Unamuno, 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de Salamanca. El testimonio de Nikos Kazantzakis

Unamuno, 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de Salamanca. El testimonio de Nikos Kazantzakis

Arrecia una polémica que no se ha cerrado nunca. Hace unas semanas terminó en Salamanca la primera parte del rodaje de la próxima película de Alejandro Amenábar, Mientras dure la guerra, con Karra Elejalde en el papel de Miguel de Unamuno y Eduard Fernández en el de José Millán-Astray. Un centenar de técnicos y cerca de mil figurantes transformaron la universidad salmantina y las calles del casco antiguo en el escenario de un debatido episodio de la Guerra Civil. La producción supone el regreso de Amenábar a rodar en España desde Mar adentro, en 2004, película con la que ganó el Óscar de Hollywood. “Unamuno es fascinante”, declara el director: “Desde el punto de vista dramático, es oro”.

Una asociación de veteranos legionarios amenaza a los productores con acciones legales si el fundador de la Legión, Millán-Astray, pronuncia las frases: “¡Muera la inteligencia!” y “¡Viva la muerte!”, que según la tradición exclamó ante el filósofo en el enfrentamiento que protagonizaron en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. Los legionarios se basan en la versión dada a conocer recientemente por el bibliotecario de la Universidad de Salamanca, Severiano Delgado, que ha investigado paso a paso los hechos y pone en duda los gritos del militar y la verosimilitud del discurso de Unamuno en el que pronunció su famoso: “Venceréis, pero no convenceréis”.

El bibliotecario, que advierte que los documentos en los que basa su tesis están digitalizados y son de acceso público y gratuito, afirma que se ha exagerado el dramatismo de lo sucedido aquel 12 de octubre, día de la Raza, en el acto organizado en la Universidad de Salamanca y presidido por su rector, Miguel de Unamuno; el general Millán-Astray; el poeta José María Pemán; Carmen Polo, esposa del general Francisco Franco, y el obispo, Enrique Pla y Deniel, entre otros. Como reconocen los principales y más recientes biógrafos (Colette y Jean-Claude Rabaté y Jon Juaristi), el famoso discurso fue escrito cinco años después en Londres por el periodista Luis Portillo, que no estuvo presente en el acto, y es una creación literaria publicada con fines propagandísticos y que el historiador Hugh Thomas recogió en The Spanish Civil War (1961) de forma casi literal. [Ver aquí una recreación con José Luis Gómez como Unamuno].

Otros relatos más fiables –que recogen Juaristi y el matrimonio Rabaté– remiten a una intervención mucho más breve y menos elaborada de Unamuno, si bien en ambos casos se pronuncia, con alguna variante, el famoso: “Venceréis, pero no convenceréis”. Unamuno, que presidía la mesa en representación de Franco, no tenía pensado tomar la palabra y lo hizo sobre todo en respuesta a la furibunda intervención del catedrático de Literatura Francisco Maldonado en la que arremetía contra vascos y catalanes. Según Severiano Delgado, que se basa en tres testimonios presenciales, fue una mención de Unamuno al líder de la independencia filipina José Rizal lo que provocó la ira de Millán-Astray, un veterano de aquella guerra, y su grito, que fue: “¡Muera la intelectualidad traidora!”.

La improvisada intervención de Unamuno no se registró, como las demás, en la radio, por lo que en realidad nunca sabremos lo que dijo. La única evidencia son unas cuantas palabras que escribió en el reverso de un sobre mientras se desarrollaba el acto. Entre ellas: “vencer” y “convencer”, lo que hace probable que las utilizara; también escribió: “Rizal”, “imperialismo”, “lengua” y “odio a la inteligencia que es crítica”. Significativamente el sobre contenía la carta en la que le pedía ayuda la mujer del pastor protestante Atilano Coco, amigo del filósofo, detenido por masón y que sería ejecutado a comienzos de diciembre de 1936. Para Juaristi, Unamuno apoyó el levantamiento sin fisuras hasta comienzos de octubre, cuando empezó a recibir cartas de amigos detenidos, como Coco, y a ser consciente de la represión y de que estaba ante una “guerra incivil”. Su alejamiento crítico de los militares fue paulatino, hasta su muerte el último día de 1936.

