Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española:
Reseña de libros
Catedrático emérito de Historia Contemporánea. Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en historia del movimiento obrero y de la guerra civil española. Su último libro: «Guerra y revolución en Cataluña. 1936-1939″, Crítica, Barcelona, 2018.
Once años después de su libro sobre Ciudad Real durante los seis primeros años de la Segunda República, Fernando del Rey publica la continuación, centrada en la explosión de violencia que se produjo tras la sublevación militar con importante apoyo civil, entre julio de 1936 y los primeros meses de 1937. Como en su publicación anterior la base factual es microhistórica, aspirando también a sacar de ella interpretaciones y conclusiones de validez para el conjunto de la Segunda República en guerra, no sólo sobre la historia interna de la retaguardia sino de la política general de los gobiernos de la República, en el ámbito del orden público y la seguridad interior en aquellos tiempos de guerra. Con todo derecho persigue tener impacto no solo en el mundo académico sino en el conjunto de la sociedad española, en su compleja digestión de aquel pasado trágico que sigue gravitando sobre nuestro presente. Un libro intenso en afirmaciones y emociones, con abundancia de datos que constituyen una aportación empírica sobresaliente. Precisamente por la difusión que va a tener, que ya está teniendo en medios de comunicación, merece en mi criterio algunas observaciones críticas que someto asimismo a toda crítica. Antes de ello no quiero dejar de señalar algo que no va dirigido tanto al autor como al editor: sería más que conveniente, imprescindible si se aspira a tener lectores activos, añadir en este tipo de obras un anexo con el cuadro de detalle que se conozca de las víctimas (edad, lugar, día de su asesinato, condición social, afiliación o afinidad política), a beneficio de posteriores profundizaciones y estudios; si la cuarentena de páginas fuese considerada excesiva para la comercialización, siempre puede incluirse en un cd adjunto. Mis observaciones se agrupan en tres capítulos: la calificación de la violencia en el campo republicano – en Ciudad Real – como “violencia revolucionaria”; el uso de las fuentes utilizadas y algún vicio de exposición, que pueden inducir al lector a tomar como hecho el relato, no filtrado sino literalmente repetido, de aquellas fuentes; el tratamiento sesgado de la izquierda, el movimiento obrero, el Frente Popular y el gobierno republicano durante la guerra.
Papel moneda emitido por el ayuntamiento de Ciudad Real en 1937 (foto: miciudadreal.es)
¿Qué violencia?
El problema mayor del libro de Fernando del Rey es para mí su obstinación en darle a la violencia un único adjetivo: “revolucionaria”. Esa posición, ideológica, le lleva no a interpretar los hechos -cuyo contenido concreto por él mismo detallado las más de las veces no se ajusta a tal atributo- sino a acomodarlos, incluso a organizarlos en el relato, para ejemplificar su tesis. No es una posición excepcional, es habitual en una parte de la historiografía y está muy presente en la divulgación, el relato mediático y, AHORA MÁS INTENSO desde el renacimiento de la extrema derecha en España, en el discurso político. Fernando del Rey puede haber percibido el abuso de esa calificación por lo que en la introducción del libro puntualiza: “una violencia que se califica aquí de “revolucionaria” –y no de republicana- en cuanto que fue inspirada y amparada por las fuerzas que protagonizaron el proceso de cambio acelerado abierto tras la insurrección militar en los territorios que los golpistas no consiguieron doblegar” (pág. 19). Esa puntualización es, sin embargo una confesión del prejuicio de tal calificación, de su connotación ideológica: es violencia revolucionaria porque es la violencia de los revolucionarios; formulación subjetivista a la que pretende acomodar la realidad. Una de las carencias más sorprendentes del libro de Fernando del Rey es la explicación del proceso revolucionario que da por supuesto. La reiterativa afirmación de la “violencia revolucionaria” no va acompañada por ninguna concreción sobre transformaciones revolucionarias en Ciudad Real ¿Qué es entonces la “revolución”? Apenas si se nos dice que la revolución son los comités; en una ocasión se aludirá –y nada más- a la colectivización forzosa del sistema productivo y a “una profilaxis cultural radical” que aclara que es “la liquidación de toda presencia de la simbología y práctica religiosa en los espacios públicos” (pág. 226). Contenido no concretado, incompleto e inadecuado para identificar tal revolución; que es social y proletaria, puesto que se está hablando de socialistas, comunistas y anarquistas.
Campesinos de Membrilla (Ciudad Real). Foto del artículo de Víctor Manuel Arias «Membrilla, la pequeña Rusia», incluido en acolosfaranduleros.blogspot.com)
El salto de la laicización hasta la persecución de la práctica privada de una religión, es una medida sin duda radical pero no es en sí misma un proceso de revolución social proletaria. El lector buscará en vano en qué, dónde y cómo se concretó la colectivización forzosa en Ciudad Real. El contenido nuclear de una transformación social, el que afecta a la propiedad, brilla por su ausencia en las páginas del libro; cuando Ciudad Real, con un pasado reciente de importante movilización campesina fue una de las provincias en que mayor incidencia tuvo el proceso de ocupación y colectivización de la tierra, que alcanzó algo más del 52% de la superficie útil. Para discriminar el alcance de la “violencia revolucionaria”, no en términos subjetivistas sino objetivos, habría sido imprescindible correlacionar ese proceso de expropiación y colectivización con las acciones de violencia. Convertir en sí mismo la constitución de comités en un proceso revolucionario, sólo podría aceptarse si esos comités se hubiesen constituido en poder alternativo a las instituciones del estado republicano. Fernando del Rey no aporta ninguna explicación sobre esa asunción de poder alternativo; por el contrario reconoce la supervivencia, si bien debilitada, de los gobernadores civiles, limitándose a calificar la relación entre comités y gobierno civil como una cuestión de resignación o de connivencia, sin aportar concreción sobre la correlación entre la fuerzas de que disponen cada uno de ellos. ¿Qué hicieron esos comités en el ámbito de la gestión, más allá de su actuación represiva? ¿Disputaron realmente el poder a las instituciones del estado? Eso no lo hicieron ni siquiera en Cataluña, donde nunca hubo una situación de doble poder, sino, como máximo y solo durante las convulsas semanas iniciales de la guerra, una situación de dualidad en el ejercicio de algunas funciones del poder. Los comités no hicieron ninguna revolución, no fueron soviets, ni consejos; lo que hicieron fue ocupar los vacíos generados por la sublevación militar y civil y por las erróneas decisiones del gobierno Giral en el ámbito del ejercicio de la fuerza militar y policial. No fueron alternativos, fueron sustitutivos y en esta condición tuvieron una vida transitoria; por más que resultara trágica, tan trágica como la guerra. En definitiva, la revolución queda reducida en Retaguardia Roja a la violencia; la revolución es la violencia. Algo que podría corresponder al ámbito de las percepciones, pero no al de las realidades objetivas.
