Prostitución, «homosexualismo» y otras ‘lacras sociales’ para la moral juvenil, según el franquismo

Prostitución, «homosexualismo» y otras ‘lacras sociales’ para la moral juvenil, según el franquismo 

Un informe policial, fechado en agosto de 1968, refleja cuáles eran las principales amenazas para la moral juvenil según el Franquismo

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que pasear «semiabrazados, sin regatear en besos», vestir falda corta, exponer en los escaparates maniquíes con ropa interior en determinadas posturas, organizar guateques y asistir a discotecas eran costumbres vigiladas por la policía por constituir un riesgo evidente de cara a «la formación moral de la juventud». Era una de las constantes irrenunciables del nacionalcatolicismo franquista: el control de la moralidad pública y privada conforme a las normas emanadas por la Iglesia católica en su versión menos aperturista.

Así puede comprobarse en el ‘Informe sobre situación de la moralidad pública’ emitido por la Jefatura de Policía de Valladolid en agosto de 1968, hace 50 años, encargado de detallar ese tipo de «amenazas» para «el recto desenvolvimiento moral» de los jóvenes. Ordenado por el gobernador civil, semeja una radiografía de los «vicios» y el ocio de la juventud de entonces, que habría de ser remitido al director general de Política Interior y Asistencia Social para «hacer más efectiva una actitud de corrección para evitar los hechos que puedan afectar al desenvolvimiento y formación moral de dicha juventud».

El documento, que puede consultarse en el Archivo Histórico Provincial, dedica diecisiete hojas mecanografiadas a registrar, por ejemplo, «no pocos casos en los que la honestidad y recato de la mujer [en lugares públicos] deja mucho que desear, con sus exhibiciones en terrazas y establecimientos, debido en parte a la moda de las faldas cortas». Eso por no hablar de quienes paseaban «semiabrazados, sin regatear los besos», o exhibiendo «mayor intimidad» en parques y jardines, salas de espectáculos y, sobre todo, lugares retirados o de las afueras de la ciudad, «escogidos por las parejas de novios para sus expansiones, generalmente después de la puesta de sol».

El jefe superior de Policía no pasaba por alto lo pernicioso que, a su entender, suponía exhibir «barbas, melenas y patillas» en el caso de los hombres, y minifaldas en el de las mujeres, a pesar de que la gente ya se hubiera habituado «a esa libertad en modas y comportamiento de la juventud». Eso no obsta para que, siguiendo las normas de moralidad informadas por la Iglesia católica, los agentes persiguieran conductas consideradas tan lesivas para la moral juvenil como la asistencia a guateques en domicilios particulares sin permiso y, sobre todo, a ‘boites’ (discotecas), ‘clubs nocturnos’ y ‘drinks’, «verdaderos antros de corrupción y relajación moral de la juventud», siempre aptos «para las expansiones amorosas» por su escasa iluminación, «sus decorados provocativos» y esa «penumbra amparadora de todo extravío sexual», incitado por «músicas modernas de ritmo excitante».


El informe policial apuntaba al cine como el «principal promotor del cambio de costumbres» y de un «concepto más liberal de la moral». Se lamentaba, por ejemplo, de la afluencia de público a las películas tipificadas por la Oficina Calificadora de Espectáculos como 3R (‘para mayores, con reparos’) y 4 (‘gravemente peligrosa’), promotoras de «temas violentos, de erotismo o de ambas cosas», con un «contenido francamente inmoral o simplemente adecuado». No menos peligroso le parecía el «teatro de vanguardia» de grupos universitarios, con obras que «en su mayoría no merecen otro calificativo que el de indecentes, soeces, groseras y de perniciosa amoralidad».

Claro que las dos «lacras» sociales más perseguidas eran la prostitución y «el homosexualismo». Ya el decreto de 3 de marzo de 1956 declaraba la prostitución negocio ilícito y prohibía «las mancebías y las casas de tolerancia» en todo el territorio del Estado. Siete años después, la reforma del Código Penal tipificaba como delito una serie de conductas asociadas a las personas que ejercían la prostitución. Pero lo cierto, como demuestra el informe vallisoletano, es que «la prostitución continúa ejerciéndose clandestinamente por mujeres que han hecho de este tráfico el único medio de su vida», pues muchas eran «antiguas mancebas de los prostíbulos clausurados al decretarse la prohibición».

La «baja prostitución», según terminología de la historiadora Beatriz Caballero, se ejercía «entre las calles de Padilla, Empecinado y Estrecha, restos del antiguo ‘barrio chino’ (…); en este sector las mujeres hacen la ‘carrera’ en las últimas horas de la tarde y primeras de la noche», señalaba el escrito, llevando a los clientes a sus domicilios particulares, a casas de citas clandestinas o al campo. Otro tanto ocurría en las afueras del Puente Mayor, en la carretera de Gijón y en el Camino del Cabildo, aprovechando en este caso los merenderos existentes.

Más excepcionales eran las actrices y artistas que actuaban en salas de fiestas, cafeterías y clubes nocturnos y ejercían la prostitución para obtener un sobresueldo. 51 mujeres habían sido de tenidas en 1968 por este delito. Aunque se les impusieron multas, arresto gubernativo y aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes, el jefe superior de Policía reconocía la ineficacia de las medidas represivas: «La labor educativa, de mayor comprensión humana y caridad cristiana por parte de la sociedad sería mucho más eficaz para la recuperación de estos seres que todas las medidas coercitivas».

Pero esta comprensión se tornaba en auténtica ofensa a la hora de enjuiciar los casos de «homosexualismo», que el Franquismo consideraba una actitud pecaminosa, delictiva y enferma. De hecho, en 1954 se modificó la Ley de Vagos y Maleantes de 1933 para incluir a los homosexuales, acusados de ofender «la sana moral de nuestro país por el agravio que causan al acervo de las buenas costumbres, fielmente mantenido en la sociedad española». Se les condenaba al internamiento en establecimientos de trabajo o Colonias Agrícolas o en instituciones especiales con separación del resto; también se les prohibía residir en determinados lugares o territorios, que solían coincidir con su residencia habitual.

El desarrollo económico y la modernización de costumbres dispararon «la ola de homosexualismo», decían los informes de los 60. Las autoridades vallisoletanas no dudaban en tildarlo de «lacra que se propaga con demasiada celeridad entre la juventud», asegurando que «el atuendo de la moda» contribuía a «suponer que muchos jóvenes dan muestras de padecer esta aberración». Incluso detallaban su «campo de acción o de encuentro y ligue» en «los sitios más apartados de parques y jardines, especialmente en las horas nocturnas y en las proximidades de los urinarios». Sin embargo, como los implicados establecían «sus contactos muy reservadamente», apenas generaban escándalo.

Fuente → laicismo.org

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