40 años de Constitución postfranquista

40 años de Constitución postfranquista:
Rafael Silva Martínez

Corría el año 1978. Hacía casi tres años que había muerto el dictador, y lo había hecho matando. El maremágnum de fuerzas políticas que venían de todo el arco parlamentario (salvo los partidos republicanos, los únicos que aún representaban la legitimidad tumbada de la Segunda República, abatida por los golpistas) se agitaban ante un panorama convulso. En la calle, huelgas y manifestaciones empujaban para que cayera de una vez la dictadura de facto y surgiera un nuevo escenario. Costó muchos muertos y heridos. La correlación de fuerzas no estaba ajustada, y el ruido de sables de fondo era evidente. Las Fuerzas Armadas estaban atentas a lo que se fraguaba, así como los Estados Unidos y Alemania, los principales observadores exteriores. Con todos estos mimbres, los “siete padres” de la Constitución Española de 1978 (no hubo ninguna madre) hicieron su trabajo. Y salió lo único medianamente decente que podía salir, es decir, una Constitución muy ajustada, demasiado equilibrada, escorada a la derecha (salvo algunos artículos muy especiales que no se han cumplido jamás), y sobre todo, muy generalista, dejando para ulteriores leyes y normativas el desarrollo de lo que allí se enunciaba. El “paquete” que diseñaron era una especie de “trágala” donde el pueblo tenía que aceptar una reforma política (que no una ruptura) procedente del franquismo (sin Franco), o la vuelta a la dictadura. Evidentemente, se eligió lo primero.

Ilustración de Javier F. Ferrero

Pero en dicho paquete nos colaron la Monarquía (un Rey nombrado directamente por el dictador), la “sociedad de mercado”, y un conjunto de derechos individuales y colectivos, objetivos y subjetivos, todos ellos muy difusos, por lo cual su desarrollo posterior ha quedado siempre al albur de los Gobiernos (bipartidistas) de turno. También nos trajo como herencia el concepto de la “unidad de España” (bajo una visión de nuestra “patria” de forma excluyente y homogénea), y un papel ligado a las Fuerzas Armadas absolutamente anacrónico. La Constitución tampoco definió los moldes de un verdadero Estado Laico, por lo que el poder de la Iglesia Católica (con la clara connivencia de los Gobiernos de turno) ha ido “in crescendo” paulatinamente (sus terribles resultados pueden comprobarse en la actualidad). Anteriores a la Constitución de 1978 surgieron las leyes postfranquistas, como la Ley de Amnistía (1977), los Pactos de la Moncloa (1977), la Ley para la Reforma Política…Todo ello iba en la línea no de llevar a cabo una ruptura con el régimen anterior, sino más bien una simple reforma bajo un contexto pseudodemocrático. Algunas de dichas leyes (como la infame Ley de Amnistía) continúan vigentes, a más de 40 años de su promulgación, lo cual arrastra un clima absolutamente anómalo e injusto para una sociedad que pretende ser democrática.

Y a 40 años de todo aquello, los mimbres básicos con los que se construyó aquél cesto siguen intactos. La agenda de profundos avances sociales, la democratización real del Estado, la transformación de sus estructuras económicas, la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede, la Monarquía, la revisión de nuestra Memoria Histórica y Democrática (impulsado la Verdad, la Justicia y la Reparación para todas las víctimas del franquismo), el reconocimiento de la pluralidad del Estado Español…todos ellos son asuntos de gran calado que quedan pendientes aún en nuestras agendas políticas, económicas y sociales. A su vez, nuestra implicación en estructuras supranacionales (la Unión Europea) nos ha restado soberanía en todos los campos, por lo cual es evidente que necesitamos reconstruir nuestras interdependencias y relaciones con estas superestructuras. Hoy día, la España postfranquista se agarra de forma hipócrita a la Constitución de 1978 para no cumplirla, ya que existen graves retrocesos en casi todos los derechos fundamentales y libertades básicas que allí se recogen (recortes a la libertad de expresión, enaltecimiento del franquismo, ataques a la igualdad entre mujeres y hombres, desprecio a los inmigrantes, ataques al mundo laboral, y a todos los colectivos de personas más vulnerables, tales como pensionistas, estudiantes, precarios…).


