

Cuando nací, los abuelos de mi madre ya habían muerto. De Mariano se hablaba mucho en el pueblo. Pasaría mucho...
El maquis silenciado: Cuando
nací, los abuelos de mi madre ya habían muerto. De Mariano se hablaba
mucho en el pueblo. Pasaría mucho tiempo, en cambio, para poder escuchar
los relatos sobre Luís. Siempre envueltos en un halo de misterio y
secretismo. Cosas de familia. Cosas de casa.
Mi
madre acudió al rescate de la tradición oral y se topó con un tesoro.
Mujer culta, lectora ávida y voraz devoradora de la historia, Fernanda
Cedrón Trigo me transmitió el conocimiento sobre la Memoria Histórica y
mi propia familia, que había permanecido sumida en el silencio durante
años. Ella era la nieta del médico de Chantada, Mariano Cedrón, y de
Luís Trigo Chao, una de sus grandes pasiones. Si les digo que fue
conocido como O Gardarríos, apodado así porque antes de la guerra había
trabajado como guardia de la venatoria, quizás les suene. Un mito de la
guerrilla antifranquista en la Mariña lucense.
Cuando
murió Franco, yo tenía siete años y me puse muy contenta porque
suspendieron las clases. Entonces, las cosas se compraban a plazos, ya
teníamos la mesa camilla y justo ese día nos traían las dos primeras
sillas. Todo era alegría, acompañada de una rara sensación tanto en casa
como fuera. Murmullos y contención. La gente estaba a la espera y
evitaba expresar lo que sentía, pendiente de la radio y la televisión.
Mamá nos comentó: “Parece mentira que lo diga yo, pero no le deseo una
agonía tan terrible ni a mi peor enemigo”.
Lección 1: sin rencor
El
23-F la casa estaba revuelta. Mi padre trabajaba fuera y mi madre no
paraba de hablar en voz baja, aunque nos llegaban algunas palabras
sueltas: “maletas”, “huir”, “Portugal”. La abuela, desconfiada, le
advertía: “¡Fernanda, estas cosas no se pueden decir por teléfono!”.
Sin
embargo, mi madre no paraba de darle vueltas a la cabeza y, pese a ser
una mujer echada para delante, estaba muy asustada. Sus cuatros hijos
éramos conscientes de que algo grave estaba pasando.
Lección 2: alerta y reacción
La
primera vez que oí hablar de Gardarríos fue en boca de mamá. Mis
abuelos se querían casar, pero él no sabía dónde encontrar a su futuro
suegro para pedirle la mano de su hija. Desesperados y conscientes del
peligro que supondría contactar con aquel popular maquis, convertido ya
en un símbolo para el pueblo, alguien le susurró a mi abuelo en la oreja
si era él quien moceaba con mi abuela.
Tras
la respuesta afirmativa, recibió indicaciones para que tomase el coche
de línea a Lugo. En una de las paradas, aprovechadas por los pasajeros
para estirar las piernas, se le acercó discretamente un cura. Era
Gardarríos, quien había bajado del monte para aprobar el matrimonio. Me
quedé atónita con la anécdota, aunque luego supe que frecuentaba bailes,
tabernas y partidos de fútbol, arriesgando su vida.
Los guerrilleros Neira, Gardarrios y Trancas
Pese
a que en Bachillerato no estudié la Guerra Civil ni el franquismo, mi
madre nos enseñó que la II República no terminó en 1936. También me
ayudó a cuestionarme si lo que escuchaba en la calle era bueno o malo:
sí, en la Transición había mucha gente que añoraba la dictadura. Sabía
tanto que, a veces, cuando nos echaba una mano con los deberes,
terminaba aturdiéndonos. Pero gracias a ella se rompió el silencio que
reinaba en casa.
Porque
mi abuela, María del Carmen Trigo Penabad, fue una superviviente. Jamás
ha hablado, ni de su padre ni de lo que sufrió. Cuando tenía dieciséis
años, fue encerrada con su madre, su hermana Digna y sus tías Nieves y
Virginia en un campo de concentración de Ribadesella. Cuando las
soltaron, tardaron días en regresar, caminando sin calzado ni abrigo.
