La quema de libros durante la guerra civil y la dictadura
Imagen de la quema de libros en Tolosa (Gipuzkoa), el 11 de agosto de 1936. Fuente: diariovasco.com

La quema de libros durante la guerra civil y la dictadura

En la guerra civil y en momentos muy concretos durante la dictadura, los partidarios de Franco quemaron decenas de miles de libros y documentos con el objetivo de que no amenazaran su forma de pensar. Para los sublevados, era de patriotas participar en una quema de libros y un acto de apoyo a su golpe y la guerra contra el gobierno democrático de la República Española. Esta situación era similar a las quemas de libros que se hicieron en Alemania durante la dictadura de Hitler. Los sublevados quemaron libros de todo tipo con excusas muy diversas. Abundaron las acusaciones de promover el ateísmo, el judaísmo, la herejía contra la fe católica o el comunismo. Tras la derrota de Alemania e Italia en la II Guerra Mundial y en sus años finales, la dictadura destruyó fotografías y documentos que la implicaban en la quema de libros. Con el retorno de la democracia a España, esto ha tenido como consecuencia la gran dificultad de investigar estos crímenes contra la cultura.

Una foto de los hermanos Lapeña, A Manuel después de fusilado le quemaron su biblioteca. Fuente: eldiario.es

La quema de libros ha sido una constante a lo largo de la Historia Universal, y suele estar relacionada con guerras y el fanatismo político y religioso. Hay referencias a la destrucción y quema de documentos ya en la Antigua Mesopotamia, en Roma, Egipto (la biblioteca de Alejandría) y en la China del siglo III a.n.e. Las destrucciones tristemente más famosas antes del siglo XX fueron llevadas a cabo por la obra de la Inquisición en la Europa medieval y moderna (como la quema de libros andalusíes que organizó el cardenal Cisneros en 1500 en la plaza Bib-rambla en Granada). Hasta las quemas de libros organizadas por los militares sublevados tras el fallido golpe de Estado y luego durante la guerra civil y la dictadura, las más conocidas son las organizadas por los nazis en Alemania. Especialmente dramática fue la realizada el 10 de mayo de 1933 en la Bebelplatz o Plaza de la Ópera de Berlín, en la que ardieron decenas de miles de ejemplares. En nuestro país, las quemas de libros y documentos empezaron a los pocos días del fracaso del golpe de Estado, cuando ya se veía que la situación iba a derivar en una guerra. Fue un fenómeno bastante frecuente durante los tres años que duró la contienda y que también se produjo en varios momentos de la dictadura.

Quema de libros por los republicanos


Las primeras quemas de libros se produjeron cuando la guerra civil llevaba pocas semanas. Como ya comenté en una entrada dedicada a la política educativa de la República Española (ver https://blogdehistoriaderafa.wordpress.com/2017/01/29/la-escuela-durante-la-ii-republica-espanola-school-during-the-ii-spanish-republic/) los sectores más ultraconservadores de la sociedad española de la época, recelaron de ella desde el primer momento. Desde su punto de vista, las reformas educativas republicanas pondrían en peligro unos valores que según esos sectores, eran los propios del país y por tanto, se opusieron a ellas. Al mismo tiempo, intentaron dificultar el reparto de libros y el material cultural de las Misiones Pedagógicas (MP). Las acusaciones para sabotear el reparto de libros y luego intentar destruirlos o censurarlos durante la guerra y la dictadura fueron muy variadas: que los libros tenían la culpa de la guerra, que eran antipatrióticos, heréticos a la moral católica, promotores de ideas extranjeras como el marxismo, la masonería o el ateísmo, del judaísmo, de ser “pornográficos” y de ser inmorales.

Un número importante de miembros de la Iglesia católica de la época (así como falangistas, el partido fascista que había aquí), participaron activamente en la destrucción de libros, por unos motivos muy parecidos a los que me he referido unas líneas más arriba. Pronto hubo ataques al mundo de los libros desde los sectores más ultraconservadores de la iglesia. Aquí van unos cuantos ejemplos. En noviembre de 1937, el entonces obispo de Palencia Manuel González publicó una pastoral en la que apoyaba la “desinfección cultural” que hacían los sublevados. El jesuita Constancio Eguía acusaba directamente a los libros de provocar la guerra, atacando especialmente a la literatura rusa en general, a los editores, los intelectuales y los obreros. El agustino Teodoro Rodríguez advertía sobre los peligros de los libros que no defendían una España católica e imperial. La posesión de “libros prohibidos” era también un pecado además de un delito a ojos de los sublevados. El propio Franco, en un discurso el 1 de octubre de 1936 decía que:

