¿Corona o cacerolas? ¡Cacerolas!


La crisis institucional de la monarquía se presenta a la vez que la crisis territorial del Estado. Habrá que debatir muy a fondo cómo se acomete la solución de ambas, que no puede ser sino republicana y federal a la vez
 
¿Corona o cacerolas? ¡Cacerolas!
José Antonio Pérez Tapias

No se trata de un dilema. Es una alternativa ante la cual, al preguntarnos con qué nos quedamos, si con la Corona o con las cacerolas, muchos respondemos: ¡cacerolas! Y de eso quiero hablar, aun sabiendo, como sabemos todos, que lo urgente es luchar contra la otra corona, sin mayúscula, la del coronavirus, con el que todos queremos acabar con el más potente cacerolazo sanitario. Pero vamos a la otra Corona.

Lo tenemos claro. Cuando en medio de la reclusión a la que estamos sometidos en nuestra batalla cotidiana contra el coronavirus, tras salir a ventanas y balcones para aplaudir en honor de quienes, con riesgo para sus vidas, ponen todo su empeño para cuidar, proteger y sanar las de los demás, decenas de miles de ciudadanos vuelven cacerola en mano, lo hacen para protestar contra los Borbones, padre e hijo, sobre los que ha recaído la Corona de la monarquía española. Para tal acción es motivo más que suficiente el conocimiento de las presuntas prácticas delictivas del rey emérito Juan Carlos I, el cual, tras recibir –que sepamos– cien millones de euros como comisión por mediar ante las autoridades saudíes para la contratación de infraestructuras del AVE, depositó esos dineros –seguramente también otros muchos “donativos”– en opacas cuentas paradisíacas, desde donde una bien abultada cantidad millonaria viajó como regalo, vía banca suiza, a cuentas de Corinna Larsen, por un tiempo pareja sentimental del monarca. Regalo tan generoso bien puede interpretarse como intento de comprar su silencio, dado todo lo que se sabe de enjuagues reales, máxime cuando otras vías como las emprendidas en “modo comisario Villarejo” o en “modo CNI” no han obtenido los resultados previstos. Tan escabrosos asuntos salen a la luz a la vez que la sociedad española en su conjunto libra una denodada batalla contra el coronavirus y eso hace que la reacción social por el comportamiento corrupto del monarca emérito conlleve una subida de muchos grados en el termómetro de la indignación ciudadana. Tiene toda la lógica del mundo que a la exitosa cacerolada que se convocó acompañara el clamor de que los cien millones escaqueados fueran entregados por el rey bribón a la causa del combate contra la pandemia, dada las necesidades imperiosas de financiación de recursos sanitarios que se ven escasear.

Tiene toda la lógica que a la exitosa cacerolada acompañara el clamor de que los cien millones escaqueados fueran entregados por el rey bribón a la causa del combate contra la pandemia
 
Con todo, las razones de la indignación o los motivos de la cacerolada no se agotan en la figura de Juan Carlos I. El actual jefe del Estado, el rey Felipe VI, no permanece indemne entre el fluir de los hechos, por más que intentara proteger la Corona y poner a salvo la monarquía renunciando por su parte a la herencia de una fortuna tan ilegalmente amasada –gesto político por cuanto jurídicamente no cabe renunciar a herencia alguna antes del fallecimiento de quien su destino estableciera–, así como privando al rey emérito de la cuantía anual que se le adjudica –cuantía desglosada de lo que los presupuestos del Estado fijan para la Casa Real–. Tales decisiones, aun con el valor que se les pueda atribuir por lo que suponen de crisis y rupturas en el seno de la familia Borbón, son jurídicamente discutibles, cuando menos, en tanto que parten del reconocimiento de unos hechos con toda la pinta de delictivos, silenciados y encubiertos. Además, las comentadas decisiones son políticamente inanes, por cuanto no alcanzan el objetivo de recomponer la imagen de la Corona y de rearmar la gravemente erosionada legitimidad de la monarquía.

