Coincidiendo con el 80º aniversario del final de la Guerra Civil, Ediciones B publica Los campos de concentración de Franco
- La mayoría eran recintos al aire libre, pero también se usaron instalaciones y edificios ya existentes: plazas de toros como las de Alicante, Cáceres, Valencia, Málaga, Madrid, Castellón o Pamplona; campos de fútbol como los del Real Madrid o el Rayo Vallecano; edificios religiosos de Cataluña, Galicia o Castilla y León…
- Carlos Hernández de Miguel, autor de Los últimos españoles de Mauthausen, retrata en su segundo libro la vida y la muerte en el interior de los campos de concentración franquistas a través del testimonio de centenares de prisioneros
«En los campos de concentración franquistas no hubo cámaras de gas, pero se practicó el exterminio y se explotó a los cautivos como trabajadores esclavos. En España no hubo un genocidio judío o gitano, pero sí hubo un verdadero holocausto ideológico, una solución final contra quienes pensaban de forma diferente». Esta es una de las conclusiones que aporta Carlos Hernández de Miguel en su nuevo libro: Los campos de concentración de Franco. La obra consta de dos partes bien diferenciadas. En la primera de ellas se detalla, a través de los documentos oficiales, el proceso de creación y consolidación del sistema concentracionario franquista. Un sistema que, además de los campos de concentración, contó también con centenares de batallones de trabajadores esclavos. Un sistema que nació poco después de la sublevación militar, pero que se prolongó durante buena parte de la dictadura. La otra parte del libro relata el hambre, las torturas, las enfermedades, la muerte… en definitiva, el drama humano que sufrieron esos cientos de miles de hombres y mujeres que pasaron días, meses o años entre las alambradas franquistas.
Después de tres años dedicados en exclusiva a investigar este capítulo olvidado de nuestra Historia, en los que ha visitado decenas de archivos, el autor ha logrado identificar 296 campos de concentración oficiales, abiertos en otras tantas ciudades y pueblos españoles. Algunos de ellos fueron, en realidad, grandes complejos concentracionarios formados por varios recintos. Es el caso de la ciudad de León, en la que se estableció un campo central en el monumental Hostal de San Marcos y otros tres de menor tamaño en Hospicio, el Colegio Ponce y Santa Ana. Algo similar ocurrió en Alicante, Guadalajara, Irún, Cáceres, Cartagena, Pamplona, Murcia y Bilbao.
41 campos de concentración en la Comunidad Valenciana
La Comunidad Valenciana es la segunda región con un mayor número de campos de concentración franquistas, solo superada por Andalucía, que albergó 52. Este “ránking del horror” continúa con Castilla la Mancha con 38, Castilla y León con 24, Aragón con 18, Extremadura con 17, Madrid con 16, Cataluña con 14, Asturias con 12, Galicia y Murcia con 11, Cantabria con 10, Euskadi con 9, Baleares con 7, Canarias con 5, Navarra con 4, La Rioja con 2 y Ceuta, junto a las antiguas colonias españolas en el norte de África, con 5. La cifra total de campos de concentración identificados en la obra es casi el doble de la que se había logrado documentar en trabajos anteriores.
En la provincia de Valencia hubo 19 campos: Alberique, Algar de Palancia, Alzira, Carcaixent, Catarroja, Estivella, Faura-Cuartell, Manuel, Montserrat, Ontinyent, Quart de les Valls, Ribarroja-Banaguacil-Masía del Poyo, Sagunto, Serra (Porta-Coeli), Sueca, Torres Torres, Utiel, Valencia y Villanueva de Castellón. En la provincia de Castellón, 12: Almenara, Azuébar, Borriana-Nules, Castellón de la Plana, El Toro-Barracas, Moncofa, Pina de Montalgrao, Segorbe, Soneja, Sot de Ferrer, La Vall d’Uixó y Xilxes. En la provincia de Alicante, 10: Albatera, Alcoi, Alicante, Denia, Elche, Elda, Los Almendros, Monóvar, Orihuela y Villena.
