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En los últimos días unos pocos analistas, varios políticos y demasiados tertulianos se han lanzado a criticar duramente la intención del Gobierno de crear una “comisión de la verdad” para esclarecer las violaciones de derechos humanos cometidas en la guerra civil y bajo la dictadura franquista. A la luz de las opiniones vertidas por algunos de ellos se diría que, o bien no se han leído ninguno de los informes emitidos por las más de 35 comisiones que se han creado hasta el momento en distintos países del mundo, o que desconocen la ingente literatura académica que existe sobre la materia.
No tengo más remedio que comenzar este artículo con un tirón de orejas. El PSOE tiene la mala costumbre de llegar tarde con sus propuestas en el ámbito de la denominada “memoria histórica” y de formular las más audaces cuando se encuentra en la oposición. Lo primero suele restar credibilidad a las mismas, ya que se le reprocha, no sin razón, que por qué no las aprobó cuando dispuso de la oportunidad de hacerlo. Y lo segundo tiende a generar un debate un tanto desordenado porque, cuando los compromisos adquiridos en la oposición se intentan plasmar en medidas concretas desde el gobierno, con frecuencia se pone de manifiesto que no se ha previsto con suficiente detalle ni el modo de abordarlos ni sus consecuencias. Ello suele traducirse en retiradas estratégicas hacia posiciones más conservadoras (por ejemplo, ahora se nos dice que no se puede resignificar el Valle de los Caídos), lo que tiene la dudosa virtud de enfadar a los partidos de izquierda, a la mayoría de los nacionalistas y de mostrar un flanco débil a la derecha, ocasión que esta nunca desaprovecha para ridiculizar cualquier propuesta de avance en este proceloso terreno. Lejos de quedarse ahí, Pablo Casado, en sus indisimulados intentos de atraerse a la extrema derecha, ha aprovechado para ir más allá y ahora propone, ni más ni menos, la derogación de la popularmente conocida como “ley de memoria histórica” y volver a ensalzar de forma acrítica la Transición.
Dicho esto, debo aclarar que soy una firma partidaria del “más vale tarde que nunca”, o del “nunca es tarde si la dicha es buena”, así que bienvenidas sean las propuestas en un terreno en el que tanto resta por hacer, siempre y cuando estén correctamente articuladas y, lejos de quedarse en meros gestos dirigidos a un sector del electorado que se anhela recuperar, sean lo suficientemente audaces como para generar avances de calado. Una funcionaria que desempeñó un papel importante en la gestión de una de las medidas aprobadas en el marco de la “ley de memoria histórica” me dijo en cierta ocasión que esta norma había tenido “arrancada de caballo brioso y parada de burro manso”. Confiemos en que esta vez no ocurra lo mismo, porque, más allá de los indiscutibles logros de dicha ley, la demostración más palmaria de que se quedó corta en varios terrenos es que seguimos discutiendo sobre ella.
Aquí solo me voy a centrar en uno de los aspectos de la Proposición socialista de ley de reforma de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, presentada en diciembre de 2017 (poco después el Grupo Parlamentario Confederal de Unidos Podemos, En Comú Podem y En Marea presentaría otra propuesta de reforma diferente). En el artículo 6 del Capítulo I, Título II, se aborda la creación de una “comisión de la verdad” sobre la guerra civil y la dictadura franquista, siguiendo las recomendaciones de distintos organismos internacionales. Como expresó en su Informe el Relator Especial de Naciones Unidas, Pablo de Greiff, y se recoge en la citada Proposición, se trata, entre muchas otras cosas de “resolver la excesiva fragmentación que caracteriza la construcción de la memoria en España” y de atender la demanda de esclarecimiento de la verdad enunciada por muchos familiares de víctimas de la violencia franquista.
