Ellas también son mártires: las rapadas y violadas

#Sermos309: Ellas también son mártires: las rapadas y violadas

Con motivo do Día da Galiza Mártir, dedicamos las primeras páginas de los 309 de Sermos Galiza á memoria, un tema que siempre está presente en la agenda de este medio. Además de publicar un mapa con diferentes actos de tributo, incluimos en el semanario un informe completo sobre uno de los aspectos más ocultos de la represión: los crímenes sexistas.

Sermos Galiza 309 abre con un informe sobre la validez del Día de los Mártires de Galicia y un mapa con los principales actos de conmemoración de esta jornada de protesta, que tiene lugar en la sexta feria, con motivo del aniversario del asesinato de Alexandre Bóveda.


Juana Otero, mestra de Vilagarcía, rapada. Imaxe: cedia por 'A memoria das mulleres'

Con motivo do Día da Galiza Mártir, recuperamos la memoria de aquellas mujeres que han sufrido crímenes de género durante la represión: agresiones sexuales, tortura y humillación brutal. Aunque este tipo de represión no se utilizó para denunciar la vergüenza o la vergüenza, nos llegaron testimonios de sadismo sexista. Eres un extracto del informe publicado en el número 309 del semanario Sermos Galiza.

 Custodia Gama, con dos hermanos huyó, la hiere y la obliga a pasear por las calles de Pontevedra con un cartel en la espalda, y otro en el cofre, elogiado por Roxa. Shepherdess y Candida Cordal, hermanas Castor, otro hombre escapó, los saca de la casa y te hace bailar desnudo en el centro de Cambados. Encarnación Rodríguez golpea el sulfato con lima para las enredaderas y para evitar que se queme, sonará y lo dejará ciego para siempre. Luego, la vio frente a su esposo, Nicanor Barreiro, quien previamente se rompió las piernas.

A Carme Jerez, da Fervenza (Vilamartín de Valdeorras) La prenden en 1946. Ellos quieren que delate a Abelardo Macias, queda libre para 10 meses y es sistemáticamente violada en los cuarteles de Rúa da Cortegada  y es abandonaron con un tiro, cuando estás embarazada de cuatro meses.

Emilia Horseman, natural de Redondela, es una madre soltera que trabaja en el campo con su hijo Antonio. Desde en una casa humilde, comparte escasez y amabilidad, como lo revela el investigador Luís Bará en la obra No del olvido. El 13 de febrero de 1937, se declara "cacería humana", lo que da lugar a tres días de martirio en los que Emilia y Antonio son acosados ​​para averiguar quién trae comida, tabaco y periódicos. "No hubo límites a la humillación, a la humillación, al terror, a los signos del miedo", recuerda el trabajo, fue "el mensaje de horror, la advertencia para aquellos que protegían a los perseguidos". El 16 de febrero aparecen los cuerpos de Manuel Vázquez, Hixinio Fernández y Antonio Alonso en la parroquia de Chapela, donde también se ocupan de los cuerpos torturados y mutilados de Emilia y Antonio. "Cuenta la memoria de las personas que Emilia le había cortado los pechos y se puso en el pene y los testículos en boca de su hijo", dice el libro.

El informe también dice que Rosario Hernández, La Calesa, sufre violación y violación. Tortura hasta matarla y cortarle los senos. Su familia no tiene derecho a llorar, porque han anclado su cuerpo cerca de las Islas Cíes. Él nunca regresó del mar. #Sermos309

Grupo de jóvenes y mujeres rapadas en Montilla, Córdoba.

Las rapadas del franquismo

La dictadura también impuso un castigo de género: despojar a las mujeres y las niñas del cabello, un acto que iba acompañado de un ritual público de humillación

Solo quedan unas pocas fotografías de mujeres rapadas por los vencedores en la inmediata posguerra española. Un parco testimonio de un tipo de castigo que se dio de forma generalizada en casi todo el territorio, muchas veces hasta en pueblos diminutos, y que dice mucho de una época, de un régimen que nacía sobre la brutalidad sistemática y el intento de moldear una sociedad desde sus cimientos a partir de la derrota y la humillación. ¿Cómo se dio esa represión en las mujeres? ¿Hubo diferencias determinadas por el género?