Las leyendas se sustentan por lo general en imágenes y hay una foto emblemática de un enfrentamiento que nadie pone en duda, tampoco el bibliotecario Delgado, aunque se difiere mucho con respecto a la intensidad. En la fotografía de Unamuno saliendo del paraninfo y rodeado de falangistas más o menos exaltados se observan detalles incongruentes con el relato canónico. Juaristi apunta que Unamuno no viste la toga y la muceta de rector con las que presidió el acto, por lo que tuvo tiempo para cambiarse, y su salida no pudo ser tan precipitada como se ha dicho, un rescate en última instancia gracias a la intervención de Carmen Polo –no aparece en la foto, es de suponer que estuviera ya en el interior del vehículo–, que se lo llevó del brazo entre falangistas vociferantes con las armas desenfundadas profiriendo graves amenazas. Los falangistas gritan o cantan brazo en alto, pero salvo alguna rara excepción, ninguno mira al filósofo.

La Plataforma Patriótica Millán-Astray acaba de dar a conocer una nueva fotografía localizada en la Biblioteca Nacional, captada instantes después de la anterior, en la que el fundador de la Falange se despide educadamente de Unamuno. La plataforma anuncia que van a solicitar los expedientes de las ayudas ministeriales para una película “basada en una mentira histórica”, informa El Norte de Castilla. Por su parte, la productora de Almodóvar, MOD Producciones, ha emitido un escueto comunicado en el que afirma que la polémica no alterará sus planes de rodaje. Habrá que esperar al estreno de la película para escuchar qué dice Karra Elejalde (en el papel de Unamuno): es de esperar que se entienda que se trata de una ficción.

La versión del mítico enfrentamiento con Millán-Astray de Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 que implica su denuncia y rechazo del alzamiento militar, sin duda ha vencido históricamente, pero no ha convencido a los historiadores más juiciosos. El estado de la cuestión lo ilustra un reciente y muy encendido debate en el Instituto de Cervantes de Madrid tras la publicación de las tesis de Delgado en El País, con los Rabaté, Andrés Trapiello, Manuel Menchón, director de una película que pone en boca de Pemán lo que dijo Maldonado, y la intervención de un falangista. A pesar de la profusión de datos e interpretaciones, no se ha tenido suficientemente en cuenta un testimonio que puede esclarecer, no lo que dijo o no dijo Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca –nunca lo sabremos–, sino el estado de ánimo en el que se encontraba días después del incidente y su pensamiento ante la grave situación política española.
En el otro extremo del Mediterráneo, el escritor Nikos Kazantzakis vislumbraba en 1936 un otoño apacible que quería consagrar a la redacción de la que consideraba que habría de ser su gran empresa literaria: la continuación de la Odisea. A mediados de julio se había producido el golpe de Estado de un grupo de militares en España y a comienzos de agosto la instauración del régimen fascista de Ioannis Metaxás en Grecia, pero el autor permanecía ajeno al mundo exterior en la isla de Egina, escribiendo y atento a la construcción de su nueva casa, una torre volcada a un mar intensamente azul.

La paz de su entorno paradisiaco –octubre en una isla griega– se vio interrumpida por un mensaje urgente del jefe de redacción de Kathemeriní, uno de los principales diarios del país, que le emplazaba a viajar inmediatamente a España como corresponsal. Georgios Vlajos, fundador y director del periódico, le dice que supone que habría preferido cubrir el conflicto desde el bando republicano, pero que le manda con los nacionales. Cuando Kazantzakis le pregunta la razón, le responde: “Porque tú dirás la verdad. Tus amigos y tus enemigos te cogerán antipatía y yo estaré encantado con ello. ¿Te vas inmediatamente sí o no?”.