“España sufría desde muy lejos el daño de unas actividades de muy variada índole, entre los cuales no fue la menos perjudicial –hay que reconocerlo- la de una corriente de intelectualidad equivocada que, despreciando todo lo que significaba pensamiento verdaderamente nacional, tenía preferencias por todo cuanto de estrambótico se generaba en otros países; preferencias idiomáticas unas veces, regusto de literatura claudicante, emoción por las doctrinas soviéticas de un socialismo furioso, alteración de verdades de nuestra propia Historia que unos desahucian como país civilizado. Todo esto contribuyó a aniquilar en el pueblo español el sentido patriótico”.

La selección de libros para incautar y quemar fue de lo más variada. Se quemaron libros de autores antinazis, liberales, marxistas (Marx, Engels, Lenin, Trotsky), o de aquellos que eran acusados de ser socialistas o comunistas. También se destruyeron los de autores que habían mostrado simpatías por la República (el propio Azaña, Machado, Lorca, Juan Ramón Jiménez, Alberti o Miguel Hernández), nacionalistas (Sabino Arana), Lamartine, Freud, Voltaire, Lafontaine, Rousseau, Immanuel Kant, Stendhal, Sade, Goethe, Balzac, Ibsen, Azorín, etc. También fueron prohibidos casos concretos como el Carmen de Merimée, la mayor parte de Gabriel Miró, Pardo Bazán, Pérez Galdós (incluyendo algunos Episodios Nacionales), La Celestina (de Fernando de Rojas), Darwin, Thomas Mann, El Libro de Buen Amor (del Arcipreste de Hita), de autoras feministas, etc. Otra gran cantidad de libros serían prohibidos y no serían publicados hasta mucho tiempo después, en muchas ocasiones, con ediciones censuradas (como el caso de las aventuras de Celia, de Elena Fortún).

Las primeras destrucciones de libros empezaron en agosto de 1936, y solían suceder de la siguiente forma. Patrullas compuestas por falangistas (uno de sus líderes, Fernando García Montoto justificaba la quema de libros de forma abierta), guardias civiles sublevados (hubo muchos guardias civiles que fueron fieles a la República) y paisanos ultraderechistas llegaban a las localidades donde había triunfado el golpe y empezaban a buscar a aquellos vecinos que eran simpatizantes republicanos o de izquierda. Una vez localizados y detenidos, si se sabía que tenían libros, éstos eran requisados y amontonados en las plazas públicas donde eran quemados poco después en actos a los que la asistencia era obligada. Dicho de otra forma, la quema de libros se convirtió para los sublevados en un acto patriótico.

Para demostrar que se era un buen español, había que ir a ver como incendiaban esos libros. Algunos, como el maestro republicano Severiano Núñez (de Jaráiz de la Vega, Cáceres), intentó destruir algunos de sus ejemplares para evitar ser arrestado. Sin embargo, a los pocos días fue detenido y fusilado. Al minero onubense Pedro Masera (fusilado en febrero de 1938) también le incendiaron su biblioteca y a Manuel Lapeña, que fue denunciado por un cura y cuyos restos yacen en el valle de los caídos (los exhumaron sin permiso de la familia) también le quemaron su biblioteca. En Navarra, la biblioteca del abogado Enrique Astiz fue incendiada. En Madrid, la biblioteca personal de Juan Ramón Jiménez fue destruida por falangistas a los pocos días de la entrada de los sublevados en la capital. Maestros, editores y bibliotecarios fueron fusilados y sus bibliotecas destruida, como fue el caso del librero cordobés Rogelio Luque o la bibliotecaria gallega Juana Capdevielle, con el agravante además que estaba embarazada, fue ejecutada en agosto de 1936.

