El juicio por rebelión a José Antonio Primo de Rivera

José Antonio Primo de Rivera. Foto: DP.

El juicio por rebelión a José Antonio Primo de Rivera: 
Álvaro Corazón Rural
 
Con el cuerpo de Franco trasladado del Valle de los Caídos se puso fin a un culebrón de una magnitud considerable, pero la historia quedó incompleta. José Antonio Primo de Rivera sigue enterrado en el Valle de los Caídos en un lugar central. Parece que solo se le cambiará de sitio, aunque hubo un amago de debate sobre si el líder falangista era una víctima de la guerra civil o, como el repudiado caudillo, uno de sus promotores. Por lo pronto, lo que es un hecho es que él fue juzgado por rebelión y por ese motivo abandonó el mundo de los vivos, porque la sentencia dijo que era culpable. Las garantías de ese juicio, que duró dos días, ya son harina de otros costal.

Antes, como presentación del personaje, nos valen las palabras de Unamuno en el diario Ahora el 19 de abril de 1935: «Es un muchacho que se ha metido en un papel que no le corresponde. Es demasiado fino, demasiado señorito y, en el fondo, tímido para que pueda ser un jefe y ni mucho menos, un dictador. A esto hay que añadir que una de las cosas más necesarias para ser jefe de un partido ‘fajista’ es la de ser epiléptico».

En José Antonio: realidad y mito de Joan Maria Thomàs se apunta a que el escritor estaba molesto porque uno de los motivos para que no le dieran el Nobel pudo ser haber ido a un mitin de Falange. El socialista Luis Araquistáin iba por los mismos derroteros, le calificaba de «señorito», «un mozo criado entre mimos y comodidades», algo que le limitaba como líder fascista porque «el lenguaje demagógico no es posible aprenderlo en los libros». Él mismo dijo, tajante: «serviría para todo menos para caudillo fascista».

En Guerras y vicisitudes de los españoles, las memorias de Julián Zugazagoitia, ministro de Gobernación de Negrín, el socialista consideraba que la ejecución de José Antonio había sido «algo peor que una injusticia, un error». Hubiese sido una baza preciosa para la República haberlo enviado a zona nacional, canjeándolo o dejándolo huir sutilmente, como hizo el ministro Manuel de Irujo con Ramón Serrano Suñer.

Algo que se olvida es que Franco, además de participar en el golpe contra la democracia, también dio un golpe dentro de los golpistas, con el eufemismo de Decreto de Unificación y la fundación de la Falange Española Tradicionalista de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, siglas que le costaron la vida, por fusilamiento, a algunos de los suyos que se opusieron. De hecho, como consecuencia, se fundó acabada la guerra en 1939 la Falange Española Auténtica. En la clandestinidad, pero con un acrónimo que desafiaba el marketing incluso entonces: FEA

Esa lucha por el poder desembocó en una reyerta sangrienta entre los dos grupos rivales, lo cual fue aprovechado por Serrano Súñer para silenciar cualquier foco de resistencia a la unificación (…) En realidad, las estructuras jerárquicas de falangistas y requetés desaparecían también porque el supremo jefe, a partir de ese momento, era Franco. (…) Hedilla pasaba a ser un simple vocal de la Junta Política y no solo no aceptó, presionado por los «camisas viejas» (…) El 25 de abril, Hedilla fue arrestado junto con otros falangistas disidentes (…) Hedilla compareció dos meses después ante dos consejos de guerra sumarísimos (…) Hedilla, acusado de «adhesión a la rebelión» y de resistencia al cumplimiento del decreto de unificación, fue condenado a muerte (…) Franco le indultó, pero pasó cuatro años en la cárcel y, según Javier Tusell, «el resto de su vida lo viviría Hedilla en una situación de ostracismo oficial, pensando en una Falange independiente que siempre resultaría imposible». (Julián Casanova, Historia de España en el siglo XX)

Franco a Manuel Hedilla se lo pudo hacer, pero a José Antonio no habría sido tan fácil. Para la República, lanzarlo a él en mitad de la zona sublevada hubiera sido más efectivo que cualquier bomba por la división que habría sembrado. De hecho, consta que Primo de Rivera no deseaba en modo alguno una guerra. Le dijo a un periodista estadounidense que le entrevistó en la cárcel que lo que estaba haciendo Franco era «un error».