El 2 de octubre Kathemeriní anuncia, con alarde tipográfico, el comienzo de la “misión extraordinaria” del “destacado intelectual” que describirá la tragedia en la que se sume España por la “insensatez criminal de los rojos”. Kazantzakis conocía España, había viajado en el verano de 1926 y, en una estancia más larga, residido entre septiembre de 1932 y marzo de 1933, cuando tomó contacto con los intelectuales republicanos, Unamuno entre ellos. Su interés principal, y seguramente una de las razones que le mueven a emprender esta aventura de corresponsal, es volver a ver la obra de El Greco, artista al que se sentía espiritualmente muy cercano, cretense y vagabundo por el mundo como él. Tranquiliza a Eleni, su compañera, en carta desde Marsella: solo estará un mes y quiere ver esta “nueva calamidad del mundo”. En Gibraltar cursa una carta a su periódico en la que manifiesta que quiere ser totalmente objetivo, escribir sin juzgar, y que se plantea pasar al otro bando después de su estancia con los rebeldes.

El viaje resulta “lento y agotador”, con una larga espera en Marsella, y hasta mediados de octubre no logra llegar a Lisboa, su destino. El día 16 consigue el salvoconducto para cruzar la frontera. La primera sensación que percibe al pisar tierra es de “alegría, regocijo, bullicio festivo, como en una corrida de toros”. En un tren atestado viaja el domingo 18 de octubre a Cáceres, de nuevo bullicio y cafés abarrotados, tabernas, soldados en compañía de mujeres y “silenciosos marroquíes de negras barbas, chilabas, revólveres, cuchillos, que van y vienen mudos y se detienen”. Rápidamente se traslada a Salamanca, capital de la España de Franco. Llega la tarde del 19 de octubre y se aloja en el Gran Hotel, que acoge a los mandos militares y a los corresponsales extranjeros.

Su primer objetivo en España es entrevistarse con Miguel de Unamuno, uno de los grandes intelectuales del momento, con amplio reconocimiento internacional, sin duda una voz autorizada con quien valorar los acontecimientos para los lectores griegos. Kazantzakis le había tratado en su estancia en España de 1932-1933, en la tertulia del Ateneo, e incluso había traducido algunos de sus poemas. En la tarde del 19 le escribe una nota en francés, con el membrete y el papel del hotel, en la que le pide que le reciba: “Llegué ayer tarde de Grecia para verle a usted. Sus admiradores helenos esperan con ansiedad su voz capaz de guiarles en este terrible momento que atraviesan España y la humanidad”.

La exposición Corresponsales en la Guerra de España (1936-1939), que recorrió más de 25 ciudades de todo el mundo desde su inauguración en Nueva York en 2006, permitió recoger en muchas de las itinerancias material inédito sobre la labor de los corresponsales extranjeros en nuestro país, que despertó gran expectación mundial en su momento. Al llegar a Grecia –Atenas y Salónica– y gracias a la Fundación Nikos Kazantzakis, se recopiló lo que Eleni Samios –entonces su compañera y su segunda esposa desde 1945– llamaba, cosas de España: una bandera ensangrentada, la foto de unos niños que recogió de un soldado muerto, postales enviadas desde España, fotos y documentos. Con todo ello se pudo trazar por primera vez la peripecia de los 40 días en España –así tituló el autor sus crónicas– de Karantzakis en octubre y noviembre de 1936, que se conocían parcialmente por lo referido por el autor en varios libros posteriores, pero no desde las crónicas publicadas en Kathimeriní. [Una versión amplia de este recorrido por España de Kazantzakis se publicó en un número especial de la revista Letra Internacional, n.º 105, invierno de 2009].

