El nuevo escenario catalán
El nuevo escenario catalán / Antonio Antón

El fracaso de la construcción inmediata de una República independiente catalana refleja una realidad desigual entre el Estado español y el bloque independentista en relación con la capacidad respectiva de poder y de legitimidad democrática. Esa ofensiva fallida en la implementación operativa de un Estado propio, ahora se reinterpreta como un ensayo general del que extraer enseñanzas tácticas. Dicho de otra manera, la élite independentista ha cometido un error de apreciación de la relación de fuerzas y de estrategia política, basadas en su (supuesta) capacidad de imposición unilateral de la independencia. Para el independentismo la nueva etapa consiste en mantener esa retórica y ese emplazamiento de confrontación junto con una gestión más comedida, con un equilibrio no fácil, hasta otra fase en que esté más claro el desequilibrio ventajoso en la relación de fuerzas, de legitimidad democrática y de capacidad de poder, para acceder a un Estado propio.


Los últimos hechos indican, por un lado, la persistencia de su objetivo de implementar un Estado independiente y, por otro lado, una evaluación más realista de sus dificultades y un camino más operativo y menos frustrante. Tras el cambio de clima político del nuevo Gobierno socialista y su oferta de transitar hacia una fórmula intermedia y gradual, se trata de analizar la posibilidad de andar cierto trecho del camino hasta otra etapa por determinar por todas las partes.

Supone un reajuste de diagnósticos y estrategias, así como una adecuación a los intereses electorales a corto-medio plazo (elecciones municipales y generales) a reforzar por cada parte, en este nuevo proceso dialogado, de emplazamiento discursivo y forcejeo de poder. Puede durar hasta, al menos, alumbrar un nuevo Gobierno estatal, tras las próximas elecciones generales, y una nueva configuración del poder municipal, sobre todo en Cataluña, con el Ayuntamiento de Barcelona como símbolo e institución de referencia.

El irrealismo independentista

Empiezo por el componente idealista. El bloque independentista tiene una gran base estructural de poder institucional, económico y cultural. Sin embargo, la confianza desmedida en el efecto político-práctico de la decisión jurídica unilateral del Parlament, sobre la base de un poder fáctico propio ya constituido, pero con soberanía limitada, ha devenido en una sobrevaloración de la capacidad de ambos ámbitos, formal y de poder, para construir la República independiente. Más claramente, cuando la legitimidad democrática como mayoría parlamentaria era mínima y como mayoría social insuficiente. 

Por tanto, ha habido una sobrevaloración de la capacidad operativa de las formas jurídicas para implementar un proceso real de secesión y culminar la construcción de un poder estatal independiente. El bloque independentista ha dado por supuesto que este último ya estaba (casi)constituido a falta de la formalidad jurídica soberana, infravalorando la capacidad real del poder estatal, sus instituciones, incluido el poder judicial y las fuerzas de seguridad, así como sus vínculos europeos y económico-financieros. Pero, además de la sobrevaloración de su (contra)poder y sus ventajas en la relación de fuerzas con el Estado, su principal error (interesado) ha sido la infravaloración de su limitada legitimidad ciudadana, escondida tras la sobrevaloración del relativo éxito de la consulta del 1-O como movilización social masiva. Es decir, se ha producido una desconsideración de la oposición social de casi la mitad de las personas catalanas. Ello conlleva una escasa valoración del pluralismo y la gestión intercultural o nacionalmente transversal.

En ese contexto, y aun tenido una base de poder y de legitimidad significativas, la intensificación discursiva y movilizadora del bloque independentista también ha demostrado sus límites fácticos y democráticos para extender su hegemonía a través de este proceso e imponer unilateralmente un Estado independiente.

Además, adelantan la tarea de articular un nuevo procés sin renunciar al objetivo estratégico de la independencia, incluso unilateral, modulando las tácticas y los ritmos. Por un lado, ‘acumulando más fuerzas fácticas’, intentando autonomizar más la gestión del aparato institucional, incluido el de las fuerzas de seguridad –Mossos– y el mediático -TV3-, y un mayor control económico; y, por otro lado, incrementando su legitimidad democrática, con nuevos emplazamientos discursivos y/o de diálogo, con la finalidad de conseguir una mayoría social cualificada y la absorción de otros sectores próximos como los comunes.

En el fondo, es la reedición de la misma estrategia fracasada, sin que la nueva etapa de diálogo con el Gobierno socialista pueda hacerla permisible o engañarlo astutamente con esa finalidad. Es decir, los avances en el clima político y la gestión autonómica, así como sobre aspectos estructurales, como la mejora de la financiación autonómica y mayores competencias estatutarias están envueltas en el choque-dialogado por superar dos situaciones que explican el relativo estancamiento. Por un lado, la persistencia del actual bloqueo de poder, asimétrico a favor del Estado, pero con múltiples resortes del Govern. Por otro lado, el empate representativo en la sociedad catalana.

