Lisístrata no pone cañas a fachas
 

El chantaje de la supervivencia es duro, pero a veces no todo vale
 
Lisístrata no pone cañas a fachas:
Ignacio Pato

El titular es la fantasía de una profesión que necesita clics para estar al día en el alquiler. “El chino facha se queda sin bar: ‘me dicen que no lo quieren alquilar a un fascista’”. Al parecer, el propietario no le renueva el contrato porque, dice el propio Xianwei, “no quieren fachas en su edificio”.

No es este el lugar en el que piropeará a una empresa inmobiliaria llamándola “antifascista”. Menos aun dar pábulo a un victimismo facha -cómo se puede ser a la vez de extrema derecha y víctima de nada en este país lo dejamos para otro día- que a poco que se rasque esconde un fin de contrato de alquiler con una subida de 1.700 a 5.000 euros mensuales.

Es que resulta que los fascistas están en este mundo, entre nosotros. No han salido de unas vainas. Viven en sociedad y hacen cosas tan mundanas como pedir una cerveza en un bar. Negársela puede ser una contribución a la democracia. Lo saben en Alemania, donde el Borussia Dortmund hace años que tiene en su estadio carteles y pegatinas con el lema “No hay cerveza para los racistas”. Se sumaba a una campaña que tiene ya una década: los camareros de Regensburg, Baviera, hartos de agresiones a un colectivo con notable presencia de trabajadores migrantes, pusieron en marcha “Ningún servicio para los nazis”, al que se adhirieron centenares de locales en esa y otras ciudades.

Siguiendo el ejemplo, hace apenas cuatro meses una heladería de Hamburgo hizo rabiar al partido AfD porque en su escaparate puso el aviso “No hay helado para nazis”. A servirle uno a Matteo Salvini se negó una dependienta de Milán hace un par de años. “No sirvo a racistas”, se enfrentó, y se fue de la heladería. El dueño no salió en su defensa ni en aquel momento ni públicamente en redes después. “Los clientes son todos iguales”, dijo. La trabajadora, contratada a través de una Empresa de Trabajo Temporal y en periodo de prueba, perdió el puesto.

La objeción de conciencia contra el Mal, digámoslo así, existe desde siempre y en diferentes grados. La última película de Terrence Malick, estrenada hace solo unas semanas, va sobre la vida de Franz Jägerstätter, un campesino que se negó a ser luchar para el III Reich y fue ejecutado. A menudo romantizadas y reducidas a posturas idealistas, estos boicots pueden tomar caracter colectivo y una fuerza enorme.

La huelga sexual de Lisístrata -“la que disuelve el ejército”- era un “no hay relaciones con los violentos” con el objetivo de forzar el fin de la Guerra del Peloponeso. Medio y fin de la mano. El movimiento insumiso fue, hace menos, otro ejemplo de cómo cambiar el curso de la Historia a través de una negativa a prolongar una inercia normalizada. Era a partir de un rechazo, en ambos casos, que se abría el camino a la paz, a la seguridad, a la vida.

Esta semana hemos sabido que un vecino de Aluche se ha negado a hacer la instalación eléctrica de una nueva casa de apuestas en el barrio. Muchos cerrajeros y bomberos llevan años oponiéndose a colaborar en los desahucios. Nos recuerdan con sus ejemplos que el chantaje de la supervivencia de quien tiene como activo poco más que la fuerza de trabajo es duro, pero que a veces no todo vale.


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