En esta documentación apareció una tarjeta de visita de Miguel de Unamuno, fechada el 21 de octubre de 1936, en la que se dirige a Kazantzakis, también en francés, para responder a su petición. Le dice que puede acudir a su casa cuando quiera y que la mejor hora es a las 4 de la tarde. Esto permite fijar la fecha de la entrevista el mismo día 21, y descarta completamente el día 20 que señalan algunos historiadores; tampoco pudo ser el día 22, cuando el griego ya ha salido de Salamanca y escribe a su compañera desde Segovia después de pasar “muchas horas en las líneas” con los soldados. Hay en la misma tarjeta una frase del filósofo que puede ser sintomática. Le dice: “Puede venir cuando quiera”, y añade: “No salgo de casa”. No salir de casa no es lo mismo que estar arrestado o confinado, pero sí muestra un estado de ánimo.

La entrevista se celebró entonces el 21 de octubre, nueve días después del incidente del paraninfo, seguramente a las 4 de la tarde, la hora sugerida por el filósofo. Kazantzakis pasea por el jardín de la iglesia de Santa María de los Caballeros, muy cerca de la calle Bordadores n.º 4, donde vive Unamuno, esperando “el momento de llamar a la puerta del gran anciano de Europa”. Encuentra a un hombre encorvado, envejecido, marchito. La conversación transcurre por territorios comunes para ambos autores: el deterioro de la espiritualidad, la ausencia de valores de la sociedad y la angustia del sacerdote de San Manuel Bueno, mártir como ejemplo del hombre que se ve impelido a fingir lo que no cree. A diferencia de otras crónicas de la serie de Kathemeriní, a las que no se refiere en su libro de 1937 –como la entrevista con Franco, publicada el 19 de diciembre de 1936–, el encuentro con Unamuno será recogido por el griego con bastante detalle. No hay, ni en el libro ni en la entrevista del periódico, mención alguna al incidente del paraninfo.

Pero sí hay algunos datos en la entrevista, publicada el 14 de diciembre de 1936, a tres columnas y en portada, que no figuran en lo reflejado después por el autor en su libro Viajando: España (Atenas, Pyrsos, 1937; la versión española más conocida es: España y Viva la muerte, Madrid, Júcar, 1977). El más significativo es la mención a dos nombres propios, los protagonistas del alzamiento, y la valoración que hace de los mismos:

“En este momento crítico que está atravesando España, yo sé que debería estar junto a los soldados. Son ellos los que nos salvarán, los que impondrán el orden. Los otros nos han traído la anarquía y la barbarie. Franco y Mola son prudentes y tienen rectitud moral. Quieren el bien del país, son sencillos y equilibrados. Saben lo que significa la disciplina, y saben imponerla. No haga caso, no me he vuelto de derechas, no traicioné la libertad. Pero, por ahora, es absolutamente necesario imponer el orden. Después me levantaré y empezaré a luchar de nuevo por la libertad, absolutamente solo. No soy ni fascista, ni bolchevique. Estoy solo”.

Las frases en cursiva son las que desaparecen de la elaboración posterior de Kazantzakis en su libro sobre España publicado en 1937. La posición de Unamuno aparece aquí clara y diáfana, nueve días después del incidente del paraninfo, y nadie diría que se ha caído del caballo en el camino de Damasco con respecto a los sublevados. También deja claro que no se ha vuelto de derechas ni traicionará la libertad. El filósofo, en sus últimos días, fue alejándose de la barbarie de los hunos y de los hotros, hasta morir en soledad, pero no debemos olvidar que tuvo un funeral falangista. Mejor que debatir sobre gritos, el testimonio de Kazantzakis ayuda a desentrañar las ideas, siempre complejas. Es un testimonio que no se ha tenido en cuenta por parte de muchos historiadores porque se ha considerado que está elaborado tras la muerte del filósofo, lo que hemos demostrado que no es así. La comunión, la cercanía del griego con el pensador vasco es absoluta, como podemos comprobar cuando, a su regreso a Egina, Kazantzakis enumera los problemas acuciantes del mundo con ideas que están presentes en la conversación con el vasco: el fin de los mitos, el advenimiento de una nueva Edad Media y la invasión de los bárbaros de uno y otro extremo.

