Reino de España: 1978-2018, la razón rupturista

Reino de España: 1978-2018, la razón rupturista: Floren Aoiz Monreal
La pesada herencia del franquismo en el postfranquismo: atado y bien atado

La apuesta rupturista ante el postfranquismo, un acierto estratégico

El Reino de España cumple cuarenta años de constitución postfranquista. Siempre hay que tener mucho cuidado con la brocha gorda en el análisis político, pero esta vez toca afirmar con rotundidad que las fuerzas que en 1978 luchamos por la ruptura democrática hicimos la apuesta correcta. Apuesta correcta, claro está, desde el punto de vista del compromiso con la lucha antifranquista en particular, antifascista y emancipadora en general. Apuesta correcta, se entiende, desde la perspectiva de las luchas populares orientadas hacia un horizonte alternativo al capitalismo. Apuesta correcta, finalmente, desde la razón de los pueblos activos y movilizados en la defensa de su derecho de autodeterminación.

Sobra decir que desde otras perspectivas la lectura será muy divergente de esta. A fin de cuentas, toda valoración se hace desde una posición concreta, por más que a veces se intente ocultarlo, y esta cuestión de la bifurcación postfranquista sigue siendo muy incómoda para quienes allá por finales de los años 70 del siglo XX ofrecieron un lamentable espectáculo de dejación y oportunismo. En aquel cruce de caminos había que elegir entre reforma y ruptura, entre lo que nos impusieron y lo que pudo haber sido y no fue. Se perdió una oportunidad histórica para cortar amarras con la dictadura mediante una ruptura, que, no lo olvidemos, era reivindicada por muchos agentes que luego se sumaron con mayor o menor entusiasmo a la transición realmente existente. No es extraño que la memoria de aquel momento histórico levante ampollas todavía hoy.

En cualquier caso, los agentes y las personas comprometidas con la emancipación debemos sistematizar nuestras apuestas estratégicas para destacar nuestros aciertos y nuestros errores y aprender de unos y otros. En este empeño sitúo la necesidad de repensar hoy el concepto de ruptura democrática, para lo cual resulta de todo punto necesario situarlo en su dimensión histórica. No se trata de apuntarse tantos -ese vicio al que tanta adicción tenemos en la izquierda y que de tan poco nos sirve-, sino de señalar un acierto políticamente productivo en la medida en que ha hecho posible la persistencia no sólo de fórmulas de resistencia sino también de construcción de sujetos y prácticas transformadoras y que encierra en sí potencialidades para nuevos pasos. Se trata, en definitiva, de acometer la actualización de la apuesta por la ruptura democrática aquí, ahora y con la vista puesta en los próximos años.

En estas coordenadas cabe y corresponde afirmar que la apuesta rupturista era la históricamente correcta, aunque no fuéramos capaces de materializarla. Dicho de otro modo, no era una buena idea aceptar que los franquistas reconvertidos milagrosamente en demócratas lideraran una transición mutilada y mutiladora encaminada a evitar cualquier tipo de desborde popular, entendido esto en relación tanto a los sectores populares como a los pueblos, especialmente el vasco y el catalán.


No era una buena idea legitimar la reforma postfranquista porque pasados cuarenta años, la agenda de avances sociales y democratización radical del estado español sigue pendiente. No se ha acometido la transformación de sus estructuras económicas, ni la depuración de sus aparatos de estado, ni la superación de su nacionalismo asimilacionista negador de la realidad plurinacional.

Nadie, ni una sola persona ni una sola entidad, ni siquiera grupos que reclaman la herencia del “Movimiento Nacional”, ha asumido responsabilidad penal, ni política ni económica por los crímenes desatados tras julio de 1936, pero el Reino de España es en 2018 más punitivo-represivo que en 1978, como demuestran los casos de Altsasu, las personas encarceladas por su posición independentista en Catalunya o la persecución a cantantes y en general cualquier expresión u opinión discordante. La España postfranquista se conformó contra la rebelión democrática vasca y el rupturismo, no contra el franquismo. Y en los últimos tiempos ha cambiado de enemigo prioritario para autojustificarse contra la rebelión soberanista catalana, el movimiento socio-político que ha puesto al régimen del 78 al borde del precipicio.

