El gran ‘trofeo’ de la transición
 

Un recuento de la resignificación del ‘Guernica’ con motivo de su llegada a España
El gran ‘trofeo’ de la transición:
Ignacio Echevarría 

  Dos años después de la gran exposición titulada Piedad y terror en Picasso (abril-septiembre de 2017), comisariada por Timothy James Clark y Anne M. Wagner, el Museo Reina Sofía publica Los viajes del “Guernica”, un importante volumen que evalúa las sucesivas significaciones y resignificaciones que en el transcurso de sus distintos emplazamientos ha acumulado este cuadro estrella del museo, devenido uno de los grandes iconos del siglo XX. El volumen se abre con un extenso ensayo de Manuel Borja-Villel y Rosario Peiró sobre las “Visiones del Guernica” y se complementa con otros cinco que abordan algunas de las diferentes “apropiaciones” de las que el cuadro ha sido objeto desde que fue pintado en 1937. Rocío Robles Tardío discurre sobre “Guernica en el Museum of Modern Art de Nueva York”; José-Ramón López García, sobre “Guernica y el exilio republicano de 1939”; Juan José Gómez Gutiérrez, sobre “Picasso y la Guerra Fría: exposiciones europeas de Guernica, 1953-1956”; Francis Frascina sobre “Las protestas de artistas: Guernica y la guerra de Vietnam”; e Ignacio Echevarría, en el texto que damos aquí, sobre Guernica como el gran “trofeo” de la Transición española. El volumen incluye casi cien páginas de valiosa documentación gráfica de los sucesivos “itinerarios” expositivos de Guernica en el Reina Sofía y una selección de documentos gráficos y escritos relacionados con las materias de los distintos ensayos. El conjunto constituye una minuciosa y muy oportuna puesta al día del palimpsesto interpretativo que ha suscitado la obra de Picasso, en torno a la cual orbita el Fondo Documental Guernica, comisariado por Rosario Peiró y Rocío Robles Tardío, e impulsado por el Reina Sofía desde 2015 para reunir y estudiar todo tipo de documentación (correspondencia, fotografías de instalación, documentos gráficos, audiovisuales, artes plásticas) en relación con la obra más emblemática de su colección.

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En julio de 1979, cuando faltaban aún más de dos años para que Guernica viajara a España pero ya se daba por sentado que su traslado era más o menos inminente, Francisco Umbral dedicó al asunto una de sus columnas. Comenzaba así: “Van a traer el Guernica de Picasso a Madrid. La gente bien está muy contenta, porque vive de asimilar tardíamente los valores culturales de la izquierda, pero al rojerío le han hecho un pie agua”.

En su columna, Umbral ironizaba sobre la depreciación que su traslado a España suponía para el cuadro de Picasso en cuanto símbolo de resistencia antifranquista y “marca” de progresía. La frase citada continuaba así: “Quiero decir que todo el rojerío madrileño está quitando ya las chinchetas de la lámina del Guernica que tenían –que teníamos– en casa. Si va a haber Guernica para los turistas escocidos, y gratis para los colegios, los jueves, ya no tiene sentido emblematizar nuestra casa, el piso franco de la resistencia, con un Guernica de imprenta /papelería”.

Lo cierto es que, en efecto, hubo unos años –los que se extienden desde mediados de los sesenta a finales de los setenta del siglo pasado– en que las reproducciones de Guernica colgaban por doquier en las paredes de los hogares españoles, al menos en los de quienes suscribían de manera más o menos explícita “los valores culturales de la izquierda”, cualquier cosa que cupiera entender por ello en esa época. Y no solo colgaban de los hogares, sino, más conspicuamente, de las oficinas y despachos de quienes, imbuidos de esos valores, ejercían profesiones liberales. Guernica funcionaba, sí, a modo de contraseña mediante la cual el “rojerío” –por adoptar el término de Umbral– se manifestaba y se reconocía.

A la muerte de Franco, antes de que se consumaran los grandes pactos de la transición, Guernica era un símbolo de la lucha contra el fascismo y, más ampliamente, de las luchas reivindicativas tanto de la libertades como de los derechos de ciudadanos y trabajadores. Más allá de las circunstancias en que el cuadro fue realizado, la militancia de Picasso en el PCF y su inequívoca oposición al régimen de Franco justificaban que así fuera. El trabajo del fotógrafo Heinz Hebeisen en torno a los grafitis murales inspirados en Guernica documenta su instrumentalización política. Por las fechas en que Umbral escribía su columna, Heinz Hebeisen y Enrique Calduch publicaron un reportaje gráfico titulado El ‘Guernica’ en la calle. En el texto que acompañaba las fotografías, Calduch se preguntaba, algo retóricamente, si en efecto la obra se hallaba en el MoMA, para a continuación responderse que Guernica, donde fuera que se ubicara, “está ya en las plazas y en las calles, ha estado siempre, pintado en las paredes, en los muros, en forma de póster en cientos de casas, en el corazón y en la mente de miles de hombres en este país. Porque es un grito de libertad, de reivindicación, y ha estado y está en el centro de las luchas por ello”.

