
La que se anunció como plaga sanitaria, lo es también de
los vínculos humanos, de las causas personales y sociales, de los
procesos conocidos. Todo lo que estaba en curso ha sido detenido,
cancelado, pospuesto o puesto en la bandeja de lo inconcluso. El virus
ha establecido un tiempo: de espera indeterminada, de incertidumbre, de
disolución de los horizontes. El mundo, o una buena parte, se ha
desinflado. De la aceleración hemos pasado a la ralentización, a la
interrupción de los ritmos.
Nos distancia. Nos impone
pautas de movilidad. Nos confina. De forma simultánea, otra infección
se ha expandido de forma fabulosa: la mediática. El virus ha mutado y ha
desatado aclaratorias, bulos, chistes, metáforas políticas, juegos de
palabras, farmacopea en 280 caracteres, testimonios de víctimas, videos
de expertos, oraciones, fórmulas de autoayuda, advertencias, consejos
para la convivencia, dietas y repetitivas campañas para decir que juntos
aprenderemos y venceremos. Virus y redes sociales: nuestra cara y cruz.
Su irrupción ha convertido el planeta en un súbito laboratorio: en un solo procedimiento ha avanzado en tres hipótesis:
La primera, que una hipotética arma química, accionada en la era de la globalización, podría propagarse y devastar.
La segunda,
que lo vírico tiene un poderío incalculable para imponer un estado de
excepción, que casi puede prescindir de la coacción física: las redes
han mostrado una capacidad vertiginosa para limpiar las calles de
ciudadanos. El virus nos impone el arresto domiciliario.
La tercera,
que lo viral contiene, de facto y en su potencia, la condición
totalitaria. Tiene el poderío de ocuparlo todo. De diseminarse,
penetrar, envolver, sobrevolar y determinar el estatuto de la vida. Lo
puede condicionar todo. Limitar y reducirlo todo.
La palabra por pronunciar
Llegado
hasta aquí, todavía no he escrito la palabra crucial: miedo. Tenemos
miedo. Al contagio. A la debilidad de nuestros pulmones. A que se cuele
en nuestra casa. Al vecino. Al chino. Al que viene de afuera. A lo que
no tiene precedentes. A que sea el médico o el paramédico el que lo
traiga a nuestras vidas. Miedo al timbre, al ibuprofeno, a la aspirina, a
la mascarilla de calidad china, el test inservible -también chino-, a
olvidar que nos faltó lavarnos las manos una vez más. Miedo a salir, a
perder el empleo, al cierre de la empresa. Miedo a la frase que nos
asalta en el pasillo de un supermercado. Al envase contaminado. Al que
tose, al que respira con dificultad, al que se aproxima con el rostro
indescifrable detrás de su mascarilla, al portador oculto, a la curva
que no se aplana.
Paradójicamente, no nos alejamos
del miedo. Escuchamos al mentiroso, al gobernante que, a diario, modera
las cifras y despliega cuidados eufemismos. Leemos cuadros estadísticos y
tendencias. Escuchamos a los científicos de los datos como quien
escucha a un sacerdote. Pasamos el día asomados al abismo: Consultamos
nuestro móvil cada vez que avisa. Nos aseguramos de ser parte de la
cadena: recibimos, enviamos, recibimos, enviamos. Y así: los minutos,
las horas, los días, las semanas. Hay quienes se resisten y alcanzan a
desconectarse: tejen, resuelven crucigramas, aplican desinfectantes a
cada milímetro, peroran sobre la vida ajena al teléfono, emprenden la
lectura de las mil y tantas páginas de Guerra y paz.
Pero
ese voluntarismo, lo más probable, apenas podrá ser sostenido: muy
rápidamente algo vibrará en el manto de silencio, algún murmullo se
levantará de su rincón para recordarnos que el enemigo invisible sigue
allí. Próximo. Porque el virus, además, desafía nuestros tiempos.
Nuestros cortos tiempos. Cumplimos, menesterosos, con nuestras rutinas.
Pasan los días. Empezamos y terminamos: de escribir un correo, de
rebanar un tomate, de tender una cama, darnos una ducha. Vivir consiste
en eso: iniciar y finalizar. Y, entonces, pasar a lo siguiente. Y así
seguimos, mientras el virus campea en su larga temporalidad. En su voraz
y paciente faena. Porque, hasta ahora, la tarea que ha iniciado, no ha
sido finalizada.
