Franco y la lucha de clases
José Manuel Roca
El 18 de julio de 1936, además del golpe militar, hubo una rebelión de las fuerzas sociales que encarnaban el vigor de lo viejo y todavía fuerte contra lo nuevo, débil e inseguro. Fue una virulenta reacción del arcaísmo contra la Ilustración, una apuesta por volver a la España estamental, estática, jerárquica, clerical e intransigente.
El ascenso de la lucha de clases
En los países donde impera el modo de producción capitalista, el grado máximo de enfrentamiento entre las fuerzas del capital y las del trabajo por organizar y dirigir el proceso productivo y por decidir, después, cómo se reparte el excedente obtenido, es la guerra civil. Y la última guerra civil española, además de otros factores que contribuyeron a desatarla(1), fue el resultado de la lucha de clases que, de forma cada vez más aguda –recuérdense las ocupaciones de fincas, las huelgas generales, los intentos insurreccionales, el pistolerismo, la represión patronal y policial– revelaba la lenta pero imparable descomposición del sistema canovista.
Las clases poseedoras, y en particular los grandes propietarios industriales, agrícolas y financieros, que constituían el núcleo esencial del bloque dominante, habían hallado en el conservador régimen de la Restauración el sistema político más adecuado para defender sus intereses económicos y tratar de sumarse a la revolución industrial, aunque conservando formas políticas y sociales propias de la sociedad estamental. Pero en las primeras décadas del siglo XX, dos de los aparatos fundamentales de su dominación –el ejército y la monarquía (otro era la Iglesia)– habían perdido gran parte de su legitimidad, de su función simbólica; de su aceptación y respeto para gran parte de la sociedad, y, en particular, para los asalariados y las clases subalternas.
Ante la crisis de la monarquía, a la que Primo de Rivera quiso salvar en 1923 con un golpe militar, la II República llegó por defecto, casi igual que la primera, más por el abandono de los monárquicos que por el impulso de sus partidarios, la burguesía liberal y reformista y los sindicatos y partidos de izquierda.
La II República sería, así, un régimen inestable, sometido a la presión del bloque tradicionalmente dominante, que no se resignaba a perder sus potestades, pero necesitaba una reorganización urgente, y al empuje de las masas obreras y populares que, impacientes, aspiraban, unas, a mejorar su suerte con el régimen republicano, y otras, a iniciar una revolución que las librase para siempre de la sujeción patronal.
Entre estas dos estrategias antagónicas se hallaban las fuerzas republicanas, divididas ideológica, política y territorialmente en una serie de pequeños partidos, que electoralmente dispersaban el voto y dificultaban la formación de gobiernos estables.
Hay que tener en cuenta tres factores de ámbito internacional que afectaron de modo importante a la supervivencia del naciente régimen republicano.
El primero fue la crisis de la bolsa neoyorquina en 1929, seguida, en los años treinta, por la depresión que afectó a las economías europeas, y que, en España, empeoró las condiciones de vida y trabajo de la población, aumentó las demandas de los trabajadores y radicalizó las luchas populares. Y redujo, por otro lado, la capacidad financiera de los programas reformistas de los gobiernos republicanos (2).
La guerra civil, la forma más aguda de la lucha de clases, fue escamoteada bajo la apariencia de una cruzada nacional contra la amenaza rusa.
El segundo fue la crisis de la democracia parlamentaria y la instauración en Europa, en bastantes ocasiones mediante la fuerza, de regímenes autoritarios, militares o claramente fascistas (3), en el contexto de la crisis de hegemonía de la burguesía, el declive del liberalismo, el auge del irracionalismo, la exaltación de la fuerza y la violencia como recursos políticos –la guerra como higiene social, según Marinetti– y como actitudes vitales –el vivir peligrosamente, del fascismo, despreciando la cómoda vida burguesa–, y el culto a los dirigentes carismáticos y autoritarios; es decir, el clima emocional e intelectual en que se produjo, según Lukács (4), el asalto a la razón, que preparó el camino al fascismo, al nazismo y a la hecatombe que fue la II Guerra Mundial.