Para Umbral, como se ha visto, el traslado del cuadro a Madrid venía a poner fin a este estado de cosas. Es razonable, hasta cierto punto, pensar que una contraseña –tanto más si está asociada a cierto sentimiento de clandestinidad– pierde parte de su sentido en la medida en que se convierte en un lugar común y en un reclamo turístico, como efectivamente ocurrió pronto con Guernica. Y si bien no cabe duda, por otro lado, de que ha sido el valor emblemático del cuadro –mucho antes que el que pueda tener como obra de arte propiamente dicha, por grande que sea– lo que ha determinado su popularidad, lo que interesa aquí escrutar es hasta qué punto fue su vulgarización y trivialización en cuanto emblema lo que conllevó que el “rojerío” descolgara de sus paredes –como dice Umbral– los guernicas “de imprenta/papelería”, o si lo que ocurrió fue, más bien, que entretanto el cuadro pasó a emblematizar otra cosa distinta de lo que significaba en el momento en que el “rojerío” lo colgaba en sus casas.

Esto último parece ser lo que en efecto pasó, de manera tácita pero no indeliberada. En su trabajo sobre “El Guernica en la calle durante los años de la transición y los primeros años de la democracia”, Isabel García García observa cómo “en poco tiempo se pasó de su apropiación por el ideario comunista o progresista a convertirse en emblema de la futura democracia que se enfrentaba a nuevos retos como la aparición de centrales nucleares o el ingreso en la OTAN, con numerosas manifestaciones en que con frecuencia ondeó la imagen del Guernica”. De hecho, el desplazamiento del “contenido simbólico” de Guernica constituye el más acabado ejemplo de cómo la transición a la democracia supuso en España, tal y como se desarrolló finalmente, la completa liquidación y recambio de los “valores culturales” –como los llama Umbral– suscritos por la izquierda hasta bien entrada la década de los sesenta. La relativa indiferencia con que el “rojerío” vivió el gran acontecimiento mediático que fue la instalación de Guernica en el Casón del Buen Retiro de Madrid, la mansa participación de algunos de sus representantes en la euforia institucional con que se acogió la llegada del cuadro, la escasez de cuestionamientos del relato político que se hizo del traslado y de su significación, admiten ser interpretados como indicios elocuentes de la por entonces ya casi total difuminación de la actitud inquisitiva, crítica, contestataria –y no solo resistencial– que había caracterizado a la cultura de la izquierda antifranquista, así como del completo desmantelamiento, por lo que a ella respectaba, de todo horizonte de ruptura.

Si bien se trataba de un desgarrado grito contra la guerra, prevalecía en un primer plano el alegato contra el fascismo y, más precisamente, contra Franco.
El caso es que la “resignificación” de Guernica, durante los años que precedieron a su traslado a España, se operó con el concurso explícito de las principales corrientes políticas y culturales del país, progresivamente comprometidas en su mayoría con el proceso reformista emprendido por Adolfo Suárez a comienzos de 1976, y supuso la previa desactivación de no pocas de las connotaciones asociadas al cuadro hasta ese momento. Cuando este llegó a Madrid, en septiembre de 1981, había dejado de ser un símbolo de republicanismo y de lucha social para fungir, en lugar de eso, como símbolo de paz y, más particularmente, por lo que a España respecta, de una “reconciliación nacional” constantemente invocada por unos y otros, hasta el punto de llegar a constituir una especie de mantra en el vocabulario político de la época.

Se ha especulado y escrito lo suyo acerca de las intenciones con que Picasso pintó Guernica. Lo cierto es que el encargo de realizar una gran pintura para el pabellón español de la Exposición Internacional de París lo recibió el artista en enero de 1937, pero solo se puso a la tarea cuatro meses después, el 1 de mayo de ese mismo año, al poco de haber recibido el impacto de las fotografías publicadas por los diarios Ce Soir y L’Humanité el día siguiente del bombardeo de la villa foral vasca, el 26 de abril. El dato invita a pensar que el impulso decisivo para pintar el cuadro lo determinó un reflejo de indignación, de rabia, de dolor. La lectura que de Guernica se hizo en su momento –la misma que se haría del mismo durante las dos décadas siguientes, cuando menos– no dejaba lugar a dudas acerca de su significado político: si bien se trataba de un desgarrado grito contra la guerra, prevalecía en un primer plano el alegato contra el fascismo y, más precisamente, contra Franco. No hay que olvidar que, contemporánea a la realización de Guernica, es la suite de viñetas paródicas titulada Sueño y mentira de Franco. Aún no estaba acabado el cuadro cuando Picasso declaró: “En el mural en que estoy trabajando, que titularé Guernica, y en todas mis obras recientes, expreso con claridad mi odio hacia la casta militar que ha hecho naufragar España en un océano de dolor y de muerte”. Más tarde, en 1945, Picasso llegó a afirmar que en Guernica había “una intencionada llamada al pueblo” y “un sentido deliberadamente propagandístico”.