Una imagen de la quema de libros hecha por los sublevados en A Coruña en agosto 1936. Fuente: Manuel Rivas y google

La primera gran quema pública de libros ocurrió en A Coruña en agosto de 1936. Más de 1.000 libros fueron quemados en varias hogueras en la dársena del puerto de dicha ciudad, frente al Club Naútico. Eran libros de autores como Blasco Ibáñez, Ortega y Gasset, Pio Baroja  o Miguel de Unamuno, junto a la biblioteca personal del diputado republicano Santiago Casares Quiroga (1884-1950), y a la del Centro de Estudios Sociales ‘Germinal’ de la ciudad coruñesa. El acto, presidido por un sacerdote apellidado Maseda (que hizo la selección de volúmenes a incendiar), fue recogido en el periódico El Ideal Gallego el 19 de agosto de 1936, decía que los libros se quemaron:

“A orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de tanta miseria, la Falange está quemando montones de libros y folletos de criminal propaganda comunista y antiespañola y de repugnante literatura pornográfica”

En la ciudad de Córdoba en el verano de 1936, la quema de libros (así como la represión, hizo fusilamientos masivos diarios) estuvo dirigida por un teniente de la guardia civil llamado Bruno Ibáñez, que, en entrevistas concedidas a la edición sevillana del ABC el 26 de septiembre de 1936 y a El Defensor de Córdoba el 5 octubre, presumía de que sólo de una vez había destruido más de 5.400 libros. Al mismo tiempo que destruía todos esos volúmenes, el teniente Ibáñez programó un ciclo de películas religiosas y de documentales nazis en la ciudad.

En Sevilla, el militar sublevado Queipo de Llano publicó un bando el 4 de septiembre de 1936 y otro el 23 de diciembre de 1936, en el que acusaba a marxistas y judíos de la propagación de “ideas peligrosas” en los libros, por lo que ordenaba a sus patrullas el requisar libros, ya fueran de kioskos, de bibliotecas particulares y escuelas, luego purgarlos y ver qué libros se destruían y cuáles no. Se cree que libros incendiados fueron miles. Además impuso la censura previa y fuertes multas económicas a aquellos que escondieras libros prohibidos por los golpistas.

Otros lugares en los que hubo quema de libros en las plazas y otros espacios abiertos fueron la localidad de Tolosa (Gipuzkoa). El 11 de agosto de 1936 fueron quemados en la plaza Zaharra libros en euskera, de la biblioteca municipal, de imprentas como Ixkalópez-Mendizábal y de las escuelas. En la localidad cordobesa de El Carpio la biblioteca fue destruida cuando los sublevados tomaron el pueblo. En Peñaranda de Bracamante (Salamanca) ardió su biblioteca. En Mallorca se quemaron libros de las organizaciones políticas y sindicales. En Inca se incendiaron libros en catalán de las bibliotecas públicas. En Soria la destrucción hecha por la columna de Mola. En Badajoz se hicieron hogueras al poco de conquistar de la ciudad, y mientras se desataba una feroz represión, en las actuales Castilla y León, Navarra y La Rioja (pueblos como Redal, por ej.), los requetés tuvieron especial protagonismo en la destrucción y quema de libros. Libros donados por las MP fueron quemados por los sublevados tras el golpe (ver en el enlace del documental de la UNED, minuto 40). Como curiosidad, decir que en Navas de Madroño (Cáceres), los libros de las MP se escondieron tan bien en el colegio para que los sublevados no los quemaran, que no se encontraron de nuevo hasta 2007.
Una imagen de Navas de Madroño (Cáceres).Fuente:  www.todopueblos.com

Además de las bibliotecas de particulares, los golpistas prestaron especial atención a las de las escuelas, Centros Obreros (como el caso de la localidad coruñesa de El Ferrol) y universidades, que sufrieron la censura y purga de sus bibliotecas al mismo tiempo que se quemaban sus libros. La primera biblioteca universitaria purgada fue la de Valladolid en 1937 (miles de libros fueron quemados en varias hogueras) y en la de Santiago de Compostela pasó algo parecido, los libros del escritor Castelao (1886-1950) sufrieron un destino incierto. Los cargos nombrados por los franquistas, como Gonzalo Calamita para regir la universidad de Zaragoza, justificaban la quema de libros y la purga de las bibliotecas.

Desde casi el primer momento, los cargos “educativos” nombrados por los sublevados desarrollaron una planificación para dar apariencia legal al crimen cultural que estaban cometiendo (en la zona leal, también hubo destrucción, que no estaba organizada pero que obviamente tampoco defiendo).

Había un proceso común de incautación, selección, purga y destrucción de libros, archivos y documentos. Desde 1936–1937, se publicaron normativas para llevarlo a cabo, con comisiones en cada capital provincial y con el Servicio de Recuperación de Documentos (SRD), centrado en recobrar libros y documentos que pudieran servir con fines represivos (localizar a autores, editores y detenerlos). Hubo además Actas de Incautación, donde se indicaban como se incautaban, purgaban y quemaban libros. Lamentablemente, muchas de esas actas se destruyeron durante la dictadura para intentar esconder lo que se había hecho, aunque se han conservado las de Sésamo (León), Monforte de Lemos (Lugo) y Culleredo (A Coruña) y éstas han ayudado a los historiadores a investigar este fenómeno tan poco conocido de nuestra historia.

