Ilsa Barea-Kulcsar, la periodista de la Telefónica

Ilsa Barea-Kulcsar, la periodista de la Telefónica: Noviembre 1936, “durante una alerta aérea, cuando solo estaba iluminada por lamparillas azules de emergencia y la mayoría de las habitaciones estaban vacías”, Ilsa Barea-Kulcsar llega procedente de Valencia al edificio de la Telefónica de Madrid. Como ella misma recordaría años después en Madrid, otoño de 1936, texto que la editorial Hoja de Lata publica por vez primera en castellano junto a la hasta ahora inédita Telefónica, novela que la escritora, traductora y militante política escribió para relatar a través de la ficción su experiencia en el Gabinete de Censura Extranjera, Ilsa llegó al edificio de la Gran Vía “como periodista con periodistas”, siendo “no muy bien recibida por el censor al cargo”, Arturo Barea, que, apenas un año y medio después, se convertiría en su segundo marido.

Barea no fue el único en recibir con algo de recelo y con bastante sospecha a aquella “mujercita rolliza y de voz agradable”, tal y como la definiría el escritor norteamericano John Dos Passos.  Su ruptura con el KPÖ, el partido comunista austríaco del que había formado parte junto a su primer marido, Leopold Kulcsar, la convertía a los ojos de algunos en una trotskista susceptible de llevar a cabo acciones de espionaje. Como señala Georg Pichler, Ilsa “levantó sospechas por su forma de ser directa y su independencia política, primero entre los anarquistas, más tarde entre los comunistas”. Sus superiores compartieron esas sospechas ante la “extranjera”, que no compartían y miraban con suspicacia el nuevo enfoque que la periodista austríaca quería dar a la política informativa de la Segunda República.

Fue de hecho su discrepancia con dicha política la que llevó a Ilsa a escribir al embajador republicano en París, Luis Araquistáin, para solicitar una carta de recomendación que le permitiera viajar a España y colaborar con la causa republicana y, más en concreto, trabajar en el gabinete de censura para plantear una nueva política informativa. “En otoño 1936”, recuerda, “envié un largo memorándum sobre los errores y las posibilidades de la propaganda republicana en el extranjero” a Araquistáin donde “criticaba ante todo el silencio sobre los fallos y las derrotas de las que informaba la prensa enemiga distorsionándolos.”

Ilsa Barea-Kulczar, la periodista de la Telefónica
Ilsa Barea-Kulcsar | Imagen vía Editorial Hoja de Lata.

Fue así, gracias a Araquistáin y a las recomendaciones de Otto Bauer, dirigente de la emigración socialdemócrata de Austria, que Ilsa llegó a Madrid. A pesar de la buena acogida recibida por parte de los periodistas extranjeros alojados en el Hotel Florida, quienes apreciaron no solo su dominio del inglés, del alemán, del francés y, en parte, del italiano, sino su experiencia como reportera, que la convertía en una excelente intermediadora entre los dirigentes republicanos y los corresponsales, los recelos que despertó su presencia primaron. No solo despertó recelos entre los dirigentes republicanos: Ilsa era una mujer de gran cultura, una periodista que había decidido viajar sola a España sin la compañía de su marido, una joven despreocupada por su imagen que no dudaba en levantar la voz para hacer valer su opinión y criterio. Todo ello la convirtió en objeto de críticas tanto por parte de hombres como de mujeres.

El icónico Hotel Florida | Foto vía Wikipedia.