Por mucho que haya devenido un símbolo “universal”, como tan huecamente suele decirse, la denuncia de Guernica no es de índole abstracta: desde su título mismo, la obra remite a una circunstancia histórica concreta, políticamente connotada. Esta circunstancia, sin embargo, es la que empezó por sustraerse de la lectura del cuadro que primó en la transición. Uno de los principales artífices de su traslado a España, el diplomático español Rafael Fernández Quintanilla, en una entrevista publicada por El País el 16 de septiembre de 1981, con motivo de la llegada de la obra a Madrid, decía: “Desgraciadamente, a Picasso se le ha tratado de politizar demasiado […] Cuando pintaba su cuadro, no creo que estuviera pensando en Guernica, porque su obra ha superado plenamente el sentido local del bombardeo sobre la villa foral: se ha convertido en un gran símbolo para la humanidad, en algo universal”. Palabras que no dejan de causar cierta sorpresa, a la luz, al menos, de lo que se sabe sobre el origen del cuadro.

Pero de lo que se trataba en el período “épico” de la transición era precisamente de eso: de despolitizar el cuadro. Algo que ya había empezado a ocurrir desde mucho atrás, durante su prolongada estancia en el MoMA de Nueva York. Desde los años sesenta, en la cartela colocada junto a Guernica se leía, entre otras cosas: “Ha habido muchas y a menudo contradictorias interpretaciones de Guernica. El propio Picasso ha negado cualquier significación política, indicando simplemente que el mural expresa su aborrecimiento de la guerra y la barbarie”. Tendía a consolidarse de este modo una lectura del cuadro políticamente “aséptica”, algo que justificaba el activo compromiso de Picasso con la paz, patente en un sinnúmero de dibujos destinados a carteles y portadas de diarios o de revistas, entre ellos la celebérrima paloma empleada para el cartel del Primer Congreso Mundial de Partisanos por la Paz celebrado en París en abril de 1949.

La militancia pacifista de Picasso, sin embargo, nunca estuvo exenta de filos políticos. No hay que olvidar que su etapa más activa en este sentido se desarrolla en el marco de la Guerra Fría y coincide con su militancia comunista. En aquellos años, la URSS premió a Picasso con el Premio Lenin de la Paz, en 1950 . El rechazo de la guerra que cabe deducir de un cuadro como Guernica es tanto un grito de dolor solidario con las víctimas como una denuncia de sus responsables. Conviene recordar en este punto un cuadro como Masacre en Corea (1951), del mismo Picasso, tantas veces puesto en relación con Guernica. O la utilización de este último por parte de Rudolf Baranik para su cartel contra la guerra de Vietnam Stop the War in Vietnam Now!, 1967). No mucho después, en enero de 1970, tendría lugar en el MoMA, frente a Guernica, la acción de protesta del grupo AWC (Art Workers Coalition), My Lai Massacre and babies?, también en denuncia de los ataques a civiles en la guerra de Vietnam.

A diferencia de la consabida “paloma” –ella sí susceptible de ser considerada, sin más,  un símbolo de paz–, Guernica clama por la paz de forma polémica y combativa, lo que hace de él un cuadro “incómodo”, todavía en la actualidad. Lo demuestran hechos como el que, en febrero de 2003, en la rueda de prensa que el general Colin Powell dio en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tras denunciar allí que el gobierno de Irak no había cumplido los requerimientos impuestos por la organización, se cubriera con una cortina azul la gran reproducción que había del cuadro de Picasso en la sala donde se celebró el acto. O el reiterado empleo que del mural se hizo en las manifestaciones y actos contra la guerra de Irak que se celebraron en todo el mundo. Lo demuestra también, más vitriólicamente, el que, en febrero de 2014, la entrega de armas de ETA a la CIV (Comisión Internacional de Verificación) fuera escenificada por dos encapuchados sobre una pared de la que, en lugar de la tradicional ikurriña, colgaba una reproducción de la obra de Picasso.

Tanto más significativo resulta, a la luz de estos y muchos otros datos, que, en apenas cinco años, Guernica, símbolo de la lucha contra el fascismo durante cuatro décadas, deviniera en España símbolo de concordia y de reconciliación. Para que así llegara a ocurrir, hubo de producirse un tácito “borrado” de no pocas de las asociaciones ideológicas que suscitaba la obra hasta la muerte de Franco. La primera de ellas: la ya aludida militancia comunista de Picasso.