El resultado es el desarrollo de esos dos proyectos contrapuestos: ganar poder y ganar legitimidad social, con un doble objetivo. Uno, independizar gradualmente el poder de la Generatitat (para que las decisiones jurídicas y parlamentarias sea más operativas), frente a la reacción consiguiente de reforzar el poder del Estado de derecho con reformas sociales y democráticas. Dos, conformar nuevas mayorías a través de la socialización o nacionalización intensa (en un sentido u otro) para garantizarlos.

De mantener el bloque independentista esa intención de construir un Estado propio, con la amenaza de la imposición unilateral, con las variables actuales no habría una base estable social e institucional a medio plazo, al menos hasta la realización de una consulta clara, hoy desechada por la amplia mayoría parlamentaria del PSOE, C’s y PP.

Por otra parte, en Cataluña se ha roto un consenso muy amplio y de larga trayectoria desde la transición política. Es el llamado catalanismo basado en el autogobierno definido en el Estatut, que se rompió con el bloqueo a su reforma soberanista, muy mayoritaria en la sociedad y en el Parlament y el Congreso, por parte del PP y el Tribunal Constitucional en el año 2010, fuente del actual conflicto. En esa centralidad catalanista-autonomista han existido tendencias más o menos moderadas y nacionalistas (CIU/ERC) o más o menos progresistas, federalistas o soberanistas (PSC/PSUC-ICV/En Comú Podem). Ha habido un pacto institucional o compromiso histórico, gestionado hegemónicamente por la derecha nacionalista (CIU) y, ocasionalmente, por el tripartito progresista y transversal en lo nacional (PSC/ERC/ICV).

No obstante, ese equilibrio está agotado y no vale la simple reedición de ese pacto entre las izquierdas y las derechas catalanas, tal como parece que quieren Sánchez e Iceta. En primer lugar, por la pugna rupturista de los dos bloques extremos, dirigidos por las derechas neoliberales respectivas (Arrimadas/Rivera/Casado y Torra/Puigdemont), gestoras de la reciente involución social. En segundo lugar, porque la solución a la fuerte crisis social y territorial conlleva un acuerdo razonable e intermedio en lo nacional, en el que mejore socialmente una amplia mayoría ciudadana. Es un camino de acercamiento que los sectores más realistas de ambos campos empiezan a considerar, pero está necesitado de una mayor relevancia de una agenda social sustantiva. Sin embargo, a ello se opone el neoliberalismo de ambas derechas, todavía más mientras puedan utilizar el pretexto de que afrontan la crisis social con más nacionalismo de cada parte.

Junto con el bloqueo de las capacidades de poder de ambos bloques principales, el sentido de la realidad de su práctico empate social y electoral en que se ha dividido la sociedad catalana o, mejor, su clase política, se va imponiendo. La dinámica de deshielo y el comienzo de diálogo iniciado a raíz del nuevo gobierno socialista de Sánchez, con los apoyos del grupo confederal de Unidos Podemos-En Marea-En Comú Podem y las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas, ha abierto un nuevo escenario, sobre la base del equilibrio actual: insuficiente capacidad fáctica (institucional, económica, internacional, mediática) y democrática (mayorías ciudadanas amplias) para imponer la independencia de forma unilateral; dificultad para la simple normalización institucional con significativa deslegitimación del continuismo estatal y deseo catalán mayoritario de mayor autogobierno y articulación democrática.

Con el antagonismo político-institucional (casi) absoluto solo cabe ganar o perder, vencer o ser vencido. La intensificación del conflicto, con la dinámica de acción-reacción, es el método de los aspirantes a vencedores para someter o marginar a los vencidos. Ha terminado la etapa de la Declaración Unilateral de independencia (DUI), para hacerla efectiva de forma inmediata, así como la aplicación del artículo 155 de la Constitución con la suspensión de la Generalitat. La nueva etapa parte de la constatación de los equilibrios de poder existentes y su continuidad, incluido los procesos judiciales.

La amenaza retórica independentista no es suficiente para modificar esa relación de fuerzas, al menos a corto plazo, aunque tenga otras funciones de cohesión del bloque, liderazgo de un grupo dirigente y erosión de la legitimidad contraria a largo plazo. El bloque estatalista del PP y C’s, con exhibición de su poder, casi solo ha utilizado un relato plano: la instrumentación de su poder bajo su interpretación de la ley vigente, el aval a la judicialización en vez de la política, el diálogo o la retórica argumentada.