Pero no fue posible comprobar la hipótesis de si hubiera enfrentado a los cabecillas de la rebelión, la condena a muerte lo impidió. Para Zugazagoitia, el único que salió ganando de quitarle la vida fue Franco, porque se quedó «sin competidores». Además, para él, «la sentencia fue excesiva». Escribió: «El delito de que debía responder Primo de Rivera se había producido con anterioridad a la insurrección de los militares. Se le condenó, no por lo que había hecho, sino más bien por lo que se suponía que hubiese hecho de encontrarse en libertad».

En cualquier caso, misiones del mismo tipo, como el canje posterior, en 1937, de Raimundo Fernández Cuesta, habían fracaso. Al llegar a la zona sublevada se plegaban a las órdenes de Franco, como dejó escrito en sus memorias Azaña.

Ángel Viñas en ¿Quién quiso la Guerra Civil? revela que José Antonio ya pudo estar en las primeras conspiraciones que se iniciaron desde el mismo 14 de abril para destruir el Estado democrático, aunque por esas fechas no fuese todavía un fascista propiamente dicho. Su conversión fue más adelante, cuando fue recibido por Mussolini y financiado a través de su agregado en la embajada en París y el conde Ciano. Se había visto también con Hitler en mayo de 1934 y lo reconoció durante su juicio en Alicante. Aparece, además, en la solicitud de Von Engelbrechten para entrar en las SS, lo anotó como mérito, haber presentado al hijo del general Miguel Primo de Rivera al Führer. No obstante, no hubo grandes relaciones hispano-germanas a través de los falangistas.

Antes de la contienda, sus hombres tomaron parte en lo que Antonio Goicoechea, conspirador de Renovación Española, describió como «necesidad ineludible de organizar un ambiente de violencia». Sus militantes fueron protagonistas de la famosa violencia callejera del 36. En ocasiones como víctimas, en otros momentos como protagonistas de represalias con muertos. Como cuenta Tusell, en las fichas de afiliación se anotaba quién tenía «bicicleta», esto es, «pistola». Sin embargo, sostiene Viñas que con Falange solo se contó en la etapa final de la conspiración y para que aportara la «carne de cañón». Entonces la Falange era un movimiento marginal y nadie pensó en ella como órgano de poder de un nuevo Estado. Según Tusell, «era un partido político de jóvenes universitarios sin fuerza electoral propia ni menos aún implantación en medios sindicales o proletarios».

Alfonso García-Valdecasas, Julio Ruiz de Alda y José Antonio Primo de Rivera en la fundación de Falange en 1933. Foto: DP.

En noviembre del 35, Primo de Rivera ya planteó la necesidad de un golpe de Estado para hacer frente a «una amenaza de un sentido asiático, ruso, contradictoria con toda manera occidental, cristiana y española de entender la existencia», pero, mientras que Calvo Sotelo defendía abiertamente «una reforma totalitaria del Estado», José Antonio en sus últimos textos lo criticó. Escribió: «La enfervorización religiosa de los pueblos no es tarea política». Desde ese año 1935, en los mítines que había dado el pequeño partido hubo un denominador común, la estrategia propagandística era la de explicar su política como «ni de izquierdas ni de derechas». Cuando la derecha hizo la reforma de la reforma agraria, como apunta Ramiro Trullén en España trastornada, Primo de Rivera sorprendió a propios y extraños criticando la medida en el Congreso: «Teniendo en cuenta que la vida rural española era absolutamente intolerable tendrían que atenerse a las consecuencias». En síntesis, su pensamiento lo que sostenía era la necesidad de encauzar las revoluciones porque motivos no faltaban para que se desencadenasen.

No obstante, desde el primer día de la sublevación los falangistas estuvieron ahí. En las órdenes que dio Yagüe en Marruecos se les tenía bien en cuenta: «Conferir el mando del orden público y seguridad en las ciudades a elementos de Falange». En La columna de la muerte de Francisco Espinosa, está documentado que elementos falangistas ya habían recibido el 16 de julio órdenes para actuar en Extremadura.