Ilsa “tenía los ojos verdes como un gato, la barbilla afilada -seguro que era testaruda- el pelo oscuro y rizado, y los hombros muy anchos”, escribe Amand Vaill en su ensayo Hotel Florida, donde reconstruye la experiencia de escritores como Hemingway, fotógrafos como Gerda Taro y Robert Capa, periodistas como Martha Gellhorn e Ilsa Barea, por entonces, Ilsa Kulcsar, que llegaron a Madrid, en plena Guerra Civil, y se alojaron en el Hotel Florida. A Barea, cuenta Vaill, Ilsa le pareció “muy poco atractiva, y encima iba vestida de una forma poco elegante”, comentario no muy diferente al que realizarían más de una de las mujeres de los dirigentes políticos que trabajaban en la Telefónica y de los que Ilsa se haría eco en su novela, tras cuya protagonista, Anita, una mujer extranjera que llega a Madrid para trabajar en el Gabinete de Censura bajo las órdenes de Agustín, se esconde la propia autora. “Era demasiado poca mujer para él…”, comenta Paquita, la mujer de Agustín, “tenía los labios pálidos, llevaba el pelo peinado hacia atrás sin ningún cuidado, igual que las estúpidas niñas de las organizaciones juveniles revolucionarias, que piensan que eso es comunista, y como las viejas solteronas con intereses intelectuales.” Así describía Paquita a Anita y así describieron muchos y muchas a Ilsa, que representaba un nuevo modelo de mujer que poco o nada tenía que ver con el tradicional que sobrevivía en esa España, incluso entre los sectores más progresistas. “La guerra es la disolución de la familia, doña Pepita, las mujeres decentes, somos las que sufrimos”, comenta el personaje de Pilar, que no duda en definir a “esa extranjera” como una mujer indecente que osa “hablar con un hombre en una lengua extranjera ante los ojos y oídos de su mujer.”

Anita e Ilsa, dos caras de una misma historia

Telefónica es una novela de ficción, tras la cual, sin embargo, subyace un relato autobiográfico, el de la experiencia de Ilsa durante casi dos años en el edificio de la Telefónica como encargada de la censura de la prensa extranjera, el de su relación conflictiva entre su papel como censora y su vocación periodística, y el de su historia con Arturo Barea, a través de la cual se observa, como señala Pichler, el encuentro algo conflictivo entre dos mundos, “el del hombre español, preso de un machismo muy común en la sociedad de entonces y atrapado en sus relaciones frustrantes, pero abierto a cambiar su forma de ser; y el de ella, una mujer independiente y activa, enérgica y dispuesta a luchar por sus ideales políticos y emancipatorios”.

Telefónica es a su vez una reflexión sobre las contradicciones inherentes a una izquierda política dividida y enfrentada, a una “ideología de izquierdas, personificada por comunistas, socialistas y anarquistas que son retratados con sus propias contradicciones, fallos y disputas ideológicas”. Podría decirse que, a priori, la autora presenta dichas contradicciones y disputas ideológicas sin tomar partido. Sin embargo, a través del desarrollo de la novela y de las vicisitudes a las que se enfrenta Anita -vicisitudes no muy distintas a las vividas por la propia escritora- Ilsa dirige un discurso crítico, muy parecido al que realizaría George Orwell en su obra de corte autobiográfico Homenaje a Cataluña, hacia una izquierda más ocupada en sus luchas internas que en la lucha contra el fascismo.

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Imagen vía Hoja de lata.

Ilsa estaba convencida de que “el socialismo no estaba ligado al carné del Partido Comunista”, idea que los altos cargos del Estado Mayor, entre los cuales estaba el general Miaja, rechazaron, convencidos de que su no filiación al partido era una prueba evidente de su poca fiabilidad ideológica. Ilsa no necesitaba el carné de ningún partido para reafirmar sus convicciones políticas, algo que refleja a través del personaje de Anita, que, ante la pregunta de si se define como apolítica, no duda en contestar: “Apolítica no, si te refieres a mis creencias, mi voluntad y mi manera de pensar. Pero ya no puedo manejar esa terminología, porque no me dice nada, y las cosas del partido me son absolutamente indiferentes. Para lo que es decisivo en Madrid, para la actitud de cada uno frente a la vida y la muerte, esas cosas no tienen ninguna importancia.”

Con la misma lucidez con la que observa las contradicciones que dividen y fragmentan a la izquierda, la escritora reflexiona sobre su contradictorio papel en la censura, sobre su papel como periodista y sobre su trabajo propagandístico para dar a conocer de forma eficaz el conflicto bélico que se vive en España tras el golpe de Estado de 1936. “Lleva media hora sentada, enfadada porque ella no puede escribir ni ejercer esa ‘profesión que prostituye’”, escribe Ilsa acerca de Anita, una mujer que, como la propia escritora, es plenamente consciente del conflicto de intereses entre la necesaria propaganda política y la objetividad periodística. A pesar de todo, Ilsa afrontó sus contradicciones, convencida de que era necesario reformular la relación entre la censura y los medios extranjeros, sobre todo tras constatar que “los censores españoles, sin excepción, estaban en pie de guerra con la prensa, en parte porque les costaba entender inglés (…) y en parte porque se atenían a las órdenes tremendamente torpes, estrechas de miras y severas de la Junta de Defensa.” Ilsa no dudó en saltarse las normas y las instrucciones que dictaba la Junta de Defensa; quizás, como ella misma confesaría tiempo después, subestimó “el riesgo que conllevaba” su desacato, pero fue fiel a sí misma, pagando por ello.