El tercer factor fue el eco de la revolución rusa de 1917, que provocó dos tipos de reacciones opuestas: como un sistema a temer o como un ejemplo a imitar.
En las clases acomodadas y en la Iglesia, la abolición de la propiedad privada, la colectivización y la planificación económica, el gobierno popular de los “soviets”, el igualitarismo, la supresión de la Iglesia ortodoxa, el asesinato de los zares y los excesos que ya empezaban a conocerse, sumaron, al tradicional miedo a la rebelión de las masas populares, el pavor al comunismo, al bolchevismo ateo y el temor a que se extendiera la dictadura del proletariado.
Por el contrario, para las clases laboriosas –también en una etapa de afirmación y reorganización política– y en singular para los braceros del campo y para los estratos más bajos del proletariado urbano, la revolución rusa mostraba un camino posible hacia su definitiva emancipación respecto al capital.
Hitler y Franco en Hendaya.
Las moderadas reformas de los gobiernos republicanos, pero sobre todo la creciente radicalidad de los trabajadores y la pequeña burguesía y su orientación antioligárquica, antilatifundista, anticlerical y antifascista asustaron a unas clases pudientes que no estaban dispuestas a perder un ápice de su poder y su riqueza.
Las reservas de estas clases hacia la República devinieron en franca hostilidad y buscaron una solución violenta, con la esperanza de que un golpe militar depusiera al gobierno del Frente Popular y restaurase, en pocos días, “la ley y el orden”. Es decir, devolviera un poder sin restricciones a las élites tradicionales para emprender una salida a la crisis económica según sus intereses de clase.
La etapa de inestabilidad acabó cuando la alianza de las fuerzas conservadoras se creyó con fuerza suficiente para instaurar el orden que le convenía asestando un golpe definitivo a las fuerzas populares; golpe que, el 18 de julio, fracasó y degeneró en una guerra civil de tres años, que mostró tanto la resistencia popular, a pesar de la falta de apoyo externo, de la debilidad e inconsecuencia de los gobiernos de la burguesía republicana y de la división de las fuerzas de la izquierda, como la persistencia de las derechas en perseguir su objetivo hasta el final, que era obtener la rendición sin condiciones del ejército republicano y la completa derrota de sus enemigos de clase, para impedir su actividad en varias décadas o quizá para siempre.
La justificación ideológica de la guerra civil
Franco (5), artífice militar de la victoria del bando sublevado, interpretó la guerra civil en clave patriótica y nacionalista, negó el carácter de clase del desgarro social bélico y postbélico, señaló la lucha de clases como una táctica del comunismo para dividir a las naciones y conquistar el mundo más fácilmente, y justificó la rebelión militar como una legítima reacción de la nación española ante una agresión extranjera y como el único modo de devolver a España su historia y su grandeza.
Luchamos por librar a nuestro pueblo de las influencias del marxismo y del comunismo internacionales, que se introdujeron en nuestro país para hacer de España una sucursal del bolchevismo moscovita (Franco, 1975, I, 47).
Luchando contra el comunismo creemos prestar un servicio a Europa, ya que el comunismo es un peligro universal. Si sucumbiéramos, el peligro sería mayor para los demás pueblos (ibid., 51).
El comunismo acechaba su presa. El eje Moscú-Madrid, apuntando a Hispano-américa, no constituía una invención, pues estaba perfectamente definido en las actas del Congreso de la Komintern de 1935 (ibid., 97).
No se trató de la victoria de un grupo o de una clase, como pretenden hacer ver los cabecillas exiliados (ibíd., 54). Nuestra victoria no ha sido de una persona ni de un partido; ha sido la victoria de la fe, de las tradiciones, de los hogares, del campo y de la ciudad, de la fábrica y del trabajo, del pobre como del rico; el triunfo de todos y la derrota solo de la anti-España (ibíd, 68).
Nuestra victoria no fue una victoria parcial, sino una victoria total y para todos. No se administró en favor de un grupo ni de una clase, sino en el de toda la nación (ibíd, 124).
