La reactivación del fascismo en España

Hace ya años que hubo un debate entre politólogos de este país (que tuvo nula visibilidad mediática en los medios españoles) sobre si el régimen dictatorial existente en España desde 1939 a 1978 era un régimen político meramente autoritario de tipo caudillista o era mucho más, un régimen político totalitario, es decir, un régimen cohesionado por una ideología totalizante que abarcara todas las dimensiones del ser humano, impuesta por un Estado dictatorial que instruyera y obligara a la población a hacerla suya, con todas las consecuencias que ello acarreaba. Tal ideología sería impuesta no solo por los aparatos represivos del Estado, sino también por todos los aparatos de reproducción de valores, desde las escuelas y centros educativos hasta los medios de información, todos ellos controlados por el Estado totalitario. Según esta tipología, serían ejemplos de regímenes autoritarios los regímenes caudillistas populistas que han abundado en América Latina durante su historia. Y serían ejemplos de regímenes totalitarios los comunistas, el nazi o los fascistas.

¿Qué era el Estado dictatorial en España? ¿Un Estado meramente autoritario?

La visión más hegemónica entre los politólogos españoles era que el régimen dictatorial que había existido en España era de tipo autoritario caudillista. De ahí que se lo definiera como régimen franquista, al ser dirigido por un caudillo, el general Franco. El mayor intelectual que lideró y promovió tal interpretación fue el profesor Juan Linz de la Universidad de Yale, en EEUU, procedente de una de las familias que habían ganado la Guerra Civil española. Esta fue también la visión dominante en la comunidad politológica y en el establishment político-mediático del país. Dicha visión tenía su atractivo para los herederos de la dictadura, pues una característica que, según ellos, era propia de los regímenes autoritarios caudillistas era que, una vez desaparecía el caudillo, cambiaba el régimen, dándose la posibilidad de establecer un régimen democrático. En realidad, tal argumento era utilizado y citado frecuentemente en EEUU por el Departamento de Estado (el ministerio de Asuntos Exteriores de EEUU), influenciado por el profesor Linz, para justificar el apoyo del gobierno federal de aquel país a las dictaduras populistas de derechas de América Latina. Se asumía, por el contrario, que los regímenes totalitarios, como los comunistas, no podían transformarse en democráticos, pues su carácter totalizante abarcaba todas las dimensiones del Estado, lo que dificultaba enormemente su transformación. De ahí la oposición y hostilidad del gobierno federal de EEUU hacia los regímenes comunistas, pues eran percibidos como imposibles de cambiar, excepto a través de intervenciones militares o motines armados estimulados desde fuera del país.

 El régimen dictatorial español: ¿un Estado totalitario?

Frente a esta visión del régimen dictatorial como meramente autoritario, había otra visión, minoritaria, promovida por los herederos de los vencidos, que afirmábamos que el régimen había sido totalitario, con una ideología totalizante –el nacionalsindicalismo- merecedora de ser definida como fascista. Las características de tal ideología eran un nacionalismo (los vencedores de la Guerra Civil se autodefinieron como los “nacionales”) extremo de carácter imperialista, promovido por un Estado muy centralizado represivo, dotado supuestamente de una supremacía racial (el día nacional se definía como el Día de la Raza), y que subsumía todas las clases sociales bajo la categoría de pueblo (negando la existencia de clases sociales con intereses opuestos), poniendo en los sindicatos verticales a la clase trabajadora bajo la dirección y dominio del empresariado y del Estado, favoreciendo así a los grupos económicos y financieros del país (que jugaron un papel esencial en su establecimiento). Tal ideología tenía también una visión patrimonial del sector público (que facilitó una enorme corrupción dentro del sistema), con un canto a la fuerza física y a la virilidad, situando a la mujer en una situación servil y dependiente, carente de los valores varoniles exigibles a la clase dirigente. Estas y otras características que aparecen desarrolladas en otro artículo mío (ver Franquismo o fascimo, Público, 15.12.17) definieron a los regímenes fascistas. El régimen dictatorial español, así pues, tenía todas estas características desde el principio hasta el final de su existencia. De ahí que lo definiéramos como un régimen fascista, pues el término correspondía mejor a lo que la abundante bibliografía científica que se había escrito sobre fascismo definía como tal. Y así fue también como se lo definió en las instituciones internacionales, como las Naciones Unidas, y en la mayoría de medios de información del mundo occidental. Así, cuando el Sr. Samaranch se desplazó a Atlanta para dirigir la inauguración de los Juegos Olímpicos que se celebraron en aquella ciudad en 1996, fue definido en su nota biográfica escrita por The New York Times como delegado de Deportes durante “el régimen fascista” liderado por el general Franco. En realidad, de la misma manera que fuera de España no se utilizan los términos “hitleriano” o “mussoliniano” para definir al nazismo alemán o al fascismo italiano, tampoco se utiliza el término franquismo para definir al fascismo español. En cambio, en España,  el establishment político-mediático nunca utiliza el término “fascista” para definir el régimen dictatorial español (que venció debido a la ayuda de los regímenes nazi y fascista de Alemania e Italia). En su lugar, utilizaron y continúan utilizando el término “franquista”. Y que ello ocurra se debe a que dicha definición intenta acentuar solo su carácter autoritario, excluyendo el carácter totalitario de aquel régimen, señalando así que la Transición fue una ruptura con el régimen anterior, consecuencia de ser este meramente caudillista. Muerto el dictador, murió la dictadura.