En una sociedad diversa como la catalana con una mayoritaria corriente social intermedia, mixta o transversal (en torno al 70%) en su actitud identitaria catalana-española e hispano-catalana la polarización entre los dos bloques políticos extremos tiende a imponer una dinámica para reducir los campos intermedios y mestizos a uno de los dos más puros u homogéneos: el catalán(antiespañol) o el español(anticatalán). De momento no se han conformado dos comunidades diferenciadas, cerradas y antagónicas. Hasta ahora, a pesar de la gran crispación político-mediática y conatos de conflicto civil, la fractura es, sobre todo, política y no convivencial, promovida por las élites institucionales de cada lado. Con esa división se pretende reducir la diversidad y forzar cada identificación nacional mixta en posicionamiento político-institucional instrumental definido hacia uno de los dos campos: Estado independiente o Estado español.

La trayectoria de polarización nacional-institucional ha tocado techo

Esa trayectoria de confrontación nacionalista-institucional ha tocado techo. Los principales actores mantienen sus objetivos. Pero, tras el bloqueo a la independencia efectiva, con la demostración de la capacidad de coerción del Estado y la constatación de la legitimidad paritaria de ambos bloques, se ha iniciado una nueva etapa, con un distinto clima político: el diálogo, la tregua táctica o el aplazamiento de los choques frontales estratégicos frenan esa dinámica perversa y favorece un contexto menos dramático para la búsqueda de unas condiciones y acuerdos, al menos, parciales, transitorios e implícitos.

Por tanto, es difícil que, a corto plazo, se modifiquen las principales claves de poder y legitimidad, los proyectos de articulación territorial y social y las alianzas. Pero, cuáles son las estrategias de progreso para modificar el statu quo, con una ventaja relativa en la legitimidad representativa y respecto de la capacidad de poder.

En primer lugar, como primer paso de distensión y/o nueva acumulación de fuerzas, es importante la desactivación de la tensión política y ciudadana, promover pequeños aunque relevantes desplazamientos cívicos electorales (el marco de las elecciones municipales es distinto al de las autonómicas), institucionales (va a ser relevante el control del Ayuntamiento de Barcelona y la configuración de los grandes ayuntamientos de su área metropolitana) y de movilización social de base y expresiva en el campo social y el nacional. No todo es conflicto o forcejeo; es preciso retomar los puntos intermedios de entendimiento que gozan de un consenso amplio, establecer treguas y aparecer como portadores del interés común.

Supone, por un lado, que cada parte, mantiene similar retórica (República catalana o unidad estatal, aun con reformas constitucionales) y una competencia abierta, electoral y de legitimación. Y cada actor se plantea cómo ensanchar su respectiva base social, los acuerdos políticos posibles y, sobre todo, cuál es la fuerza dirigente dentro de cada bloque y en la conformación de nuevas alianzas, junto con el debilitamiento de los competidores.

O sea, entramos en un escenario, al menos hasta las elecciones municipales y, más tarde, las generales donde la prioridad política de cada fuerza es de competencia, de intentar colocarse como fuerza hegemónica en los acuerdos con los grupos más afines que expresen un proyecto legitimador y clarificador de mayorías suficientes (60% de la población, dos tercios del Parlament), y siempre explorando sacar ventajas relativas. Pero, por otro lado, existe la pugna soterrada, discursiva y práctica, de relato y gestión política e institucional, por ejemplificar el mejor proyecto para la gente, la representación del interés general de la ciudadanía (o del pueblo) y la superación del bloqueo existente, particularmente en lo social.

En el medio o largo plazo, por parte nacionalista, siendo consciente de haber tocado techo en apoyos sociales, acarician el objetivo de conseguir esa supremacía electoral con el propio autodesarrollo, es decir, consolidando su tarea de homogeneización cultural, prácticamente de una generación, utilizando los resortes institucionales, educativos y mediáticos. Ello sin contar otras variables sociopolíticas, económicas y demográficas (desarticulación de la UE, nueva crisis social y económica, inmovilismo o reaccionarismo del Estado, aunque el mito de su irreformabilidad se ha debilitado, socialización a gran escala de la población no autóctona…). Pero, para ello deben neutralizar los sectores intermedios representados hoy por los comunes o el PSC o, bien, negociar con ellos unas condiciones y un ritmo compartidos, al menos para un periodo más extenso, con el aplazamiento de la construcción de la república o la imposición práctica de la independencia unilateral.

Por tanto, conviene distinguir dos aspectos del nuevo procés. Uno, sus objetivos legítimos a medio plazo, la retórica o la ficción jurídica sobre el cambio inmediato y estructural del poder y el ejercicio de la soberanía frente al Estado. Dos, el reajuste de su estrategia, dada la realidad de los apoyos sociales casi paritarios de ambos bloques respecto del sistema estatal-institucional y la demostración de la capacidad operativa del Estado frente a la desobediencia y la unilateralidad del Govern y el Parlament.