Franco se despidió fusilando, hace años que no hay práctica armada contra el Estado y ETA ya no existe, pero el entramado de excepción que del franquismo pasó al postfranquismo mediante el plan ZEN y la normativización de la legislación de excepción, desde la incomunicación (con su reguero de torturas) hasta la Ley de Partidos pasando por la dispersión carcelaria, lejos de desaparecer, se ha extendido de Euskal Herria a toda forma de protesta. Por otra parte, el Reino de España ha respondido al cambio de ciclo político vasco, marcado por el fin de la actividad armada de ETA pero imposible de reducir a este hecho, con cerrazón e intransigencia, aferrándose a un relato de demócratas vencedores frente a violentos derrotados que nada tiene que ver con la realidad de mutación del conflicto hacia unos parámetros mucho menos favorables a la posición de negación del derecho de la sociedad vasca a decidir libremente su futuro.

El balance del régimen simbolizado en la Constitución de 1978 es desgarrador para los sectores populares y el mundo del trabajo en particular. La reforma se vendió en pack con la entrada en la CEE (más tarde Unión Europea), una especie de vuelta de España al concurso de las naciones occidentales civilizadas y desarrolladas, pero en realidad supuso un duro paquete de ajustes para acomodar la economía a las exigencias de quienes agarraban la sartén por el mango, que tenían muy claro qué lugar debía ocupar el Reino de España en la economía europea y mundial. Algunos quisieron advertir reflejos de aquel imperio en el que nunca se ponía el sol, dando por finiquitado el secular atraso, pero la dura realidad del papel periférico en el entramado europeo iba a tener resultados catastróficos en la siderurgia y en general en todos los sectores industriales, la agricultura, la ganadería y la pesca, pero eso sí, el turismo y el negocio de la construcción y la especulación inmobiliaria tendrían las puertas abiertas y el impulso de una financiación supuestamente ventajosa. Con los años, mientras la economía real se atascaba primero y se despeñaba después, dando origen a una burbuja vendida como milagro económico español.

En cuanto al modelo de estado, ya en 1981 se pusieron los límites de la descentralización y la democratización. El autogolpe y la consiguiente LOAPA marcaron el camino, seguido más tarde con los GAL, el bloqueo de los traspasos de competencias y la imposición de un discurso que jusitificaba el bloqueo democrático en nombre de la “lucha antiterrorista”. De modo que el Reino de España resultó pionero en la precarización de las libertades democráticas propia del neoliberalismo.

Prietas las filas, casi nadie se atrevió a salirse del guión, se tratara de la estrategia de aislamiento de la izquierda independentista vasca, la impunidad policial, los desmanes de la Casa Real, la corrupción o el gran timo europeo. Conviene recordar, acerca de este último, que sólo Herri Batasuna (que hizo una excepción en su práctica de no participar en las Cortes Españolas) votó contra el Tratado de Maastricht[1]. Desde los Pactos de la Moncloa a la desmovilización cuando no complicidad ante los últimos desmanes de la agenda neoliberal va un hilo de rendiciones y retrocesos encubiertos con todo tipo de excusas, desde el compromiso para “evitar otra guerra civil” o un “golpe militar” a la aceptación de la lógica antiterrorista, la gran coartada, nunca lo repetiremos suficientemente, de la involución conservadora en el estado español. Coartada reconvertida en antiseparatismo en la medida en que el descontento de amplias capas de la sociedad catalana tomaba forma de rebelión soberanista.

40 años de régimen del 78 han posibilitado la banalización del alzamiento fascista de 1936 y la dictadura franquista. Asistimos, en la ola de las tendencias generales, al fortalecimiento de la derecha autoritaria en sus diferentes expresiones, algo sumamente inquietante a tenor de los resultados de las elecciones autonómicas andaluzas. Se trata, bien lo sabemos, de un fenómeno global, pero imposible de entender en sus manifestaciones concretas sin reparar en la evolución histórica de cada entorno concreto y en este sentido es obvio que la transición y el régimen al que dio lugar, lejos de derrotar a la derecha autoritaria, la han normalizado y homologado, hasta el punto de crear el ambiente favorable al desarrollo de sus formas más destructivas.


No hace falta imaginar una ucronía para reconocer que las cosas pudieron ocurrir de otro modo

Este trágico balance de la opción reforma se debe a razones estructurales, porque el marco se diseñó para llevar adelante esa agenda. No es que las cosas, tras 1978, “vinieran así”, sino que el proceso de reforma se hizo como se hizo para que esas cosas ocurrieran.