Es sabido que al poco de la Liberación en 1944, este se afilió al Partido Comunista Francés. La noticia tuvo una gran resonancia internacional, que amplificaron las declaraciones que el artista hizo con este motivo (“Mi adhesión al Partido Comunista es la consecuencia lógica de toda mi vida y toda mi obra. Y orgullosamente lo digo...”). Tanto los servicios de inteligencia de Franco como el FBI abrieron entonces sendos expedientes sobre Picasso, en los que se acumularon toda suerte de enormidades, relativas sobre todo a sus relaciones con la URSS. La creciente notoriedad del artista, sin embargo, hacía preferible relativizar el alcance de sus convicciones políticas. Ya en 1948, en un artículo titulado “Picasso, el aldeano listo” (Arriba, 18 de mayo de 1948), el periodista y escritor César González Ruano sugería que aquel se hallaba enrolado “en una política que probablemente ni siente”. Marcaba así la pauta con que, en lo sucesivo, iba a ser tratado el “compromiso” de Picasso, tachado a menudo de frivolidad, sin atender al impacto que tuvo en su obra posterior a Guernica (un impacto puesto de manifiesto, no hace mucho, en la exposición Picasso: Peace and Freedom [Picasso. Paz y libertad], organizada por la Tate Liverpool en 2010).

Cuando en noviembre de 1968 el entonces director general de Bellas Artes de España, Florentino Pérez Embid, persuadió al comandante Carrero Blanco de la conveniencia de emprender las gestiones necesarias para traer Guernica a España y convertirlo en estrella del Museo Español de Arte Contemporáneo que se proyectaba construir en Madrid, el informe con que se justificaba la iniciativa hacía constar, en su comienzo, que, “según es frecuente entre los artistas, [Picasso] en algunas ocasiones ha adoptado actitudes políticas estrafalarias, nunca coherentes ni sostenidas durante mucho tiempo”.

El tono displicente de estas palabras resuena en las que, años después, ya en democracia, emplearía Ricardo de la Cierva, entonces ministro español de Cultura, en una carta dirigida al presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, con fecha del 28 de junio de 1980. En ella le expresa el riesgo que entraña el que “un partido político, el comunista”, pretenda servirse de “la militancia absurda pero real de Pablo Picasso en sus filas” para obtener réditos políticos de la traída del cuadro. Pero a esas alturas el riesgo al que tan temerosamente aludía De la Cierva, muy vivo en los años que precedieron a la muerte de Franco, era insignificante. Casi tanto como las expectativas electorales del PCE, que si en las elecciones de marzo de 1979 apenas había superado el 10% de los votos, en las de octubre de 1982 no alcanzaría el 4%. Ni a los mismos comunistas se les ocurría, en 1980, explotar en beneficio propio la militancia política de Picasso, ni mucho menos hacer una lectura partidista de Guernica, que para entonces había perdido ya su condición de icono de la izquierda para convertirse en el gran “cartelón” de la transición, como lo llamaría Antonio Saura.

Bastante antes de que De la Cierva expresara a Suárez sus temores, el secretario del PCE, Santiago Carrillo, visitó el MoMA. Lo hizo en noviembre de 1977, pocos días después de la visita que hiciera al museo Felipe González, con idéntico objeto. En las declaraciones que hizo para la ocasión, Carrillo se ocupó de despejar los escrúpulos que por entonces todavía despertaba en algunos sectores el deseo expresado por Picasso de que Guernica se instalara en España solo después de que en el país se restableciera la República. “No tengo ninguna duda”, dijo Carrillo, “de que el artista se refería al restablecimiento de la democracia, que entonces no se concebía de otra forma que a través de una república”. Lo decía transcurrido apenas medio año desde que un recién legalizado PCE, en uno de los hitos de la transición, decidiera arrumbar su republicanismo y aceptar la monarquía y la bandera rojigualda.

El líder de los comunistas españoles contribuía de este modo a desactivar otro de los “lastres” ideológicos que acarreaba Guernica: el de su identificación con la causa republicana, asunto especialmente espinoso a la hora de encauzar las gestiones orientadas a la recuperación del cuadro, una vez muerto Franco.

Ya se ha aludido a las maniobras de Florentino Pérez Embid destinadas a conseguir, a través de Carrero Blanco, que el “Caudillo” diera su conformidad a emprender por vez primera esas gestiones. En su día, la noticia se filtró a la prensa internacional y Picasso, alarmado por los ecos que enseguida obtuvo, se encargó de dejar bien claro, a través de su abogado, Roland Dumas, que Guernica solo podría ser devuelto a España el día que la República fuera “restaurada”. En una primera declaración, hecha en noviembre de 1970, se hablaba simplemente del restablecimiento de “las libertades públicas”. Pero Picasso no se quedó tranquilo, y en una nueva declaración (hecha pública, significativamente, el 14 de abril de 1971, cuarenta aniversario de la proclamación de la Segunda República) especificó: “Confirmo una vez más que desde 1939 he confiado el Guernica y los estudios que lo acompañan al Museo Moderno de Nueva York para su custodia, y que están destinados al Gobierno de la República Española”.