Vayamos por partes. Las comisiones de la verdad suelen formar parte del paquete de medidas de “justicia transicional” que pueden –o no– aprobar los países para hacer frente a un pasado marcado por la violencia y la represión. Aunque no nos podemos detener en ello, tal y como nos han explicado especialistas en la materia –Priscilla B. Hayner, Eric Wiebelhaus-Brahm, Hunjoon Kim, Mark Freeman y Geoff Dancy, entre otros–, hay distintos tipos de comisiones. Pero, en general, estamos ante organismos que pretenden investigar “un patrón de abusos” cometidos durante un período de violencia política o bajo la dictadura precedente. Aunque en ocasiones documentan las acciones de la oposición o de grupos terroristas, su principal cometido es analizar las violaciones de derechos cometidas por actores estatales. Tienen capacidad para investigar y en sus informes finales suelen proporcionar versiones muy esquemáticas de lo ocurrido, centrándose tanto en las peores atrocidades cometidas como en las causas que hicieron posible que se cometieran, con el fin de evitar su repetición. Este elemento de reflexión colectiva sobre lo acontecido y de pedagogía política de cara al futuro es fundamental tanto para asentar las bases del nuevo régimen como para marcar una clara ruptura con la situación anterior.
Al explicar los principales mecanismos de la violencia y la represión, señalando a los principales culpables –ya se trate de instituciones cómplices o de los actores más relevantes– añaden un ingrediente de justicia, alternativa a la vía penal –sin excluirla–, que también resulta esencial. La recogida de testimonios orales, por su parte, permite dar voz a algunas víctimas (y, de forma simbólica, a todas ellas), que hasta ese momento habían sido silenciadas y dejadas al margen de la sociedad. De esta forma, no solo tienen la oportunidad de denunciar públicamente las violaciones de derechos de que fueron objeto, sino de ver cómo los autores de las mismas son públicamente vilipendiados por sus actos y prevalece la verdad de lo ocurrido frente a las patrañas de la propaganda oficial. Con ello se cumplen funciones tanto de justicia como, sobre todo, de reparación simbólica que sirven para reintegrar a las víctimas en la sociedad y para fomentar la empatía de la sociedad hacia ellas. Asimismo, suelen proponerse también medidas concretas de reparación de las víctimas (indemnizaciones, pensiones, eliminación de símbolos y/o creación de otros nuevos) y algunas invitan a utilizar la vía penal para determinados crímenes. Otro aspecto fundamental de los informes redactados por estas comisiones consiste en una serie de recomendaciones encaminadas a evitar la repetición de episodios tan lamentables en el futuro (como determinadas reformas institucionales, incluyendo, en algunos casos, la depuración de las mismas). En ocasiones también se han llegado a crear incentivos para que los perpetradores de violaciones de derechos acepten confesar sus fechorías en audiencias públicas y para que pidan perdón por sus actos. En algún caso se les ha llegado a garantizar la impunidad (como en Sudáfrica), lo que ha sido objeto de calurosos debates, aunque los defensores de estas medidas argumentan que, gracias a ellas, se ha contribuido al esclarecimiento de la verdad.
En anteriores publicaciones he contado lo que se hizo y, sobre todo, lo que se dejó de hacer en España en el ámbito de la “memoria histórica”. También he reflexionado recientemente sobre las consecuencias de todo ello. En España, como es bien sabido, no se creó una comisión de la verdad. Es cierto que, en la época de la Transición española, este instrumento solo se había utilizado en un país (Uganda, 1974) y que, además, las circunstancias no eran nada propicias. Pero ello supuso, entre otras muchas cosas, que las instituciones y los actores responsables o cómplices de la represión no fueran señalados y que nunca tuvieran incentivos para reconocer sus acciones y menos aún para pedir perdón por las mismas. Ello explica lo difundida que está en España una visión benévola de la que muchos consideran que fue una “dictablanda” más que una dictadura. También permite entender el desparpajo y la contundencia con el que algunos niegan que el bando franquista asesinara a más gente que el republicano durante la guerra, o que la dictadura fusilara, sin garantías jurídicas reales, a muchos miles de personas una vez finalizada la guerra. No son pocos los que piensan que estas son afirmaciones propias de “rojos” guiados por el rencor y el deseo de venganza. También están los que consideran que abrir fosas equivale a socavar la supuesta reconciliación en la que se cimentó la transición, que tuvo mucho más de pasar página con precipitación que de reflexión concienzuda y colectiva sobre lo que había ocurrido en la guerra y en la dictadura.
Es cierto que las comisiones de la verdad se suelen constituir cuando se está produciendo un tránsito de una dictadura –o de un conflicto armado– a una democracia. Pero su indiscutible mayor pertinencia en estas etapas de cambio no demuestra su inutilidad posterior. Por ejemplo, en Chile, después de la creación en 1990 de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, y la publicación un año después del popularmente conocido como “Informe Rettig” (la presidió Raúl Rettig Guissen), se han creado otras comisiones, y emitido otros informes, pues la labor de esclarecimiento de la verdad lleva su tiempo, entre otras cosas por la opacidad con la que suelen obrar las dictaduras.