Por otro lado, en Ciudad Real, como en Madrid, Cataluña o Valencia, los ejecutores de esa violencia, los victimarios, no fueron solo partidos y militantes de formaciones revolucionarias. En ella estuvieron implicados también los republicanos, en proporción a su presencia activa y su peso político en cada territorio; y no solo los de izquierda sino el republicanismo centrista del Frente Popular -Unión Republicana, Acción Catalana Republicana en Cataluña, o las disidencias valencianistas del blasquismo- sin ningún interés en ninguna transformación social sistémica, que por el contrario procuraron frenarlas o reducirlas al mínimo. Ni siquiera el contenido subjetivo del ejercicio de la violencia tuvo, por tanto, una sola pauta.
Salvoconducto emitido por el comité de control de Santa cruz de Mudela en septiembre de 1936 (foto: anuncio en eBay en febrero de 2020)
Está fuera de discusión que hubo una explosión de violencia en la retaguardia republicana tras producirse la sublevación y comparto con Fernando del Rey en que, si bien en un primer momento pudo haber algún tipo de espontaneidad, pronto se organizó desde las formaciones políticas y sindicales implicadas en la lucha contra la sublevación; sin perder de vista, añado, que esa sublevación no fue exclusivamente militar y tuvo desde su fase conspirativa un importante componente civil que trasladó desde el primer instante el conflicto a muerte que es una guerra al seno de la sociedad. Pudo haber incontrolados, o deficiencias de control, pero la gran mayoría de acciones violentas fueron por decisión y obra de comités y patrulleros; que en el verano de 1936 se erigieron en policías, jueces y verdugos, en la fase de mayor debilidad de la autoridad republicana central. En Barcelona se creó un Cuerpo de Patrullas de Control, referente principal de las milicias de retaguardia para toda Cataluña, integrado de acuerdo a una proporción pactada -y por este orden- de anarquistas, republicanos, socialistas unificados (comunistas) y poumistas; en su sede central instituyeron un tribunal interno que tomó las decisiones de puesta en libertad, encarcelamiento o ejecución de los detenidos. En el resto de Cataluña esa función de policía y juez fue asumida por los comités de defensa y ejecutadas por sus milicianos o patrulleros. Y comparto también con Fernando del Rey que las ejecuciones ilegales que llevaron a cabo todos ellos merecen la calificación de asesinatos; aunque también he de añadir que no fueron tales los cumplimientos de sentencia de los tribunales legalmente constituidos a partir del otoño de 1936, fuesen los denominados tribunales populares, los de urgencia, o cualesquiera dimanado de un decreto ley gubernamental, que resultaron luego convalidados por las Cortes republicanas. La represión de retaguardia tuvo un antes y un después a partir del otoño –aunque la reposición en la práctica de la legalidad tuviera sus tiempos, como el restablecimiento pleno de la autoridad institucional-, pero la diferencia no estuvo en que fuera “caliente” o “fría”, sino que se sujetara a la decisión de los organismos judiciales; de una justicia que, en tiempos de guerra, tuvo que ser forzosamente extraordinaria. Y coincido también con Fernando del Rey en que el estudio de esa violencia homicida se convierte en una espantosa bajada a los infiernos; que remueve todas las emociones y sacude la razón de los historiadores que la investigan, cuyo objetivo ha de ser que se conozca de la manera más objetiva posible por la sociedad. Forma parte de la digestión definitiva de la guerra civil.
Orden de detención de dos vecinos de Ciudad Real que posteriormente serían asesinados (imagen: Causa General del A.H.N., Subdirección General de los Archivos Estatales, Ministerio de Cultura)
Ahora bien, para que ese conocimiento sea objetivo y fructífero ha de superar también los simplismos, que siguen oscureciendo o deformando la realidad; como lo hizo en su momento la propaganda de guerra, reconvertida hoy en una suerte de propaganda del recuerdo de la guerra. Reducir la violencia a “violencia revolucionaria”, y hacerlo además desde esa perspectiva subjetivista, deforma aquella realidad, sea en Ciudad Real o en Cataluña. La violencia fue poliédrica, un objeto con muchas caras. Tuvo no una sino diversas naturalezas y formas y no es irrelevante relacionar una cuestión con otra. Caras de venganza social y política, de ajustes de cuentas de conflictos pasados y presentes, de acción vinculada a la expropiación y la colectivización, y sobre todo hubo violencia de guerra. La mayor parte de los ejemplos más importantes que se detallan en Retaguardia roja son de violencia de guerra; el problema es que el libro empieza estableciendo su definición general como “violencia revolucionaria” y no descubrimos – nos lo revela el autor- que era violencia de guerra cuando ya lo vamos acabando y se entra en algún detalle del cuadro cuantitativo. Entre tanta descripción de sangre y odio la etiqueta de “revolucionaria” se impone como explicación simple y más asimilable. Se diluye en esa etiqueta única el hecho complejo de que cuando en la gran mayor parte de los casos se relaciona el acto violento con algo, ese algo es o bien algún hecho de guerra o bien la existencia de una conflictividad de fondo; y no la presupuesta y morbosa vocación violenta de los “revolucionarios”. Y en el caso de la conflictividad de fondo se diluye todavía más por cuanto Fernando del Rey reduce su explicación a determinadas expresiones o circunstancias políticas del estricto período republicano: enfrentamientos con motivo de las elecciones municipales de 1931, las generales de 1933 o la intentona insurreccional de octubre de 1934.
Milicianos de Ciudad Real en Madrid en 1936 (foto: ABC)
Brilla por su ausencia cualquier reflexión –no digamos ya análisis- de historia social de la violencia en la provincia de Ciudad Real que, obviamente, habría que remontar más allá del período republicano. Algo que quizás tenga que ver con el prejuicio que Del Rey tiene sobre la Segunda República o con esa inversión de términos, absolutamente sorprendente, según la cual para él “la revolución alentó el odio de clases” (pág. 154); con la visión idílica de armonía, de supuesto respeto de las jerarquías sociales, de reconocimiento – implícitamente agradecido- de vinculaciones y deudas personales que caracterizarían según el autor las relaciones sociales en Ciudad Real, y que habrían cambiado “de la noche a la mañana” a causa de “la guerra y la revolución”. Sólo teniendo en cuenta las escasas pinceladas de conflictividad política – en Pedro Muñoz y Herencia- dadas por el propio autor habría que ponerse en guardia ante esa pintura arcádica de la Ciudad Real y ese repentino derrumbe moral de las jerarquías sociales. E incluso él no deja de estar en guardia, aunque tan someramente que ni lo advertimos, cuando escribe sobre el caso de Campo de Criptana: “Como casi todas las grandes villas de la comarca de La Mancha de Ciudad Real, la República también se caracterizó aquí por una intensa conflictividad en torno a las relaciones de trabajo, la cuestión religiosa y el control de la corporación municipal” (pág. 260). Aunque insista en vincular República y conflictividad, de manera sesgada, obviando las razones y manifestaciones de fondo de la conflictividad, que van más allá de la República.
