El 16 de abril de 1936, tres meses antes de la insurrección militar, Manuel Azaña
se dirigía a las Cortes, en calidad de presidente del Consejo de
ministros: "¿Y es que vosotros creíais, o alguien creía que la República
iba a ser siempre o iba a nacer para un régimen de inmovilidad, para un
régimen de contemporización, para un régimen de conservación de todos
los abusos o de todos los errores, o de todos los desaciertos que
causaron el hundimiento de la monarquía? No, no. Esto no lo podía
esperar nadie. Ya sé yo que cuando la República se puso a dar los
primeros pasos, muchos que habían sido simpatizantes con la idea
republicana, cuando era elegante ser republicano, con comodidad, dijeron
al ver marchar la República: “¡Ah! ¡Esta no es la República que
habíamos soñado!”
El advenimiento de la República daba paso, en efecto, a un tiempo incierto, aún por definir
Un par de meses antes, en Toledo, había añadido en puertas del
triunfo electoral de febrero: "¿Por qué? Pues porque muchas gentes de
España, lanzadas al sentimiento republicano por motivos que desconozco,
creían que la República era de mentirijillas y que íbamos a tener una
República consistente en quitar a Alfonso XIII para poner otro señor con
sombrero flexible y un poco menos bien vestido que el rey. Y que íbamos
a tener las mismas oligarquías gobernantes, los mismos caciques, los
mismos recaditos subalternos, las mismas conferencias en los gabinetes
de los políticos, los mismos emisarios en provincias, la misma red
opresora del pueblo español. Cuando vieron que nosotros, unos cuantos,
unos cuantos cientos, unos cuantos miles, habíamos tomado en serio el
régimen republicano, empezaron a proferir grandes gritos: “¡Esto no es
la República! Estas gentes son unos perseguidores de la sociedad,
enemigos de la Libertad, que van a destrozar la economía nacional. ¡Y
este señor, Azaña! ¡Ah! ¡Este señor Azaña es un chofer loco que nos
lleva al abismo!
El advenimiento de la República daba paso, en efecto, a un tiempo
incierto, aún por definir. Más que conquistarse aquella, colapsaba, una
vez más, la monarquía. Pero el paso al costado del rey –en realidad, Alfonso XIII ni
siquiera abdica en su Manifiesto–, y la formación del primer gobierno
provisional ya pergeñado en San Sebastián, no parecía desafiar la
tradicional comprensión aristocrática del Estado.
La irrupción de un excepcional outsider como Azaña, capaz de aunar insospechadas sinergias republicanas, iba a desbaratar todas las presunciones. Sólo dos meses después, las elecciones a Cortes constituyentes determinaban un claro mandato progresista
Si los ultras monárquicos comenzaron a conspirar desde el mismo
nacimiento de la República, a ojos del pensamiento liberal conservador
mudado al republicanismo, el nuevo consenso no prefiguraba una vertiente
social especialmente significativa. Connotados conservadores católicos
como Maura y Alcalá Zamora simbolizaban un oficialismo director llamado a confluir con los serenos ímpetus republicanos liderados por el siempre agradecido Lerroux.
Repasemos en palabras de Solé Tura y Eliseo Aja, la fisonomía del gabinete de Concentración que nace del nuevo proceso constituyente: “Alcalá Zamora y el ministro de Gobernación, Miguel Maura, eran católicos conservadores y habían servido a la monarquía; Alejandro Lerroux y Martínez Barrio,
eran los dirigentes del partido radical, de un republicanismo
histórico, cada vez más conservador. El PSOE [pilar colaborador, no ha
de olvidarse, de la dictadura alfonsina] estaba representado por tres
ministros: Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y Largo Caballero, el líder de la UGT. Nicolau D’Olwer y Casares Quiroga eran regionalistas, catalán y gallego, respectivamente. Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz pertenecían
al partido radical-socialista, que como la Acción Republicana de Azaña
era un partido de clases medias, ilustrado y anticlerical”. En La
Pobleta, el propio Martínez Barrio confesaría a Azaña que ya en 1933 el
partido radical apenas albergaba en sus filas 40 o 50 escaños
verdaderamente republicanos. "Los demás eran tanto o más monárquicos que
Gil Robles". En otras palabras: Pase, pues, la República, pero pase una
República que no desafíe, más allá de la expulsión del rey, los
principales fundamentos heredados. Este era, si así puede condensarse,
el pensamiento imperante en buena parte de la clase política moderada
que saludaba la llegada de la democracia.
