Sueño y pesadilla federal de la Primera República
El Partido democrático, liderado por Pi y Margall, asentó los principios de una nueva organización territorial basada en el federalismo
Sueño y pesadilla federal de la Primera República:
“- ¿Y la federal? -Eso es organización municipal y provincial, y hablaremos más tarde; eso no vale la pena. El más federal tiene que aplazarla por diez años.- ¿Y el proyecto?- Lo quemaron en Cartagena. No me diréis que no soy franco”.

Emilio Castelar, Discursos íntegros Pronunciados en las Cortes Constituyentes de 1873 – 1874, Barcelona, Imprenta de la Renaxensa, 1874, pp. 232

El 19 de mayo de 1869 un político llamado Francisco Pi y Margall establece en el parlamento la primera defensa de una idea innovadora en España: el federalismo como solución a los problemas regionales. Nos encontramos en el Sexenio Democrático, el carrusel político de mayor movimiento social y político del siglo XIX, y el ideólogo catalán afirmaba:

“Dentro de una nación vemos en primer lugar al individuo, el cual es inviolable en todo lo que se refiere a su ser íntimo, es decir, al pensamiento y a la conciencia. Vemos luego la familia, de la cual todos formamos parte en cuanto nacemos. Vemos sobre la familia al pueblo, que viene a componerse de diversas familias. Vemos sobre el pueblo la provincia, que viene a componerse de diversos pueblos. Vemos sobre la provincia la nación, que viene a componerse de diversas provincias”.

Margall había impuesto este federalismo en el partido republicano, convenciendo también a los catedráticos de filosofía Nicolás Salmerón y Emilio Castelar. Son todos hombres de provincias, entre las letras y la política, y han establecido en la corte las primeras semillas de un movimiento que comienza a ser decisivo.  Los republicanos puros, llamados ya federales, han conseguido 69 diputados en un parlamento democrático todavía sujeto por liberales monárquicos.

El historiador antifranquista Antoni Jutglar realizó un notable y hagiográfico trabajo sobre Pi y Margall, siempre con la vista puesta en la Cataluña de la Transición, e intentó escudriñar cómo las fórmulas políticas federales podrían servir en su tiempo presente. De la misma manera, en perfecta ironía, Pi y Margall utilizó a un filósofo político galo en retroceso, Pierre-Joseph Proudhon, como método de justificar un régimen descentralizado. El autor francés, más escritor que científico, había sido ya repudiado por Karl Marx en su vehemente Miseria de la filosofía (1847) -allí le acusa de “dar vueltas” al desconocer la economía-, pero sus escritos eran todavía seductores en gran parte de las clases populares revolucionarias.

La idea federal gozaba de prestigio desde los años 50 en un contexto en el cual el corazón de Europa, Francia, había pasado sin apenas oposición de la II República al régimen dictatorial encarnado en Napoleón III. El citado Marx examinó con agudeza el carácter cíclico de la tiranía en los regímenes burgueses, la llamada “reacción termidoriana”, en su muy citado y poco leído El 18 de brumario de Luis Bonaparte. A pesar de todo, fue precisamente Proudhon el primero que comenzó a articular la idea federal como solución para evitar el continuo ir y venir de tiranos militares en esos sistemas. Uno de los países más afectados era España debido a sus “espadones” como Ramón María Narváez o Leopoldo O’Donnell.

La teoría en sus textos

Pi y Margall inició su trayectoria como literato con textos de costumbres, pero hubo de tener mayor fortuna como ensayista, incluso jugándose la vida. Su primer texto programático, El eco de la revolución (1854), fue perseguido en medio de esa “pequeña versión” de 1848 que fue en España el bienio progresista. Salvado por su editor, Manuel Rivadeneyra, pudo concretar su pensamiento en el más desarrollado La reacción y la revolución: estudios políticos y sociales del año 1855. Siempre con la vista puesta en Francia juzga que:

“…Una república unitaria es, además de menos beneficiosa, menos sostenible. Está más expuesta a los ataques de la monarquía, se la vence con más facilidad cuando no ha tenido aún tiempo de fortificarse en el corazón del pueblo. Dos veces ha caído ya en Francia la república unitaria; por mil guerras y dictaduras han pasado ya las repúblicas unitarias de la América; la federal de Washington y la de la Suiza sigue a través de las revoluciones y reacciones que agitan hoy el mundo…”