Reparando en el hecho de que la cacerolada antiborbónica desde las ventanas que muchos ciudadanos y ciudadanas convirtieron en tribuna para su libertad de expresión tenía lugar a la vez que el rey Felipe VI se dirigía a la sociedad española, con discurso televisado que quería ser pieza oratoria de ánimo a la ciudadanía, apelación a la unidad, apoyo a profesional sanitario, policías y Fuerzas Armadas, y toda clase de trabajadoras y trabajadores en tareas indispensables aun en situación de confinamiento colectivo, es fácil darse cuenta, por contraste, por qué dicha alocución, dada la pose hierática y rígida de su emisor, de ninguna manera podía desplegar potencial comunicativo alguno. Después de todo, se explica tal envaramiento, pues en el trance pesaba sobre el jefe del Estado no sólo el estado de alarma en el que estamos, sino la alarma continua en la que él mismo se halla, toda vez que no dejaría de tener presente en su fuero interno que hablaba de lo que pesaba sobre la ciudadanía, incluyendo el dolor por las personas fallecidas a causa de la epidemia, a la vez que sabría que escamoteaba decir a esa misma ciudadanía una palabra sobre los desafueros de aquel de quien heredó el trono, sin ser creíble que no tuvo conocimiento de ellos. Es más, a la alarma se le sumaria la alerta al saber que el estruendo de las cacerolas podía interpretarse como señal que le urgía a una despedida…; no sólo despedida de quienes estuvieron escuchándole, sino despedida final. Es lo que puede verse como preanunciado, toda vez que los lamentables avatares de la Corona han hundido su capacidad simbólica, dando comienzo al ocaso de la institución monárquica. La cacerolada, sin que estuviera previsto en el programa, ha venido a dar la razón al político y jurista Óscar Alzaga, el cual, en debate sobre la inviolabilidad e irresponsabilidad que la Constitución establece para el rey (art. 56.3) afirmó, como quien formula una hipótesis-ficción, que “si el rey delinquiese nos encontraríamos ante el desprestigio y, por ende, ante el ocaso de la institución monárquica”.

¿Cómo negarse a una comisión parlamentaria para investigar los hechos en los que la Corona se ha visto involucrada?

La declaración de Óscar Alzaga en su día no queda hoy en una hipotética consideración in extremis. El extremo se ha alcanzado de facto. ¿Cómo negarse en tal situación a una comisión parlamentaria para investigar, al margen de los procesos judiciales que pudiera haber, los hechos en los que la Corona de la monarquía española se ha visto involucrada? Negarse a ello, acogiéndose a una interpretación abusiva de las mencionadas “inviolabilidad” y “no sujeción a responsabilidad” de los actos del Rey, lo cual está referido a sus actos como jefe del Estado y, en tanto que tales, refrendados por el gobierno según art. 65.2, es instalarse en una posición antidemocrática. En ella, desgraciadamente, se sitúa el PSOE al lado de PP, Ciudadanos y Vox, en lo que parece ser la continuación de otras conocidas maniobras de blindaje de lo que ha derivado, aunque no guste hablar de ello, en “régimen del 78” –dicho sea sin merma de los méritos de quienes con verdaderas convicciones democráticas hicieron posible salir de la dictadura franquista.

¿Por dónde continuar tras una cacerolada que no debe quedar en el olvido? Hay que seguir por la organización de todo un movimiento social a través del cual se encauce el malestar social y la indignación ciudadana a causa de una Corona que ya no está a la altura de las funciones que la misma Constitución le atribuye. Todos somos conscientes de que ahora, en lo inmediato, el esfuerzo colectivo tiene como meta superar la gravedad de la crisis sanitaria en la que estamos. El coronavirus no permite en estos momentos otra cosa que concentrar todos las energías, individuales y colectivas, en vencer la pandemia, atender a los enfermos, acompañar a los familiares de los muertos, ganar espacio para la salud pública, coordinarnos para todo ello con quienes padecen los efectos de la pandemia también allende nuestras fronteras, y preparar el esfuerzo colectivo para afrontar la crisis económica que la acompaña y las consecuencias sociales que vienen con ella. Pero no hay que perder de vista la crisis política en la que estamos, pues sus causas no van a desaparecer. Una Corona en condiciones tales que quien la ostenta no tiene credibilidad ya no es sostenible. Todo va a ser complicado, pues la crisis institucional de la monarquía se presenta a la vez que la crisis territorial del Estado. Habrá que pensar y debatir muy a fondo cómo se acomete la solución de ambas, que no puede ser sino republicana y federal a la vez.