Hay solo dos sistemas para resolver los problemas sociales de los pueblos: el anárquico de la lucha de clases, con todas sus consecuencias, que no los resuelven, o el sistema de la armonía de clases, de sentirse todos integrados en una misma producción y en un mismo destino (Franco, ibíd, (II), 560).
España, con sus tradicionales valores católicos, se enfrentó al bolchevismo ruso, materialista, comunista y ateo, que era su absoluta negación. Así, la guerra civil, la forma más aguda de la lucha de clases, fue escamoteada bajo la apariencia de una cruzada nacional contra la amenaza rusa y otras fuerzas extranjeras, enemigas de España y de la civilización cristiana. Fue, por eso, una cruzada católica contra los enemigos de la fe, como antes lo habían sido las luchas contra árabes, turcos y berberiscos, protestantes alemanes y holandeses o ilustrados y revolucionarios franceses. En julio de 1936, según Franco y las fuerzas que representaba, España volvió a ser fiel a sí misma.
La pretensión del dictador y de la Curia era volver atrás; restaurar instituciones, formas políticas, valores, leyes y privilegios abolidos o abandonados.
La guerra de España no es una cosa artificial: es la coronación de un proceso histórico, es la lucha de la Patria con la antipatria, de la unidad con la secesión, de la moral con el crimen, del espíritu contra el materialismo, y no tiene otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos sobre los bastardos y antiespañoles (Franco, ibid., 50).
La historia de España está íntimamente ligada a su fidelidad a nuestra Santa Iglesia. Cuando España fue fiel a su fe y a su credo, alcanzó las más grandes alturas de su historia; en cambio, cuando, olvidando o negando su fe, se divorció del verdadero camino, España cosechó decadencia y desastres (ibíd, 366).
Nuestra Cruzada de Liberación para la Patria fue Cruzada de Liberación de nuestra Santa Iglesia. Una vez más se demostró que eran comunes nuestros enemigos (ibíd, 255).
La guerra se hace más fácil cuando se tiene a Dios por aliado (ibíd, 271).
Frente a la voluntad de los electores, en la que descansaba el Gobierno de la República, calificado de ilegítimo, Franco había transferido la legitimidad de su régimen a una voluntad que estaba por encima de las decisiones humanas: la suprema voluntad divina, expresada, en julio de 1937, en la carta colectiva del Episcopado español, que justificaba el apoyo de la Iglesia al alzamiento militar en la necesidad de reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, como en otra pastoral (diciembre, 1931) había mostrado su oposición a la recién instaurada República.
Rusia, lo sabe todo el mundo, se injertó en el Ejército gubernamental tomando parte de sus mandos, y fue a fondo, aunque conservándose la apariencia del Gobierno del Frente Popular, a la implantación del régimen comunista por la subversión del orden establecido (…) Y porque Dios es el más profundo cimiento de una sociedad bien ordenada –lo era de la nación española–, la revolución comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, antidivina. Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931 con la destrucción de cuanto era cosa de Dios (…) Por eso se produjo en el alma nacional una reacción de tipo religioso correspondiente a la acción nihilista y destructora de los sin-Dios.
Afirmamos que el levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar España y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de la religión.
Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas derivan, que el triunfo del movimiento nacional.
(Carta colectiva de 1 de julio de 1937)
La guerra era, pues, resultado de un movimiento de defensa nacional contra los que habían querido destruir España y alterar su alma católica desde fuera, pero también desde dentro, comportándose como enemigos internos al servicio de la URSS, en particular los partidos comunistas, pero también los otros partidos, que, al sembrar la discordia, la disparidad de ideas o el laicismo habían favorecido la penetración del enemigo extranjero. Así, la guerra civil había sido una costosa depuración interna, una dolorosa pero necesaria reforma moral para limpiar el país de la ponzoña marxista; una operación quirúrgica realizada por un cirujano de hierro:
Nuestra Cruzada no se libró contra nuestros hermanos españoles, sino contra todo el sistema que los aprisionaba. Así podemos decir que constituyó una verdadera guerra de liberación, la indispensable operación quirúrgica que la gran invasión del mal nos exigía, llevada a cabo con el mismo dolor con que se amputa un miembro al ser querido (Franco, ibíd, 91).