Su propia mitología de las repúblicas federales no tardaría en venirse abajo con la guerra de secesión americana, en 1861, pero más interesante es su apreciación de la federación enlazada con las viejas tradiciones jurídicas de España:

“Se creerá que exagero; más no hay sino volver los ojos a las provincias vascas; son las que menos pagan al Erario, y también las que gozan de mejores caminos y están mejor administradas. Es sabido que viven aún a la sombra de sus antiguos fueros; que respecto a España son poco más que provincias unidas por un lazo federal a la corona de Castilla”.

Detrás del federalismo se encontraba, en opinión de muchos, la raíz del socialismo comunal. Incluso Pi y Margall llegó a instigar La Declaración de los Treinta en el diario La Discusión en noviembre de 1860: ésta pretendía unir a todo el partido demócrata, que todavía no podía llamarse legalmente republicano, en defensa de los derechos individuales y el sufragio universal dejando vía libre en cuestiones sociales y económicas. Fue la primera división del partido republicano: ni Nicolás María Rivero, ni Emilio Castelar, liberales puros y antisocialistas, firmaron el texto. No sería la última.

La monarquía electiva

La revolución de septiembre del 68 tuvo unos primeros meses estables, aún con sobresaltos, que permitieron aprobar en junio del año siguiente una constitución que consagraba la soberanía nacional y la monarquía.  Pi y Margall no firmó esta ley suprema y los intransigentes de la federación, partidarios del pacto federal de abajo hacia arriba (lo que se llamaría “pacto sinalagmático”), se harían notar como opositores a esta ley. A finales de este junio Margall reconoce junto a las federaciones el “derecho a la insurrección” en caso de “tiranía”, algo que defenderá también Castelar en las cortes.

La elección del rey, que fue vista de manera jocosa por todos los enemigos del progresismo monárquico, eclipsará con su sombra otras polémicas del verano de 1870. Luego de varias consultas a candidatos internacionales, las cuales provocarían una guerra entre Francia y Prusia, se decidió por Amadeo de Saboya, hijo segundo del rey Víctor Manuel II de Italia. Castelar, gran voz del federalismo en cortes, torpedeó cuanto pudo a este rey -elegido con 191 votos de 311- ya que lo juzgaba “ilegítimo”. Luego de bastante vehemencia por parte del republicano federal, la asamblea le negó la palabra a lo que respondió con un retruécano divertido:

“No es extraño que en el Parlamento de una nación donde el jefe del estado no sabe hablar español, suene mal la palabra de un diputado.”

El principal baluarte del nuevo rey, el general Juan Prim, sería asesinado poco después, lo que comenzaría una guerra interna que desmembraría la coalición de gobierno. Los intransigentes federales, mientras tanto, se impacientan a pesar de que Pi y Margall sigue dominando la ejecutiva del partido. La caída regia, con todo, se deberá a los radicales: humillaron al rey al forzarle a aceptar decisiones contrarias a su parecer, poniendo al límite las leyes de 1869.

La primera, a propósito de la abolición de la esclavitud, encendió los ánimos, aunque solo consiguió un proyecto de ley para Puerto Rico. La ocasión será en ocasión de la disolución del cuerpo de artilleros, fuertemente conservador, y que había propuesto al rey un “un golpe de fuerza” con el propósito de disolver la asamblea. Amadeo de Saboya, que detestaba a los radicales de Manuel Ruiz-Zorrilla, decidió dimitir luego de firmar el decreto de reorganización de artillería: lo hizo el 10 de febrero de 1873. El 11 de febrero de 1873 cortes y senado, unidas en asamblea nacional, proclamaron la república por 258 votos contra 32. Castelar reconoció que esta llegaba por la división de los partidos, más que por la fiereza de unos republicanos todavía expectantes:

“Señores: con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria, y con la renuncia de Amadeo I, la monarquía democrática. Nadie, nadie ha acabado con ella. Ha muerto por sí misma. Nadie trae la República, la traen las circunstancias; la traen una conspiración de la sociedad, de la naturaleza, de la historia. Señores: saludémosla, como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria.”

