2019, ¿Franco está enterrado o vivo?

2019, ¿Franco está enterrado o vivo?: Fue el PSOE de Zapatero, que ganó por mayoría simple las elecciones generales de 2004 y 2008, el que sacó la Ley de Memoria Histórica en diciembre de 2007, es decir, ¡29 años después de que se aprobara la Constitución, 29 años después de “plena democracia”!

Por Antonio Liz

El Tribunal Supremo viene de dictaminar que sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos es legal. Franco murió el 20 de noviembre de 1975, es decir, hace ahora 43 años y pico. Si Franco fue un “dictador” –en rigor histórico, fue el mayor asesino de masas que ha habido en la historia del Estado español- como está diciendo ahora RTVE, desde que el Congreso de los Diputados, a propuesta de Pedro Sánchez, puso a Rosa María Mateo al frente del ente público, ¿cómo es que lleva enterrado en un mausoleo a su memoria y a su victoria en la Guerra Civil de 1936-39 más de 43 años cuando la “democracia” lleva ya 41 años de existencia?

Algo no cuadra.

Para entender esta aparente paradoja tenemos que remitirnos a la Historia. La II Guerra Mundial (1939-45) finalizó con la derrota de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, esto es, con la derrota del nazismo y del fascismo. Franco había sido su aliado y estuvo a punto de entrar en la guerra pero sus apetencias imperialistas en el norte de África y la miseria de la España de Franco impidieron su entrada cuando los ejércitos de Hitler iban de victoria en victoria. Después, cuando se empezó a ver que Hitler no podía ganar la guerra, Franco se encerró en la prudencia y empezó a sacar su teoría de las dos guerras, una entre Hitler y los Aliados en la que él era neutral y otra contra el comunismo en la que él participaba directamente enviando la División Azul al frente soviético.

Cuando la Alemania nazi y la Italia fascista fueron derrotadas las fuerzas políticas de la II República española en el exilio y en el interior pensaban que la caída de Franco era cuestión de días ya que este nada podría hacer ante una invasión de tropas de los Aliados dada su gigantesca fuerza bélica. Pero los gobiernos de EEUU, Gran Bretaña y Francia no estaban nada interesados en derrocar a Franco por la fuerza porque esto pondría en el tablero político otra vez la revolución social ya que la clase trabajadora a pesar de la guerra y la represión aún tenía miles de cuadros políticos y la memoria histórica intacta. Por este hecho, los gobiernos estadounidenses, británicos y franceses prefirieron que Franco continuase en el poder. A esta razón vino a unirse otra, la España de Franco era radicalmente anticomunista y este hecho en el contexto de la Guerra Fría, en el enfrentamiento entre el “mundo libre” y la Unión Soviética, que se dio de forma inmediata una vez terminada la II Guerra Mundial, era de capital importancia en la estrategia de los gobiernos de los Estados Unidos.

Pero si bien la España de Franco era de sumo interés político-estratégico para los directores del “mundo libre” las poblaciones de Europa occidental no podían comulgar con el hecho de que una dictadura fascista estuviera en condiciones de paridad con sus nuevos regímenes políticos formalmente democráticos ya que al haber sufrido la guerra el recuerdo de la barbarie nazi y fascista era imborrable. De ahí que los gobiernos de EEUU, Gran Bretaña y Francia no implementaran ni el Plan Marshall en la España de Franco ni la aceptaran en la ONU en un primer momento. Así, los gobiernos del “mundo libre” dejaban a la clase trabajadora española de la ciudad y del campo a merced de sus verdugos reaccionarios y fascistas por intereses geoestratégicos, que venía a ser una reedición de lo que ya habían hecho los países “democráticos” con el Comité de No Intervención durante la Guerra Civil, que posibilitara que la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini armaran hasta los dientes a Franco mientras que los gobiernos de la II República no podían comprar armas en la Europa “democrática”.

Franco recibía a menudo a los emisarios de los gobiernos estadounidenses y británicos por lo que comprendió que no le iban a derrocar por la fuerza pero también dedujo que tenía que cambiar la fachada de su régimen para hacerlo políticamente digerible en el exterior. Y sin olvidar ni un solo momento la sistemática represión a la que sometía a los “rojos” (su España era un mapa de presidios y campos de trabajo) y a las “rojas” (a estas además de pasearlas por las calles rapadas como bestias, de darles de beber aceite de ricino, de violarlas y asesinarlas en la guerra ahora les daba como horizonte laboral la prostitución y les robaba los bebés para dárselos a familias franquistas) se puso a remozar la fachada de su régimen. Convirtió a su España en “Reino” y nombró como su heredero a “título de Rey” a Juan Carlos de Borbón, que será nombrado rey por las Cortes franquistas dos días después de la muerte de Franco con el nombre de Juan Carlos I -el actual rey emérito y padre del actual rey Felipe VI.