Al día siguiente de la entrevista, el 22 de octubre, se publicó el cese de Unamuno como rector de la Universidad de Salamanca, adquiriendo así una especial condición: el único rector destituido por los dos bandos. Nikos Kazantzakis, por su parte, continuó su periplo español. El corresponsal griego recorre el frente norte durante una semana, donde ve la muerte de cara. A finales de mes vuelve a Salamanca para obtener un salvoconducto que le permita la entrada en Madrid con las tropas de Franco, lo que entonces parecía inminente. Se le clasifica como corresponsal “literario”. Pero su intención es también ir a Toledo, adonde no ha podido llegar todavía, para reencontrarse con la obra de El Greco en aquellas circunstancias. Contempla las ruinas de la ciudad que tanto amaba y parece desentrañar el sentido último de la obra de su compatriota: “El Toledo actual, al perfeccionarse gracias a las explosiones y a las bombas, se asemeja tanto a las visiones de El Greco que al vagar bajo sus orgullosas y porfiadas murallas, cubiertas de cicatrices de guerra, me parece estar flotando dentro de un cuadro suyo”.

Kazantzakis tuvo serios problemas con la trasmisión de sus crónicas, que empezaron a publicarse casi cuando emprendió el camino de regreso a Grecia. Nunca se han publicado íntegras, ni en Grecia ni en España. Volvió tras sus 40 días en España, terminó su casa de Egina y consiguió una buena colaboración diaria en Kathemeriní. Si su comunión y su armonía intelectual con Unamuno sirven para ilustrar una actitud ante el convulso panorama político europeo de la época, vale la pena añadir un dato. Cubrió la guerra con el bando de los nacionales, entrevistó a Franco, al que describe en términos elogiosos, pero en el otoño de 1938, acogió en su casa a significados republicanos, como Timoteo Pérez Rubio, que se ocupó de salvar el patrimonio cultural español, y a su mujer, Rosa Chacel. Es ella la que escribe que la casa de Kazantzakis en Egina estaba tan volcada al mar que las velas de los barcos al pasar tapaban las ventanas.

Los españoles están desesperados – La cara de la verdad es terrible – El cura que no cree

Doy vueltas por el jardín otoñal, en el corazón de la vieja Salamanca, que rodea a la iglesia de Santa María de los Caballeros. Espero a que llegue el momento de llamar a la puerta del gran anciano de Europa, de don Miguel de Unamuno. Me siento un poco conmovido. El hombre que pudo convertir sus flores en frutos y llegar a lo más alto, al sol, fue siempre para mí uno de los más consagrados hombres de la tierra.

Las hojas habían amarilleado; los álamos brillaban; tres altos cipreses, inmóviles, invariables en la primavera y en el invierno, permanecían enhiestos, oscuros, en el dorado atardecer. Repasaba en mi interior las dos preguntas principales que quería formular a Unamuno.

—¿Cuál es el deber del intelectual de hoy? ¿Participar en la lucha? ¿En qué bando?

—¿Cómo ve el momento actual de España y del mundo? La nueva guerra ya está aquí, en este país se da el primer conflicto. ¿Es posible (y se debe) impedir?

Llamé a la puerta y entré en un despacho estrecho y largo, desnudo, con poquísimos libros, con dos grandes mesas y dos paisajes románticos en las paredes. Ventanas grandes, luz abundante, un libro inglés abierto sobre el escritorio.

Presté atención. A lo lejos, en el pasillo, podían oírse los pasos de Unamuno, que se acercaba. Era un andar cansino, arrastrado, de viejo. ¿Dónde estaba el paso ligero, la elasticidad juvenil que tanto había admirado en él, hacía sólo unos años, en Madrid? Cuando se abrió la puerta vi a un Unamuno encorvado, que había envejecido de pronto, que se había marchitado. Pero su mirada brillaba, siempre atenta, rápida y violenta como la del torero.