Campo de Criptana en 1933 (imagen: objetivocastillamanancha.es)
El factor republicano y subjetivo es sobredimensionado en la consideración de la conflictividad. Valdepeñas, dice, la alta conflictividad “obliga también aquí a mirar las experiencias de confrontación previa, parcialmente relacionada con los límites de la estructura productiva y la crisis del mercado de trabajo de los años treinta” (pág. 271). Sin apenas profundizar en esas estructuras, Del Rey relativiza no obstante su impacto con una nueva batería de argumentos subjetivos, a los que hemos de rendir fe porque no nos da más aclaración: “la ausencia de líderes dispuestos a la negociación, las mediaciones ideológicas y la circunstancial intransigencia de los actores en presencia constituyeron factores tanto o más importantes que los límites y estrangulamientos del mercado de trabajo” (pág. 272). Es decir que el problema, una vez más fue la mediación ideológica de los trabajadores que reaccionaron a la falta de trabajo, la radicalización de sus líderes; la de éstos, porque en el contexto de la obra no queda claro que también la intransigencia corresponda a los propietarios, a los patronos. Lo parcial no es la relación, sino el análisis que Del Rey hace de esa relación.
El odio de clase es contemplado en una sola dirección. Escribiendo sobre Puertollano afirmará que “la fuerte implantación de las organizaciones obreras vocacionalmente revolucionarias – socialistas y anarquistas- en esa cuenca minera desde finales del siglo XIX explicaría el particular peso de la violencia en la zona” (pág. 231). En otras palabras, que el conflicto tiene su origen en la organización de los obreros en formaciones con voluntad de transformar el sistema social. Las afirmaciones de Del Rey, tal y como las formula, son ideológicas, no historiográficas.
Mineros de Puertollano en 1936 (imagen: Mundo Gráfico núm. 1277)
La mayor parte de las vinculaciones concretas que se hacen de la violencia tienen que ver con la guerra. El propio Del Rey lo afirma, llegando a reconocer la relación cronológica entre los episodios de violencia y diversos hechos de guerra, ya sea el paso de milicianos de ida o de vuelta al frente de Extremadura, los bombardeos sufridos, la cercanía de escenarios de guerra como el de Villarrobledo, las noticias que llegaron – a través de la prensa o de los refugiados que llegaban a la provincia- de las masacres de los sublevados en Extremadura, las informaciones sobre el avance de las tropas de Franco en dirección a Madrid…. Del Rey reconoce como determinante, y nada parcial, todos esos hechos de la guerra y, no obstante, se obstina en seguir calificando la violencia de revolucionaria y no de guerra. Rechaza que esa violencia sea “defensiva” como sostuvo Ledesma, refiriéndose a la defensa ante la sublevación. Y todo eso lo hace recurriendo a un argumento circunstancial, de mira reducida: que en Ciudad Real no hubo apenas sublevación y que la provincia, excepto en su parte más oriental y en los primeros meses, no fue escenario directo de guerra. Para empezar él mismo recuerda el eco en Ciudad Real de la guerra en las poblaciones cercanas de Córdoba, o la presencia de milicianos de la provincia en el frente de Extremadura. Es inconsistente, aísla de la guerra a Ciudad Real sobre el supuesto de su condición formal de provincia, como si la “frontera” administrativa estuviera presente en las mentes de sus habitantes, condicionando sus actos. Se olvida de que no es una guerra entre naciones, en la que la frontera si es objetiva y subjetiva, sino una guerra civil, en la que no hay fronteras y en la que la retaguardia también es un frente. La respuesta a esa pretensión de que la sublevación y la guerra no pudo ser factor explicativo de la violencia está en sus propias palabras: “Como todo el mundo constató al instante, al producirse el golpe de los militares rebeldes se puso en juego la más elemental lucha por la supervivencia, dentro de un espacio reducido donde su vecino de toda la vida podía ser tu peor enemigo. Al fin y al cabo, se trataba de una guerra civil” (pág. 385). Una guerra civil, sobre todo y en primer lugar. Un escenario de consideración del otro, del que no es de los nuestros, como un enemigo potencialmente mortal; un escenario que facilita el ajuste de cuentas y la venganza: una venganza como la masacre de 21 personas en Castellar de Santiago, que no un acto de “violencia revolucionaria», a la que se dedica todo un capítulo, el cuarto, apenas iniciado el libro.
Fotografía incluida en el libro de Francisco Alía Miranda La guerra civil en retaguardia. Ciudad Real 1936-1939, Diputación Provincial de Ciudad Real, 2005)
¿Cómo calificar entonces esa oleada de violencia? Pues atendiendo a su complejidad y no simplificándola en una etiqueta única. La etiqueta única se convierte en un acto ideológico que obliga a forzar la realidad para incluirla en ella. Puede ser un recurso comercial, comunicativo, pero no es un acto científico, deforma el oficio de historiar. Más que calificar se ha de identificar relacionando con causas y no solo con causantes; y si por razones de economía de redacción hemos de recurrir a una fórmula breve es mejor que la construyamos con alguna característica que siendo parcial sea común a sus diversas naturalezas y no embutiendo todas ellas en una supuesta naturaleza única. Yo usaré la fórmula de violencia partidaria ilegal, para diferenciarla de la violencia institucional y legal que es la que se regulará a partir de octubre y se impondrá en el curso de los meses siguientes.
Las razones y las características de esa diferencia quedan también deformadas en Retaguardia roja. Para Del Rey la “fase revolucionaria” y la “violencia revolucionaria” acaban por una razón de cálculo, de “estrategia”, para contrarrestar impactos negativos en el exterior de la imagen de la República; despreciando el hecho de que, desde muy pronto, en las formaciones revolucionarias y en el gobierno se plantea el daño interno que esa violencia partidaria e ilegal está produciendo en el campo de la defensa de la República. Y así no enteramos de que en febrero de 1937 se acaba esa “fase revolucionaria”, que yo no sabría relacionar cronológicamente con ningún abandono de línea general. Despreciando el contexto de las tomas de decisiones del gobierno Largo Caballero, de restauración de la autoridad mediante un gobierno de coalición amplia que el ya no representativo y desbordado Gobierno Giral no pudo evitar que se resquebrajase; despreciando los condicionantes y los tiempos de su aplicación efectiva, incluyendo los de la posición particular del Presidente del Consejo de Ministros y de alguno de sus colaboradores que no fue, por cierto, posición general de todos y cada uno de los miembros – individuales y colectivos- del Gobierno de la República.