En los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco, el debate sobre monarquía o república había de alcanzar una gran intensidad. Las dos mayores formaciones políticas de izquierda –el PCE y el PSOE– eran de tradición republicana (en sus mítines se coreaba con frecuencia aquello de “España, mañana, será republicana”), y por otro lado la monarquía era vista, por no pocos sectores, como un peaje impuesto por Franco, quien, en virtud de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947, nombró sucesor al entonces príncipe Juan Carlos.


Para sortear la condición impuesta por Picasso de que Guernica fuera devuelto al pueblo español cuando se restaurara la República, hubo que emplearse a fondo en desplazar el debate sobre la forma de Estado
La disyuntiva entre monarquía y república polarizó el dilema entre reforma y ruptura, y no parece exagerado sostener que la aceptación de la primera por parte del PSOE y del PCE constituye todo un cambio de rasante en el desarrollo de la transición liderada por Adolfo Suárez, que a partir de ese momento, por virtud de un “pacto del olvido”, discurriría por los raíles del consenso, del posibilismo y del pragmatismo.

Para sortear la condición impuesta por Picasso de que Guernica fuera devuelto al pueblo español cuando se restaurara la República, hubo que emplearse a fondo en desplazar el debate sobre la forma de Estado, con su dramático trasfondo histórico, a la cuestión mucho más consensuada del sistema político por el que el país se había de gobernar. Y si bien resultó relativamente sencillo persuadir a unos y otros de que para Picasso la República era sinónimo de democracia y libertades públicas, lo fue menos persuadir a la comunidad internacional de que la democracia española ofrecía suficientes garantías de estabilidad y de continuidad.

De hecho, la historia de la recuperación de la obra, una vez muerto Franco, equivale a la del ansiado reconocimiento de España como democracia de pleno derecho. El cuadro de Picasso se convirtió muy pronto en el trofeo al que aspiraban la sociedad y la clase política españolas para obtener de puertas afuera un marchamo democrático. Conforme fue poniéndose de relieve el valor de cambio que el cuadro tenía a estos efectos, todas las fuerzas comprometidas con el proceso reformista impulsado por Suárez se aunaron en el empeño de conseguir su traslado. Como recordaba años después Máximo Cajal, cónsul general de España en Nueva York por las fechas en que viajó el cuadro a Madrid: “El cuadro era la llave que indicaba si nuestro país era democrático o no” (declaraciones recogidas por el diario ABC el 10 de septiembre de 2006).

El seguimiento de las gestiones por recuperar Guernica, de la correspondencia a que dieron ocasión, de las declaraciones hechas por quienes participaron en ellas, así como de su reflejo en la prensa, permite observar paso a paso el desarrollo y estandarización de la fraseología más propia de la transición. Permite observar de qué modo, en la carrera por consolidar en España la democracia liberal –a despecho de los poderes fácticos que se resistían a ello, así como de los sectores de la izquierda más radical–, el vocabulario político español quedó colonizado por una terminología ecuménica, resuelta a obviar las herencias del pasado y especialmente proclive al empleo de ideologemas universales. 

Cuando los primeros intentos extraoficiales para recuperar el cuadro toparon con las reservas de William Rubin, director del Departamento de Pintura y Escultura del MoMA, y de Roland Dumas, el abogado de la familia Picasso, el abogado y periodista José María Armero, uno de los grandes impulsores de la recuperación de Guernica, escribió en una carta enviada a The New York Times: “Creo que, si como la mayor parte de los españoles deseamos, en un plazo corto España se transforma en una democracia, aunque la forma de gobierna sea monarquía, la condición señalada por Pablo Picasso estará cumplida”.

Armero jugaría un destacado papel en el proceso de legalización del PCE, en abril de 1977. Muy poco después de esta fecha, solicitó a Rubin un reunión. Durante la misma, Rubin convino en que España cumplía suficientemente las condiciones políticas exigidas por Picasso, pero advirtió que era necesario esperar para asegurarse de que la vía emprendida no tenía vuelta atrás. El mismo criterio compartía Roland Dumas, quien en un comunicado hecho público ese mismo mes, decía: “Si bien reconozco el progreso que se ha hecho en España, y que se ha producido un cambio significativo desde la muerte del general Franco, no puedo considerar que esta evolución ha llegado a su fin. Tampoco se cumplen las condiciones establecidas por el propio Picasso relativas a la seguridad de la obra y a la estabilidad de un régimen nuevo y completamente democrático”.


El contenido político de Guernica se vio tendenciosamente recortado, primero, y luego transmutado. Conceptos como resistencia, justicia social o república desaparecieron de su horizonte interpretativo
A Armero le pareció esta nueva moratoria “sorprendente e intolerable”, y en una carta al diario Ya (10 de agosto de 1977) hizo un llamamiento general a afrontar la recuperación de Guernica como “una gran tarea nacional”. Y de este modo fue asumida, sin duda, por la mayor parte de las fuerzas políticas españolas, como demuestra el acuerdo suscrito por el Senado y el Congreso, en octubre de 1977, para reclamar oficialmente el cuadro. Inmediatamente después tuvo lugar el desfile de políticos que, de visita en Nueva York, visitaron el MoMA, se fotografiaron frente al cuadro, reclamaron su “devolución” y desplegaron, en términos casi intercambiables, la fraseología que ya para entonces envolvía al cuadro.