La irrupción de un excepcional outsider como Azaña, capaz de aunar
insospechadas sinergias republicanas, iba a desbaratar todas las
presunciones. Sólo dos meses después, las elecciones a Cortes
constituyentes determinaban un claro mandato progresista. El presumible
entendimiento de conversos ex monárquicos y lerrouxistas, se veía
superado por una coalición de republicanos progresistas en conjunción
con el PSOE. Para estupor de la gran reacción católico-monárquica en
ciernes, comenzaba a construirse un país en clave progresista: reforma
militar, separación Iglesia-Estado, relaciones laborales, cuestión
territorial, reforma agraria, derechos de la mujer, educación laica...
Todo sin la tutela de los tradicionales grupos rectores: Ejército,
Iglesia y oligarquías financiera y señorial.
El 14 de abril de 1931 todo estaba, en efecto, por hacer. El 5 de julio de 1937, Louis Fischer, corresponsal norteamericano en España, respondía a la curiosidad de su entrevistado, Manuel Azaña,
respecto a la perspectiva que le merecían los últimos años de la
historia de España. "Para mí –respondía Fischer–, el proceso más
interesante es la emergencia de la nación española".
Ciertamente, el pueblo español buscaba, desde hace más de un siglo,
una nación que no había sabido o podido construir. Lejos de permanecer
en la impostura como había sucedido hasta ahora, aquella burguesía
reformista se lanzó a la siempre postergada creación de aquella. ¿Pero
dónde había quedado aquel presumible moderantismo? No tardaron en
retraerse quienes nunca albergaron verdadero espíritu transformador. Una
cosa era consentir el advenimiento reformista-democrático; otra muy
distinta, que sus protagonistas, lejos de pervertirse como de costumbre,
pretendieran transformar de raíz el país en detrimento de sus
tradicionales castas dirigentes.
Con el fracaso del primer Golpe de Estado en agosto de 1932 llegaron los contactos con la Italia fascista. En marzo de 1934 Mussolini ya
garantizaba su apoyo al nuevo Golpe. Poco importaba el acceso de las
derechas al poder y el regreso a los modos monárquicos. A ojos
conservadores, la Constitución resultante no era satisfactoria; menos
aún, a ojos ultras, el incierto exotismo democrático. Con el regreso de
las izquierdas al gobierno sólo quedaba certificar la vuelta a la
dictadura para garantía de los tradicionales intereses a preservar.
Violentada por los monárquicos a un lado, por el hambre en el agro y el
anarco-sindicalismo al otro, la República precisaba de un Estado fuerte
del que carecía. Lejos de defenderlo, los damnificados por la llegada de
la democracia, prefirieron asaltarla. Tras la restauración de la
monarquía por parte de Franco, aquellos mismos altos intereses
moderarían, pasadas cuatro décadas, la segunda transición.
En puertas del exilio escribe Machado en su Juan de Mairena:
"Veamos el caso de una nación como la nuestra. Pobre y honrada. En ella
unos cuantos hombres, de buena fe, nada extremistas, nada
revolucionarios, tuvieron la insólita ocurrencia, en las esferas del
gobierno, de gobernar con un sentido de porvenir, aceptando,
sinceramente, como bases de sus programas políticos, un mínimum de las
más justas aspiraciones populares, entre otras la usuraria pretensión de
que el pan y la cultura estuvieran un poco al alcance del pueblo. Se
pretendía gobernar no sólo en el sentido de la justicia, sino en
provecho de la mayoría de nuestros indígenas. Inmediatamente vimos que
la paz era el feudo de los injustos, de los crueles y de los menos. Y
sucedió lo que todos sabemos: primero la calumnia insidiosa y el odio
implacable a aquellos honrados políticos, después la rebelión hipócrita
de los militares, luego la rebelión descarnada, la traición y la venta
de la patria de todos para salvar los intereses de unos cuantos. Y
vosotros me diréis: ¿Cómo es eso posible? Yo os contestaré: el por qué
de esa monstruosidad se ve muy claro desde el mirador de la guerra. La
paz circundante es un equilibrio entre fieras y un compromiso entre
gitanos (perdón, ¡pobres gitanos!, es un decir), llamémosle mejor un
gentlemen’sagreement.
Fuente → nuevatribuna.es
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