Voluntarios de Ciudad Real en el frente de la Ciudad Universitaria de Madrid, en noviembre de 1936 (foto: AGA)
El descenso de la violencia ilegal no está analizado. Es más sobre él se hacen comentarios que constituyen claros juicios de intención, sin ningún tipo de documentación que lo sustente: “Fuera porque los frentes más próximos estaban estabilizados o porque el desarrollo de limpieza selectiva se hallaba a esas alturas más avanzado, lo cierto es que a partir del mes de octubre se apreció una caída considerable en la intensidad de las matanzas” (pág. 241). También podría ser que para entonces el Gobierno de la República había pasado a ser representativo de las fuerzas que se enfrentaban a la sublevación y que éste había iniciado la recuperación de la plena autoridad institucional. La disyuntiva de Del Rey, además de incompleta y prejuiciada es morbosa, presuponiendo un plan cuantitativo fijo. Lo que cuenta es restar voluntad política y moral de acabar con las masacres.
Método y estilo
Las fuentes de la obra son la Causa General, y la documentación policial y de Falange existente en ella y en otros fondos y archivos. Su uso exclusivo lo justifica alegando que los “revolucionarios” no dejaron documentación propia, que destruyeron las actas de sus decisiones, para evitar represalias posteriores o, simplemente, que se conociera su barbarie. Es difícil aceptar que pueda no haber otras fuentes, que no se haya recurrido, de manera general y no solo puntualmente, a contrastes, de historia oral o de documentación administrativa. Quizás haya sido imposible, aunque todavía deben quedar -ya por poco- testimonios de aquella época. No obstante, si incluso eso fuera así, razón de más para extremar el uso de las fuentes de los denunciantes tras la victoria de franco, de Falange y de la policía. La crítica a la que ha de ser sometido todo documento tiene que extremarse en su uso; y no solo en el uso como referente empírico sino en el del contenido de su relato. Julius Ruiz, cuya obra elogia Del Rey, afirma en un trabajo reciente “Para los historiadores del terror republicano durante la guerra civil es incómodo, pero también inevitable, utilizar datos obtenidos mediante torturas amenaza e intimidación” (en Checas. Miedo y odio en la España de la guerra civil. La voz de los testimonios en la causa general, 2017, pág. 51). La palabra no es “incómodo”; es inevitable el uso de esas fuentes, pero han de extremarse los contrastes y los filtros e incluso, como en cualquier juicio, no hay que negarse a desecharlas si se consideran que su contaminación así lo hace asimismo inevitable. Más allá de nuestra historia propia existe un amplio consenso en desechar las confesiones hechas bajo tortura e intimidación en el caso de las purgas estalinistas; incluso a riesgo de prescindir los elementos de verdad que puedan haber ellas si no son contrastados con fuentes de naturaleza distinta y mejor antagónica.
Instrucciones para iniciar la Causa General conservadas en el Archivo Provincial de Ciudad Real (imagen del la exposición «1939: 80 años del fin de una guerra»)
No basta con excusarse en algún momento, mostrando algún reparo en público por el material que se usa. “La dificultad para el investigador estriba en discernir lo que tenían de cierto las acusaciones de posguerra sobre la participación de republicanos en la limpieza de lo que fueron imputaciones injustificadas. A menudo no se dispone de pruebas convincentes en uno u otro sentido, viéndose al analista a navegar en un océano de dudas y testimonios contradictorios” (pág. 216). La sensación que tengo es que en la obra se ha dado más a menudo verosimilitud a las imputaciones y en cualquier caso el autor, haya tenido o no dudas, ha trasladado en la mayoría de los casos las imputaciones de los vencedores o las autoimputaciones de los detenidos al público lector. Dado de lo que estamos hablando, habría sido mejor no incorporar las imputaciones y menos la forma de las imputaciones si se tienen dudas sobre ellas. No es un libro sobre la Causa General, es un libro sobre la violencia. Lo ha hecho demasiadas veces reproduciendo literalmente el relato de esas fuentes policiales, de manera imprudente e innecesaria; aumentar la carga del testimonio, cuando el testimonio es hostil y abiertamente parcial, es ambas cosas. La reproducción con nombre y apellidos de supuestos victimarios, incluso de algunos sobre los que el propio autor tiene dudas sobre su responsabilidad –así se reconoce, por ejemplo, en la nota del cuadro 6.2-, es algo más que improcedente y si el autor no fuera Fernando del Rey, cuya honestidad no pongo en duda, consideraría que desborda el límite deontológico.
Cárcel de Almadén (foto: Centro de Estudios de Castillla-La Mancha)
Esa reproducción literal, sin filtro, de los relatos de la Causa General, de los informes de Falange y de los interrogatorios e informes policiales llega a un límite absolutamente inaceptable en la página 194, cuando refiriéndose a Josefa Aurea de la Calle, esposa del presidente del Tribunal de Urgencia, León de Huelves, Fernando del Rey escribe: “Ella se habría distinguido como propagandista en las elecciones de febrero [de 1936] y en cuantas manifestaciones izquierdistas se celebraron en esos meses, incluida la del 1º de mayo. También se la culpó de haber denunciado como fascista a la maestra Socorro Rodriguez Bescansa, motivo por el cual fue destituida. E igualmente se dijo que, antes de conocer a Huelves, había sido amante de Marino Sáiz, líder socialista de Almodóvar y diputado en Cortes, al modo de una “vulgar ramera”, “inmoral hasta el último grado” y entregada “a cuantos hombres le venía en gana”» . Un historiador no es un correveidile de las sandeces que pueden aparecer en la documentación; no viene al caso la vida privada de Josefa de la Calle y no puedo entender por qué Del Rey las reproduce. Y no le disculpa que añada: “Al margen del tono morboso e insultante empleado, tales atribuciones inculpatorias resultan difíciles de probar más allá de las denuncias recibidas. Pero lo cierto es que muchos vecinos y responsables políticos de Almodóvar las respaldaron precedidos del obligado juramento”. Del Rey es consciente del contenido morboso de la “acusación”, pero no se resiste a reproducirlo y a darle margen de pertinencia y verosimilitud; lo único que demuestra en este caso es la venganza de los vencedores y quién sabe si su perjurio. El autor lanza la piedra y amaga con esconder la mano PERO no lo hace del todo; eppur si muove, nos dice: es difícil probrarlo, pero muchos lo han jurado. No es, ciertamente, el momento más feliz del libro.