Con el triunfo del bando sublevado y el inicio de la dictadura, la política represiva hacia los libros continuó. Las quemas se extendieron a las provincias que habían sido leales a la República. En la provincia de Jaén se hicieron hogueras en las que se quemó prensa de organizaciones republicanas y de izquierda. En Valencia, Joaquín de Entrambasaguas ordenó la destrucción de unos 50.000 libros, muchos de ellos del poeta Miguel Hernández (1910-1942), sólo se salvaron un par de ejemplares que permitieron la reedición de su obra en 1981. En Barcelona, editoriales enteras fueron cerradas y fondos purgados. Además, el Ateneu Enciclopèdic Popular fue asaltado y los 6.000 volúmenes de su biblioteca fueron destruidos. La biblioteca de Pompeu Fabra fue quemada en una plaza pública de la localidad de Badalona.

En Madrid pasó algo parecido a Barcelona en lo referente a editoriales (se acusó a la Sociedad Española Librerías de ser projudía por sus relaciones con Hachette) y librerías, y la biblioteca de su ateneo fue destruida por falangistas. Especialmente trágica fue la quema de libros hecha en un antiguo huerto de la Universidad Central de Madrid (hoy la Complutense) el 30 de abril de 1939, durante la Feria del Libro de ese año. La quema fue organizada por el SEU y presidida por los falangistas David Jato y Antonio Luna, (catedrático de Derecho) que además se encargó de escoger los libros a destruir (se ha calculado en varios miles). Al acto, acudieron líderes de Falange, del SEU y algunos jerarcas de la dictadura. Fue noticia en el diario monárquico ABC y en el católico Ya, éste último publicó el 2 de mayo de 1939 que:

“el Sindicato Español Universitario celebró el domingo la Fiesta del Libro con un simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo huerto de la Universidad Central –huerto desolado y yermo por la incuria y la barbarie de tres años de oprobio y suciedad –se alzó una humilde tribuna, custodiada por dos grandes banderas victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra reseca y áspera, un montón de libros torpes y envenenados (…) Y en torno a aquella podredumbre, cara a las banderas y a la palabra sabia de las Jerarquías, formaron las milicias universitarias, entre grupos de muchachas cuyos rostros y mantillas prendían en el conjunto viril y austero una suave flor de belleza y simpatía. Prendido el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo, la juventud universitaria, brazo en alto, cantó con ardimiento y valentía el himno Cara al sol”.


Las quemas de libros y documentos no terminaron allí, si bien es cierto que estos fueron sus momentos más intentos. Se impuso una férrea censura (que hizo cosas ridículas como a Caperucita Roja llamarla Caperucita Azul y luego Encarnada) y se prohibieron muchos libros. Tras 1945, hubo quemas de fotografías, libros y documentos por parte de la dictadura que la implicaban en las quemas de los años previos, en su relación con Italia y Alemania, y, sobre todo, donde se mencionaba a colaboradores del régimen que intervinieron en su represión. Esto, una vez retornada la democracia  a España, ha perjudicado la labor investigadora de los historiadores. Por ejemplo, En Huelva en 1960, un funcionario llamado Arturo Carrasco escondió en su casa libros y documentos que iban a ser destruidos (documentos que eran clave para entender la represión del fascismo en esta provincia). Recientemente, y confirmando los rumores que había en Madrid, Barcelona y Navarra, el escritor Gregorio Morán y el historiador Emilio Majuelo han dicho que desde 1974 y después de fallecer el dictador, se quemaron libros, documentos que pertenecían al Movimiento Nacional (el partido único durante la dictadura) y archivos republicanos de los gobiernos civiles. Ambos autores llegaron a decir incluso que fue Martín Villa (entonces ministro de interior con el partido conservador UCD) el que dio la orden de quemar esos libros, aspecto que ha negado.

Como dije al principio, las quemas de libros han sido desgraciadamente una constante (hoy continúan en las guerras que hay en Irak o Afganistán) que han tenido consecuencias negativas, sobre todo culturales, a las sociedades que las han sufrido. Hagamos lo que esté en nuestras manos para que no vuelvan a repetirse.

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