 El Estado actual no fue una ruptura con el anterior

Pero la realidad fue otra. He escrito extensamente mostrando que la transición de la dictadura a la democracia no fue modélica, pues se hizo bajo el dominio de los herederos de los vencedores, que dejaron su imprimátur en el Estado y en la sociedad española. En realidad, la cultura que se llama “franquista” está ampliamente extendida en muchos sectores de la población española y sobre todo en los sectores más acaudalados y clases medias de renta media superior del país, de tendencia conservadora. Y el partido que ha heredado tal cultura ha sido el Partido Popular.

El dicho tan común de que España no tenía un movimiento de ultraderecha ignoraba que gran parte de la población con esta ideología votaba al PP, que ha sido un partido eje del régimen actual. Su amplia presencia en las instituciones representativas era y sigue siendo consecuencia de una ley electoral que les ha favorecido durante todo el período democrático, y cuya génesis está basada en una propuesta dictada por la Asamblea del Movimiento Nacional (el movimiento fascista) cuya aprobación por el Estado fue una condición para su aceptación (un tanto forzada) del cambio que ocurrió a partir de la muerte del dictador.

 Ni que decir tiene que sería absurdo considerar el sistema político actual como una mera sucesión del anterior. Ha habido cambios muy sustanciales gracias, predominantemente, a las movilizaciones sociales y a la aplicación de medidas propuestas primordialmente por los partidos gobernantes de izquierda. Estas movilizaciones han adquirido su máximo desarrollo en los últimos diez años, sobre todo a partir de la imposición de las políticas neoliberales (primero por el PSOE y más tarde por el PP) que han deteriorado extensamente la calidad de vida y el bienestar de las clases populares. De ahí el surgimiento de otras izquierdas a lo largo del territorio español como Podemos, así como En Comú Podem en Catalunya, En Marea en Galicia y otros, además del cambio y renovación de IU, que al aliarse con Podemos y sus confluencias se han convertido en un espacio político que ha conmocionado al país. Y cabe añadir también a estos movimientos, el movimiento de protesta en Catalunya por el veto del Tribunal Constitucional a elementos esenciales del Estatuto de Catalunya (propuesto por el tripartito de izquierdas catalán), el cual, aprobado por el Parlament, por las Cortes españolas y por la ciudadanía de Catalunya en un referéndum, habría significado la aceptación del carácter plurinacional del Estado español por parte del establishment político-mediático del país. El veto a elementos clave de tal documento estimuló el gran crecimiento del independentismo.

La raíz todos estos movimientos fue el enfado con las políticas impuestas a la población por un Estado cuya legitimidad era cuestionada en el eslogan popular del 15M “no nos representan”. Las protestas estuvieron generadas por la enorme insensibilidad del Estado hacia las necesidades de las clases populares (el gasto público social español continúa siendo de los más bajos de la UE-15), hacia la justicia social (sigue siendo uno de los países más desiguales en la UE-15) y hacia la imposición de un Estado uninacional de carácter radial, con un nacionalismo extremo centrípeto (que no reconoce la plurinacionalidad y que se resiste a una España policéntrica y poliédrica). Han sido estos movimientos los que han alarmado al establishment político-mediático y los que han creado, como respuesta, la movilización de la ultraderecha que, insatisfecha con la escasa rotundidad que percibían en las derechas el viejo PP y el nuevo C’s frente a tal amenaza, ha dado impulso a un nuevo partido, Vox. Su gran peligro es que esté derechizando todavía más a esas derechas españolas, un hecho que está ocurriendo en varios países europeos que también sufrieron dictaduras fascistas, como Italia. Hemos visto hace unas semanas cómo nada menos que el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, dirigente de la Forza Italia –la derecha italiana fundada por Berlusconi (que se define de centro)– y pieza clave del grupo parlamentario conservador-neoliberal europeo, alabó al dictador fascista Mussolini por las muchas cosas que había hecho tal personaje.