Esos déficits críticos de fuentes más que problemáticas, se combina a veces con tomas de partido explícitas; o si se prefiere con la calificación y la interpretación de las actuaciones por las tomas de partido. Eso se pone de relieve en el distinto trato a los dos gobernadores civiles que se sucedieron en Ciudad Real en los primeros meses de la guerra. Del Rey se pregunta: “¿fueron meros títeres sobrepasados por los poderes revolucionarios? ¿Dejaron hacer a esos poderes paralelos impotentes para contener las matanzas por su carencia de fuerzas y medios? ¿O ejercieron de cómplices y aliados en la sombra de los inspiradores de la revolución?” (pág. 295) ¿Son esas las únicas preguntas posibles y necesarias y la única manera de formularlas? El supuesto de la impotencia es contradictorio con el de la carencia de fuerzas y medios, es decir de “potencia”. La falta de “potencia” no se resolvió de la noche a la mañana y la aplicación de la nueva política gubernamental emprendida por el Gobierno Largo Caballero, a través de sus representantes en Ciudad Real, pudo encontrar carencias y obstáculos que retrasaron su aplicación. Planteada aquella hipótesis incompleta, Del Rey establece un peculiar juicio: la tesis –él escribe tesis, no hipótesis- de la impotencia “resulta más creíble para el primer gobernador, Germán Vidal Barreiro, que era un republicano con escasos seguidores y ajeno a la provincia, que para el segundo, José Serrano Romero, que sí era natural de esta tierra y mantenía afinidades militantes directas con los socialistas”. Absoluto juicio de intención que repetirá en las páginas siguientes. Sobre la diferente militancia habría que recordar que en la violencia ilegal se vieron involucrados tanto republicanos como socialistas; que tuvieran o no afinidades con la tierra no demuestra nada, puede ser circunstancial. Es chocante que el autor exima de responsabilidad a quien fue gobernador en los meses de mayor violencia, los del verano, y por el contrario cargue contra Serrano Romero, que inició su gestión el 7 de octubre y estuvo al frente del gobierno civil hasta mayo de 1937, coincidiendo por tanto con la caída y el fin definitivo de los asesinatos; afirmando que “el cambio de gobernador se halló lejos de liquidar la violencia tanto a corto como a medio plazo” (pág. 310).
José Serrano Romero, gobernador civil de octubre de 1936 a mayo de 1937 (foto: Fundación Pablo Iglesias)
Los datos: entre julio y septiembre se produjeron 1.251 asesinatos; en el mismo mes de octubre cayeron a 171 y aunque hubo un repunte de 258 -que el mismo autor relacionará con el curso de la guerra y el temor a la caída de Madrid- en diciembre siguió cayendo hasta 128, para quedar en cifras absolutamente residuales en enero, 8, y febrero, 6. De no mediar el hecho de noviembre la caída habría sido vertical; sostener que ni a corto ni a medio plazo se estuvo lejos de liquidar la violencia es una falacia más. Es fácil escribir sobre la liquidación inmediata de la violencia, sobre todo si se prescinde del hecho fundamental que el mismo autor no deja de considerar, sin sacar por ello todas las consecuencias pertinentes: la impotencia por esa falta de medios. Serrano Romero no tomó posesión del gobierno civil con esos medios bajo el brazo; los tuvo que ir consiguiendo y los datos apuntan a que empezó a hacerlo desde el mismo octubre. La recuperación institucional que inició el gobierno Largo Caballero, no carente de insuficiencias desde luego, no convirtió por arte de magia las milicias en Ejército Popular, ni el control partidario de la retaguardia en un control institucional. Y lo peor, en este caso, es que en esa interpretación de las dos etapas del gobierno civil Del Rey niega toda verosimilitud a una de las pocas fuentes orales consideradas –aunque no obtenidas por él sino por Francisco Alía- la del propio Serrano Romero que, escribe Del Rey, en los años ochenta “quiso presentarse como el pacificador que acabó con la violencia ejercida” (pág. 311). Serrano Romero habría dicho: “me hice la formal promesa de que, en la medida que me fuera posible y mis facultades de mando y personales me permitieran, habría de terminar con esa tragedia”. Del Rey dice que hay que poner su versión en cuarentena, a tenor de los datos; pero si no demuestra que Serrano Romero actuó de manera precisa y maquiavélica, y no de acuerdo con los medios de fuerza y políticos de que disponía, no tiene más base para ponerla en cuarentena que su prejuicio ideológico, en el que insiste a renglón seguido: “no puede perderse de vista que este personaje procedía del caballerismo y del sector más radicalizado del mismo, las JSU, de las que continuó siendo su secretario general mientras ocupó el Gobierno Civil”.
El manejo que se hace de los datos suscita también algún reparo. No puede sostenerse, como se hace, que en febrero de 1937 finalizó la “fase revolucionaria” es decir la de la violencia ilegal, cuando ésta ya fue desde enero residual, con cifras que debieron mantenerse a lo largo de todo el 1937 y 1938, en el que se produjeron respectivamente 65 y 67 muertes, que se sobreentiende que son asesinatos (todo ello a salvo de cómo pudieran repartirse los 345 cuya fecha se desconocen, pero que en cualquier caso se repartieron durante todo el período y, más probablemente, en los meses iniciales de desvanecimiento del control gubernamental). No solo es inexacta la afirmación de que la violencia se prolongó, sin más, hasta febrero; sobre todo, en la medida en que no se da ningún indicio sobre cuáles fueron las causas de las casi 140 muertes registradas entre 1937 y 1939, el lector supondrá que eran las mismas situando al mismo nivel la represión partidaria e ilegal de los comités con la represión legal de las instituciones de la República en su legítima defensa contra la sublevación, en el curso de una legítima justicia de guerra. Esa es una distinción fundamental que ha de hacerse, no sólo porque el estado legítimo era el republicano sino porque ilumina, también con sus proporciones y formas, la política del gobierno republicano en el control de la retaguardia en la gran mayor parte de la guerra y a pesar de que ésta le fue contumazmente adversa.