Por otra parte, la coyuntura internacional siempre marcó el proceso y no es casualidad que la transición y el asentamiento del nuevo régimen del 78 coincidieran con la ofensiva neoliberal y sus vectores de precarización socioeconómica, desdemocratización y despliegue de una racionalidad individualizadora que traslada la lógica del mercado a todas las esferas de la vida. El neoliberalismo se fue imponiendo así en un estado español que no conoció una liberalización política digna de tal nombre, la desdemocratización avanzó en un estado nunca realmente democratizado y se produjo a marchas forzadas la destrucción del estado de bienestar en un territorio en el que nunca llegó a desarrollarse.

A fin de cuentas, en aquella bifurcación se optó por el camino que habían venido marcando los franquistas años antes. Franco lo expresó con claridad sincera al afirmar su voluntad de dejar todo atado y bien atado al nombrar a dedo a Juan Carlos Borbón como sucesor. Tan claro como el futuro rey de España al responder apelando a la legitimidad del 18 de julio. De la ley a la ley se hizo la transición, lo dice hasta la versión oficial, y de aquellos polvos estos lodos, por supuesto: ¿qué podía salir mal en una transición democrática liderada por alguien que se vanagloriaba de la continuidad con el 18 de julio?

La opción reforma no era una buena idea y tampoco era la única opción posible. Hay quien (sin que, sorprendentemente, haya mediado autocrítica alguna) esgrime ahora la bandera que simboliza una República a la que renunció en 1978 y nos pretende hacer creer que la correlación de fuerzas no daba para más o que la propia Constitución era un gran avance cuyas potencialidades lamentablemente no han sido desarrolladas. En realidad, aquella claudicación histórica fue un proceso vertical, en el que las direcciones impusieron a las bases, en nombre del pragmatismo y la reconciliación, la dejación de la apuesta por una ruptura democrática y la defensa del derecho de autodeterminación de los pueblos. Es decir, se fomentó la desmovilización, se generó desorientación y frustración y eso configuró un escenario de debilitamiento provocado, al que se alude para justificar una elección estratégica que en realidad venía cocinándose desde mucho antes.

No sirve plantear la cuestión como un ejercicio de realismo ante una opción, la de la revolución, para la que no había condiciones en ningún caso, mucho menos después de que todas las alarmas hubieran saltado en Portugal. No sirve porque la ruptura no era la toma del Palacio de Invierno ni una especie de insurrección espartaquista, sino un proceso de transformación para establecer cortes cualitativos con la dictadura y generar nuevos escenarios. Por eso, por ejemplo, para la izquierda abertzale tomaba la forma de la alternativa KAS, un programa de mínimos que no consistía en la independencia ni en el socialismo.

La propuesta rupturista era inaceptable porque marcaba una dirección diferente y cuestionaba el guión establecido, no porque supusiera crear una especie de república soviética entre los Pirineos y Gibraltar. Conviene recordarlo porque todavía hoy en día se alude al supuesto utopismo de la posición rupturista para justificar el apoyo al régimen del 78.

Si, por ejemplo, hubieran encontrado un frente sólido de rechazo a pactar con los dirigentes franquistas y entrar en su juego, si se hubiera formulado y defendido en la calle una propuesta firme para desbordar la agenda de reforma monitorizada desde arriba, la posición de la dirigencia franquista habría tenido que modelarse. No sabemos cómo habrían gestionado la situación, pero lo que no estaba sobre la mesa era la posibilidad de prolongar la forma dictadura, pues el franquismo llevaba años preparándose para una mutación necesaria para homologarse plenamente en el escenario capitalista euro-atlántico. Las cosas pudieron ocurrir de otro modo, pero no fue así porque se impuso el entramado de fuerzas reformistas a las rupturistas. Y de esto también deben extraerse conclusiones políticas en 2018.

Por eso resultan tan inquietantes los cambios de discurso y posición con respecto al régimen de 1978 en el ámbito de eso que se ha dado en llamar la nueva política. Considero muy preocupantes esos intentos de blanqueo, esos esfuerzos por “entender” la complejidad de la época, cuando no llamadas a valorar el esfuerzo pragmático realizado o incluso recuperar el conocido como espíritu de la transición. Ojalá me equivocara, pero creo que estamos ante maniobras de aterrizaje para repetir el abandono de la apuesta rupturista y sumarse a una especie de nueva reforma de la reforma.