En base a la documentación analizada, el autor estima que pasaron por los campos de concentración franquistas entre 700.000 y un millón de españoles y españolas. El ejército sublevado y la posterior dictadura utilizaron todo tipo de recintos para habilitar estos lugares de exterminio, torturas y reclusión. Miles de espectadores asisten hoy en día a festejos taurinos y a todo tipo de espectáculos en plazas de toros que, en su día, fueron testigo del sufrimiento, el hambre, las torturas y la muerte de miles de prisioneros; los cosos de Pamplona, Madrid, Málaga, Cáceres, Santander, Hellín, Castellón, Alicante, Plasencia, Valencia, Trujillo, Gijón, Tolosa, Lorca, Mérida o Ronda son un buen ejemplo de ello. Lo mismo ocurre con recintos deportivos, hoy reconstruidos, en los que se hacinó a infinidad de cautivos: el estadio del Viejo Chamartín en el que jugaba el Real Madrid, el campo del Puente de Vallecas también en la capital de España, los Campos de Sports de El Sardinero en Santander o el Stadium Gal del Real Irún.
Antiguos campos de concentración franquistas son también lugares en los que estudian nuestros hijos, rezan nuestros mayores o en los que nos alojamos durante una escapada de fin de semana. El Hostal de San Marcos en León y el Palacio Ducal de Lerma, dos de los campos más letales del franquismo, son actualmente unos lujosos Paradores de Turismo. Los estudiantes abarrotan hoy el lugar que ocuparon los prisioneros en la Universidad de Deusto en Bilbao, en el colegio Miguel de Unamuno en Madrid o en el instituto Marqués de Manzanedo de Santoña. Después de haber sido lugar de confinamiento y de ejecuciones, edificios religiosos como el convento de San Agustín en Igualada, el de los Carmelitas en Tarragona, el de las Claras en Murcia o el de San Pascual en Aranjuez vuelven a servir hoy al fin para el que originalmente fueron construidos.
Recintos de exterminio, trabajos forzados, castigo y “reeducación”
El 19 de julio de 1936, menos de 48 horas después del inicio del golpe de Estado contra la República, los militares sublevados abrieron las puertas del primer campo de concentración. El lugar elegido fue una vieja fortaleza de la ciudad de Zeluán, en el antiguo Protectorado español de Marruecos. Inmediatamente, Franco envió una orden al resto de los generales rebeldes instándoles a organizar «campos de concentración con los elementos perturbadores, que emplearán en trabajos públicos, separados de la población». A partir de ese momento, centenares de recintos que respondían a esa denominación oficial serían inaugurados en Canarias, Baleares y en las zonas de la Península que conquistaban las tropas “nacionales”.
Tal y como ha documentado Hernández de Miguel, el sistema concentracionario franquista no fue homogéneo y estuvo marcado por la improvisación y la arbitrariedad de sus responsables. Aún así, los campos de concentración de Franco fueron básicamente lugares de exterminio, castigo, sometimiento, “reeducación” y, sobre todo, de selección. El dictador no quería que ni uno solo de los prisioneros que capturaba en el frente ni aquellos civiles que detenía en retaguardia quedaran en libertad sin haber sido concienzudamente investigados y depurados. Los campos de concentración fueron los lugares en los que se realizó esa selección. Los oficiales del Ejército y los miembros más destacados de las organizaciones republicanas fueron asesinados o sometidos a juicios sumarísimos que les condujeron al paredón para ser fusilados o a prisiones en las que pasaron años encerrados en condiciones infrahumanas. El resto de los cautivos fueron utilizados como obreros esclavos en el propio campo o en batallones de trabajadores que construyeron centenares de infraestructuras, algunas de las cuales aún seguimos empleando hoy en día.
Los campos de concentración de Franco persiguieron otro objetivo: amedrentar a los cautivos y lavarles el cerebro para evitar que pudieran representar una amenaza para la dictadura. Los documentos oficiales y la prensa del Movimiento describían gráficamente cuál era el fin último de este adoctrinamiento forzoso que se llevaba a cabo en los campos: «Ganarlos para la causa de la nueva España, para la fe en Dios, para el amor a la Patria, para la veneración por el Caudillo providencial que nos rige…». Diariamente eran obligados a cantar los himnos franquistas, realizar el saludo fascista, asistir a charlas “patrióticas” y participar en misas y otros actos religiosos. Todo ello en un entorno de malos tratos, humillaciones, enfermedades y hambre que formaban parte del proceso de deshumanización al que eran sometidos.