Relación de penas y sanciones impuestas a desafectos en la provincia de Ciudad Real en 1937 (imagen: Archivo Provincial de Ciudad Real)
Hay también vicios de método en alguna interpretación de la bibliografía secundaria que se utiliza o se cita. Podría hacerse una consideración general sobre el uso de la bibliografía cuyo contenido se comparte y la que no, pero eso llevaría a una prolija discusión de comportamientos académicos, muy opinables todos, que desviaría el foco de la atención central de estas notas. Me limitaré a señalar que considero preferible que el listado de las bibliografías finales sea el de lo que realmente se ha utilizado en el texto, por su interpretación general o por contenidos concretos desarrollados. Reconozco que no es la única opción, aunque sea la que resulta más representativa de la obra, y que es más frecuente. Menos discutible es la utilización impropia de la información dada por otro autor y la omisión de bibliografía fundamental, discordante con la línea de interpretación del autor. Empeñado en considerar que la República después de febrero de 1936 y todavía más a partir de julio no tenía ya nada que ver con la “República democrática establecida en 1931” Del Rey prosigue que “La prensa obrera de las primeras semanas de la guerra se encargó de propagarlo a los cuatro vientos” (págs. 113-114) tomando prestadas a Moradiellos extractos de prensa, en los que se defiende que no se está luchando por la “República democrática” sino por la “revolución proletaria” y que todo lo contrario es “contrarrevolución reformista”. Luego, en la nota correspondiente que el lector tendrá que consultar al final del libro, se aclara que son extractos de la prensa libertaria y se añade por propia cuenta, no por la de Moradiellos, que “por entonces, los pronunciamientos de las otras corrientes obreras eran muy parecidos”. Pues bien, si se trata de la posición anarquista ésa no fue sólo de las primeras semanas, sino de la mayor parte del tiempo de guerra, por lo menos hasta la dura primavera de 1938, lo que no impidió que de manera objetiva no solo se participase en la defensa de la República, sino que, incluso a partir de septiembre de 1936, se formase parte de sus instituciones de gobierno (en ese mes la CNT-FAI se incorporó al de la Generalitat). Pero, sobre todo, pretender que el resto de formaciones obreras postulasen lo mismo, eso es una invención, es radicalmente falso.
El Batallón de Milicias “Adelante”, desfila por la calle Toledo de Ciudad Real a la altura de la esquina de la calle Rosa camino de la estación de tren en el verano de 1936. Fuente “El Pueblo Manchego”
Haría bien Del Rey en repasar esa prensa obrera y no suponer lo que hay en ella o leerlo de terceros. Desde los primeros días de la sublevación El Socialista (cualquiera puede consultarlo al segundo en Internet), llama a defender la República; el 21 encabeza su editorial con dos lemas: “solo una norma: la lealtad; solo una conveniencia: la defensa de la República”. No es otra la posición comunista, todavía más enfática en la defensa de la República democrática. El propio El Socialista da cuenta de un discurso de Pasionaria en el que proclama que “la lucha actual solo tiene un significado: defender las libertades democráticas y la República”. Días antes, el 24 de julio, el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista insta a “no abandonar las posiciones del régimen democrático y o exceder las líneas de una lucha por una República verdaderamente democrática”. Del Rey sabe que aquellas expresiones de la prensa libertaria, esa condena de la “contrarrevolución reformista” no era compartida en absoluto por el resto de formaciones obreras y su prensa sino que iba dirigida precisamente contra ellas. Es un error de bulto, fácilmente subsanable recogiendo en el texto –no, y solo en parte, en el listado de la Bibliografía- las aportaciones de la obra de Ángel Viñas; o los trabajos de Helen Graham sobre el PSOE en la guerra civil o de Pere Gabriel sobre la UGT, éste último ni siquiera incluido en la Bibliografía. O, metidos en esa afirmación tan rotunda, habría de consultarse la documentación primaria de la Internacional Comunista recopilada –y por cierto mal comentada- por Ronald Radosh, Mary R. Habeck y Grigory Sevostianov, España traicionada (2001) cuyo contenido desmiente en absoluto las insidias de Stanley G. Payne.
La descalificación de la izquierda y del Frente Popular
A Fernando del Rey, como a los autores con los que muestra mayor afinidad, le habría gustado probablemente que en la República hubiese triunfado el proyecto supuestamente centrista que tenía como referencias a Alcalá Zamora, Portela Valladares y un sector moderado de la CEDA. Tiene todo el derecho a ello, pero la realidad fue que ese proyecto, con esos protagonismos, nunca tuvo consistencia ni opción de salir adelante. La realidad fue, en mi opinión, que en la España de mediados de los años treinta la propuesta de centro, frente a la derecha autoritaria y antirrepublicana y frente al anarquismo y la deriva radical estrechamente obrerista de Largo Caballero y una parte del socialismo, la encarnaron las fuerzas que promovieron el Frente Popular y asumieron un programa electoral y de gobierno reformista. He desarrollado ese análisis y esa interpretación en mi trabajo en el que defiendo, en efecto, que su victoria en febrero de 1936 fue una victoria de la democracia (El Frente popular. Victoria y derrota de la democracia en España, 2015). A él me remito, ahora solo puntualizaré alguna cuestión respondiendo a afirmaciones importantes de Del Rey, de las que discrepo tanto en ellas como en la forma que las hace. Para empezar, insisto en ver un “triunfo de la democracia”, como cita de pasada Del Rey sin añadir mis razones. Las sintetizo aquí: porque las candidaturas derrotadas, la CEDA, Renovación Española, proponían involuciones autoritarias o abiertamente antidemocráticas; y porque el reformismo social del Frente Popular era el camino para la consolidación de la democracia, integrando en ella a buena parte de las clases populares marginadas, cuando no hostigadas, por el estado de la Restauración y no plenamente incorporadas por la interrupción del proceso reformista tras la victoria de las derechas en noviembre-diciembre de 1933. En Retaguardia Roja no solo se niega eso, sin argumentarlo, sino que se establece un hilo de continuidad “revolucionaria” entre el movimiento de octubre de 1934, “el problemático triunfo del Frente Popular” y el Frente Popular mismo, la movilización que no se “aplacó” (¿por qué ha de aplacarse una movilización social?) y la sangrienta “violencia revolucionaria” de los primeros meses de la guerra.