Acerca de la razón rupturista y sus posibles articulaciones populistas

Frente a esas tentaciones de “soltar lastre”, creo que la apuesta rupturista constituye un capital político indispensable. Pese a sus notables diferencias, tanto la transformación del soberanismo vasco como la rebelión catalana y el 15M (entendido no en sentido literal sino como símbolo de un ciclo de subjetivización y movilización política de escala estatal), constituyen fenómenos de reacción frente a la desdemocratización de nuestras sociedades y la precarización de nuestras vidas, movimientos que recuperan y recrean elementos de la tradición rupturista. La puerta de la ruptura democrática como horizonte regulador nunca se había cerrado del todo y había persistido un discurso crítico que impugnaba el régimen desde su genealogía hasta sus expresiones más dispares.

Allá donde se cruzan la tradición autoritaria de las elites españolas y el giro a la derecha a nivel mundial en esta fase autoritaria del neoliberalismo, han surgido nuevas formas de protesta y nuevos horizontes de transformación social, algunos de ellos más novedosos que otros. En el caso vasco hay una dialéctica de continuidad e innovación que resulta compleja, pero que a la vez permite reciclar estratégicamente la práctica constituyente de sujetos transformadores llevada adelante durante décadas contra viento y marea. Más complicado me resulta diagnosticar qué queda a nivel estatal del 15M y sus diferentes expresiones y apropiaciones, pero creo que al igual que la rebelión catalana, no pueden entenderse sin la existencia de una crítica radical de la transición postfranquista y un horizonte rupturista, en algunos momentos puede que poco más que simbólicos, pero disponibles finalmente para quien quisiera impugnar el desarrollo del régimen del 78.

Esta apuesta rupturista podría haber devenido una retrotopía, esto es, una nostalgia política que nos llevara a modo de bucle a volver a colocarnos en 1978 y sus bifurcaciones. Esta cuestión de la ruptura no es ajena al riesgo de fetichización, por otra parte, ni escapa a la posibilidad de alentar interpretaciones perniciosas del concepto, como ocurre con el discurso de la “fractura catalana”, que pretende anclar el concepto-proyecto de ruptura en el del enfrentamiento civil, situado en el imaginario colectivo de la guerra civil entre hermanos, que tanto ha marcado los imaginarios colectivos en el estado español durante décadas.

Una apuesta por resituar el concepto de ruptura pasa por afrontar ambos riesgos y por ello debemos preguntarnos cuál es la mejor manera de articular las alternativas rupturistas. El aspecto de denuncia-protesta debe complementarse con una vertiente propositiva cada vez más potente: el reto es más materializar la ruptura que hablar constantemente de ella y sólo se producirá en forma de construcción progresiva de un nuevo orden político. Si la forma rupturista (de la estrategia emancipadora) se convierte en un objetivo en sí mismo, podemos encontrarnos con el debilitamiento de los objetivos y la estrategia, que quedan supeditados a la lealtad a la forma, que sustituye así al acontecimiento. Resulta más importante así la experiencia rupturista en el sentido de relato o de acción estéticamente rupturista que la estrategia realmente rupturista, esto es, que rompe y/o prestigia la ruptura.

Más allá de estos peligros, la ruptura democrática aparece como una propuesta plenamente vigente en el escenario de 2018. Es más, la privatización y destrucción de la democracia, incluso de su versión liberal-burguesa más formal, sitúan en el centro de la política el antagonismo entre democratización y desdemocratización. Y es ahí donde adquiere toda su fuerza la idea de una razón rupturista en el sentido de radicalización de la democracia y exigencia de transformaciones socioeconómicas profundas, afrontando las tareas pendientes desde 1978.

Efectivamente, la elección del título de este texto es una provocación en el sentido literal. Invocar el conocido libro de Ernesto Laclau La razón populista[2], podría sugerir una impugnación de su propuesta, pero más bien pretende provocar o alentar el debate sobre la posibilidad de lo que podríamos llamar una razón populista-rupturista desde una lógica que recupere el sentido de la apuesta rupturista en 1978 trasladándola al escenario actual en articulación con la perspectiva populista de articulación de luchas y agentes en un proceso de construcción de pueblo.