Una nación en pie de guerra es un referéndum inapelable, un voto que no se puede comprar, una adhesión que se rubrica con la ofrenda de la propia vida. Por eso yo creo que jamás hubo en la Historia de España un Estado más legítimo, más popular, y más representativo que el que empezamos a forjar hace un cuarto de siglo (Franco, ibid., 366).
Empero, la intención de Franco y de las fuerzas sociales que representaban los alzados no trataba solo de restaurar el orden y la ley, la propiedad, en particular la gran propiedad, defender los privilegios de la Iglesia y la posición dominante de las clases altas, que suelen ser los fines de los gobiernos autoritarios de la derecha para mantener a las clases populares en situación subalterna.
Todo eso era el propósito inmediato, pero no bastaba, pues la pretensión del dictador y de la Curia era volver atrás; restaurar instituciones, formas políticas, valores sociales, conductas, leyes y privilegios, que habían sido abolidos en los años treinta o abandonados mucho antes.
El 18 de julio de 1936 se perpetró un golpe militar contra el legítimo gobierno de la II República, pero, además, como una prolongación del siglo XIX, hubo una rebelión de las fuerzas sociales que encarnaban el vigor de lo viejo y todavía fuerte contra lo nuevo, débil e inseguro. Fue una virulenta reacción del arcaísmo contra la Ilustración, contra la sociedad dinámica y compleja formada por ciudadanos, y la apuesta por volver a la España estamental, estática, jerárquica, clerical e intransigente; a la España inmutable, idéntica a sí misma, que, a lo largo del siglo anterior, se había resistido violentamente a cambiar.
El sustrato ideológico del franquismo era un parco conjunto de ideas que resumía la actitud tradicional de las clases dominantes españolas: la cerrada defensa de la propiedad privada, la noción patrimonial del país, la alianza de la Iglesia y el poder civil, el gobierno y la gestión del Estado como privilegio de las clases acomodadas, la prevención hacia las clases laboriosas, que se debían someter a un orden entre monacal y cuartelero, y la aversión a las secuelas políticas y culturales de la modernidad y el gobierno representativo.
El naciente régimen español trató de imitar a los países que formaban el Eje Berlín-Roma-Tokio, pero sin perder un ápice de la impronta ultracatólica.
Hostil, por tanto, no solo a las ideologías críticas con el Antiguo Régimen, como el liberalismo o las utopías igualitarias y comunitaristas, o con el capitalismo, como el sindicalismo, el cooperativismo, el socialismo, el anarquismo, el comunismo o incluso algunos aspectos de la doctrina social de la Iglesia, sino hostil a la propia sociedad liberal y burguesa, a la democracia, al sufragio universal, al régimen republicano, al sistema de partidos, al parlamentarismo, al pluralismo, a los derechos civiles, al libre pensamiento, a la tolerancia y al laicismo; y a la heterodoxia, a la duda, a la crítica, a la disidencia, a la libre expresión y al debate abierto.
Hemos rechazado la farsa de los partidos y el reinado del materialismo (…) Nuestro régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la Historia española, en nuestras tradiciones, nuestras instituciones, nuestra alma. Son estas, fuentes que habían sido perdidas o contaminadas por el liberalismo. La consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España. El olvido de las necesidades del alma española, que nos fue minando durante el siglo XIX y una parte demasiado grande del XX, nos ha costado la pérdida de nuestro imperio y un desastroso ocaso (Franco, ibid, 83).
Franco y sus ideólogos, apoyados en la estructura jerárquica de tres autoritarios pilares del Régimen –el Ejército, la Iglesia y la Falange–, formalizaron un tipo de mentalidad intransigente, cerril y obstinada, asentada en una noción disciplinaria, piramidal y homogénea de la sociedad, bajo los principios de autoridad (ley, orden público y privado en las instituciones, en la calle, en la familia, en el trabajo y en el ocio); jerarquía “natural” de las élites civiles, militares, eclesiásticas y empresariales; cooperación económica obligatoria, unidad política forzada y uniformidad moral de la nación bajo vigilancia eclesiástica; una noción intolerante y rigorista de la doctrina católica; una concepción totalitaria, patrimonial y centralista del Estado, un modo despótico de gobernar sin rendir cuentas y una función mesiánica y patriarcal del gobernante, situado por Dios y por la Historia por encima de los gobernados, incapacitados para participar democráticamente en la vida política del país, pero cuya voluntad era conocida, interpretada y ejecutada por el Caudillo sin necesitar consulta.
