

[13]  Sánchez-Terán, Transición, pp. 102-103.

[14] Sobre esta etapa, Javier Tusell y Genoveva G. Queipo de Llano, Tiempo de incertidumbre, Barcelona, Crítica, 2003; sobre la comisión mixta, José María de Areilza,  Crónica de libertad, Barcelona, Planeta, 1985, pp. 184-185.

[15] Sánchez-Terán, Transición , p. 105.

[16] Sánchez-Terán, Transición, pp. 159-163.

[17] Salvador Sánchez-Terán, De Franco a la Generalitat, Barcelona, Planeta, 1988, pp. 184-190; la frase procede de una directiva de Simón Sánchez Montero, citada en la p. 189.

[18] Osorio, Trayectoria política, p. 282.

[19] Fernando Jáuregui y Pedro Vega, Crónica del antifranquismo, Barcelona, Planeta, 2007, pp. 874-886 y 977-994; Álvaro Soto Carmona, ¿Atado y bien atado? Institucionalización y crisis del franquismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 276-291; Gregorio Morán, Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985, Barcelona, Planeta, 1986, pp. 506-542; José Vidal-Beneyto, Memoria democrática, Madrid, Foca, 2007; Antonio Lamelas, La transición en Abril, Barcelona, Ariel, 2004, p. 76, etc.

[20] Henry Kissinger, Years of renewal, New York, Simon and Schuster, 1999, p. 632.

[21] Frenando, por ejemplo, la escalada de las huelgas. Véase, por ejemplo, Víctor Díaz-Cardiel et al., Madrid en huelga, 1976, Madrid, Ayuso, 1976, p. 39, cita que me proporciona Ferran Gallego.

[22] Sánchez-Terán, Transición , pp. 208-211.

[23] Nicolás Sartorius y Alberto Sabio, El final de la dictadura. La conquista de la democracia en España, noviembre de 1975-junio de 1977, Madrid, Temas de Hoy, 2007, p. 140.

[24] Santiago Carrillo, Eurocomunismo y estado, Barcelona, Crítica, 1977, p. 122.

[25] Partido Comunista de España, Manifiesto-Programa del PCE. Madrid, Comisión Central de Propaganda del PCE, 1977.

Portada: ceremonia de firma de los Pactos de la Moncloa (foto: Efe)

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