No se trata, por tanto, de asumir acríticamente las interpretaciones y las propuestas de Ernesto  Laclau, asumiendo mecánicamente su teorización sobre el populismo, sino de preguntarnos por la fecundidad política de la articulación populista. Una lógica que, por cierto y sin conocer a Laclau ni denominarla así, con mayor o menor fortuna llevamos décadas practicando en Euskal Herria.

Es interesante en este sentido la reflexión de Enzo Traverso sobre la utilización de populismo como descalificación, que, a su juicio, define más a quienes lo hacen que a aquellos a quienes se refiere: “el uso recurrente de este término para designar a los adversarios políticos revela sobre todo el desprecio por el pueblo que sienten quienes lo utilizan[3]”. En la misma dirección Nancy Fraser opina que la izquierda no debiera caer en esa trampa de rechazo liberal del populismo. En este sentido, mi concepción de una articulación que podríamos -sin sacralizar el término- llamar populista iría en la dirección de esta propuesta de la propia Fraser: “Sólo aunando una sólida política de distribución igualitaria con una política de reconocimiento sensible a las clases y sustantivamente inclusiva podemos construir un bloque contrahegemónico que nos lleve de la crisis actual hacia un mundo mejor[4]”.

Cada cual tiene su Laclau, esto es, su lectura de las inspiraciones de este pensador. En la mía, me interesa destacar que Laclau construía una contraposición entre institucionalismo y populismo, aunque matizaba que ambas tendencias rara vez se encuentran en estado puro. Para Laclau “el fetichismo institucionalista no es privativo de los sectores conservadores” en la medida en que “en efecto, hay una izquierda liberal que habla casi en los mismos términos”. Frente a ello afirmaba lo siguiente:

(…) se supone que ser de izquierda es dar prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único de que se habla es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en qué queda ese proyecto[5]?

Creo que las reflexiones de Laclau acerca de los límites y los retos de la acción política y la política institucional son muy productivas:

Las instituciones no son arreglos formales neutrales, sino la cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos. A cada formación hegemónica –entendiendo por tal la que se impone por todo un período histórico– habrá de corresponder una cierta organización institucional. Hay, por tanto, que preguntarse por las relaciones de poder existentes en la sociedad si se quiere develar el sentido de las instituciones. Por esto, cuando nuevas fuerzas sociales irrumpen en la arena histórica, habrán necesariamente de chocar con el orden institucional vigente que, más pronto o más tarde, deberá ser drásticamente transformado. Esta transformación es inherente a todo proyecto de cambio profundo de la sociedad.

Es el propio Laclau quien llama la atención sobre la incapacidad de las reformas concretas para alterar las reglas del juego: “el que hace política no es el que juega dentro de las reglas de un sistema, sino bien el que patea el tablero[6]”. Exactamente a eso me refiero al hablar de razón rupturista, ir más allá de jugar dentro de las reglas de juego del sistema, en este caso, de una expresión concreta, histórica, que es lo que llamamos régimen del 78. Ahí es donde veo una posible articulación entre esa razón rupturista y la articulación populista.

¿Cómo superar el régimen del 78? Dicho de otro modo: ¿cómo patear el tablero?

Esa es la gran pregunta. Y en el esfuerzo por responderla chocamos con una tensión inherente a las fuerzas rupturistas antagónicas a este régimen, que es la de las escalas de acción estratégica. Tenemos fuerzas estatales y fuerzas de ámbito vasco, catalán, gallego… en una tensión a veces políticamente productiva (cambio en Navarra, por ejemplo) pero en la mayor parte de los casos, de efectos nefastos.

Se quiera reconocer o no, en estas tensiones opera una dimensión estructural de desigualdad de posiciones, una dialéctica de poder en la que todo vector estatal juega con ventaja y, a menudo, con el deje de superioridad propio del nacionalismo banal que se presenta como cosmopolitismo.

A nadie se le ocurre formular el debate estratégico sobre Europa en términos de lucha identitaria o cuestión territorial. Es obvio que lo que está en juego es un proyecto geopolítico concreto, inserto en la lógica de la globalización neoliberal. Lo que se debate es la articulación de poder, económico, social, político… Sin embargo en el debate sobre el futuro del reino de España sí se habla de posiciones identitarias o problemas territoriales, cuando, como en relación a Europa, no se trata de sentimientos ante banderas u otros símbolos, sino de la cristalización de relaciones de poder entre agentes, de escalas diferenciadas y antagonismos históricos.