Franco y Mussolini en Bordighera.
Todo ello componía el escueto y maniqueo repertorio intelectual y emocional de la base social del Régimen, que coincidía en muchos aspectos con los idearios que entonces circulaban por una Europa agitada por movimientos totalitarios y sometida a gobiernos militares y autoritarios, nacionalistas o fascistas, que se preparaban para empezar una nueva guerra. Repertorio que el franquismo dejó como uno de sus mejores legados a las siguientes generaciones de la derecha, para que pudieran conservar largo tiempo las conquistas de la guerra civil.
Fernández de Castro (6) define así los rasgos más sobresalientes del “Movimiento”, entendido como el conjunto de fuerzas sociales y políticas que apoyaron la rebelión militar de 1936:
En 1936, el Movimiento lo formaba la derecha: su aglutinante más importante era el catolicismo; su fuerza más agresiva la Falange; su orden era el orden “burgués”; su base estaba formada por casi “media España”. En 1939, el Movimiento estaba unificado políticamente por formas totalitarias; su aglutinante continuaba siendo el catolicismo; su orden continuaba siendo el orden burgués; su fuerza más agresiva era el ejército y su base probablemente había aumentado relativamente no solo por la eliminación física de parte de la otra España, sino también por la coacción ejercida por los vencedores sobre la masa no militante de los restos de la otra media España.
Tras obtener la victoria en abril de 1939, con la ayuda directa, militar y logística, prestada por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, y el apoyo indirecto de Francia e Inglaterra por su neutralidad, Franco, jefe militar, jefe del Gobierno y jefe del Estado, vinculó el naciente régimen español a los países que formaban el Eje Berlín-Roma-Tokio, a los que trató de imitar formalmente pero sin perder un ápice de la impronta ultracatólica, que habría de ser el principal distintivo del Régimen y el factor permanente de su identidad.
Comenzaban los años azules de la dictadura, los años del Estado totalitario con fuerte presencia del Ejército y de Falange en el Gobierno; años de represión y depuración interna, de venganza sobre los vencidos, acusados “rebelión” y de haber provocado la guerra civil; años de “castigo y expolio”, según Casanova (7).
La dictadura de Franco salida de la guerra civil y consolidada en los años de la segunda guerra mundial, situó a España en la misma senda de muerte y crimen seguida por la mayoría de los países de Europa. Se necesitaban personas que planificaran esa violencia e intelectuales, políticos y clérigos que la justificaran. En realidad, la larga posguerra española anticipó algunas de las purgas y castigos que iban a vivirse en otros sitios después de 1945. La destrucción del contrario en la guerra dio paso a la centralización y el control de la violencia por parte de la autoridad militar, un terror institucionalizado y amparado por las leyes del nuevo Estado. Esa cultura política de la violencia, de la división entre vencedores y vencidos, “patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se impuso en la sociedad española al menos durante dos décadas después de finalizar la guerra civil (Casanova, 2015, 59).
Su régimen fue la institucionalización de su victoria en la Guerra Civil (…) Esto se hizo patente en la determinación con que el Caudillo se afanó en aniquilar sistemáticamente a sus enemigos de la izquierda. La habilidad y la dedicación con que bloqueó el restablecimiento de la democracia fueron, a su vez, las que le permitieron conservar el poder durante tanto tiempo. (Preston 8, 2008, 295).
Fueron años, en los que el Régimen, tratando de asemejarse a sus aliados, llenó España de signos fascistas con la parafernalia de camisas azules, saludos a la romana, uniformes, sables y fusiles, correajes, himnos, banderas y, claro está, misas, cruces, sotanas y mitras episcopales, monumentos a los caídos del bando vencedor –mártires de la Cruzada– y grandes declaraciones sobre un retórico imperio católico y el Estado nacional sindicalista, mientras los vencidos –los rojos; los malos hijos de la anti-España– eran ejecutados a cientos o abarrotaban las cárceles y la población pasaba hambre.
