Una pequeña historia de lo que es un viernes negro

Una pequeña historia de lo que es un viernes negro: Hoy, que es Black Friday, os voy a contar una pequeña historia de un viernes negro. Una historia de esas que se taparon con paletadas de cal y con silencios, con muchos silencios. Ocurrió la madrugada del viernes 26 de mayo de 1944. Ese día, después de notificarles la sentencia y llevarles un capellán por si querían quedar bien con Dios, sacaron de la Prisión Provincial de Sevilla a cuatro hombres para ejecutarlos tras haber sido condenados a la pena de muerte en consejo de guerra. Era un día como tantos otros. Los llevaron al Cementerio de San Fernando y pararon junto a su tapia derecha, con la rutina de siempre. Las camionetas, y el coche donde había venido el juez y el médico, encendían los faros enfocando la tapia y formando un tétrico semicírculo de luz que ya era muy conocido por los sevillanos que a esa hora transitaban por las inmediaciones.

Hacía varios años que el gobernador militar había decidido que no se interrumpiera el tráfico peatonal ni rodado mientras se realizaban las ejecuciones. Así no se molestaba a nadie en su camino y, además, servía de recordatorio público de la justicia de la Nueva España.

Bajaron entonces a los condenados del camión, amarrados con alambres unos a otros, y los colocaron en la tapia. Igual no os importa saber quiénes eran, pero os diré que eran muy jóvenes y también os diré sus nombres: Rafael Fernández Ávila, de 21 años, de Constantina; Bernabé Granado Fernández, de 20 años y de Herrera; Francisco Jiménez Navarro, de 21, y Antonio Jiménez Palma, de 27, ambos vecinos de Morón de la Frontera, aunque Antonio había nacido en Algodonales.

No sabemos si gritaban, lloraban o estaban en silencio. Nunca hay crónicas de la forma en que se muere bajo las dictaduras. Como decía Hannah Arendt, los Estados totalitarios se limitan a hacer desaparecer a sus enemigos en el silencio del anonimato. Eran las seis de la mañana cuando el oficial que mandaba el piquete, el teniente Antonio Ruperto Navarro, dio la orden de abrir fuego. Primero cayeron al suelo dos cuerpos y después los otros dos, lo que a juicio del oficial denotaba que no se había hecho bien la descarga. Habría que corregirlo para la siguiente vez.

Por cierto, estaba de visita en Sevilla Millán Astray y había ido a ver la Macarena y al Cristo de la Buena Muerte, ya que era hermano de las dos cofradías. También el día antes había visto salir a la hermandad del Rocío de Triana desde el balcón de la casa del Nene. Este hombre, tan amigo de Franco, conocía bien eso de los enterados de las penas de muerte. Una vez estuvo con él dos horas mientras Franco no paraba de firmar, en uno de esos días que se acumulaba el trabajo de “purificación”.

Al acabar la sesión, Millán Astray estaba que no cabía de emoción al ver a su colega de la Legión ejerciendo como caudillo por la gracia de Dios. Dejemos que lo cuente él: “Nadie, ninguno que no haya cometido crimen y el crimen haya sido probado plenamente en los autos y en el juicio, ha sido condenado. Ante la menor duda, la pena se ha conmutado o se ha mandado en consulta al alto Tribunal Militar. Al terminar aquellas dos horas tan intensas de mi vida, me permití con todo el respeto que guardo al Jefe del Estado, decirle: mi general, perdón por mi atrevimiento, pero como español y como soldado, he de manifestarle mi admiración al contemplar cómo administras la Justicia y cómo se manifiesta tu corazón tan generoso, tan cristiano y tan español”.

Pero sigamos. Cuando los cuerpos se desplomaron, el médico se acercó a ellos. Era el capitán José Antonio Rufo Moya, bético de pro, que uno a uno fue tomando el pulso a los fusilados. En uno de ellos notó algo pues, retirándose un poco, ordenó que le dispararan de nuevo. Y así se hizo. Se acercó de nuevo el médico y, tras reconocerlo otra vez, “interesó que le dieran un segundo tiro de gracia”. Tras la nueva descarga, por fin, confirmó la defunción de los cuatro y el oficial al mando del piquete dio órdenes para que los soldados se marcharan todos al cuartel menos dos de ellos y un cabo que se quedaron de custodia hasta el enterramiento, ordenándose entonces a los sepultureros que se encontraban cerca esperando, que recogieran los cuerpos y los echaran en una camioneta de Sanidad Militar que estaba preparada para introducirlos en el cementerio y llevarlos a la fosa común.

El médico y el oficial se marcharon a sus asuntos y, quizá, a comentar las novedades del día. Los sepultureros le pidieron a uno de los chóferes unos alicates para cortar los alambres de los fusilados y poderlos introducir en la camioneta con más comodidad. Entonces, se percataron de que uno de los fusilados, el mismo al que habían disparado dos tiros de gracia, movía los ojos. Inmediatamente, y como el médico ya se había ido, se lo advirtieron al juez, el comandante Francisco Cáceres Velasco. Los cuerpos estaban caídos en una cuneta junto a la tapia, con la cabeza en el fondo mirando hacia arriba, y el juez ordenó a un guardia de los que formaban la escolta que disparase sobre el que movía los ojos. Dos disparos, en el vientre y en el pecho, dejaron zanjado el asunto y los enterradores echaron el cuerpo en la camioneta junto a los otros tres. Al entrar en el cementerio, se detuvieron un momento para que el capellán bendijera los cuerpos y continuaron hacia la fosa común, con la compañía de uno de los guardias de la escolta.

Al llegar a la fosa, sacaron los cuerpos, y al colocar en el suelo el segundo de ellos, el mismo que había recibido ya cuatro disparos de gracia más el fusilamiento, se incorporó un poco, diciendo: “por Dios o por caridad, acabadme de matar que estoy sufriendo mucho”. “Fue tal la impresión que a todos los presentes produjo tal hecho, que de momento huyeron del lugar”. Entonces, el sepulturero, Manuel Gallego, le dijo al guardia que le disparase, pero este estaba tan nervioso que no era capaz de hacer ningún movimiento, pidiéndole entonces el arma para hacerlo él mismo, “y habiéndola recibido en posición de fuego, disparó sobre la cabeza del repetido ejecutado que había hablado y considerándolo ya cadáver, procedieron al enterramiento de los cuatro”.

Cuando llegó un poco más tarde el administrador del cementerio, el sr. Casas, y el capellán le contó lo que había sucedido, se fue a la oficina y escribió un parte al alcalde, que le dio cuenta al gobernador y este al auditor, que determinó abrir unas diligencias que instruyó el teniente coronel Ildefonso Pacheco Quintanilla y que se cerraron sin responsabilidad. Diligencias que, afortunadamente, aún se conservan en el archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, para vergüenza de aquel viernes negro.

José María García Márquez es historiador. 

Fuente → lamarea.com

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