Fue así como el contenido político de Guernica se vio tendenciosamente recortado, primero, y luego transmutado. Conceptos como resistencia, justicia social o república desaparecieron de su horizonte interpretativo. El único terreno en el que, a la altura de 1977, levantaba aún discordias era el relativo a su reubicación, algo que, retrospectivamente, puede señalarse como un indicio más de que fueron la organización territorial del Estado y el modo en que se satisficieron las reclamaciones de los nacionalismos históricos, el “talón de Aquiles” de la transición, muy hipotecada, desde sus comienzos, por la amenaza del terrorismo etarra.

La vinculación de Guernica con las reivindicaciones del nacionalismo vasco remonta a los años sesenta. Tan pronto como, tras la muerte de Franco, se entrevió la posibilidad de que el cuadro fuera devuelto a España, desde diferentes instituciones del País Vasco se solicitó formalmente que se instalara en la localidad que le dio su nombre. Especialmente activo en el despliegue de los argumentos que justificaban esta pretensión se mostró, desde un principio, el artista vasco Agustín Ibarrola, varias veces encarcelado durante el franquismo por su abierta militancia comunista. Todavía en octubre de 1979, cuando las expectativas de que tal cosa ocurriera eran cada vez más remotas, Ibarrola continuaba dando batalla en una tribuna de El País en la que, entre otras cosas, decía: “No parece que el Gobierno de UCD o sus funcionarios, fundidos en el crisol del franquismo, sean las personas históricamente más adecuadas y moralmente más autorizadas para gestionar esta recuperación de la memoria histórica que representa la devolución del Guernica de Picasso. Es posible que, finalmente, el Guernica vaya al Prado. Pero debe quedar claro que ello se deberá no al peso de las razones aducidas, sino a una imposición más del centralismo [...] No hay que olvidar que el comunista Picasso, como muchos de nosotros, pensaba en unas condiciones de conquista de la libertad muy distintas a las que luego se han producido en la práctica [...] En el último número de La Calle hay unas declaraciones de Santiago Carrillo que, como comunista que soy, me han llenado de consternación. ʻMe pareceʼ, dice Carrillo, ʻque querer adjudicarse el Guernica porque existe la ciudad que lo inspiró, o llevarlo a Málaga porque en ella nació Picasso y discutir por ello, es una polémica un poco provincianaʼ. Sin aspavientos, pero con firmeza, debo recordar a Carrillo que el II Congreso del Partido Comunista de Euskadi y, posteriormente, el IX Congreso del PC de España aprobaron sendas resoluciones reclamando la devolución de la obra de Picasso y su instalación en Guernica. Y quiero también recordarle que las razones históricas (bombardeo), morales (reparación), artísticas (marco adecuado), socioculturales (aglutinante de un centro cultural de recuperación de la identidad vasca) y económicas en que el pueblo de Euskadi basa su reclamación no tienen nada de ʻprovincianoʼ”.

Las declaraciones de Carrillo que cita Ibarrola aluden a las pretensiones de acoger Guernica que, durante los años que precedieron a su devolución a España, manifestaron también las ciudades de Málaga y Barcelona (ciudad estrechamente ligada a la trayectoria del artista, y en la que se inauguró, en 1963, el primer museo dedicado a él). Pero el peso y la insistencia de sus reivindicaciones no pueden medirse con las que –a despecho de todas las negativas, empezando por las que se sustentan en criterios técnicos de conservación– siguen haciéndose periódicamente desde el País Vasco para que el cuadro concluya su periplo en la localidad cuyo bombardeo lo inspiró.

Las reticencias que expresaba Ibarrola desde su tribuna acerca de la idoneidad del gobierno de UCD para gestionar legítimamente la devolución de Guernica, si bien eran compartidas por diferentes sectores de la ciudadanía española, podían considerarse, por esas fechas, residuales con respecto a la poderosísima inercia que abocaba a conseguirla. Solo voces dispersas se elevaban ocasionalmente para cuestionar el modo en que las cosas venían desarrollándose. Entre las más autorizadas cabe destacar la de quien fue amigo personal de Picasso y persona muy cercana a él por los años en que Guernica fue pintado: José Bergamín. En diciembre de 1980, en uno de sus artículos de la revista Punto y Hora de Euskal Herria, escribía: “No sabemos aún cuando esto escribo si el Guernica de Picasso va a venir o no a esta España sedicente, democratizante, donde tendrá que ser recibido y protegido por los mismos contra los cuales se pintó. Y esto sí lo sabemos todos, aunque quienes lo traen finjan que no [...] Ya nos parece estarlo viendo llegar en un jaula como a Don Quijote cuando volvió a su aldea: y rodeado de toda la policía estatal para protegerlo y protegernos de su maravillosa violencia explosiva. Si es que ya no han logrado apagarlo antes. Cosa difícil. Porque lo es muy difícil de enjaular su grito vivo ni siquiera encarcelándolo en un museo”.