Sin embargo, de las críticas que se han vertido en los últimos días, la que predica que las comisiones de la verdad aspiran a crear una “verdad única” es la que me parece menos fundamentada y la que, por desgracia, más pábulo da a las descalificaciones de la derecha, que es la primera interesada en que no se expongan públicamente, y menos aún con respaldo oficial, determinados hechos. Nadie que conozca el funcionamiento de estas comisiones puede pensar que una de sus aspiraciones es crear una verdad única, completa, definitiva e incontrovertible, ni que aspire a eclipsar cualquier relato posterior. Más bien, como ya se ha dicho, se a documentar los principales patrones de abusos y los ilustran mediante una selección de casos y testimonios.
Solo el Estado tiene la capacidad humana y material para emprender, con un protocolo común, y de forma sistemática y exhaustiva, la recopilación de determinados datos en todo el territorio y de forma simultánea. Además, una comisión avalada por el Estado tendría una autoridad moral y un impacto difícilmente alcanzables por los meritorios esfuerzos de una suma de investigadores individuales, que necesariamente se habrán tenido que ceñir a un ámbito concreto (ya sea temático o territorial), y cuyos trabajos son difícilmente comparables entre sí puesto que suelen utilizar metodologías diferentes.
Los investigadores, lejos de ver con recelo el supuesto intento de estas comisiones de crear una verdad única, deberían dar la bienvenida a que un órgano profesional se dedique a recopilar datos y a sistematizar la información existente, precisamente porque ello contribuiría a facilitar su trabajo. Ninguno de mis colegas anglosajones o latinoamericanos especializados en justicia transicional ha considerado jamás que los informes de estas comisiones supongan una usurpación de sus funciones, ni tampoco un obstáculo a la necesaria pluralidad de interpretaciones que debe existir sobre el pasado (aunque ello no quiere decir que cualquiera sea válida). Ellos entienden que las comisiones proporcionan un relato esquemático sobre una serie de patrones de conducta y de hechos sólidamente establecidos, y que aportan información muy valiosa sobre la que cimentar futuras investigaciones.
De lo que figura en la Proposición de ley socialista me preocupan algunas cosas, que voy a tratar de resumir a continuación, con el ánimo más constructivo posible, puesto que creo que de lo que se trata es de intentar mejorar una propuesta bienintencionada, no de dinamitarla.
En primer lugar, la falta de concreción de las tareas o, mejor dicho, su extrema ambición. En la Proposición se dice: “Se crea una Comisión de la Verdad de ámbito nacional, como órgano temporal y de carácter no judicial con la finalidad de conocer la verdad de lo ocurrido, contribuir al esclarecimiento de las violaciones a derechos humanos y las graves infracciones cometidas, promoviendo así el reconocimiento de las responsabilidades de quienes participaron en la comisión de crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, como forma de favorecer la convivencia democrática”. Y continúa: “El objeto de la Comisión de la Verdad será la recuperación y análisis de los documentos históricos, sin limitación de acceso a los mismos por su condición de material clasificado o secreto o por el lugar en el que se encuentren, dentro o fuera del territorio nacional, testimonios y otros materiales para elaborar un informe final incluyente y global que contribuya al esclarecimiento de la verdad, la reparación integral de las víctimas y las garantías de no repetición sobre los crímenes de lesa humanidad y de guerra cometidos durante la Guerra Civil Española y la dictadura franquista”. Estos objetivos, en su literalidad, son imposibles de alcanzar.
En segundo lugar, el plazo de dos años establecido para emitir el informe, sobre todo dada la ambición de los objetivos, me parece poco realista. Estos trabajos son hercúleos (y más aún dada la amplitud del período que se quiere investigar) y resulta razonable que se prolonguen durante años. Es lógico que se acote un período, pero se debería tener una cierta flexibilidad a este respecto y dedicar a esta tarea todo el tiempo que sea necesario para que la información que se ponga a disposición del público sea lo más precisa posible. Recordemos que muchos de los asesinatos cometidos por los franquistas nunca fueron registrados oficialmente y que va a ser dificilísimo –por no decir imposible– saber con precisión quiénes se encuentran en fosas comunes y qué restos fueron trasladados, sin el consentimiento de los familiares, al Valle de los Caídos.