Necesitamos un nuevo orden político, económico y social. Necesitamos reforzar nuestros valores democráticos, y asentarlos sobre nuevos e inequívocos pilares.

Rafael Silva Martínez
Toda esta deriva involucionista en derechos y en libertades no ha ocurrido durante estos cuarenta años porque sí, como una plaga divina, como un castigo celestial, sino porque estaba perfectamente calculado y planeado. Instrumentos como la Ley Electoral, por ejemplo, para instalar y consagrar el bipartidismo “sine die” (aún no se ha modificado), atestiguan fielmente este relato. Y el bipartidismo, al estilo de Demócratas y Republicanos en Estados Unidos, ha estado muy vigilante en que los moldes del Régimen surgido de la Constitución de 1978 no se deformaran, sino que se mantuvieran bien firmes. Y así, se nos ha ido imponiendo y normalizando el neoliberalismo, en pequeñas dosis, sin prisa pero sin pausa. Y con él, fuimos asistiendo al derrumbe de los pilares democráticos, así como al debilitamiento y desmantelamiento de nuestro Estado del Bienestar. Hoy día, a 40 años de aquélla Constitución, imperan los cada vez más escasos puntales democráticos y la precarización de nuestras vidas, por mucho que los dirigentes políticos actuales acudan a magnificar “el espíritu de la Transición” y la dimensión de la CE 78. Necesitamos un nuevo orden político, económico y social. Necesitamos reforzar nuestros valores democráticos, y asentarlos sobre nuevos e inequívocos pilares. Necesitamos corregir todo aquello que durante estos 40 años se ha ido quedando por el camino. Todo lo que no se hizo y se debió hacer. Es preciso superar el Régimen del 78.

Y para ello necesitamos una nueva Constitución, que refleje un nuevo proyecto de país. No caben las reformas si pretendemos otro proyecto de país. Si lo que pretendemos es edulcorar, completar o reforzar algunos supuestos, bastará con algunas reformitas. Pero eso no nos traerá una sociedad más justa. La Constitución tiene que ser redibujada desde la propia base de su pirámide, por supuesto, de forma democrática, esto es, mediante la celebración de Procesos Constituyentes donde el conjunto de la ciudadanía se pronuncie sobre todos los asuntos clave, tanto del interior de nuestro país como del exterior: la Unión Europea, la OTAN, la guerra y la paz, las bases de una sociedad solidaria, la Corona (¿Monarquía o República?), el Estado Federal, el derecho de autodeterminación de los pueblos, el blindaje de los derechos sociales, laborales, políticos, civiles, económicos…También el blindaje de los servicios públicos fundamentales, para que no puedan ser recortados, externalizados ni privatizados (sanidad, educación, dependencia, pensiones, servicios sociales…). Por tanto, no se trata sólo de algunos retoques cosméticos, como algunos dirigentes políticos llevan anunciando (Estado de las Autonomías, igualdad en el acceso a la Jefatura del Estado, inclusión de las referencias a la Unión Europea…), porque esos puntos no atacan las verdaderas bases de la justicia social y del modelo de sociedad libre y avanzada que pretendemos diseñar.

Nuestra Constitución se queda vieja. Sobre todo, porque existen multitud de personas que en 1978 aún no tenían la mayoría de edad para poder votarla, y otras muchísimas personas que ni siquiera habían nacido. Su concepción del mundo, su educación y sus experiencias vitales no pueden ser las mismas que las de las generaciones que en 1978 ya teníamos algunos añitos (15 años el que firma este artículo). Una Carta Magna constituye el marco de convivencia más general y completo que un pueblo puede concederse a sí mismo. Por tanto, no puede convertirse en una reliquia del pasado. Una Constitución, si de verdad quiere ser hija de su pueblo y de su tiempo, fiel reflejo de la voluntad popular, tiene que adaptarse, reconvertirse, significar la expresión del pueblo al más alto nivel. La Constitución de 1978, a sus 40 años, ya no representa este instrumento. Y los que se niegan a abrir el melón, seguramente es porque tienen miedo a lo que pueda resultar de dicha apertura. No le tengamos miedo. Al final, de una forma u otra, la voluntad de los pueblos siempre se impone.

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