La gran baza del Régimen para sobrevivir sería su carácter de movimiento autoritario, tradicional, católico y anticomunista.
En esos años quedó definida la médula del Régimen, burguesa por el fondo de clase y clerical y dictatorial por la forma, que señalaba las limitadas posibilidades de ser reformado, y prescribía también su destino: el Estado español, asentado en los inalterables Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, en los dogmas, no menos inalterables, de la Iglesia católica, en la vigilancia del Ejército y los cuerpos de seguridad, y en el indiscutido modo de Franco de ejercer el poder, sería, hasta sus últimos días, un permanente estado de excepción (9) para las clases subalternas y singularmente para los trabajadores.
Empero, el desenlace de la II Guerra Mundial, con la derrota del eje Berlín-Roma-Tokio, cambió el orden internacional y dio, en parte, al traste con las expectativas de Franco. El III Reich, que debía durar un milenio, duró una docena de años y se rindió en mayo de 1945; antes se había hundido la Italia fascista, el imperio nipón se rindió en septiembre y el mundo resultante fue distinto.
El Cardenal Segura y el Primado Isidro Gomá haciendo el saludo fascista.
Europa quedó dividida en dos zonas geográficas, definidas por sistemas políticos y económicos antagónicos, dirigidos respectivamente por la URSS y por Estados Unidos, cuyas tensiones darían paso casi de inmediato a la “guerra fría”.
Las condenas impuestas a altos dignatarios del Reich hitleriano en los juicios de Nuremberg, celebrados en 1945-1946, y la solemne Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, dejaban en mal lugar a la dictadura franquista.
En consecuencia, con unos aliados tan molestos y gobernada por un régimen que había logrado sobrevivir a los fascismos derrotados, España quedó fuera de la ONU y de los organismos internacionales fundados al concluir la contienda y, por ende, excluida de los créditos norteamericanos destinados a reconstruir Europa, contenidos, entre otras ayudas públicas y privadas, en el Plan Marshall.
El verdadero “milagro español” fue el nacimiento y organización del movimiento estudiantil y, sobre todo, del movimiento obrero.
Señala Preston (10) que la habilidad camaleónica de Franco, mostrada durante los años 1943-1944, puso la maquinaria propagandística a reescribir la historia del papel que había jugado el Caudillo durante la IIª Guerra Mundial, intento que no engañó a nadie, pero se utilizó en la propaganda para mostrar a los españoles que Franco era un gran estadista por haber evitado que España participara en una guerra que había acabado tan mal para sus aliados.
La gran baza del Régimen para sobrevivir sería su carácter de movimiento autoritario, tradicional, católico y anticomunista, lo cual suscitaba la simpatía de sectores conservadores internacionales y le facilitaría, en el futuro, la admisión en las instituciones del llamado “mundo libre”.
Pero además de la infructuosa tentativa literaria, si el régimen franquista quería sobrevivir en el nuevo escenario internacional estaba obligado a adaptarse a la correlación internacional de fuerzas y a introducir determinadas reformas para acomodarse a las exigencias de su entorno geopolítico inmediato. Lo cual era difícil, no solo por las resistencias internas de las familias políticas del régimen que eran afines a los regímenes derrotados en 1945, sino por la dificultad, como luego se vería, de aceptar las reformas requeridas sin desnaturalizar el carácter represivo del Estado sobre las clases subalternas y en particular sobre los trabajadores (llamados ahora “productores” porque la palabra “obreros” sonaba a marxismo), ni poner en peligro los beneficios obtenidos con la victoria en la guerra civil para las viejas clases acomodadas, para la nueva burguesía crecida al amparo del Estado y para el peculio familiar del dictador (11), velado por una propaganda que le exaltaba como una figura abnegada, cuya vida, puesta al permanente servicio de España –sin entregarse ni al relevo ni al descanso–, estaba regida por un marcial sentido de la austeridad.
