
Arturito Pomar, campeón de ajedrez y juguete roto del franquismo
Antonio García Maldonado
Entre las desgracias relativas de estos meses
está la de esos libros que salieron en vísperas del confinamiento.
Trabajos que merecían mejor suerte de la que han tenido hasta el
momento, y que ojalá conozcan una segunda vida comercial cuando todos podamos volver a salir y entrar
en tiendas a comprar. De momento, nos quedan los envíos a domicilio
desde las librerías, con todas las precauciones que haya que tomar.
Entre mis últimas lecturas, quiero detenerme en ‘El peón’, de Paco Cerdà, sobre Arturo Pomar (1931-2016), jugador precoz de ajedrez, siete veces campeón nacional y juguete roto del franquismo.
He leído varios de esos libros escritos por autores españoles
–algunos cercanos– en estas semanas, y algún otro sin leer aún me espera
en la mesa. Entre los ya leídos, pienso en el ensayo de Jorge Freire que ha ganado el último Premio Málaga de Ensayo, o en San, el libro de los milagros (Acantilado), de Manuel Astur, o en Todo es verdad. Historias de amor y supervivencia (Sílex), de Recaredo Veredas. También ha ocurrido lo mismo con el ensayo Nostalgia del soberano (Libros de la Catarata), de Manuel Arias, con quien hablamos aquí, y con Diario de cabotaje. Una inmensa soledad (Anantes), primer tomo de los diarios de mi hermano Rafael García Maldonado.
El último que he leído ha sido El peón, del escritor valenciano Paco Cerdà,
primorosamente publicado por la riojana Pepitas de Calabaza, misma
editorial de su anterior y espléndido Una crónica muy particular de la
despoblación española previa a que el asunto comenzara a tratarse de
forma tan habitual en nuestros medios y parlamentos. Como toda buena
literatura, El peón trasciende el tema que le sirve de guía o mcguffin, en este caso la vida de Arturo Pomar
(1931-2016), jugador precoz de ajedrez, siete veces campeón nacional y
juguete roto del franquismo, que lo utilizó en competiciones nacionales e
internacionales hasta que dejó de servirle, como con tantos otros.
No es que la vida de Pomar –Arturito Pomar en la España oficial que así lo bautizó– no tenga interés. Al contrario, pero El peón va más allá, hasta componer un collage
de ambiente de la época con personajes secundarios de un siglo XX
marcado por las guerras, civiles, frías o mundiales. Escenarios en los
que los peones pasan desapercibidos o son despreciados en beneficio de
hombres de Estado, héroes oficiales, prebostes o grandes
acontecimientos. Por eso, este es un retrato veraz del cutrismo
franquista, de los sonidos rotos y metálicos del No-Do, del blanco y
negro del subdesarrollo enmascarado en la épica de cartón piedra de
nuestra dictadura: una era de discursos grandilocuentes, inauguraciones
de pantanos y de denuncia de contubernios judeomasónicos en Múnich que
pretendían enmascarar el sufrimiento soterrado de una sociedad todavía
traumatizada.
El niño prodigio utilizado por el franquismo
Arturito Pomar, nacido en Mallorca, recorrió España y el mundo
participando en exhibiciones, que dejaban más dinero que las
competiciones –y el recuerdo de la miseria de la posguerra estaba aún
presente–. «La gesta asienta en España el mito de Arturito, lo
internacionaliza a través de los periódicos y las revistas, y desata un
proceso de deificación oficial del niño prodigio: el icono de un país
sin iconos deportivos, la épica propagandística de una sociedad
instalada en la insulsa y mediocre prosa», escribe Cerdà, que advierte
del corolario: «[Arturo Pomar habrá de estar a la altura de Arturito
Pomar. O sea, a la altura de un niño prodigioso]».
El Peón amplía el foco espacial y temporal desde el
franquismo hasta Vietnam, pasando por las luchas contra el
segregacionismo de los negros en Estados Unidos o la evolución de las
izquierdas europeas. Por estas páginas aparecen peones como las mujeres
de los mineros españoles, amas de casa, maquis, presos políticos como
Marcos Ana, estudiantes negros norteamericanos como James Meredith en
los EE UU de la década de los 60, o figurantes importantes de la Guerra
Fría como el piloto militar Francis Gary Powers y el espía soviético
Rudolf Abel, presos intercambiados en un inhóspito puente en una Berlín
dividida.
También personajes que nos son más familiares, como Marylin Monroe,
el falangista disidente Dionisio Ridruejo o los niños actores Joselito y
Marisol en España. Todos signados por su condición de peones, con todas
sus servidumbres, pese al brillo de las lentejuelas ocasionales: «Rey,
dama, torre, caballo y alfil. Todos pueden deshacer sus movimientos:
desandar el camino, regresar al origen, rectificar. Solo el avance del
peón es irreversible. Condenado a moverse siempre hacia adelante, es el
único incapaz de volver atrás». El estilo sobrio y equilibrado de Cerdà
hace que la crónica se desarrolle en un ambiente neorrealista
especialmente emotivo cuando se describe la última etapa de la vida de
Pomar –y los padecimientos epistolares de Ridruejo y su familia–.
Pomar comenzó un declive del que no fue ajeno ni el uso fraudulento y
folclórico que de él hizo el franquismo, ni sus sobrevenidas recaídas
anímicas, ni el final de las utopías políticas de la modernidad. En
1966, como en un canto final de cisne, participó en el Torneo
Internacional de Ajedrez de Estocolmo ante otro juguete roto de la
Guerra Fría, el ajedrecista norteamericano Bobby Fischer (1943-2008),
que murió apátrida, antisemita y perturbado. Los movimientos de Pomar en
aquella partida encabezan los capítulos de este libro, como una fuga
sin vuelta atrás hacia ningún lugar: el destino de las comparsas.
De mito a cartero
El de Pomar es un destino trágico, no tanto por la vida que llevó,
como por el mito que se construyó a su alrededor y con el que era
inevitable compararlo. Se casó, tuvo hijos, enviudó. Estudió oposiciones
y trabajó como uno más, no como mito deportivo, sino como cartero en
Ciempozuelos y, posteriormente, Barcelona. El peón es, por eso,
un libro con aire desesperanzado, con sabor a derrota, aunque también a
justo homenaje. Las declaraciones de Fischer cuando supo de la vida de
su rival son el mejor resumen: «Pobre cartero español»: con lo bien que
juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo.
PS: soy poco dado a mirar las notas finales y los anexos en los
libros narrativos –aunque sean de no ficción–, pero en este me llamaron
la atención los numerosos detalles que Cerdà había escrito sobre el
aspecto de calles en Helsinki o qué día hacía en alguna ciudad en los
años 60. Me costaba pensar que el autor se hubiera concedido la
licencia, siendo un periodista tan puntilloso respecto a datos y hechos.
Según nos relata en dicho apartado final, ha utilizado Google Maps para
«trasladarse» a los escenarios de su historia y ha consultado los
registros meteorológicos históricos volcados en la Red. Además, ha
traducido documentos del islandés y otras lenguas minoritarias en el
traductor de Google para documentarse. Chapeau.
Fuente → elasombrario.com
No hay comentarios
Publicar un comentario