La nueva ultraderecha tiene las mismas características  que la vieja

Cada una de las características del fascismo se presenta en esta nueva derecha: su nacionalismo radial extremo, con bases supremacistas de carácter racial, su canto a la fuerza y a la represión, su machismo, su defensa del statu quo y su dependencia del apoyo del sector reaccionario del mundo empresarial, de la jerarquía eclesiástica y de gran parte del generalato. Y es, como el fascismo anterior, apoyada por los grupos financieros y económicos que promueven un ultraneoliberalismo salvaje, ultraneoliberalismo que complementa su patrimonialismo Estatal (más cercano a Trump que a Le Pen), y que encaja con gran parte de la ultraderecha estadounidense, que la inspira. Su presencia ha afectado a las derechas españolas (PP y C’s) de tal manera que hoy hay un renacimiento de las características del fascismo en la vida política y mediática del país. La enorme atención que recibe por parte los mayores medios es un indicador de ello, reproduciéndose en España lo que ocurrió en EEUU con Trump. Su gran visibilidad mediática fue la principal causa de su éxito. Por lo demás, este fascismo –una vez reducida la parafernalia fascista del régimen dictatorial– es muy semejante al anterior.

¿Qué habría ocurrido si hubiera habido una ruptura con el régimen anterior?

Para dar respuesta a esta pregunta habría que estudiar qué pasó en otros países, como Alemania, que tuvieron dictaduras semejantes, y donde el fascismo fue derrotado, al revés de lo que ocurrió en España. Miremos, pues, qué habría ocurrido en España si se hubieran aplicado las políticas de desnazificación que se aplicaron en Alemania: (1) se habrían prohibido y liquidado todos los partidos, instituciones y asociaciones fascistas, fascistoides o próximas al fascismo, y sería considerado un acto delictivo y criminal tener monumentos como el Valle de los Caídos, esculturas u homenajes al régimen fascista (Vox no habría sido legalizado en Alemania); (2) los dirigentes del régimen dictatorial habrían sido encarcelados; (3) se habría destituido de todos los cargos políticos a las personas nombradas por el régimen anterior, o a los dirigentes de asociaciones, como la Iglesia Católica, que habían prestado apoyo al régimen (como ocurrió también en la Alemania nazi); (4) se habrían incautado todas las propiedades de las personalidades políticas del régimen fascista; (5) se habrían eliminado la ideología fascista o las muestras de simpatía fascista en toda la sociedad, desde las escuelas hasta los medios de información y medios culturales; (6) se habrían prohibido los símbolos fascistas.

Todo ello habría ido acompañado de un (7) enjuiciamiento de sus dirigentes (juicio de Núremberg) como denuncia de lo que fue el fascismo, con la (8) presentación de los horrores y represión que significó el fascismo. Así mismo, se hubiera (9) promovido el establecimiento de instituciones y medios de información y culturales que fomentaran los valores democráticos en la sociedad, se hubiera (10) recuperado la historia española con la presentación de la resistencia que hubo frente al fascismo, y se hubiera (11) reconocido a los represaliados y compensado su sacrificio. Todo esto ocurrió en Alemania.

 El patriotismo constitucional: ¿es esta la solución?

Un elemento clave en aquella política de desnazificación fue el establecimiento de una Constitución, con clara orientación democrática, en la que quedaron fijados los derechos políticos, sociales y laborales que garantizarían el bienestar de la ciudadanía alemana, estructurando el Estado como una federación democrática y social. El establecimiento de dicha Constitución era parte de un proyecto para dar origen a un “patriotismo constitucional” que sustituyera al patriotismo fascista (basado en características étnicas, raciales y supremacistas), enfatizando la democracia basada en la justicia social y en el reconocimiento de la diversidad, dentro de la unidad que constata tal documento.

Esta victoria de las fuerzas democráticas en Alemania y su vocación transformadora fue limitada más tarde, sin embargo, como consecuencia de la aparición de la Guerra Fría, que afectó a Alemania de una manera central.  A partir de 1948 la desnazificación fue puesta en segundo lugar, para dar promoción al anticomunismo, que diluyó el compromiso del Estado en contra del fascismo. En realidad, la derecha alemana, dirigida por Adenauer, reintegró a más de 300.000 funcionarios del régimen nazi a la administración pública. Como siempre ha ocurrido, el “anticomunismo” ha sido la excusa para reavivar el fascismo. Esto es, en parte, lo que está ocurriendo en España. El fascismo está siendo reavivado por las estructuras del poder para parar las fuerzas progresistas del país, utilizando, como así hicieron en 1936, el argumento de la defensa de la unidad de España para mantenerse en el poder.