La difícil práctica

Llegada la República ¿Serían sencillos de aplicar estos principios federales que tanto se habían defendido ya desde la década de los 50? La experiencia práctica, a posteriori, demostró que tanto políticamente como socialmente el país se amoldaba mal a la estructura federal de gobierno. Más aún, el pacto entre clases proclamado por Pi y Margall enfrentaría a un gobierno federal frente a sus propios votantes y partidarios en una de las mayores paradojas del siglo XIX en España.

El historiador José María Jover Zamora considera esta república como una “ruptura” en la tradición política española, recordando que da vida a tres prácticas “paralizadas” anteriormente: el laicismo, la forma de estado y especialmente la descentralización. Ahora bien, ¿era posible un sistema federal en un país eminentemente rural y con importancia relativa de las ciudades? En un discurso anterior, en abril de 1869, el liberal Segismundo Moret recordó que:

“…gobierno federal es una especie de amalgama o de armonía de poderes en la cual éstos tienen que conservar el equilibrio (…) ¿Qué son las Castillas o el centro para contrapesar la periferia? Pues no habiendo esa proporción, ¿qué sería aquí la república federal? Sería el gobierno de una provincia por las demás y al fin vendríamos a la antigua tiranía feudal. Eso sería la república federal”. 

Moret ejerció de profeta de lo que habría suceder con la República, pero en el interín los republicanos la defenderían. Temerosos de una tiranía, usando la legislación de la vieja monarquía, los partidarios nominaron a la presidencia de la nueva forma de gobierno como “presidencia del poder ejecutivo”.  Se concedía como dádiva la presidencia de la asamblea nacional a Cristino Martos, radical, que usó su cargo para intentar disolver la asamblea con la guardia civil con diversas intentonas de febrero a marzo ¿El motivo? Las primeras rebeliones violentas de los federales intransigentes en Sevilla y Córdoba. La proclamación del estado catalán en marzo pudo pararse al mismo tiempo con la mediación de los barceloneses Pi y Margall y Estanislao Figueras.

Se enfrentan, ahora sí, la república unitaria de los radicales y la federal de los republicanos históricos. La batalla política será en abril, luego de otra intenta golpista radical, en la cual los voluntarios de la república evitaron que el gobierno federal cayera. Castelar y Salmerón hubieron de anteponerse ante estos para que no se asesinara a los radicales al salir de las cortes. Pi y Margall respondería a esta ilegalidad de los radicales disolviendo la comisión permanente, donde dominaban, en otro uso poco escrupuloso de la ley. Ecos de la convención francesa de 1792, de su continuo ir y venir de golpes de estado analizados bien por Antonio García-Trevijano, resuenan en la práctica de una república de incierto futuro y que apenas sería reconocida internacionalmente.

Una asamblea que elegiría cortes constituyentes en marzo, con un gran éxito de las candidaturas republicanas, pero que escondía una notable abstención a decir del investigador Josep Termes. El fraccionalismo, la teoría de desbordamiento, se haría patente con una división rapidísima de aquí a finales de 1873. Los intransigentes, con 60 diputados, pudieron condicionar muchas decisiones legislativas y bloquear decretos que buscaban controlar el orden público en el país. Los sucesivos gobiernos de Figueras, Pi y Margall o Salmerón no lograron dominar ni a la minoría más extrema, ni tampoco las continuas insurrecciones. Éstas se resumirán en una célebre apostilla del diputado intransigente José María Orense:

“Yo tenía de la República otra idea muy diferente: el sistema antiguo consistía en poner grillos al pueblo español y decirle después, anda.”

Volverían, así, muy pronto los grilletes: Pi y Margall, luego de intentar pacificar las provincias insurrectas “con telegramas” (según maledicencia de Castelar), pidió facultades extraordinarias el 28 de junio. En julio se desata la revuelta en todo el levante, Cartagena llega a emitir moneda propia incluso, y la minoría intransigente entra ya en directa rebelión.  Los carlistas, alzados desde 1872, tendrán al mismo tiempo victorias en un país que se acerca al colapso. La república federal, asediada, consiguió articular en medio del marasmo un proyecto de constitución federal en ese mismo julio que establecía 17 estados -incluidas las colonias-.