Si estas imágenes de mujeres rapadas nos impactan, el acto de despojar a las mujeres y las niñas de una de las principales marcas de género venía acompañado de todo un ritual público de humillación. Cuando eran detenidas se les obligaba a beber ricino, un poderoso laxante que provocaba diarreas, y se las paseaba por las calles para que defecasen mientras caminaban. En ocasiones, se las acompañaba de la banda del pueblo, o eran obligadas a cantar ellas mismas. Entre tanto, sufrían insultos y a veces pedradas y otras agresiones por parte de sus vecinos y vecinas.

Se trataba de un castigo ejemplar para las mujeres que según los vencedores se habían salido de su papel “natural” al haber ejercido una política activa en el bando de los republicanos. La humillación como correctivo social. Una deshonra pública de carácter “instructivo”, que buscaba que toda la comunidad participase de la victoria ejerciendo de verdugo, o tuviese que fingir odio hacia esas mujeres que a veces eran amigas o vecinas, para dejar claro que también estaban en el bando de los vencedores. Si la práctica del ricino la introdujo la Falange copiándola de los Fasci di Combattimento italianos –que la usaban también contra hombres– los rituales públicos de humillación provienen de una tradición muy española: la Santa Inquisición. Los herejes, las brujas, los falsos conversos condenados algunos siglos antes, o los indígenas acusados de idolatría en las colonias, también eran deshonrados de la misma manera pública –con rapados incluidos– para buscar un impacto psicológico en la población. Una de las principales finalidades del derecho penal del Antiguo Régimen consistía en su capacidad aleccionadora. Así, el franquismo como restauración llegó vinculado a los principios reaccionarios a los que vino a proteger de la modernización que implicaban la República y la revolución social y sus nuevos valores y propuestas de organización del mundo. El castigo público funcionaba aquí como advertencia hacia futuras disidencias femeninas.

Sin embargo, el involucionismo franquista no será el único en aplicar este tipo de penas de resonancias medievales. La Francia liberada se caracterizó por celebrar su victoria con la humillación de las mujeres francesas que habían tenido amantes alemanes y, sobre todo, hijos “de sangre alemana”. De ellas sí nos han quedado abundantes imágenes, incluso en cine, que dan testimonio del castigo destinado a las que estaban llamadas a preservar la pureza de la patria ultrajada y que traicionaron “su destino biológico y nacional”. Discurso propio de la época y de los distintos nacionalismos que desembocaron en la II Guerra Mundial.

Mujeres para una revolución

En la República, pero sobre todo en el magma de ideas que se produjeron en las culturas obreras que dieron lugar a la revolución social, las mujeres tendrían un papel bastante diferente. El cambio de roles había empezado antes, pero las ideas del igualitarismo radical le darían un nuevo impulso. Durante el periodo republicano se consiguieron algunas conquistas importantes. Se eliminó una parte de la legislación discriminatoria que impedía participar a las mujeres en política y que mantenía su subordinación en el trabajo y en la familia. Durante la guerra, y sobre todo durante la revolución, las mujeres asumieron papeles hasta hace poco reservados a los hombres. La agrupación anarcosindicalista Mujeres Libres –que organizaba a las obreras pero en la que también se les enseñaba a conducir para que pudiesen participar en las tareas de guerra– llegó a tener más de 20.000 afiliadas en octubre del 38. La imagen de la miliciana condensó simbólicamente estas nuevas atribuciones de la mujer pública y luchadora, y por tanto, fue utilizada para demonizar y reprimir más duramente a las acusadas. En realidad, operará como fantasma, porque las milicianas fueron una minoría y se les expulsó del frente bastante pronto cuando el ejército se “profesionalizó” y relegó a las mujeres a la retaguardia. Sin embargo, esta será la acusación más fuerte de la represión franquista.