Él no. Desde el 14 de marzo estaba detenido. Azaña estaba decidido a atajar la violencia ultraderechista y clausuró la sede de Falange por tenencia de armas el 27 de febrero, once días después de ganar las elecciones. El 5 de marzo la policía se incautó de Arriba, su semanario, y no volvió a publicarse. Siguieron medidas de este tipo que expulsaron al partido a la clandestinidad donde, paradójicamente, empezó a crecer en afiliación. El 19 de mayo el presidente del Consejo de Ministros, Casares Quiroga, proclamó:

Se han acabado las contemplaciones con los enemigos, claros o encubiertos, de la República (…) Hace algún tiempo yo dije que no estaba dispuesto a tolerar una guerra civil. Pues bien, cuando se trata de un movimiento fascista —digo fascista sin determinar esta o aquella organización, pues todos sabemos qué es el fascismo y cuáles son las organizaciones fascistas—, cuando se trata de atacar a la República democrática y las conquistas que hemos logrado junto al proletariado, ¡ah! Yo no sé permanecer al margen de esas luchas y os manifiesto, señores del Frente Popular, que contra el fascismo el Gobierno es beligerante.

Había sido detenido en marzo por posesión ilícita de armas. Su estancia en prisión se alargó cuando le fueron encontradas en la cárcel dos pistolas. En mayo intentó eludir la justicia por la vía de recuperar la inmunidad parlamentaria, al tener que repetirse las elecciones en algunas provincias pensó que podría presentarse y sacar un escaño, pero la Junta Electoral no aceptó nuevas inclusiones en las listas de febrero. Fue trasladado a Alicante en junio.

Recibió cientos de visitas en su cautiverio, con las que trató el proyecto de la rebelión militar. Pero consta que, iniciada la conflagración, desde su «mesianismo», según Thomàs, José Antonio se propuso parar la guerra desde la cárcel. Abogó por un gobierno de unidad nacional con socialistas, intelectuales, conservadores catalanes y que abordase la reforma agraria y, por otro lado, permitiese la educación católica, para satisfacer a ambos bandos enfrentados. Era agosto del 36 y se ofreció para convencer a los generales golpistas. El Gobierno envió al subsecretario Leando Martín Echevarría a la prisión para entrevistarse con él, pero el plan se rechazó.

En 1963, Franco ordenó borrar todo esto del libro que el falangista José María Mancisidor publicó sobre el juicio. El mito que se había construido no iba, precisamente, en esa dirección. En los sesenta, con los veinticinco años de paz, cundió la preocupación en el régimen por su responsabilidad a la hora de haber iniciado la guerra. Es ahí donde surgen todas las teorías ahistóricas e incluso antitéticas para justificar el 18 de julio, o cargarle la responsabilidad a las víctimas. Falsificaciones que aún circulan hoy.

Paradójicamente, mientras José Antonio barruntaba proyectos para unir a todos los españoles, los militantes de su partido dirigidos con entusiasmo por sus jefes provinciales estaban exterminando a los rivales políticos de cualquier nivel. El propio Hedilla tuvo que pedirles un poco de orden y organización a la hora de matar, con escaso éxito.

El 3 de octubre de 1936 la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo nombró a Federico Enjuto Ferrán juez instructor del sumario «por supuestas responsabilidades en la actual rebelión militar» de José Antonio Primo de Rivera. El fiscal era Vidal Gil Tirado, que el 12 de septiembre había condenado a muerte a cincuenta falangistas que habían intentado liberar al preso. Gil sustituyó a Juan Navarro Serna, que pretendía pedir una pena de dos años por conspiración al entender que no podía acusársele de rebelión por estar preso durante el golpe. Un bombardeo sobre Alicante precipitó el relevo, hubo intentos de la población de entrar en la cárcel a lincharle. El propio juez Enjuto tuvo que dormir dentro de la prisión frente a su celda.

La clave del juicio fue que, desde la cárcel de Alicante, José Antonio escribió a mandos militares «animándolos a la acción», en palabras de Tusell. Consta que Rafael Garcerán Sánchez, el 1 de junio de 1936, ofreció a Mola las milicias del partido. En Los fascismos españoles, Thomàs cita que en junio un boletín clandestino de la organización ya decía:

La guerra está declarada y ha sido el Gobierno el primero en proclamarse beligerante. No ha triunfado un partido más en el terreno pacífico de la democracia; ha triunfado la Revolución de Octubre; la revolución separatista de Barcelona y la comunista de Asturias (…) Estamos en guerra (…) El gobierno se da prisa en aniquilar todo aquello que pueda constituir una defensa de la civilización española y de la permanencia histórica de la Patria: el Ejército, la Armada, la Guardia Civil… y la Falange.