No hubo campos para mujeres, pero sí hubo mujeres en los campos
En la mentalidad machista y falsamente paternalista de los dirigentes franquistas, las mujeres no encajaban en los campos de concentración. Su destino fueron las cárceles, donde sufrieron las mismas penurias, fueron sometidas a idénticas torturas e incluso a más vejaciones que sus compañeros republicanos. No hubo, por tanto, ni un solo campo de concentración oficial femenino. Aún así, el autor ha podido documentar casos excepcionales como el de Los Almendros en Alicante donde hubo prisioneras durante los primeros días. También hay constancia de la presencia de pequeños grupos de cautivas en Cabra (Córdoba), el convento de Santa Clara en Soria,
Camposancos en La Guardia (Pontevedra), los Campos de Sport de El Sardinero en Santander y San Marcos en León. Al finalizar la guerra, el campo de concentración de Arnao en Castropol (Asturias) congregó, bajo durísimas condiciones de vida, a mujeres cuyo único delito había sido ser madres, hermanas, hijas o esposas de hombres a los que se acusaba de haberse unido a la guerrilla antifranquista.
Los propios cautivos relatan la vida y la muerte en los campos
El autor ha dedicado una parte importante del libro a dar voz a las víctimas, hablando con algunos de los pocos supervivientes y recopilando centenares de testimonios. «Cuando yo estuve, las “sacas” eran por la noche. Llegaban los falangistas y daban en los pies de uno. “Venga arriba.” “Oiga, que yo me llamo fulano de tal.” “Ni fulano ni nada, arriba.” Y les sacaban para fusilarles», relataba Ángel Fernández Tijera de su paso por Miranda de Ebro. Las enfermedades, los malos tratos y, sobre todo, el hambre fueron las peores pesadillas para los prisioneros. «Cuando un oficial se retiraba del campo, se dio cuenta de que su perro no estaba a su lado y comenzó a silbar al can, silbido va y silbido viene y del chucho ni rastro. Al día siguiente se encontraron la piel y la cabeza del animal fuera de las alambradas. Como se puede suponer ¡nos lo habíamos comido crudo!», escribía Guillermo Fernández Blanco, en sus memorias inéditas. «Un día vi una escena que jamás he podido olvidar. Los cocineros habían tirado un hueso mondo y lirondo, sin carne, y cuando un perro vagabundo lo cogió, un prisionero se abalanzó para quitárselo. Fue una pelea… lamentable… y el hombre acabó con un brazo destrozado», rememoraba Luis Ortiz
Una obra aplaudida por los historiadores Ian Gibson y Paul Preston
Los campos de concentración de Franco es el segundo libro de Carlos Hernández de Miguel. Periodista desde hace 30 años, desarrolló el grueso de su carrera profesional en Antena 3 TV, donde fue cronista parlamentario y corresponsal de guerra en zonas de conflicto como Palestina, Kosovo, Afganistán e Irak. Tras trabajar después como asesor de comunicación política y empresarial y en medios de comunicación como La Clave o Viajar, publicó en 2015 Los últimos españoles de Mauthausen. Una obra sobre los españoles deportados a los campos de concentración nazis que obtuvo un gran éxito de crítica y que acaba de alcanzar la décima edición, con más de 20.000 ejemplares vendidos. En 2017, junto al ilustrador Ioannes Ensis publicó el libro-cómic Deportado 4443. En la actualidad colabora con Eldiario.es.
Su segundo libro ya cuenta con el aval de historiadores y de expertos en la materia. Ian Gibson ha dicho de Los campos de concentración de Franco: «Una investigación tan heroica como necesaria (…) Me ha conmovido hasta las raíces». Por su parte, Paul Preston afirma: «Este tema tan crucial para la recuperación de la memoria histórica en España ha encontrado, en Carlos Hernández de Miguel, su cronista ideal. Nos ofrece una historia dolorosa pero necesaria, basada en una investigación exhaustiva y presentada en una prosa lúcida, del sufrimiento impuesto sobre miles de españoles y sus familias por Franco y sus seguidores». Finalmente, el juez Baltasar Garzón resume así sus impresiones sobre el libro: «Escalofriante relato. Una obra de obligada lectura que desnuda las mentiras del franquismo, documentada de forma espléndida y minuciosa por Carlos Hernández de Miguel».
Fuente → losojosdehipatia.com.es
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