En diciembre de 1936 ya eran pocos los carteles propagandísticos republicanos que utilizaban el icono de la miliciana, que fue sustituido por el de la “madre combatiente”. Sin embargo, como explica González Duro en Las Rapadas (S.XXI,), “las milicianas encarnaron el modelo contrario al que el régimen quería implantar”. Así, la represión contra las mujeres revolucionarias o republicanas “buscaba enviar un mensaje de presión a toda la sociedad de cuál debía ser el modelo de conducta femenino”, uno que las colocase en el espacio privado que “les era propio”, como explica Maud Joly

En general, las “rojas” para el franquismo fueron aquellas mujeres que se habían comprometido en la defensa de la República o la revolución, pero también –y aunque faltan datos que cuantifiquen su relevancia– simplemente esposas e hijas de “rojos”, de vencidos. Las mujeres se convirtieron en una pieza más de la guerra, en un terreno de combate. Consideradas como extensión del hombre, las penas recayeron muchas veces sobre ellas también.

Represión generizada

Naturalmente, el rapado del cabello y las purgas de ricino no fueron las únicas formas represalias. Ellas, como los hombres, fueron torturadas, recluidas en cárceles, forzadas a trabajar, fusiladas, enterradas en fosas comunes y sometidas a múltiples formas de exclusión social. El robo de bebés se convirtió en una práctica tan habitual que estuvo practicándose hasta prácticamente la llegada de la democracia. La victoria del campo nacional desató una violencia desmesurada pero no tan arbitraria como pueda parecer. El plan era borrar la revolución social, a buena parte de los obreros y obreras comprometidos con ella, exterminar su semilla y su memoria. 

Pero además, la represión tuvo condicionantes territoriales –murió más gente en Andalucía y Extremadura que en otros territorios, por ejemplo–; condicionantes de clase, y por supuesto, de género. Como explica Arcángel Bedmar, además del rapado y el ricino, muchas mujeres eran obligadas a limpiar el cuartel de la Guardia Civil, la sede de la Falange o la iglesia del pueblo o les prohibieron llevar luto por sus allegados. Las funcionarias –maestras, matronas, trabajadoras de correos– fueron expulsadas y se les prohibió trabajar condenándolas a la miseria. Por supuesto, había amenazas de agresión sexual, abusos y violaciones. Así como tenían que soportar el asedio de quienes les solicitaban favores sexuales a cambio de gestiones para favorecer a familiares encarcelados.

Y en general las mujeres se enfrentaron a la violación, una de las principales armas de cualquier guerra. El general Gonzalo Queipo de Llano –la máxima autoridad militar de Sevilla–, solo cinco días después de empezada la guerra civil, decía en la radio: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que pataleen y forcejeen”.

Toda esta represión se articuló a partir de los discursos de sometimiento e invisibilidad de la mujer impuestos por el franquismo, y que barrieron los avances obtenidos en materia de ciudadanía femenina. Del rapado sistemático como forma de castigo, y pese a la extensión de su práctica, apenas ha empezado a hablarse hace poco porque el franquismo suprimió sistemáticamente tanto las conquistas de las mujeres como la memoria de la represión que hizo posible esta involución. 

La Sección Femenina de la Falange se ocupó de lo demás, reeducando a las mujeres en el papel social que los vencedores de la guerra habían diseñado para ellas: el de reproductoras y esposas dóciles alejadas de las luchas sociales, para que incluso pudiesen servir de freno a la participación política de sus maridos. Y cuando eso se fue rompiendo, cuando el miedo amainó y la sociedad ya era otra, cuando las mujeres –que nunca abandonaron las luchas– retomaron la primera línea de batalla durante la oleada de conflictos obreros de los 60 y 70, volvieron a raparlas. Eso les sucedió a Anita Sirgo y Tina Pérez, mujeres de mineros que participaron en las huelgas asturianas del 62, como parte de sus torturas en prisión.