En 1939, más de 4.000 mujeres –y muchos hijos– estaban presas en la Cárcel de Ventas, Madrid.
La guerra civil podía haber terminado, pero la Cruzada, no –es decir, continuaba la lucha de clases contra los vencidos, bajo la cobertura de la democracia inorgánica y del dogma católico, y librada desde una posición ventajosa–, y su espíritu debería seguir incansable y vigilante para asegurar en el tiempo los frutos de la victoria.
Pero la Cruzada nuestra no termina con la guerra, no se acaba: no basta con haber salvado a la patria, no fue suficiente que arrancáramos el laurel de la victoria para poder descansar; es necesario que seamos los guardianes de aquella victoria, los mantenedores de aquella obra; que si logramos hacer que España despertase no fue para que pudiera volver a caer, sino para que marche por el camino de su grandeza (Franco, ibíd, I, 55).
En 1945, por una mezcla de confianza excesiva en la capacidad productiva del sistema económico español –un raquítico capitalismo de oligarcas y latifundistas, salpimentado de advenedizos, estraperlistas, enchufados y ganapanes adictos al Régimen– y del imperial desdén del Gobierno por las “decadentes democracias occidentales”, por un lado, y de forzada marginación internacional, por el otro, empezaban en España los años de obligada autarquía económica, revestida de honor y gallardía –de nuevo el lema más vale honra sin barcos, que barcos sin honra (12), pero en versión nueva: más vale hambre con honra, que comida sin ella– y de aislamiento político y diplomático, salvo con el Portugal de Oliveira Salazar y la Argentina de Perón.
Salvador Puig Antich, último ejecutado con garrote vil por el régimen franquista (2-3-74)
Reacomodo, desarrollo y retorno de la lucha de clases
Veinte años después de acabar la guerra civil e incapaz de sobrevivir sin relación con el exterior, el Régimen dio por concluida la etapa de aislamiento político y de fallida autosuficiencia económica y, acuciado por la necesidad, buscó una salida para sobrevivir uniéndose al bloque occidental.
En consecuencia, desapareció del léxico oficial la alusión al Estado totalitario y el Régimen se mostró solo como autoritario, católico, conservador y partidario de la democracia orgánica. Orgánica, sí, pero democracia, y ensalzada sin rubor como de superior calidad respecto a la democracia occidental o inorgánica, calificada de decadente o de ineficaz, como Franco aseguraba en el mensaje de fin de año de 1959 (ibíd, I, 87).
Cada día se acusa con más claridad en el mundo la ineficacia y el contrasentido de la democracia inorgánica formalista, que engendra en sus mismas entrañas una permanente guerra fría dentro de su propio país, que divide y enfrenta a los ciudadanos de la misma comunidad; que inevitablemente alimenta los gérmenes que más tarde o más temprano desencadenan la lucha de clases.
Gracias al apoyo del gobierno de Estados Unidos, España había sido admitida en la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1951, en la UNESCO en 1952 y en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1953. En ese año, el Régimen firmó el Concordato con el Vaticano y el Pacto de Defensa con Estados Unidos, por el cual recibiría ayuda económica y militar a cambio de permitir la instalación de bases militares norteamericanas en suelo español.
El modelo económico corporativo de matriz nacional sindicalista, basado en la disposición jerárquica de medios de producción y pago respecto a las directrices políticas del Estado totalitario, de asfixiante intervencionismo estatal, clausura de fronteras, parca financiación, baja productividad, importaciones escasas, atonía del mercado, control de la población trabajadora y bajos salarios, mostró con inflación, mercado negro y un crecimiento raquítico su incapacidad para atender las necesidades del país.
En una situación cercana a la recesión, con la inflación desbocada y agotada la reserva de divisas, los informes de los grandes bancos, que actuaban como portavoces de la gran burguesía, aconsejaron al Gobierno aprobar, en julio de 1959, el Plan de Estabilización Económica, ya preparado en 1957 con la llegada de los ministros tecnócratas del Opus Dei, sugerido por la OECE, el FMI y el Banco Mundial, que culminaron con la admisión de España en estos organismos en 1958.