La cuestión no es si te mola más la ikurriña que la rojigualda o la tricolor, sino la posición que cada cual, persona o agente colectivo, adopta ante un estado construido desde el privilegio de un modelo identitario nacional español asimilacionista, que en sus versiones menos bruscas puede  llegar a tolerar al diferente, pero no a considerar esa diferencia en términos de constitución de sujetos diferenciados con sus propios derechos. Optar por una u otra escala no equivale a elegir en la estantería del super ofertas identitarias diferentes (vasco, vasco-español, vasco-navarro, español…), sino tomar una posición concreta ante unas desigualdades estructurales consolidadas desde relaciones de poder muy determinadas. Y esto no es una elección identitaria, sino una toma de posición estructural y estratégica.

40 años después de 1978, la izquierda independentista vasca reafirma su apuesta rupturista. La materialización de la soberanía popular es la superficie de despegue de esa ruptura, que tiene como destino la creación de nuestras propias estructuras estatales. Nuestra ruta es soberanista y se encamina a la independencia, por tanto, marcando así un horizonte compartido que articula luchas y agentes en un proyecto común de democratización y transformación social. Pero eso no es incompatible con fórmulas de colaboración con otras estrategias.

En el rechazo a las relaciones de poder injustas está la clave de la complicidad entre diferentes rupturismos, sin que ello implique que nadie deba renunciar a su proyecto sea de construcción de un estado catalán, vasco, gallego o una república democrática española. En esto la referencia reguladora es cuestionar unas reglas del juego injustas y patear el tablero para hacer posible la conformación de otras. Y ahí hay espacio para las complicidades, si hay voluntad, claro.

La experiencia histórica no es muy alentadora en la perspectiva de que las fuerzas de ámbito estatal renuncien a esos privilegios, pero unos y otras debiéramos ser capaces de comprender que la complicidad entre agentes rupturistas puede resultar no sólo políticamente productiva sino necesaria para soltar nudos (atado y bien atado, no lo olvidemos). El reto sería imaginar (y materializar) fórmulas de complicidad y articulación estratégica de luchas rupturistas en el estado español ahora que todo parece indicar que la derivación electoral-institucional-populista del 15M ha abandonado ese horizonte de ruptura.

Un eventual eje soberanista catalán-vasco sería una de las posibilidades, pero imaginemos, siquiera por un momento, complicidades más amplias y diversas. Pensemos expresiones innovadoras de esa razón rupturista que, sin poner en cuestión los objetivos estratégicos y los ritmos propios de cada escala, permitan articulaciones productivas. ¿Un mero ejercicio intelectual? Puede que sí, pero también puede que esta imaginación dé sus frutos y, en todo caso, la formulación de un escenario nos sirve para ensanchar los horizontes e interrogarnos sobre nuestras lecturas y nuestras prácticas.

Ni hace 40 años la opción rupturista era un delirio alejado de la realidad ni lo es ahora. Otra cosa es que nos exija grandes esfuerzos y una audacia estratégica incompatible con la permanencia en nuestras zonas de confort. El empuje de las tendencias autoritarias en un mundo que gira hacia la derecha debe ser tenido muy en cuenta, sobre todo allá donde, como en el Reino de España, las condiciones estructurales para el avance de la desdemocratización y la precarización se han establecido sólidamente. A estas alturas ya no se trata de la continuidad del régimen del 78 frente a la posibilidad de una ruptura democrática, sino de la evolución hacia la derecha y un mayor autoritarismo. Más nos vale comprender lo que está en juego.

En la izquierda abertzale nos hemos equivocado mucho y muchas veces. Uno de nuestros errores ha sido no ser capaces de gestionar adecuadamente esa razón rupturista y convertirla en base de una alternativa que fuera percibida como viable. Lo sabemos y por ello hemos asumido ante nuestro pueblo nuestra responsabilidades, nuestras contradicciones éticas, nuestros errores políticos y, lo que es mucho más importante que cualquier declaración o proclama, nos hemos puesto las pilas y hemos afrontado una readecuación radical de nuestra estrategia, nuestro discurso y nuestro modelo organizativo. Reformular las estrategias para hacerlas más eficaces es posible, es difícil y tiene costes, pero es posible. ¿Por qué no hacerlo a otros niveles?

Fuente → asturbulla.org

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