José Antonio Primo de Rivera en 1935. Foto: Cordon Press.

Primo de Rivera se defendió a sí mismo y a su hermano Miguel y su cuñada Margarita, que también estaba detenida desde la sublevación. El domingo 15 de noviembre tuvo acceso al sumario. El lunes 16 comenzó la vista oral, el 18 fue condenado y el 20 fusilado.

El Tribunal Popular (antes Especial) Provincial de Alicante estaba presidido por tres magistrados y un jurado con representantes de partidos y sindicatos. Su estrategia de defensa pasó por seducir a ese jurado con miembros del PSOE, CNT, UGT y PCE, entre otros. Para ello habló del carácter revolucionario de Falange y dedicó horas a explicar su ideario distanciado del conservadurismo y de tintes sociales. Afirmaba que los preparativos de la sublevación se habían hecho «cuidando especialmente que yo no la conociera», pero mientras esto sucedía, sus hombres desde el 18 de julio estaban asesinando sin control. Su teoría era que para que esto sucediera primero tuvieron que ponerle a él en fuera de juego. La culpa era de la República.

La política de las derechas respecto de mi partido ha sido siempre la misma; querer aprovechar el brío combatiente de mis muchachos (…) Eso sí, querían impedir a toda costa, pero a toda costa, que a estos muchachos los dirigiera yo. ¿Por qué? Porque dicen que estas cosas que yo decía de la tierra y demás eran señuelo que yo utilizaba para atraer a las clases obreras, porque las derechas tienen el error de creer que a las clases obreras se las atrae con señuelos (…) Las derechas tienen esa actitud respecto de mí, pero en cambio dicen: «Esos miles de chicos valerosos, arrojados, un poco locos si queréis, esos son utilísimos. Con estos tenemos que contar nosotros». Y entonces me maquinan disensiones dentro de mi movimiento. (…) surge mi encarcelamiento y la ocasión es «pintipirada»: ahora sí que es fácil levantar el coraje de estos chicos magníficos, valerosos y un poco ingenuos, sin que se nos interponga el majadero ese que nos viene con la cosa de la reforma agraria y del Movimiento-Nacional-Sindicalista.

También se apoyó en que en ninguna de las listas que se habían incautado a los militares detenidos en las zonas donde fracasó el golpe figuraba su nombre. Pero añadió:

De mí, por ejemplo, no os voy a decir hipócritamente que no me hubiera sumado a la rebelión. Creo que en ocasiones la rebelión es lícita y la única salida de un período angustioso.

Y posiblemente metió la pata, en el caso de que no estuviera sentenciado de antemano, que lo estaba. Además, negó las noticias que llegaban de los suyos:

Las ferocidades de que el señor fiscal me da ahora la primera noticia; atrocidades que por otra parte me va a permitir que ponga en cuarentena, porque sé que mis camaradas no son capaces de cometerlas.

Luego su estrategia pasó por exigirle al Tribunal «alguna prueba positiva» de su participación en el golpe de Estado y sus palabras pasaron a ser más dramáticas:

Os digo que prefiero con mucho no morir (…) Si yo no he tenido parte en esto, si no he participado en esto ,¿para qué voy a venir aquí y hacer el papel de víctima?

Thomàs señala que fue clave para su condena el cambio de gobierno en el que Largo Caballero colocó al anarquista Juan García Oliver como ministro de Justicia. Este convocó al juez para exigirle la condena. Al mismo tiempo, sentencia el historiador: «José Antonio había participado en la gestación del golpe y había implicado a la Falange de pleno en él, aunque judicialmente fuese difícil de probar… ante un tribunal ordinario, dada la endeblez de las pruebas. Pero el Tribunal Popular no era un tribunal ordinario, sino político, y el veredicto condenatorio estaba asegurado».

El jurado deliberó durante cuatro horas y aceptó todos los cargos del fiscal. Cuando se le comunicó, «conmovido», pidió que se le conmutase la pena de muerte por la cadena perpetua. El jurado volvió a deliberar y se lo denegó. El acusado entró en una crisis nerviosa. Largo Caballero firmó el «enterado». Prieto quiso evitar la condena, pero tuvo más peso García Oliver y el socialista acató la sentencia.