Pero, más que la voz siempre discrepante de Bergamín, a la comisión encargada de gestionar la devolución de Guernica la ponían en apuros los herederos de Picasso, que hasta el último momento entorpecieron con sus reclamaciones y sus reprensiones el desarrollo de la negociaciones. La más recalcitrante fue Maya Picasso, quien hasta el final se resistió a que el cuadro fuera devuelto a España, dejando constancia de que la decisión se tomaba sin unanimidad, con su voto en contra, pues a sus ojos no se cumplía el requisito fundamental de que se restaurara la República. En cuanto a si había democracia, Maya comentaba al periodista de El País que la entrevistó en Ginebra el 3 de julio de 1981, poco después de haberse hecho público el consentimiento de la familia para el traslado el cuadro: “Usted ve lo que está ocurriendo en España. La misma policía, un fuerte olor a pasado y, desde el punto de vista de la libertades públicas, procesos a los que luchan por el aborto y una ley de divorcio basada en consentimientos mutuos, que no parece ley de divorcio, y no olvide que soy católica, pero el divorcio y el aborto no son lujos, son necesidades sociales”. A lo que añadía: “Mi padre seguiría esperando la República para el traslado de unas de sus realizaciones más significativas y queridas, y como él ha muerto, tengo que defenderlo aún más”.

Meses antes de que Maya se expresara así, el espaldarazo que supuso para los intereses de España, en la primavera de 1978, la resolución del Senado de Estados Unidos en favor de la devolución del cuadro –previo reconocimiento de “los extraordinarios progresos hechos por el pueblo y los dirigentes españoles en la construcción de la democracia en el país”–, así como la aprobación definitiva de la Constitución por parte de la ciudadanía española en el referéndum celebrado el 6 de diciembre de ese mismo año, habían dejado prácticamente despejado el camino para que Guernica viajara a España. Pero los dos años que habían de pasar todavía hasta que el viaje se hiciera efectivo no estuvieron privados de obstáculos, y durante ese plazo el retorno del cuadro vino a ser como “la prueba del algodón” de una democracia que había de padecer sobresaltos tan violentos como la dimisión de Adolfo Suárez en enero de 1981 y el amago de golpe militar ocurrido el 23 de febrero de ese mismo año, con la estrepitosa entrada del coronel Tejero en el Congreso.

El desenlace del “tejerazo” reforzó, en definitiva, el crédito de la aún naciente democracia española, y contribuyó a consolidar, dotándola de tintes épicos, la ya entonces casi unánime fraseología de la transición. Como muchos años después recordaba Álvaro Martínez-Novillo, subdirector general de Bellas Artes por las fechas en que el cuadro viajó a Madrid, Guernica fue “la culminación de un proyecto para recuperar la normalidad”. El sentimiento generalizado lo había expresado Juan Manuel Bonet en un artículo publicado en 1979: “Ojalá llegue pronto el día en que Picasso no sea ya ni escandalosa laguna oficial ni vestigio mitológico y progre del tiempo de la resistencia”.

La llegada efectiva del cuadro a Madrid, el 10 de septiembre de 1981, fue unánimemente saludada por la prensa española con términos que —como se constata con solo repasar los titulares de portada de la mañana siguiente— no hacían más que repetir, glosar y ampliar los empleados por Íñigo Cavero, ministro de Cultura, cuando dijo: “Hoy regresa a España el último exiliado”.

A la comisión encargada de gestionar la devolución de Guernica la ponían en apuros los herederos de Picasso, que hasta el último momento entorpecieron con sus reclamaciones 
El editorial del diario El País del 11 de septiembre, titulado “La guerra ha terminado”, ilustra ejemplarmente la perspectiva ideológica en que el cuadro era recibido: “La incorporación del Guernica a nuestra vida cotidiana podría ser anunciada, en un hipotético parte de paz, como la señal de que la guerra ha terminado [...] Como es de sobra conocido, Pablo Picasso condicionó la plena posesión del Guernica –pagado en su día por el Gobierno republicano– por el Estado español a la restauración de la democracia en nuestro país. Las voces minoritarias que ponen en duda el cumplimiento de esa condición, bien por confundir las formas de Gobierno –monárquicas o republicanas– con sus contenidos, bien por arrogarse la capacidad de interpretar la definición del término democracia, bien por temor al futuro o por insatisfacción con el presente, no pueden ahogar la opinión libremente expresada en las urnas por millones de ciudadanos ni las mociones votadas por las Cortes Generales de la nación...”.