No pudo fructificar: la guerra destruyó el prestigio republicano, y acabó con Pi y Margall el 18 de julio, con Nicolás Salmerón en septiembre y entronizó a Emilio Castelar; el candidato más conservador. En perfecta ironía el gran orador, la gloria de las cortes hispanas, acabó cerrándolas este septiembre a través de una ley de poderes extraordinarios, algo que contestó Pi y Margall con ironía. Castelar, a pesar de su decisión contra los insurrectos (movilizó más de 80.000 hombres), pecó de iluso: volvió a poner en sus puestos a generales conservadores, Martínez Campos o Serrano, y recuperó la aristocrática arma de artillería.

El 3 de enero de 1874 será el fin de la República: todos se unieron contra el tribuno ante su giro conservador y lo cesarían. Cánovas del Castillo, en la Restauración, fue el mejor analista de esas cortes contrarias:

“...al Sr. Castelar le estremecía la ilegalidad de la disolución forzosa de aquella asamblea, pero, al mismo tiempo, le estremecía su continuación…”

El general Manuel Pavía, artillero, disolvió las cortes ante la amenaza de un futuro gobierno federal: no fue una solución sangrienta y todos esos profesores republicanos deambularon luego de ser “disueltos” por el parque del Retiro. La república, más bien una dictadura pretoriana bajo la bota del general Serrano, duraría un poco más: en septiembre de 1874 Martínez Campos acabaría con ella al proclamar rey a Alfonso XII en Sagunto.

Todos esos profesores republicanos pergeñarían memorias y discursos justificando sus aciertos y errores en este efímero sistema: Pi y Margall negó el pacto sinalagmático en La República de 1874, mientras que Emilio Castelar recordó el peligro de “ruptura” del país en aquel tiempo en su último discurso en la restauración. Más agudo, el filósofo José Ortega y Gasset tumbó cualquier veleidad federal inspirándose en estos hechos en las cortes de la II República para septiembre de 1931:

“Dislocando, digo, nuestra compacta soberanía fuéramos caso único en la historia contemporánea. Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un Estado unitario, que se federaliza, es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión”.

Ese discurso de Ortega, donde también reivindicaba la fórmula autonómica, fue clave e inspiración para los constitucionalistas de 1978. Así el federalismo, su sueño y pesadilla, sigue como quimera en un país que parece conservar las mismas tensiones territoriales que en el siglo XIX.

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Bibliografía

GARCÍA-TREVIJANO, A., Teoría pura de la república, Madrid, Editorial El Buey Mudo, 2010

GILABERT MARTÍ, F., La Primera República Española 1873 – 1874, Madrid, Editorial Rialp, 2007

JOVER ZAMORA, J.M., Realidad y mito de la Primera República, Madrid, Espasa-Calpe, 1991

JUTGLAR, A., Pi y Margall y el federalismo español (Vol 1 - 3), Barcelona, Editorial Taurus, 1976

PI Y MARGALL, F., La reacción y la revolución, Barcelona, Antrophos, 1982

PROUDHON, P.J., El principio federativo, Madrid, Librería de Alfonso Durán, 1868 (traducción de Pi y Margall)

TERMES, J. Anarquismo y sindicalismo en España. La Primera Internacional (1864 – 1881), Barcelona, 1977

VV.AA., Ayer (El Sexenio Democrático), nº44, Madrid, Marcial Pons, 2002

VV.AA., Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes (1869 – 1871), Legislatura de junio de 1873 a enero de 1874, Legislatura 1931-33, consulta en https://app.congreso.es/est_sesiones/

VILLAR, A., El federalismo humanista de Pi y Margall, Madrid, Colectivo Republicano Tercer Milenio, 2006

VV.AA., La revolución gloriosa: Un ensayo de regeneración nacional (1868-1874), Madrid, Biblioteca Nueva, 2005


Fuente →  ctxt.es

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