No me dio tiempo abrir la boca. Unamuno había irrumpido en el centro del ruedo.

—¡Estoy desesperado –gritó apretando los puños– por lo que sucede aquí!: guerras, matanzas, incendios de iglesias, ceremoniales, banderas rojas y estandartes de Cristo… ¿Por qué cree usted que sucede, porque los españoles tienen fe, unos en la religión de Lenin y otros en la de Cristo? ¡No! ¡No! Escuche, preste atención a lo que voy a decirle: Todo eso pasa porque los españoles no creen en nada. ¡En nada! ¡En nada! Están desesperados. Esta palabra no existe en ningún otro idioma del mundo. Porque ninguna nación, aparte de la española, tiene este sentido. Desesperado es el que sabe muy bien que no tiene dónde agarrarse, que no cree en nada, y como no cree en nada le posee la rabia.

—Un explorador inglés viajaba en canoa con unos salvajes. En la proa llevaban ídolos, dioses y demonios, a los que veneraban, por lo que se sentían seguros, tranquilos y felices. Pero el inglés no podía soportar tenerlos enfrente, ni creía en ellos ni compartía la felicidad de los salvajes, y un día se apoderó de él la rabia y los rompió en mil pedazos y los pisoteó. Ese día, el inglés estaba desesperado. –Unamuno se quedó en silencio y miró por la ventana.

—¿Qué tal ustedes en Grecia? –preguntó.

Pero sin esperar la respuesta, salta de nuevo a la arena:

—El pueblo español se ha vuelto loco. No solamente el pueblo español, sino todo el mundo hoy. ¿Por qué? Porque el nivel espiritual de la juventud de todo el mundo se ha deteriorado. No solo desprecian el espíritu sino que lo odian. ¡Odio, odio por el intelecto! Esta es la característica de los jóvenes de hoy en todo el mundo. Quieren deportes, acción, guerra, lucha de clases. ¿Por qué cree usted que quieres estas cosas? Porque odian el espíritu. Dicen que quieren basarse en la realidad, les dan asco, dicen, los romanticismos, los sentimentalismos y las ideas abstractas. ¿Por qué cree usted? Porque odian el espíritu. ¡Yo conozco bien a los jóvenes de hoy, a los modernos! Odian el espíritu.

Se levantó, cogió el libro inglés que estaba abierto sobre su escritorio, encontró una frase y la leyó.

—Ve, usted –dijo–, odian el espíritu.

En ese momento, apenas tuve el tiempo de pronunciar rápidamente una pregunta.

—Entones, ¿qué deben hacer los que todavía aman el espíritu?

Unamuno, cosa rara, me escuchó. Se quedó un momento callado y estalló de nuevo.

—¡Nada! –gritó–. ¡Nada! ¡El rostro de la verdad es terrible! ¿Cuál es nuestro deber? ¡Esconder la verdad al pueblo! El Antiguo Testamento dice: “El que mira a Dios de cara, morirá”. Ni siquiera Moisés pudo mirarle a la cara. Le vio de espaldas y solamente distinguió el borde de su túnica. Así es también la verdad. ¡Engañar! Engañar al pueblo, para que los hombres tengan la fuerza y el deseo de vivir. Si supieran la verdad, ya no podrían ni querrían seguir viviendo. El pueblo necesita de mitos, del engaño. ¡En esto es en lo que basan sus vidas! Mire, escribí sobre este tema terrible en mi último libro, cójalo.

Había revivido. La sangre fluía de nuevo por sus venas, se sonrojaron sus mejillas y su cuerpo se irguió. Rejuveneció. De un salto llegó a la estantería, tomó un libro, escribió en él unas palabras y me lo dio:

—¡Cójalo! San Manuel Bueno, mártir. Léalo y verá. El héroe es un cura católico que no cree en Dios, pero lucha para difundir en el pueblo la fe que no tiene para consolarlo y que pueda vivir. ¡Para vivir! Porque sabe que sin fe, sin esperanza, el pueblo no puede sobrevivir.