Por mucho que le preguntasen, mi abuela sólo respondía: “¡Gracias a
Dios, no nos trataron mal!”. En realidad, debió de ser una experiencia
horrible que siempre se guardó. Nadie sabe qué pasó allí…
Tampoco
hablaba de su padre, Gardarríos, por mucho que mi madre se interesase
por él. Mi abuela no superó aquel miedo ni en la Transición. Una vez me
vio en tele durante una manifestación de estudiantes y casi le da un
ataque. A sus ojos, teníamos antecedentes, aunque sólo fueran
sanguíneos: ella sabía que los hijos de los rojos eran tan rojos como
sus padres.
Mi
bisabuelo había pasado de ser uno de los impulsores del PSOE y la UGT
en el norte de Lugo a convertirse, una vez en la clandestinidad, en un
héroe justiciero que castigó a dos falangistas tristemente famosos por
su crueldad represora. Sin embargo, la familia terminó pagándolo. Un
hijo fue obligado a combatir en el bando nacional, luego lo machacaron
con palizas y terminó suicidándose. La Guardia Civil aparecía en casa de
noche, obligándolas a permanecer en el patio mientras ponían todo patas
arriba. Así fue hasta que lo mataron en una emboscada, junto a su
compañera Antonia Díaz, en 1948. Pero mi abuela, aquella niña descalza y
en camisón que sufría en el patio los rigores del invierno durante los
registros, nunca superó el miedo. Ella quería olvidar. La felicidad que
rezumaba la cara de mi madre cada vez que homenajeaban a Gardarríos,
porque al fin se había hecho justicia, era invisible en la de mi abuela.
Cuando
Fernanda preguntaba y la gente respondía, estaba rompiendo el silencio.
Durante años, contrastó testimonios y fue tirando de la madeja. Sin
embargo, jamás logró horadar el mutismo de María del Carmen. Una hija
ante un muro amordazado. Detrás, el testimonio más directo se había
quedado mudo: el de su propia madre.
Lección 3: el silencio, ese que hace las heridas crónicas
Fernanda
se empeñó en conocer la verdadera historia de su abuelo. Los comienzos
no fueron fáciles: cuatro hijos seguidos, trabajo en casa y fuera, una
esforzada crianza. Cuando nos hicimos mayores y empezó a investigar por
su cuenta, nos contaba con pasión cada pequeña pista, confirmación o
avance. Hasta que poco a poco reconstruyó la biografía de Gardarríos.
Lección 4: romper el silencio
Una
fecha inolvidable, porque fue ilusión en estado puro: 15 de mayo de
2001. Los maquis le reclamaban al Gobierno que los reconociese como
“luchadores por la libertad”. Ellos querían figurar en los libros de
aquella historia no estudiada. La presencia de los guerrilleros en el
Congreso, a cara descubierta, supuso un despertar que me llevó a
implicarme en la causa republicana.
El maqui Gardarrios
Mientras
yo conocía al luchador antifranquista Camilo de Dios, mi madre hacía lo
propio con quienes habían vivido en primera persona el asesinato de mi
bisabuelo y con descendientes de familias represaliadas. Conocer a
Quico, el maquis del Bierzo, cambió su vida, porque conectaron mental y
revolucionariamente.
Escuchar
a Francisco Martínez es una suerte, pues poca gente expresa tan bien la
lucha por la libertad y el dolor de ver asesinados a sus seres
queridos. Él lo sigue contando, sin rencor alguno, para que todas
aquellas muertes no fueran en balde.
Si
para Fernanda fue importante conocer a Quico, para mí fue deslumbrante
encontrarme con Odette, su hija. Una persona de gran valía que posee en
Francia un archivo impresionante con testimonios sobre la guerra y la
posguerra. Ella mira con ojos de mujer lo que recuerda su padre, porque
la perspectiva de género es fundamental. Combatiendo el olvido femenino,
sus ponencias resultan insuperables.
Lección 5: las ideas no se pueden matar
Soy
feminista. Y creo que debería estudiarse la historia de las mujeres que
acompañaron a mi bisabuelo y sufrieron por estar a su lado: mujer,
hijas, compañeras, enlaces y guerrilleras. Ellas también fueron unas
heroínas. Si mi madre recuperó a Gardarríos, mi deuda es rescatarlas a
ellas. Mujeres que, sin comerlo ni beberlo, participaron en la historia
de la resistencia, aunque muchos quieren callarlas todavía hoy. Cuando
lo consigamos, pasaremos a la lección 6, a la 7, a la 8… Porque siempre
habrá más.
Fuente → temas.publico.es
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