Proclamación de la República desde el balcón del ayuntamiento de Ciudad Real, 15 de abril de 1931 (foto: Nueva Tribuna)
El proceso de gestación del Frente Popular, iniciado con los contactos entre Prieto y Azaña y reforzado por la incorporación del PCE, partió de la autocrítica de la más que errónea insurrección de octubre; la línea de continuidad habría sido la constitución del Frente Obrero, propugnado por Largo Caballero y el Partido Obrero de Unificación Marxista y en el rechazo de esa línea fue fundamental el liderazgo de Azaña en el retorno a la competición política y la propuesta comunista desde 1935. No se puede desconocer eso y pretender que la movilización electoral del 36 y la insurreccional del 34 fueron lo mismo, sin solución de continuidad. Y tampoco se puede dejar fuera del cuadro el hecho de que en 1935-1936 quienes encarnaron la quiebra de la democracia fueron los que propusieron reformas autoritarias de la constitución, hacer como Salazar en Portugal, como Gil Robles y su partido, la CEDA, no solo desde el gobierno y desde las Cortes sino mediante las movilizaciones de calle de sus juventudes, las JAP; y quienes representaron la continuidad de las soluciones violentas fueron Falange en la calle y Gil Robles, Franco y otros militares alentando golpes de estado, primero para impedir la formación del gobierno de Portela y la convocatoria de elecciones y luego para impedir que se hiciera efectivo el triunfo del Frente Popular con la formación del gobierno correspondiente. Esto último fue la única consecuencia legal y legítima del resultado de las elecciones del 16 de febrero. Del Rey se hace eco, sin más, del trabajo de Álvarez Tardío y Roberto Villa (Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, 2017), afirmando que esas elecciones fueron “problemáticas”, una manera sutil de arrojar dudas sobre su resultado; pero lo cierto es que Álvarez Tardío y Villa no consiguieron demostrar que se hubiera podido producir en ningún caso otro resultado que no hubiese tenido como consecuencia el cambio de gobierno en favor del Frente Popular. González Calleja y yo mismo hemos publicado extensas críticas al libro, que Del Rey ni siquiera toma en cuenta; y los mismos autores reconocieron, con la boca pequeña y en medio de una maraña de confusiones y restricciones mentales que no hubo, a pesar de las incidencias, fraude general. Las elecciones no fueron problemáticas, aunque sí lo era la situación española del momento; como la europea en general.
Mitin de Lerroux en la plaza de toros de Ciudad real durante la campaña para las elecciones generales de 1933 (foto: ciudad-real.es)
Del Rey recurre a una pintura mural de brocha gorda, para abonar su tesis de la continuidad del hilo rojo entre 1934 y 1936, en la que se repiten tópicos políticos de la época, sin añadir la más mínima explicación. Tras el 16 de febrero, escribe “las organizaciones obreras se adueñaron de las calles y abrieron las puertas a la ocupación- que no reposición- de los ayuntamientos por las izquierdas (con la consiguiente expulsión de muchos concejales centristas y derechistas que habían obtenido sus actas limpiamente en 1931 y 1933); impulsaron la reforma agraria por la vía de los hechos consumados sin atenerse en principio a los procedimientos legales obligados; provocaron con sus presiones y sus coacciones –sin negociación previa- un cambio drástico y no consensuado en las relaciones laborales; alentaron una cadena huelguística que no tenía parangón con oros ciclos de protesta y hasta extremos difícilmente soportables para el empresariado; dieron alas a prácticas anticlericales cuyo grado de virulencia no se advertía desde los sucesos de mayo de 1931 y levantaron un cerco en torno al mundo conservador…” (pág. 55).
Todo ese rosario de acusaciones -“características insoslayables” dice Fernando del Rey – está hecho sin aportar concreciones, tergiversando la realidad. Refutarlo requiere entrar en el detalle, cosa imposible en esta nota crítica. Me limito a apuntar las líneas generales. Las organizaciones obreras no se adueñaron de las calles, pero dominaron en ellas, como en 1934-1935 las habían dominado las organizaciones de la derecha. La cuestión de los ayuntamientos es mucho más compleja de lo que se sugiere esa “ocupación”; lo cierto fue que ningún gobierno republicano –los de la derecha en este caso – había sido capaz de convocar las elecciones municipales que habrían debido hacerse ya en 1935 y que por el contrario todos los gobiernos abusaron – de la derecha y de la izquierda- del expediente de disolver los ayuntamientos hostiles y sustituirlos por “gestoras” políticamente afines, generando un caos en el gobierno local que explica también su desdibujamiento en el verano de 1936. Después de octubre de 1934 hubo una destitución muy generalizada de ayuntamientos de izquierdas, sustituidas por gestoras partidarias integradas por políticos de la CEDA y del Partido Radical muy mayoritariamente, como el propio Del Rey señalará en algún caso más adelante, entre ellos el de la capital de la provincia. Por lo que después del 16 de febrero sí hubo reposición, aunque es cierto que no solo hubo ese proceso sino que, siguiendo el movimiento pendular en el que todos participaban desde 1934- también se desplazaron arbitrariamente representantes de la derecha; a la espera de la convocatoria, por fin, de elecciones municipales, acordada por el gobierno del Frente Popular y que la sublevación no dio tiempo a ejecutar. La reforma agraria no se impulsó por vía de hechos consumados, se hizo por los procedimientos parlamentarios establecidos, lo que no obsta que se produjeran movilizaciones, incluso ocupaciones de tierras en el sudoeste de España, para reclamarla y, legítimamente, apremiarla (Espinosa, 2007); de nuevo Del Rey interpreta la movilización social como coacción, un prejuicio que le impide analizar e interpretar adecuadamente la historia social. No es cierto, en absoluto, ese cambio drástico en las relaciones laborales; por el contrario el programa del Frente Popular descartó la propuesta de Largo Caballero de incorporar el acceso obrero al control de las empresas, inspirado por cierto en la legislación alemana de la época. No hubo tal explosión huelguística “sin parangón” y las reivindicaciones de mejoras salariales y reducción de la jornada de trabajo no eran “difícilmente soportables” (para el importante caso de Cataluña, Eulalia Vega, 2004); lo que era difícilmente soportable fue el aumento del paro que superaba en febrero de 1936 los 840.000 afectados registrados. Y algunas de las reivindicaciones “difícilmente soportables” no eran otra cosa que la reposición de medidas aprobadas en el primer bienio y derogadas por las derechas a partir de 1934, como la jornada de 44 horas semanales en el metal establecida ya en las principales regiones industriales. Los términos y las formas de la confrontación con la derecha, o del cerco al mundo conservador, no pueden disociarse de la deriva golpista de la mayor parte de ella, de Renovación Española, de buena parte de la CEDA –que Del Rey se esfuerza en blanquear- y de Falange, engrosada por el ingreso de miembros de las JAP que consideraban el golpismo institucional de Gil Robles demasiado tibio.