En Alemania se inició a partir de la Guerra Fría un pacto de silencio con el que se intentó olvidar el pasado, iniciándose una nueva etapa en la que la historia del país comenzaba solo a partir de la aprobación de la nueva Constitución, promoviéndose el ya citado patriotismo constitucional, que debía sustituir al patriotismo nazi. Algo semejante se ha intentado en España al aprobar la Constitución, ignorando, sin embargo, la gran diferencia con lo ocurrido en Alemania. En esta última, la nueva Constitución fue resultado de la victoria de los aliados en la II Guerra Mundial sobre el nazismo (nazismo que había sido apoyado por la gran mayoría de la población alemana). No así en España, donde la Constitución se aprobó en un contexto en el que los herederos del régimen fascista continuaban teniendo un enorme poder sobre el Estado, mientras que las fuerzas democráticas acababan de salir de la clandestinidad. Ni que decir tiene que las movilizaciones antifascistas (y muy en particular, las del movimiento obrero) tuvieron también un gran impacto, incluyendo elementos muy progresistas en dicha constitución. Pero tales componentes, a pesar de su narrativa progresista, tienen escaso valor normativo, además de ser defendidos por un Tribunal Constitucional profundamente conservador. Ahora bien, en Alemania, a pesar de las limitaciones que se dieron a partir de la Guerra Fría, la desnazificación institucional se ha mantenido en su mayoría, lo cual explica que muchos actos todavía permitidos en España (como negar el holocausto o los homenajes al dictador) serían actos prohibidos y punibles en Alemania. De ahí que, a no ser que haya una redefinición del Estado español, con un cambio profundo de la Constitución en el que se exija una democratización profunda del Estado que incluya su transformación en un Estado republicano, con plenos derechos políticos, sociales y laborales, poniendo la justicia social en el centro de tal documento, y reconociendo a la vez su diversidad y plurinacionalidad, continuaremos estando a la cola del gasto público social y seguiremos con las tensiones territoriales y con una alineación frecuente de la población hacia lo que en teoría, pero no en la práctica, son sus instituciones representativas.

Para conseguir tales cambios harán falta movilizaciones que demanden radicalidad democrática con el objetivo de lograr una transformación profunda, peticiones que constantemente serán reprimidas por el establishment político-mediático del país con el argumento del “respeto a la ley” como condición de diálogo. Dicho “respeto a la ley” es el mejor indicador del enorme desequilibrio de fuerzas que tuvo lugar durante la Transición, ya que las derechas (en el espectro político europeo, las ultraderechas), que controlaban el Estado dictatorial, mantuvieron su ascendencia sobre el Estado democrático, sesgando las leyes (y la Constitución) a su favor. De ahí la confusión de equiparar democracia con el imperio de la ley. Muchas leyes, incluida la electoral, son profundamente antidemocráticas. Democracia es soberanía popular, y esta no se mide por el número de escaños o por la aplicación de la ley, sino por el número de votos en un contexto de libertad y variedad de opciones e información, lo cual no ocurre en España. En este sentido, la crítica que debe hacerse a los dirigentes independentistas no es que se saltaran la ley, sino que utilizaran para ello unas leyes (las leyes electorales) escasamente democráticas, que les daba mayoría cuando representaban a menos de la mitad de la población catalana. Perdieron credibilidad democrática cuando así lo hicieron, presentando unas aspiraciones meramente partidistas como un proyecto nacional y patriótico, comportándose como habían hecho y continúan haciendo los nacionalistas españolistas que, con una minoría muy marcada de votos, tienen mayoría absoluta en el Senado. Estas leyes son profundamente antidemocráticas.

Es importante notar que hoy hay, a lo largo del territorio español, incluyendo Catalunya, toda una serie de movilizaciones sociales (desde los movimientos anti-austeridad hasta los movimientos feministas, entre otros muchos) que se están concienciando que existe una coincidencia de frustraciones en dicho territorio que puede generar un deseo de cambio que permita una segunda transición donde se corrija el enorme sesgo que existe en las instituciones del Estrado (también las catalanas), de manera que se complete la construcción del proyecto que se había iniciado antes: el proyecto de una España justa, solidaria, policéntrica, diversa y plurinacional.

Fuente → blogs.publico.es

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