Y, en tercer lugar, echo en falta, entre los profesionales que se contempla que formen parte de la comisión, a archiveros y documentalistas. Ahora bien, me parece una idea excelente que se contemple la incorporación de dos “expertos internacionales propuestos por el Grupo de Derechos Humanos de Naciones Unidas” al grupo de once comisionados. Me atrevo a proponer a Pablo de Greiff, que conoce bien el caso español y muchos otros casos de mayor complejidad aún.
De la propuesta del Gobierno se pueden criticar muchas cosas, pero, si no aprovechamos esta ocasión, ¿cuántas décadas más vamos a tener que esperar para saber si los fusilados por el franquismo en la posguerra fueron 20.000 o 50.000? ¿Cuántas para esclarecer si en España hay más de 100.000 “desaparecidos” o si esta es una cifra desproporcionada que se ha dado por buena ante la ausencia de datos fiables al respecto? ¿Cuándo se van a desclasificar determinados documentos secretos o reservados? Y, ¿hasta cuándo nos vamos a seguir rigiendo por la Ley 9/1968, de 5 de abril, sobre Secretos Oficiales, cuyas disposiciones fueron desarrolladas por el Decreto 242/1969, de 20 de febrero? Recordemos que esta ley fue solo parcialmente reformada por la Ley 48/1978, de 7 de octubre, esto es, hace 40 años, lo que explica que sea mucho más restrictiva que la de otros países democráticos.
Insisto en que no se trata de proporcionar una única interpretación sobre el pasado, sino de exponer los principales patrones de conducta bajo las etapas investigadas mediante una selección de ejemplos notorios y la recopilación de testimonios orales particularmente ilustrativos. Para ello, los comisionados deben poder acceder a información clasificada, disponer la ordenación de los archivos y proporcionar acceso público a la mayor cantidad de datos que sea posible con el fin de que en el futuro los profesionales puedan hacer correctamente su trabajo y que cualquier ciudadano tenga la posibilidad de llevar a cabo las indagaciones que estime pertinentes.
Si no se quiere denominar “comisión de la verdad”, porque es cierto, como ya se ha señalado, que estas se suelen crear en contextos de cambio político y que hay tareas propias de las mismas que ya no tendrían que desarrollarse, que se utilice otra denominación, pero que no se pierda la oportunidad de esclarecer hechos fundamentales y de identificar lagunas en términos de reparación a las víctimas. Mark Freeman distingue entre comisiones de la verdad y comisiones de investigación, centradas en episodios concretos. Quizá en España, para no eternizarnos ante la inmensidad de la tarea, corriendo con ello el peligro de desmoralizarnos, podríamos empezar por establecer, de forma fiable, las cifras de la represión en la guerra y la posguerra. Y después proseguir con otros asuntos pendientes de gran importancia. La comisión de expertos creada para hacer propuestas sobre el Valle de los Caídos funcionó bastante bien, en parte precisamente gracias a lo acotadas que tenía sus tareas.
Esclarecer ciertos hechos fundamentales permitiría a los investigadores seguir avanzando en el conocimiento histórico de estas etapas de nuestro pasado alejándose de debates meramente sectarios (por ambas partes del espectro ideológico) y, por lo tanto, estériles. También ofrecería una reparación importantísima a las víctimas del franquismo que siguen siendo humilladas por las mentiras que difunden actores y medios desinformados, o simplemente malintencionados. Poder presentar ante tanto despropósito un informe serio, creíble y avalado por el Estado tendría un efecto pedagógico fundamental e incrementaría la transparencia que debe proporcionar cualquier democracia que se precie de su calidad.
Dicho esto, tampoco se deben generar falsas expectativas. Ya se ha mencionado que hay muchos tipos de comisiones de la verdad, pero ninguno de los modelos puestos a prueba hasta la fecha constituye la panacea universal. No resuelven todos los problemas heredados, ni presentan un relato exhaustivo y, mucho menos definitivo, sobre el pasado. Además, todos los informes tienen lagunas e inevitablemente contienen algunos errores. Pero la mayoría ha supuesto un gran avance en el conocimiento de unos hechos que marcaron la trayectoria de los países por muchos años y ha proporcionado reparación y cierto grado de justicia a las víctimas, lo que no es poca cosa.
Fuente → ctxt.es
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