Se rio con una carcajada sarcástica, desesperada.

—Hace cincuenta años que no me confieso. Pero he sido confesor de muchos curas, monjes y monjas. No me interesa el clero que se harta de comer y beber o de acumular riquezas. Me interesan más los que aman a las mujeres. Estos son los que realmente sufren. Pero más todavía me interesan los que han dejado de creer. Los que desde el púlpito hablan de una fe que ya no tienen. La tragedia de esta gente es terrible. Así es mi héroe, San Manuel Bueno. ¡Mire!

Con mano nerviosa, Unamuno comenzó a hojear el libro. Encuentro una frase:

—“La verdad es algo terrible, insoportable, mortal… Si el hombre corriente la supiera, ya no podría seguir viviendo. ¡Y debe seguir viviendo, debe vivir...!”.

Unamuno abrió las páginas con cuidado y empezó a leer. Leía y leía, le encantaba escuchar sus palabras y su voz. Leyó todo el libro y se detuvo:

—Entonces, ¿qué piensa? –me dice–. ¿Cuál es su idea?

—Del mismo modo que al final de la civilización grecorromana –contesto yo–, hoy también la razón dialéctica ha llegado más allá de lo que es necesario para la vida. Creo que es el momento para que la mentalidad dialéctica se adormezca. Que se duerma para que despierten las fuerzas creadoras del hombre.

—¿Un nuevo Medievo, entonces? –gritó Unamuno echando chispas por los ojos–. ¡Es lo que yo sostengo! Se lo dije una vez a Valèry: “La mente no puede digerir los grandes progresos que ha hecho, debe descansar”.

En ese momento se oyeron por la ventana músicas y ruidos y soldados que clamaban “¡Arriba España!”. Unamuno escuchó atentamente. Pasó el tumulto. Se oyó de nuevo la voz cansada y triste del viejo español:

—En este momento crítico que está atravesando España, yo sé que debería estar junto a los soldados. Son ellos los que nos salvarán, los que impondrán el orden. Los otros nos han traído la anarquía y la barbarie. Franco y Mola son prudentes y tienen rectitud moral. Quieren el bien del país, son sencillos y equilibrados. Saben lo que significa la disciplina, y saben imponerla. No haga caso, no me he vuelto de derechas, no traicioné la libertad. Pero, por ahora, es absolutamente necesario imponer el orden. Después me levantaré y empezaré a luchar de nuevo por la libertad, absolutamente solo. No soy ni fascista, ni bolchevique. Estoy solo.

Traté de cambiar de conversación porque veía lo que sufría este luchador de cabello encanecido. Pero el anciano no me lo permitió.

—¡Estoy solo! –gritó otra vez y se levantó–. ¡Solo como Croce en Italia!
*     *     *
Ya de noche, regresé al jardín de Santa María de los Caballeros, en el barrio de Unamuno. Y de pronto recordé la canción que Antonio Machado, uno de los mejores poetas de la España contemporánea, escribió para Unamuno:

Este donquijotesco
don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,
lleva el arnés grotesco
y el irrisorio casco
del buen manchego. Don Miguel camina,
jinete de quimérica montura,
metiendo espuela de oro a su locura,
sin miedo de la lengua que malsina.


Y el alma desalmada de su raza,
que bajo el golpe de su férrea maza
aún duerme, puede que despierte un día.

MAÑANA: ¿Y El Greco? – Los apóstoles más jóvenes – Cómo se salvó El entierro del Conde de Orgaz – ¡Trae las llaves! – Dos cañonazos en el Museo de El Greco – La destrucción de tres cuadros de El Greco – Quién se considera hoy un hombre vivo.

Publicado en el diario Kathemeriní el lunes 14 de diciembre de 1936. Traducción: Nanna Papanicolau

Fuente → fronterad.com

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