Más allá de lo sanitario
Una
crisis de los órdenes. De eso se trata: de un colapso generalizado que
ha creado situaciones de emergencia que sobrepasan lo sanitario. A la
crisis de la comprensión (que mantuvo su letargo cuando en diciembre de
2019 comenzaron las noticias de lo que ocurría en Wuhan), le han seguido
la crisis de la reacción (minimizar el peligro: es otra gripe), la
crisis del liderazgo (hacer malabarismos con los anuncios y no mostrar
empatía alguna con las víctimas), la crisis de la respuesta (que ha
puesto en jaque, nada menos que a la joya del mundo global, que son las
cadenas de suministro), la crisis de la comunicación (se escribirán
tratados haciendo la taxonomía de las pifias cometidas por los
gobernantes), y la crisis de la reacción.
Me detendré
en las reacciones. Se ha dicho que es mensaje de Dios; Venganza de la
naturaleza: virus justiciero; Castigo por nuestro modo de vivir
superficial y consumista; Lección contra la prepotencia del
antropocentrismo: virus moral; Culpa del capitalismo; Producto de la
guerra comercial entre China y Estados Unidos; Operación creada por las
farmacéuticas para aumentar sus ventas; Estrategia de los poderes
planetarios para instaurar un sometimiento permanente: Inicio de una era
donde no habrá normalidad; Jugarreta darwiniana que reducirá la
población dejando vivos solo a los mejores.
Tenemos miedo. Al contagio. A la debilidad de nuestros pulmones. A que se cuele en nuestra casa. Al vecino. Al chino. Al que viene de afuera. A lo que no tiene precedentes. A que sea el médico o el paramédico el que lo traiga a nuestras vidas.
El derecho o no
a un respirador. La libertad de expresión como herramienta sanitaria.
La fragilidad de los métodos de pronóstico. La producción (de insumos
médicos y alimentos) como coto de la soberanía nacional. La urbe
devenida en zona cero de los contagios. El abrazo inédito entre epidemia
y redes sociales. El auge del mega ordenador y la instauración de un
régimen de hipervigilancia. El asalto de la ciencia por los políticos.
La emergencia del teletrabajo. El colapso del modelo, de los modelos
vigentes (el neoliberalismo, el más señalado): nada parece escapar a la
tensión cuestionamientos/debates. Hasta la solidaridad es señalada de
portar agenda oculta.
La esperanza
Tenemos
miedo: no podría, no debería ser de otro modo. Voces autorizadas
anuncian nuevas epidemias. A la de hoy, le seguirá otra, también
desconocida. Expertos hombres de ciencia, en tono profético, levantan la
mirada al reportero y susurran: lo que viene será peor. Nuevos virus,
epidemias digitales, multiplicación de las zoonosis, caos en los
patrones epidemiológicos.
La cantidad de acusados no
caben en el banquillo. La cantidad de ciudadanos y organizaciones que
demandan alguna forma de ayuda, todavía menos (hay una explosión de los
derechos y una reducción drástica de los deberes). El confinamiento, de
alguna manera, mantiene el malestar y la rabia rondando en el espacio
doméstico, no sabemos hasta cuándo. La posibilidad de una vida lograda y de apropiación del mundo, de las que habla Hartmurt Rosa (libro axial y luminoso: Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo), han entrado en fase crítica.
Frente
a este escenario pesimista y decepcionante, la corriente de los buenos
deseos ha levantado sus proclamas en la arena pública y ha dicho:
seremos mejores. No tenemos más alternativa que cambiar para mejor,
porque hemos tocado fondo. Esta posición, que nadie lo dude, implica un
profundo coraje humano y civilizatorio, si ella fuese posible.
Sin
embargo, si aceptamos que ha ocurrido una partición de orden histórico.
Una fractura que, al paralizar el desempeño de una civilización marca
un final y el comienzo de otra cosa, cierto es que mejorar es una
posibilidad. Pero no la única: también podríamos empeorar. Entregarnos
al miedo y convertirlo en el eje rector de nuestras vidas, proyección de
la pandemia. En otras palabras: corremos el riesgo de convertir la
pandemia en el método de la existencia: reinos de alcabalas y fronteras,
calles tomadas por uniformados y oficiales con mascarillas, operaciones
constantes para detectar la presencia de virus en los espacios
laborales, fijación de horarios para circular, imposición de
instructivos de urbanidad que establezcan un nuevo contrato para el
contacto entre los cuerpos.
No es la especie,
no todavía, lo que podría estar en peligro. Más bien, me parece, que
los demonios de la pandemia apuntan a la democracia y a las libertades. A
la reducción de los derechos ciudadanos. Lo que el virus chino ha
propagado por el mundo no es otra cosa que la sombra de lo totalitario:
su lógica y sus procedimientos. Un virus que nos confina y nos recuerda
nuestra plena indefensión.
Fuente → malsalvaje.com
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