Si bien Franco había pedido en su testamento político un apoyo explícito para Juan Carlos I -“que rodeéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado”- este sabía que con sólo la legitimidad franquista no le era suficiente para que su reinado sobreviviese mucho tiempo por lo que puso a sus peones a trabajar para lavar la fachada del régimen. Como Juan Carlos I estaba horrorizado por aparecer como un perjuro a Franco ante el Ejército, la base de su poder, fue siguiendo de puntillas el plan de “la ley a la ley” que diseño su peón legislativo Torcuato Fernández-Miranda y que ejecutará su peón ejecutivo Adolfo Suárez. El plan en sí era muy sencillo en la teoría ya que consistía en pasar de la legalidad franquista a la legalidad democrática a través de las propias Leyes Fundamentales del Régimen. Para conseguirlo había que contar no sólo con los políticos más avispados del propio régimen franquista –que no faltaban: Suárez, Areilza, Fraga, por citar los más destacados- sino también con los políticos “razonables” de la oposición. Pero no de esa oposición grupuscular de liberales, democratacristianos y demás corrillos con lustrosos despachos pero socialmente insignificantes sino de la que potencialmente representaba a las “masas”, a la clase trabajadora en todo el Estado, el PSOE y el PCE.

El PSOE de Felipe González era a mediados de los setenta una organización que tenía muy poca implantación social pero con un líder “razonable” bien financiado y asesorado por la socialdemocracia alemana para que pudiera ser el partido mayoritario en el nuevo régimen político y aceptado por los reformadores franquistas como informaba la celebración en Madrid del XXX Congreso de la UGT en abril de 1976 camuflado como “jornadas de estudio sobre asuntos sindicales”, permitido por el gobierno de Arias Navarro, y el XXVII Congreso del PSOE en diciembre de aquel mismo año, permitido por el gobierno de Adolfo Suárez.

Por su parte, el PCE de Santiago Carrillo, el partido con más militantes de la izquierda y con una trayectoria de lucha en la clandestinidad, se apresuró a llegar a acuerdos con el presidente del gobierno Adolfo Suárez, en reuniones secretas entre el propio presidente del gobierno y el propio secretario general del PCE, para que no le dejaran fuera del “juego democrático” (participar en la gobernabilidad del Estado) que se avecinaba por lo que de sopetón cambió los estatutos y aceptó la bandera franquista (sin el escudo) y la monarquía para calmar las iras de los mandos militares ante su pactada legalización.

El éxito de Adolfo Suárez al pilotar el caminar reformista del tardofranquismo haciendo aprobar por las Cortes franquistas la Ley para la Reforma Política el 18 de noviembre de 1976 y obtener en referéndum, con una participación del 77% del censo, el 94% de votos a favor el 15 de diciembre de aquel mismo año, reforzó su papel de líder del cambio y de interlocutor con la oposición de izquierda “responsable”. Si la “ruptura” nunca había estado verdaderamente en la agenda política del PSOE y el PCE ahora el avance reformista de Suárez desde dentro del propio régimen franquista y su rotunda promesa de unas elecciones generales justificaron sus propias ansias reformistas.

Con la celebración de las elecciones generales del 15 de junio de 1977 se produjo la singular situación de que los diputados de las Cortes habían sido elegidos por sufragio universal –excepto los 41 senadores que eligió el propio monarca- pero vivían en un régimen político aún formalmente indefinido que tenía un rey impuesto por Franco, unas leyes franquistas, unos jueces franquistas y los mandos del Ejército y de la Policía Armada y la Guardia Civil franquistas. Esta realidad político-estructural en los Aparatos del Estado no variará un ápice con la Constitución elaborada por las Cortes y aprobada en referéndum el 6 de diciembre de 1978 con una participación del 67% y un 87% de votos a favor. Los cambios del personal franquista en todas las estructuras del Estado se irán haciendo paulatinamente, gradualmente, poco a poco, porque todo lo había que “consensuar”.