Cuando ya no tengamos al coronavirus sitiándonos será momento de pensar cómo movilizar a la ciudadanía para que haga valer su posición contraria a esa Corona a la que ya no llega el crédito político

Sería una posición ingenua pensar que el rechazo antimonárquico que el cacerolazo supone significa ya una clara apuesta por la república como forma de Estado. En muchos de los que con sus cacerolas hicieron esa especie de ocupación del espacio público con sus cuerpos, aunque fuera desde la distancia a la calle de sus ventanas, cual “asamblea in fieri” que anticipa el ejercicio político de un demos capaz de decidir sobre su futuro, como muy bien lo trata Judith Butler en Cuerpos aliados y lucha política tras las huellas de otra filósofa como es Hannah Arendt, ya está actuando a buen seguro una viva conciencia republicana. Pero no es así en todos los que se sumaron a tal manifestación política. Por ello, además de ir clarificando de qué república hablamos cuando propugnamos república para España, hay que ir acrecentando la conciencia republicana de una ciudadanía progresivamente insertada en ese debate. Cuando ya no tengamos al coronavirus sitiándonos con su amenaza será momento de pensar cómo movilizar a la ciudadanía para que con sus cuerpos –incluyendo manifestaciones masivas al modo del 15-M o del 8-M, y no sólo con sus móviles a través de las redes– haga valer su posición contraria a esa otra Corona a la que ya no llega el crédito político que otrora pudiera acumular.

Es sabido que hay opiniones que coinciden con lo expuesto por el analista José Antonio Zarzalejos en la prensa: la solución pasa por el hecho de que el emérito Juan Carlos I se “autoexilie”, para descargar de tensiones la política española, aunque pareciera que se cumple una especie de maldición de los Borbones por ellos mismos una y otra vez provocada. ¿Pero cómo “autoexilio”? La dignidad de la palabra “exilio”, y más recordando a los miles y miles exiliados republicanos españoles tras la Guerra Civil, ha de impedir referirla a lo que sería realmente una fuga, por mucho que se adornara de falsas razones de Estado. Por lo demás, si se propone eso para quien dejó el trono en herencia a través de un proceso de abdicación exprés, realizado sin la ley orgánica que la misma Constitución manda para ello, ¿qué decir como propuesta para un heredero a quien la indignidad acumulada sobre la institución tampoco permite permanecer en ese trono? Un análisis ponderado, sin dogmas jurídicos ni autoengaños políticos, llega a la conclusión a la que apunta Javier Pérez Royo, por ejemplo, como constitucionalista: el tiempo de la Monarquía llega a su fin y de nuevo tenemos razones muy serias para que empiece el tiempo de un proceso constituyente. ¿Con otro exilio para quien es rey con el nombre de Felipe VI, según el orden dinástico recuperado por la dedocracia del dictador en momento previo a la misma Constitución y, por tanto, impuesto subrepticiamente con lo que fue el refrendo de ésta al que la sociedad española fue convocada en 1978? No hace falta que se vaya a exilio alguno, pues no procede algo así cuando en todo caso saldría, si así fuera, de un Estado democrático de derecho que protege y promueve los derechos civiles y políticos de sus ciudadanos. Imaginemos que el ciudadano don Felipe de Borbón, por el puesto desempeñado y la experiencia acumulada, bien podría hasta tener un sitio en ese órgano consultivo que es el Consejo de Estado. Su honestidad ética y su credibilidad política se verían así reconocidas al servicio de la república. ¿Hipótesis-ficción, como la de Alzaga? Estamos en un tiempo en el que las sorpresas que nos da la realidad superan cualquier construcción ficticia. Seamos osados al abrir brecha en los muros de la realidad. La cacerolada de una ciudadanía indignada ha sido real. Y entre Corona y cacerolas, elegimos cacerolas. Conciencia republicana obliga. 
 

Fuente →  ctxt.es

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