LA ÚLTIMA NOCHE DE JUAN CARLOS I (UN RELATO NOIR)

LA ÚLTIMA NOCHE DE JUAN CARLOS I (UN RELATO NOIR)
: Juan Carlos I abrió los ojos en la cama. Estaba completamente desnudo y no recordaba nada de la noche anterior. Notó un sabor herrumbroso en la boca. Era sangre, pero no era suya.

Se incorporó trabajosamente en el colchón. A su lado descansaba el cuerpo sin vida de una joven negra. Otra vez. El monarca le apartó el pelo para verle la cara. No pasaría de los veinte años.

En el suelo, no muy lejos de la cama, había varias botellas de whisky, tres linces ibéricos empalados en el atizador de la chimenea y un oso panda violado con un consolador de oro. Había sido una de esas veladas.

Intentó salir de la cama, pero las rodillas se negaron a obedecerle. Tocó la campana que había en la mesilla. Su leal consejero tardó apenas diez segundos. Al entrar, miró el oso panda de reojo, pero no dijo nada.

—Majestad. Buenos días.

El rey emérito se apoyó en él para levantarse. Luego señaló a la chica muerta con el mentón sin afeitar.

—¿Quién era?

—Se la mandó ayer el rey de Arabia Saudí, señor.

—¿Era matable?

—Salmán no dijo nada. Vamos pensar que sí.

Juan Carlos I asintió con gesto pensativo.

—Por si acaso no lo era, pide que le construyan otro AVE a La Meca.

—Pero ya tienen uno, majestad. ¿Para qué quieren otro?

—¡Pues que les pongan un vagón silencioso! ¡No me lleves la contraria, cojones, Fernando!

El monarca le apartó de sí de un empujón. Llevaba empujándole desde los años 70, pero ahí seguía Fernando. Un buen hombre. Un hombre leal.

Juan Carlos cogió su bastón y se acercó al oso panda. Contempló el consolador dorado. Tenía incrustaciones de rubí.

—¿Eso es mío?

—Sí, majestad. Se lo regaló John Edgar Hoover en 1971, cuando fueron juntos de fin de semana a Budapest.

—Ah, sí, ya me acuerdo. Vaya pieza estaba hecho ese Hoover. —Señaló el ano del oso con el bastón—. Sácalo de ahí y ponlo en una vitrina.

—Majestad… —empezó a decir Fernando, pero dejó la frase en el aire. El rey emérito le contempló con gesto impaciente.

—¿Qué?

Fernando buscó las palabras vagando la mirada por la sangre de la alfombra persa.

—¿Me quieres decir qué pasa?

—Es Corinna, majestad. Ha dicho que va a demandarle.

—Mátala.

—No podemos, majestad. Está demasiado expuesta.

El rey se dejó caer en un sillón. Colocó el rostro entre las manos arrugadas. Parecía extenuado.

—Dios santo. Han sido los polvos más caros de mi vida. Entre una cosa y otra, esa mujer me ha costado ya más de 70 millones. ¿Acaso cree que me regalan el dinero?

—Le regalan el dinero, majestad.

—¡Porque me lo merezco! ¡Yo saqué a este país de la inmundicia, les di una Constitución, les di prestigio, Europa, qué sé yo! Pero ¿qué ha hecho esa fulana, eh? Debí pegarle un tiro en Botsuana cuando tuve ocasión.

—Arrepentirse por el pasado no lleva a nada, majestad. Necesitamos un plan de acción.

Juan Carlos quedó pensativo. Miró los linces ibéricos empalados. Los señaló con el bastón.

—¿Cuántos quedan?

—Sin contar estos, 732.

—Tráeme uno para cenar.

—Como ordene, majestad. Respecto al asunto de Corinna…

—¡Lo pensaré! —le interrumpió el monarca con virulencia—. ¡Me acabo de despertar, maldita sea!

—Desde luego, majestad. Disculpe.

Fernando hizo una reverencia y, tomando en brazos el oso panda, salió del dormitorio con sangre seca en la suela de los zapatos.

Juan Carlos quedó solo, desnudo en el sillón de cuero. Se sentía muy cansado y, como cada mañana, se preguntó cuánto le quedaría. Estimó que no mucho. Fue hasta el armario y abrió el cajoncito donde guardaba la Luger.

Con ella en la mano, abrió la ventana y contempló el frondoso jardín. Tomó una amplia bocanada de aire, apuntó al frente y vació el cargador contra los árboles mientras gritaba:

—¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!

Al otro lado de la puerta se oyó a un miembro del servicio que suspiraba y decía:

—Ya estamos otra vez…
 

Fuente → mimesacojea.com

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