La guerra de España: lecturas de un pasado que no pasa: A ochenta años de su finalización, ¿pertenece definitivamente al pasado la guerra civil española? ¿Tiene sentido ese eterno retorno que, cada aniversario redondo, revitaliza el debate nacional sobre las circunstancias y consecuencias de aquellos acontecimientos? Las respuestas son no y sí, respectivamente, porque, pese al tiempo transcurrido, el conflicto español constituye el hecho medular y definitorio de nuestra contemporaneidad. Si, como decía Benedetto Croce, el maestro de Gramsci, “toda la Historia es Historia Contemporánea” por la revisión que cada generación hace de ella, la guerra de España seguirá alimentando continuos procesos de relectura en la medida en que su interpretación no está, ni mucho menos, clausurada.
La guerra de España es, para nosotros, lo que para el resto del mundo occidental fue la segunda guerra mundial: el acontecimiento en torno al que gravita la historia del “corto siglo XX”[1]. En esta última se condensaron las tensiones acumuladas durante la era de la industrialización y la fase imperialista del capitalismo, no resueltas por la Gran Guerra de 1914-1918 y agravadas por la revolución bolchevique, la Gran Depresión y el ascenso de los fascismos. Sus consecuencias se proyectaron sobre las siguientes generaciones en medio del desgarro de la conciencia moral de un mundo desarrollado cuya fe decimonónica en la civilización habría naufragado entre las cenizas de Verdún, el Holocausto e Hiroshima. En nuestro caso ese acontecimiento fundamental, ese “lugar de memoria” en el que se anudan las contradicciones nacionales y del que se derivan consecuencias de larga duración temporal, es la guerra civil.
El conflicto español puede sintetizarse como el fracaso histórico de un proceso de modernización iniciado un siglo antes. La historiografía franquista y su directa heredera actual, la de matriz revisionista, consideró siempre a la Segunda República como un accidente, como una excrecencia artificialmente injertada en el natural discurrir histórico de una España cuyos valores inmanentes, catolicismo, conservadurismo y autoritarismo –ingredientes del patrimonio cultural de la derecha reaccionaria–, habrían sido objeto de decantación secular. La República fue testigo del primer desplazamiento momentáneo del bloque de poder tradicional –oligarquía e Iglesia, con el paraguas protector de la monarquía intervencionista y el brazo ejecutor de un ejército con ínfulas pretorianas- en más de un siglo de historia española contemporánea. Por eso debía ser extirpada.
La guerra de España sería, pues, el eslabón final de un proceso de larga duración que acabaría confrontando dos proyectos de país con sus respectivos elementos constituyentes: la urbanización frente a la ruralización; la industrialización frente a la agricultura arcaica; la internacionalización frente a la autarquía y el aislamiento cultural; la reforma social frente a los mecanismos tradicionales de dominación; el laicismo y la universalidad de la educación frente a la confesionalidad y el oscurantismo; la autonomía territorial frente al centralismo. A estos antagonismos derivados del peculiar desarrollo de la revolución burguesa en España se añadirían las tensiones propias del mundo de entreguerras: la pugna entre democracia de masas y dictadura oligárquica, así como entre revolución social y reacción fascista.
Los mitos que alimentaron, y alimentan aún hoy, la justificación del golpe militar de julio de 1936, hablaban de una respuesta preventiva a un inminente levantamiento comunista preparado para comienzos del verano de 1936, que supondría la subversión total del orden y la subordinación a los designios de una potencia extranjera. Aplicando el principio de retroactividad, este modelo interpretativo se extrapolaría a todo el periodo republicano, concebido como la antesala para la implantación del comunismo en España.
La historiografía ha demostrado que no existía un peligro de revolución comunista en la primavera de 1936. Sí lo había, como la nueva documentación relevante de la época demuestra, un avanzado plan golpista de derechas, con el inestimable apoyo de los monárquicos y de la Italia fascista. Ni la línea política de la Comintern, ni las prioridades geoestratégicas de la URSS, apuntaban al desencadenamiento de una revolución proletaria en España. Fue, paradójicamente, la sublevación militar la que propició tanto el estallido de la revolución social, al desarbolar el estado republicano, como el espectacular desarrollo del PCE, que se fijó como objetivo prioritario reconstruirlo.
El golpe del 17 de julio de 1936 combinó elementos clásicos y otros novedosos. Así, a la mecánica del pronunciamiento del siglo XIX –salida a la calle de las unidades, proclamación del bando de guerra, subordinación inmediata del poder civil al militar– se añadió un programa represivo de exterminio de cualquier categoría de adversario, tal y como se contemplaba en las instrucciones reservadas del general Mola. A partir de ahí, las versiones sobre el desarrollo de la guerra han basculado en torno a dos ejes interpretativos: i) el acrisolado durante los años de la Guerra Fría y ii) el canon comunista ortodoxo.
i) El norteamericano Burnett Bolloten edificó en su obra un monumento interpretativo acerca del objetivo comunista de implantar en España una versión avant la lettre de las “democracias populares” al servicio de la estrategia global estaliniana[2]. Uno de los albaceas de esta línea, Stanley G. Payne, valoró la supuesta moderación del PCE como una tentativa de evitar que “la extrema izquierda revolucionaria se descontrolara totalmente mientras se realizaba el programa del Frente Popular, preparatorio de otros futuros cambios más decisivos”[3]. En sus últimas elucubraciones, Payne caracteriza a la Segunda República como una “democracia poco democrática”, y absuelve a los sediciosos del 18 de julio porque lo suyo “no fue una rebelión contra la democracia”, pues “como tal ya no existía en España”[4].