El Plan de Estabilización, como programa de saneamiento, modernización y puesta a punto del sistema económico para adaptarse al sistema competitivo europeo, tuvo su continuación en los Planes de Desarrollo Económico y Social (1964-1967; 1968-1971; 1972-1975), que combinaban incentivos a la economía de mercado con la planificación indicativa del Estado, en una especie de moderado Gosplan soviético en versión de “Camino”.
A partir del Plan de Estabilización, que tuvo un coste muy alto para la población asalariada –congelación salarial, reducción de plantillas, desempleo, aumento de los impuestos indirectos, migración interior y exterior–, y regida por los planes de desarrollo, la economía española, con una rápida industrialización y la reforma del entorno rural, tuvo una fase de gran crecimiento, difundida por la propaganda del Régimen como “el milagro español”.
Aunque el verdadero “milagro español” fue el “milagro político”, el nacimiento y organización de las fuerzas sociales de oposición, en particular del movimiento estudiantil y, sobre todo, del movimiento obrero, que se recuperó de la derrota en la guerra civil y de la persecución posterior, para adoptar formas autónomas de organización y una combatividad que fue ascendiendo y erosionando el régimen hasta los últimos días de vida del dictador, y aún más allá, pues contribuyó a desbaratar el intento de sus más acérrimos seguidores de prolongar la dictadura con una especie de franquismo sin Franco.
Como una paradoja del destino, había vuelto la lucha de clases, que Franco había desterrado por decreto.
Notas
1. También contribuyeron las diferencias entre regiones, las tensiones entre el centro y la periferia, entre unas zonas productivas y otras, entre las zonas rurales y las urbanas, entre la Iglesia y el Estado, entre los valores laicos, modernos y renovadores y los religiosos y conservadores, entre los monárquicos y republicanos.
2. La República tiene tres claras etapas: 1) 1931-1933. Gobierno reformista, coalición republicano-socialista. 2) 1933-1935. Gobiernos de derecha anti-reformista. 3) Gobierno reformista del Frente Popular, con dos fases: febrero-julio de 1936 (en paz); julio 1936-marzo 1939 (en guerra).
3. 1923: Bulgaria (Zankov), España (Primo de Rivera), Italia (Mussolini); 1926: Polonia (Pilsudski), Portugal (Gomes da Costa, Carmona) Lituania (Smetona); 1929: Yugoslavia (golpe de Estado del rey Alejandro); 1930: Rumanía (gobierno personal de Carol II); 1932: Portugal (Oliveira Salazar), Lituania (régimen de partido único); 1933: Alemania (Hitler canciller), Austria (golpe de Dollfus); 1934: Estonia (Pats), Letonia (Ulmanis), Bulgaria (golpe de Boris III); 1936: España (Franco), Grecia (Metaxas).
4. Lukács, G. (1959): El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, México, FCE.
5. Las citas proceden de Pensamiento político de Franco (2 vols), Madrid, Ediciones del Movimiento, 1975. Selección a cargo de Agustín Del Río Cisneros.
6. Fernández de Castro, Ignacio: De las Cortes de Cádiz al Plan de Desarrollo, París, Ruedo Ibérico, 1968.
7. Casanova, Julián (ed.): 40 años con Franco, Barcelona, Crítica, 2015.
8. Preston, Paul: El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco, Barcelona, Ed. B, 2008.
9. En 1975 había en España más de 1.000 presos por causas políticas o sindicales, 4.300 personas expedientadas por el Tribunal de Orden Público, el País Vasco permanecía bajo un estado de excepción (el 5º desde 1967) y cinco personas, juzgadas, sin garantías, por terrorismo, habían sido fusiladas dos meses antes de que falleciera el dictador.
10. Preston, Paul: Franco. Caudillo de España, Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1998, p. 664.
11. Sánchez Soler, Mariano: La familia Franco S.A., Barcelona, Roca Editorial, 2019.
12. La frase se atribuye Casto Méndez Núñez, que comandaba la escuadra española en el sitio de El Callao, en 1866.
Fuente → elviejotopo.com
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