Las dos primeras elecciones generales, las del 77 y del 79, las ganó Unión de Centro Democrático (UCD), el partido del presidente del gobierno Adolfo Suárez. Las terceras, las del 28 de octubre de 1982, las ganó el PSOE de Felipe González por mayoría absolutísima ya que consiguió 202 escaños en un Congreso de Diputados de 350 asientos. Estas elecciones legitimaron al régimen nacido de la reforma del tardofranquismo, el Régimen del 78, ya que ahora gobernaba un partido de “izquierda”. El PSOE de Felipe González gobernará hasta las elecciones generales del 3 marzo de 1996, es decir, 13 años y pico. En todo este tiempo los grandes logros macropolíticos del PSOE de Felipe González serán meter al Estado español en la Unión Europea –para lo que tuvo que hacer un brutal ajuste socio-económico llamado cínicamente reconversión industrial- y ganar un referéndum para seguir en la OTAN con todo el poder mediático a su favor y la “mentirijilla” de que no se entraría en su estructura militar –anotemos que la UE y la OTAN eran cosas deseadas y pedidas hacía décadas por gobiernos de Franco, con el propio dictador al frente del ejecutivo.

Lo que no hizo el PSOE de Felipe González fue impulsar la memoria histórica, es decir, el debate social a través de los grandes medios de comunicación y los institutos y universidades. No sólo no hizo esto sino que estimuló un relato histórico sobre la Guerra Civil de “guerra fratricida”, donde todos los bandos eran igual de culpables porque todos habían matado y, por lo tanto, había que “pasar página”. Pues bien, este “pasar página” es lo que nos ha traído a la situación política actual porque al no debatir sobre el pasado este no se entiende. Pero no sólo no se entendió el inmediato pasado por la mayoría social sino que el franquismo sociológico se fortaleció. Ahí tenemos al PP, Cs y Vox con un discurso absolutamente reaccionario, donde la “unidad de la patria” no la podría defender mejor el propio Franco. Lógico, con un proceder político-cultural tan “democrático” con el franquismo nunca se pudo debatir socialmente en los grandes medios de comunicación y en el sistema de enseñanza sobre la II República, la Guerra Civil y la postguerra mientras se presentó –y presenta- la Transición, en contra de la evidencia histórica, como un auténtico logro democrático y no como lo que fue, un pacto para cambiar de régimen político pero sin tocar lo esencial de los intereses económicos de la gran patronal y sin juzgar a los responsables de la represión política, brutalmente física y de décadas de duración.

Fue el PSOE de Zapatero, que ganó por mayoría simple las elecciones generales de 2004 y 2008, el que sacó la Ley de Memoria Histórica en diciembre de 2007, es decir, ¡29 años después de que se aprobara la Constitución, 29 años después de “plena democracia”! Pero ni esta Ley ha hecho justicia con los asesinados por el franquismo ya que infinidad de ellos siguen en fosas comunes y sus familiares no han recibido reparaciones ni ha traído un debate histórico al seno de la sociedad para explicar la II República, la Guerra Civil, la represión de postguerra y la Transición.

Claro, explicar socialmente todo esto hubiera llevado a conocer una II República desmitificada, una Revolución social, un Estado fascista mutado en democracia orgánica que se transformó en monarquía parlamentaria gracias al proceder de los políticos del tardofranquismo más inteligentes y a las renuncias programáticas de “socialistas” y “comunistas”. También nos llevaría a comprender socialmente que la sacrosanta “unidad de la patria” que invocan hoy todos los “patriotas” tiene muy poco de patriótico si por patriotismo se entiende el bien de la comunidad y no los privilegios de una burguesía que incrementó sus patrimonios en la Guerra Civil y los consolidó en el franquismo y en “democracia”. Una cultura política sobre la base del conocimiento histórico habría imposibilitado hoy, por ejemplo, el espectáculo reaccionario al que estamos asistiendo de forma cotidiana sobre la sacrosanta unidad de la patria ya que el derecho de los pueblos a la autodeterminación se consideraría un derecho elemental y se daría por obvio que la “cuestión territorial” se tiene que dar basada en ese derecho y no en cursilerías postmodernas como una “nación de naciones” ni en la “sacrosanta unidad de la patria”. Y claro, la cultura política empuja a los pueblos a su emancipación nacional y social, ¡ay!

Así, con el panorama histórico-cultural que nos ha regalado la “Monarquía parlamentaria” (artículo 1.3. de la Constitución) hoy, a 41 años de “democracia”, en plena precampaña electoral, oímos a diario como el franquismo sociológico (PP, Cs y Vox) afirma que sacar a Franco del Valle de los Caídos “no es una prioridad” pero que sí es prioritario aplicar el 155 en Catalunya y rebajar impuestos para garantizar el incremento de la riqueza (de unos pocos), entre otras lindezas. De aquel torrente acultural estos barros reaccionarios.


Fuente →  kaosenlared.net

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