Para los cold war warriors, lo que se produjo entre julio de 1936 y mayo de 1937 fue una quiebra del modelo institucional. Dicho en otras palabras, la Segunda República dejó de existir barrida por una vasta y violenta revolución social. Aprovechándose de la favorable coyuntura del desplome del Estado republicano, la URSS infiltró a sus agentes en los aparatos represivos y en la dirección militar del nuevo Ejército Popular. Con la caída de Largo Caballero y el desplazamiento de los anarquistas, se habría constituido una Tercera República bajo el liderazgo de Juan Negrín, desde junio de 1937 hasta marzo de 1939. Este habría sido el periodo de apogeo de la penetración comunista y de la influencia soviética. La consolidación de una precursora democracia popular solo resultó frustrada por la sublevación casadista y la definitiva derrota militar.
Esta lectura coincidió en algunos tramos con las versiones libertarias y trotskistas acerca del desbordamiento inicial de la República burguesa ante el embate del impulso revolucionario popular. En aquel contexto se dieron las colectivizaciones y se tanteó la posibilidad de un gobierno de base sindical, hasta que la contrarrevolución estalinista vino a liquidar las conquistas revolucionarias, disolver las milicias en un Ejército Popular hegemonizado por sus agentes e imponer el terror de sus servicios policiales. La enajenación del apoyo de campesinos y trabajadores, desmoralizados por la reconstitución del orden burgués, habría sido la causante del declive de una moral revolucionaria a la que el mero antifascismo se le quedaba estrecho[5].
ii) Para la interpretación canónica del comunismo español[6], la guerra posibilitó la materialización de la línea antifascista de Frente Popular aprobada por la Comintern en su VII Congreso (1935). El objetivo prioritario era ganar la guerra mediante la reconstitución del poder del Estado y la formación de un Ejército Popular disciplinado, obediente a un mando único y apoyado por una potente industria de guerra. Ese Estado sería diferente al que había existido hasta el 17 de julio: no sería ya una república burguesa parlamentaria clásica, sino una “república de nuevo tipo”, como la definiría Palmiro Togliatti. Es decir, una democracia pluralista, pero de la que habrían desaparecido los elementos reaccionarios; una democracia antioligárquica, antimonopolista y en la que las clases populares, aupadas al poder por la guerra, ostentarían la hegemonía. No sería un Estado socialista, pues ni se ejercería la dictadura del proletariado ni se socializarían todos los medios de producción. La “república de nuevo tipo” no sería otra cosa que la culminación de las tareas de la inacabada revolución democrático-burguesa, liderada, eso sí, por las clases populares[7].
Superando viejos esquemas, hoy podemos decir la que la guerra de España fue un episodio crucial de la historia del siglo XX que obedeció a una etiología específicamente española.
Estamos así ante una guerra total en la que se alcanzó una eficaz movilización del pueblo republicano. Esta se logró en torno a un ideario radical y nacional de izquierdas, que bebía del imaginario progresista, regeneracionista y emancipador acrisolado desde el sexenio democrático en adelante, al que se sumaron los ideales niveladores del movimiento libertario y la eficacia organizativa y propagandística del comunismo. España fue un caso singular: en ninguna otra parte de Europa el fascismo precisó de tres años de cruenta guerra civil para imponerse. Fue también una guerra internacional por interposición, en la que chocaron por vía indirecta algunos de los futuros adversarios de la guerra mundial. En su transcurso se configuraron estados de opinión favorables a la intervención o defensores del apaciguamiento que, una vez se impuso la victoria temporal de estos últimos, permitieron al Eje avanzar sus posiciones hasta un punto de no retorno.
Tras la cesión de las democracias ante Hitler en Múnich (septiembre de 1938), la guerra de España quedó amortizada como elemento útil para la forja de un sistema europeo de seguridad contra el expansionismo nazi. Si hasta ese momento se había mantenido la farsa de un Comité de no intervención que obligó a un régimen reconocido internacionalmente a luchar con una mano atada a la espalda contra una rebelión interna y una agresión exterior, 1938 supuso el cierre definitivo de las fronteras y la escalada de reconocimientos al gobierno de Burgos. La progresiva retirada de las Brigadas Internacionales y el declive de la ayuda material marcó el inicio del viraje soviético hacia el pacto de no agresión con Alemania. El imposible logro de un armisticio y la postergación del estallido de un previsible conflicto europeo precipitaron el golpe del coronel Casado (4 de marzo de 1939) y el desastroso final de la guerra, envenenando definitivamente las relaciones entre los grupos de la oposición durante los años del largo exilio[8].
Pese a todo, Franco no pudo dar verdaderamente por consolidada su victoria hasta finales de la década de los cuarenta. 1939 supuso el fin de las operaciones, pero no el fin de la guerra. El enemigo fue perseguido sistemáticamente con la vocación de aniquilarlo por completo. Pese a la derrota de sus mentores en 1945, el franquismo logró sobrevivir gracias al determinante apoyo británico; al soterrado trabajo de zapa de los funcionarios de la administración francesa; a las filtraciones interesadas de los servicios de inteligencia occidentales; y a la constancia de que la URSS no tenía un interés prioritario en la Península, una vez repartidas las áreas de influencia en Postdam. Cuando se inició la década de los cincuenta, en la que llegarían los acuerdos bilaterales con los Estados Unidos y se lograría el ingreso en la ONU, negado en 1945 por la consideración del régimen de Franco “de la estirpe de los fascismos”, Franco pudo decir con mucho mayor fundamento que en el parte del 1 de abril de 1939 que, ahora sí, la guerra había terminado.
Fernando Hernández Sánchez (@FernandoHS61) es historiador, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Guerra o Revolución. El PCE en la Guerra Civil (2010), Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (2014) y La Frontera salvaje. Un frente sombrío del combate contra Franco (2018). Es coautor junto con Ángel Viñas de El desplome de la República (2009).
Fuente → la-u.org
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