Un año antes, en 1935, en un reunión en el Parador Nacional de Gredos, ya hizo planes de golpe de Estado, que luego él mismo presentó en un informe al gobierno fascista italiano que le financiaba. Otro plan que le mostró más adelante a José Moscardó y Franco, jefe del Estado Mayor de la República en ese momento, fue desechado. El 4 de mayo de 1936 escribió su Carta a los militares de España que circuló por los cuartos de banderas pidiendo a los oficiales que se unieran al golpe. En lo relativo a romper la disciplina y subvertir el orden, decía:

¿Habrá todavía entre vosotros —soldados, oficiales españoles de tierra, mar y aire— quien proclame la indiferencia de los militares por la política? Esto pudo y debió decirse cuando la política se desarrollaba entre partidos. No era la espada militar la llamada a decidir sus pugnas, por otra parte harto mediocres. Pero hoy no nos hallamos en presencia de una pugna interior. Está en litigio la existencia misma de España como entidad y como unidad. El riesgo de ahora es exactamente equiparable al de una invasión extranjera.

(…)

… lo permanente de España que servíais, ha desaparecido. Este es el límite de vuestra neutralidad: la subsistencia de lo permanente, de lo esencial, de aquello que pueda sobrevivir a la varia suerte de los partidos. Cuando lo permanente mismo peligra, ya no tenéis derecho a ser neutrales. Entonces ha sonado la hora en que vuestras armas tienen que entrar en juego para poner a salvo los valores fundamentales, sin los que es vano simulacro la disciplina. Y siempre ha sido así: la última partida es siempre la partida de las armas. A última hora —ha dicho Spengler—, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización.

(…)

En las demás naciones el Estado no estaba aún en manos de traidores; en España, sí. Los actuales fiduciarios del Frente Popular, obedientes a un plan trazado fuera, descarnan de modo sistemático cuanto en la vida española pudiera ofrecer resistencia a la invasión de los bárbaros. Lo sabéis vosotros, soldados.

(…)

Medid vuestra terrible responsabilidad. El que España siga siendo depende de vosotros. Ved si esto no os obliga a pasar sobre los jefes vendidos o cobardes, a sobreponernos a vacilaciones y peligros. El enemigo, cauto, especula con vuestra indecisión,

(…)

Jurad por vuestro honor que no dejaréis sin respuesta el toque de guerra que se avecina.

(…)

Si así lo hacéis, como dice la fórmula antigua del juramento, que Dios os lo premie; y si no, que os lo demande. ¡ARRIBA ESPAÑA!

Desde la cárcel, el citado Antonio Goicoechea era el que llevaba sus mensajes a los militares. También pidió una donación a Mussolini de un millón de pesetas para sobornar a oficiales indecisos, que le fue negada, apunta Thomàs. En junio escribió artículos quejándose de que los conspiradores querían utilizar a Falange como tropa para el golpe. «¿Pero qué supone esa gentuza? ¿Que la Falange es una carnicería donde se adquieren, al peso, tantos o cuantos hombres? ¿Suponen que cada grupo local de la Falange es una tripa de alquiler a disposición de empresas?». Entendía que lo que estaba en marcha contaba con ellos, en sus palabras, «como comparsa». En una circular de veintisiete puntos ordenó que nadie tomase parte en un levantamiento.

Al final, sus peores temores se hicieron realidad. Cuando llegó el golpe, las bases de su partido se sumaron a él sin dudarlo. Eso sí, de manera subordinada al mando militar, nunca dirigiendo las operaciones. El único lugar donde el golpe tuvo verdadero apoyo civil fue en Navarra, con los miles de voluntarios tradicionalistas de Mola detenidos en Somosierra por milicianos madrileños. Si en ese momento José Antonio había cambiado su postura manifiesta o no y por qué, es un interesante debate histórico. Por lo pronto, solo queda el testimonio del oficial de prisiones, Abundio Gil, citado por Ian Gibson en su obra En busca de José Antonio, que observó que los días 16 y 17 de julio, José Antonio, en su celda, estaba haciendo las maletas.

Entierro de José Antonio Primo de Rivera, 1936. Foto: Cordon Press.


Fuente → jotdown.es

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