Imagen vía Hoja de Lata.

Con el nuevo gobierno de Negrín, tanto Ilsa como Barea se convirtieron en personajes incómodos a tal punto que el “comunista alemán George Gordon le confesó a Barea que tenía los días contados en la radio, y además se permitió comentar delante de otros periodistas que estaban investigando a Ilsa por sus supuestas simpatías trotskistas”. Fue gracias a su primer marido que Ilsa y Arturo Barea pudieron salir de España: Leopold viajó hasta Barcelona convencido de que la pareja de periodistas corría peligro y les aseguró que haría todo lo posible para conseguirles salvoconductos “expedidos por el SIM para que pudieran quedarse en Barcelona sin problema hasta que Barea consiguiera el permiso de salida.” Leopold no se opuso al divorcio, no solo sabía que su matrimonio estaba roto, sino que era consciente del amor entre Ilsa y el autor de La forja de un rebelde. Desafortunadamente, no fue necesario el divorcio, Leopold murió poco después de su viaje a Barcelona, ese viaje que hizo posible que Ilsa y Arturo se casaran antes de abandonar definitivamente España.

(Re)descubrir Ilsa Barea-Kulcsar

Para Muñoz Molina, “ni en lo literario ni en lo político encaja Arturo Barea” en la cultura “muy marcada por la hegemonía comunista en el antifranquismo, que explica muchas ausencias y también muchas presencias insistentes, como la de Rafael Alberti o la de José Bergamín.” Su generación, reconoce Muñoz Molina, construyó el relato antifranquista a partir de la lectura de las “memorias de Rafael Alberti y las de Pablo Neruda. Y además teníamos un recelo instintivo hacia cualquier otro testimonio que procediera del exterior del mundo comunista.” Ese recelo explica la tardía atención que se prestó a La forja de un rebelde, que se publicó en España solo tres décadas después de que se publicara en 1946 en Londres traducida al inglés por Ilsa. En castellano, la lengua en la que había sido escrita, se publicaría tiempo después gracias a Guillermo de Torre, pero a España no llegaría hasta 1977 de la mano de Turner.

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Ilsa y Alonso Barea. | Imagen vía Hoja de Lata.

La historia de Telefónica y la de Ilsa son muy similares, aunque más trágica si cabe. Ilsa tampoco encajó políticamente, como bien dejó reflejado en Telefónica, novela que comenzó a escribir durante su exilio en París, nada más salir de España, y concluyó a finales de marzo de 1939 en Puckeridge, Inglaterra, donde se instaló con Barea y donde trabajó como traductora e intérprete. Hasta ahora, Telefónica era inédita en castellano, el testimonio de Ilsa fue ignorado a la hora de construir ese gran relato del antifranquismo por disonante, por crítico y, tal vez, por ser el testimonio de una mujer que nunca se amoldó a lo que la sociedad y el tiempo esperaba y exigía de alguien de su sexo.

La recuperación de la figura de Barea no trajo consigo la de Ilsa, cuyo nombre permaneció oculto tras el de su marido. Su papel decisivo como traductora y editora de sus textos ha sido repetidamente obviado, así como su participación en la escritura de ensayos como Lorca, el poeta y su pueblo, que fue publicado reconociendo solamente la autoría de Barea. La publicación de Telefónica no solo es importante a nivel literario, sino también desde un punto de vista histórico-político, en cuanto es la recuperación de un testimonio incómodo, crítico y en absoluto condescendiente, un testimonio que se sitúa al margen del relato dominante para cuestionarlo, para señalar sus silencios y sus contradicciones, para ofrecer una nueva lectura de un momento crucial de nuestra historia y para hacernos reflexionar sobre cómo se construye el relato histórico, sobre cómo se narra la historia, con qué propósitos y con qué intereses.


Fuente →  theobjective.com

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