Al acto de presentación pública de Guernica, celebrado el 23 de octubre en el Casón del Buen Retiro de Madrid, concurrieron varios miembros del Gobierno, altos cargos parlamentarios, presidentes de partidos políticos, representaciones diplomáticas y culturales y personas ligadas a la vida y a la obra de Pablo Picasso. No dejaron de asistir Enrique Tierno Galván, presidente de honor del PSOE y alcalde de Madrid, ni Dolores Ibárruri, presidenta de honor del PCE. Pero los cronistas del acto destacaban, sin embargo, la “escasa la presencia de fuerzas progresistas y de izquierda”.

La “Operación Guernica” se saldaba exitosamente. Como había proclamado en una tribuna de El País su principal responsable, el historiador Javier Tusell, director general de Bellas Artes, su cumplimiento jalonaba “el final de la transición” (11 de septiembre de 1981). Y quizá porque era efectivamente así, y por que haber obtenido por fin el codiciado trofeo volcaba una luz nueva sobre la situación, muy pronto empezaron a dejarse sentir los efectos de cierta resaca.

Dejando a un lado las protestas de quienes seguirían reclamando “el Guernica para Guernica”, desde algunos sectores culturales comenzaron a desprenderse pronunciamientos abiertamente críticos. Recién llegado el cuadro, Luis García Montero publicó una contundente tribuna titulada “¡Bienvenido, mister Guernica!” (El País, 16 de septiembre de 1981), en la que se leía: “El Guernica llega por fin a España, pero quizá más indefenso que nunca y a costa de perder su verdadero sentido original, que ya había sufrido bastante sobre los muros del Museo de Arte Moderno, de Nueva York. El Gobierno que lo trae intenta, paradójicamente al mismo tiempo, la entrada de España en la OTAN: la llegada del cuadro, por tanto, solo ha podido representar dos cosas para él: bien un extraño adorno valorado en 4.000 millones, que va a incrementar aún más nuestro patrimonio artístico, o bien el símbolo de una paz romántica, vaciada de contenido, que no es sino una pegajosa venda para los ojos del que quiere mirar hacia la realidad”.

Por su parte, transcurridos escasos meses desde la instalación del cuadro en el Casón del Buen Retiro, Antonio Saura publicó un encendido libelo estentóreamente titulado Contra el “Guernica” (Madrid, Turner, 1982, ed. La Central , 2009), en el que se leían cosas como: “Detesto al Guernica porque es un cartelón y porque, como sucede a todo mediocre cartelón, su imagen es posible copiarla y multiplicarla al infinito”, “Odio al Guernica porque a su llegada a Madrid a las 8:35 en el jumbo Lope de Vega tras una espera de 44 años fue escoltado por la fuerza pública” (p. 46); “Odio la osamenta del Guernica que regresa a la patria con honores castrenses “para ocupar su nicho en el cementerio de los desmemoriados proboscídeos nacionales” (p. 47) “, “Odio al Guernica, embajador de concordia” (p. 47), “Odio el nuevo exilio del Guernica” (p. 48) ...

Al año de la llegada a Madrid de Guernica habían ido a visitarlo cerca de un millón de personas. En un artículo publicado con motivo del aniversario, Francisco Calvo Serraller escribía: “A un año exacto de su instalación en España, el clamor en torno al Guernica ha cesado [...] Si nos acercamos al Casón, ya no hay tumultos ni colas interminables, las riadas humanas de antes han perdido presión, hasta transformarse en un fluido goteo de visitantes en cuyos rostros ya no se dibuja la tensión expectante y emocionada, sino, la mayoría de las veces, cierta perplejidad incrédula, desencantada. ¡Hasta han desaparecido los polemistas! Vamos, que incluso estoy convencido que más de uno ha metido el póster en el armario...”.

La llegada de los socialistas al poder, poco más de dos meses después, abrió un nuevo periodo de esperanza y reanimó expectativas de cambio que movieron a gran parte de la intelectualidad española a alinearse con los nuevos dueños del poder político. Cinco años atrás, en diciembre de 1977, en el acto de presentación del libro Guernica de Juan Larrea, el líder del PSOE y ahora flamante presidente del ejecutivo, Felipe González, había dicho sobre el cuadro: “¿Cuándo va a haber un Gobierno que se sienta representativo de los valores que impregnan el Guernica?”. Quizás algunos pensaron que ese Gobierno podía ser el del propio González. Pero si fue así lo fue únicamente en la medida en que tales valores sufrieron un cambiazo.

En 1993, Manuel Vicent, en un artículo que recogía no pocos ecos de la vieja columna de Francisco Umbral citada al comienzo de estas líneas, concluía: “El Guernica de Picasso ha sido durante muchos años el crucifijo que presidió las catacumbas de los rojos en tiempos de la dictadura [...] Hoy ese cuadro ha perdido la magia. Se ha convertido en un mal cartel. Incluso se puede afirmar que, el lienzo que se exhibe en el Reina Sofía es un Guernica falso. Se trata de una enorme ampliación del cuadro auténtico que era aquella pequeña reproducción en una cartulina clavada con cuatro chinchetas en nuestro cuarto”.


Fuente → ctxt.es

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