Mitin de presentación de la candidatura contrarrevolucionaria en el cine proyecciones de Ciudad real el 11 de febrero de 1936 (foto: ABC)
Sí, ciertamente, hubo una reactivación de la movilización anticlerical, pero no puede citarse obviando el activo comportamiento de la iglesia, ocupando las calles como diría Del Rey en 1934-1935, y sobre todo anatematizando al Frente Popular, en la campaña electoral y tras las elecciones; en cualquier caso, los municipios afectados por esa violencia anticlerical fueron unos 459, el 0,05% del total de España, sin ni una sola víctima mortal en una primavera con 384 muertos por razones sociales o políticas (González Calleja, 2015) que Del Rey eleva, sin documentar, a “más de cuatrocientos”. Esa violencia anticlerical no fue mera “clerofobia” como reza el título del capítulo expreso que le dedica. La cuestión es mucho más compleja que el maniqueísmo ideológico -que empieza ilustrando el contenido de la “clerofobia” con la manida expresión de Marx sobre el opio del pueblo. Merecería un comentario aparte. Por el momento apunto una cuestión: el anticlericalismo no fue una traslación de esa frase, sino la reacción a un hecho peculiar de la historia española de la época, el que la Iglesia Católica actuó como parte del estado y justificante del régimen monárquico desde el momento en que éste se instituyó como estado católico confesional en el que el Rey lo era “por la gracia de Dios”; lo fue en líneas generales y en términos muy concretos como “fuerza viva” -hoy diríamos poder fáctico- local con un peso de autoridad y una función de control social y político singular en un estado en la que su armazón territorial era débil al tiempo que el control era encomendado más a la coerción que al consenso. Y la mayor parte de la Iglesia Católica se comportó como enemiga de la República desde el primer momento, más identificada en su base con el cardenal Segura que con el nuncio del Vaticano, cuyo comportamiento por otra parte se explica por su condición de diplomático. Eso no es ninguna excusa para los asesinatos de curas, frailes y monjas, como no hay ninguna excusa para ningún asesinato; pero es una explicación insoslayable de esa lamentable característica de nuestro pasado.
Beatos mártires de Ciudad Real (Hermanos de las Escuelas Cristianas de Santa Cruz de Mudela) (foto: lasalle.cl)
El empecinamiento en la existencia de un hilo de continuidad, más o menos subterráneo, le lleva al autor a una afirmación extrema que no solo tergiversa sino que invierte la realidad. Al hilo de la violencia social y política entre febrero y julio de 1936 afirma que no tuvo “un origen unidireccional, pues tanto la extrema derecha como las fuerzas de orden público los alentaron, en un alto grado los provocó ese ambiente creado por iniciativa directa de la izquierda obrera más intransigente” (pags. 55-56). El rechazo a lo que dice –como a las “características insoslayables” antes citadas– está en la bibliografía que cita en su nota “5”, en las obras de González Calleja, de Viñas y otras bastantes que no cita. Sintetizo: en el origen, precisamente en el origen, sí hubo una responsabilidad unidireccional, la de la extrema derecha con las acciones de Falange en marzo y abril; y en su desarrollo el secreto de polichinela de la conspiración militar. No pocas intervenciones de las fuerzas de orden público, y de elementos armados, estuvieron alentadas por el discurso apocalíptico -en las Cortes, en la prensa y en los cuarteles- de la extrema derecha y de los apoyos civiles a la conspiración. Es paradigmático el suceso de Yeste del 29 de mayo con 18 muertos, de ellos un guardia civil y 17 civiles caídos en la represalia a tiros e indiscriminada de los compañeros del agente muerto en un primer enfrentamiento. Un 30% de las víctimas fueron gente de derechas, en tanto que el 60% lo eran de izquierdas, considerando los casos en los que se dispone de datos para esa calificación. Es casi una insidia decir que el ambiente de violencia fue provocado por la izquierda obrera, que padeció cerca de dos terceras partes de las víctimas. El argumento del “gran miedo” de la población conservadora de Ranzato (El gran miedo de 1936. Cómo España se precipitó en la Guerra Civil; La Esfera de los Libros, Madrid, 2014), basado en la percepción de las élites y de parte de las clases medias, alentado por aquel relato apocalíptico sobre las consecuencias del triunfo del Frente Popular, es más que discutible; no dudo que pudiera existir esa percepción, que muchos de nuestros padres nos transmitieron, pero tenían tanta base objetiva como el invento de la conversión de España en un satélite de la URSS. Y desde luego es peregrino señalar que ese “gran miedo” fue lo que diferenció el golpe del 36 del golpe de Sanjurjo del 32, como afirma Del Rey de pasada, dando un alibi inconsciente al apoyo social a la sublevación militar: “eso explica por qué a diferencia del golpe frustrado del general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, los sublevados encontraron tantos apoyos una vez que se lanzaron a dinamitar la legalidad” (pág. 59). Esos apoyos los tenían ya antes de ser sublevados, cuando conspirando dieron el paso para dinamitar la legalidad; apoyos de carlistas y de falangistas, apoyos de monárquicos de Renovación Española y de la CEDA – que según el propio Gil Robles era lo que más había en su partido-, que no siempre dieron el paso hacia la sublevación activa pero que esperaban su triunfo ya en vísperas del 17 de julio; y a los que, en definitiva, motivaba no solo el miedo sino el deseo de darle su propia vuelta a la tortilla, el rechazo de la democracia y de la “tiranía universal del sufragio”.
Casa de los Corcheros, escenario del fallido intento de sublevación falangista en Ciudad Real el 19 de julio de 1936 (foto: elsayon.blogspot.com)
No existió la continuidad pretendida. No solo porque no la hubo por parte de la izquierda y de las movilizaciones de sus bases, sino porque además hubo un factor fundamental de discontinuidad, la sublevación militar, que no fue un pronunciamiento clásico sino un golpe con apoyo social buscado por más que fuera sometido a la dirección de los militares. Ese es el factor explicativo fundamental y no solo circunstancial, o añadido o detonante, de todo lo que se produjo a continuación: la guerra civil, prevista y aceptada por Mola; la desestabilización importante del estado republicano, que no llegó a hundirse pero quedó malparado, sobre todo en la disposición de fuerza para mantener su autoridad en ese momento de explosión de la violencia golpista. No es que los golpistas, militares y civiles, hicieran de aprendices de brujos, fueron los brujos. No fue el supuesto ambiente violento de los revolucionarios el que generó la violencia, fueron los golpistas y el ambiente que ellos fueron creando desde la noche del 16 de febrero. Y finalmente, mientras que en el bando sublevado la violencia asesina formó parte de su proyecto de sublevación y de victoria, de la construcción del nuevo régimen, nunca ha de dejar de señalarse que en el republicano desde muy pronto se empezó a rechazar, dejó de formar parte explicita del proyecto de defensa de la república, incluido el que contemplaba medidas de transformación social y económica. Cesó en todas partes entre diciembre de 1936 y enero de 1937; es más, a partir de mayo de 1937, con el Gobierno Negrín – gran ausente en el libro- fue objeto de persecución policial y judicial. El rechazo y el combate a la violencia pudo hacerse con la boca pequeña en algunos casos en el campo republicano por parte de algunos individuos, pero no fue como afirma Del Rey una estrategia oportunista por parte del Gobierno de la República y de la mayoría de las fuerzas que lucharon en su defensa.
Portada:
Foto procedente del libro de Francisco Alía Miranda La guerra civil en Ciudad Real, 1936-1939. Conflicto y revolución en una provincia de la retaguardia republicana, Ciudad Real, Diputación Provincial, 2017.
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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