Así, el bloque independentista, por un lado, debería acumular (astutamente) más poder, aunque incluso el PSOE señala unas líneas rojas en su reforma constitucional que lo impiden. No es un asunto de palabras, aunque se hable de soberanías compartidas o cosoberanías y consulta popular o derecho a decidir la posición constitucionalista con sus límites está clara: subordinación del autogobierno a la voluntad del conjunto de España y su poder (soberanía) estatal, oposición a la autodeterminación y a la independencia.

Por otro lado, incrementar la legitimidad ciudadana para sus posiciones. Y volvemos a su punto débil: para la mitad de la población catalana el discurso independentista de que una República catalana va a mejorar la vida de la gente (con el discurso de España nos roba), particularmente, en su bienestar social no tiene credibilidad, cuando ha sido su élite política neoliberal quien ha aplicado más fervientemente los recortes sociales. Además, se siente menos protegida nacional y culturalmente que permaneciendo en el Estado español, al menos renovado y con más autonomía y mayor sensibilidad social. Ésta es la puerta abierta actualmente tras echar a Rajoy del Gobierno.

Superar la confrontación de bloques con el desarrollo de una tercera posición

Cobra más verosimilitud la posibilidad de un arreglo compartido, aunque limitado y frágil, que disminuya el conflicto, mejore la situación de las capas populares y sea razonable para todas las partes. De ello depende, en gran medida, la credibilidad y amplitud de un tercer espacio progresista, transversal y mayoritario. Hay una pugna por su conformación y liderazgo, por un lado, entre Partido Socialista y En Comú Podem y, por otro lado, por ERC respecto a cada uno de ellos. Pero existe también un interés común de las tres partes para ensancharlo a costa del debilitamiento de los otros dos bloques hegemonizados por las derechas neoliberales y compartir mayor autonomía respecto de ellos. No obstante, esta cuestión no está clara por la dependencia del proyecto estatal del PSOE, sin la prioridad por una alianza de progreso, y la prioridad participativa de los republicanos en el bloque independentista.

La superación del conflicto nacional y el estancamiento de la preponderancia de esos dos bloques solo es posible con el desarrollo de una tercera posición con arraigo en la sociedad y en las instituciones. Junto con un acuerdo negociado en lo nacional, para superar el conflicto y la prioridad del antagonismo nacionalista-institucional entre los dos bloques, sería necesario un fuerte impulso popular alternativo, con la preferencia por un acuerdo tripartito transversal en lo nacional y de progreso o de izquierdas en lo social, aunque, de momento, no encuentra mucho eco en la dirección socialista ni en la republicana.

Es la propuesta actual de los comunes, compatible con el PSC y ERC, siempre que refuercen su representatividad, que necesitaría abrirse paso como la opción más adecuada frente a la doble crisis socioeconómica e institucional-territorial. Sería otra fase de reequilibrio del escenario, los objetivos y las alianzas que no parece que alcance la estrategia cortoplacista y electoral de la cúpula socialista y su contención en ambos aspectos por las presiones fácticas, o la dependencia independentista de la dirección republicana.

La necesaria agenda social sustantiva

En todo caso, una solución intermedia entre el estatus quo y la independencia solo cabe realizarla con un consistente Gobierno de progreso en España y un acuerdo amplio en Cataluña, al menos para dos de las cuestiones cruciales que afectan también al conjunto, como son el cambio de modelo territorial, ya comentado, y una agenda social sustantiva que explico brevemente.

Primero, es necesaria una nueva regulación estatutaria y constitucional, venciendo la rigidez centralista y españolista reaccionaria de las derechas, atendiendo a los derechos nacionales legítimos de Cataluña (y otras zonas), estimulando la participación popular progresista y avanzando a un modelo plurinacional y un proyecto de país, con gran diversidad interna y diferente a la idea dominante en el nacionalismo conservador español.

Segundo, es imprescindible una financiación autonómica suficiente, la más necesaria para el gasto social, aparte de la garantía para unas pensiones públicas dignas. Para ello España (con ingresos públicos de 37,9% del PIB en 2017) tiene un margen de cerca de 8,5 puntos del PIB respecto de la media de la eurozona y habiéndose rebajado un punto desde 2014.

La actual norma del timorato techo de gasto, propuesta en primera instancia y de forma unilateral e impositiva por el Gobierno socialista, no resuelve el segundo aspecto y resta credibilidad a las promesas a largo plazo sobre el primero. La reorientación de la política económica y social es decisiva para avanzar en la resolución del problema territorial catalán, cuando el principal gasto autonómico es el social (sanidad, educación, servicios sociales, dependencia, vivienda…). Las mejoras sociales (incluidas en campos como el empleo decente, las políticas de género o las pensiones dignas) deben ser significativas. De lo que se trata no es la consolidación de los recortes, la desigualdad y la precariedad, con el apaño de algunas pequeñas mejoras parciales. Esa situación está amparada por toda la legislación anterior de prioridad a la ‘estabilidad’ económica y las políticas liberal-conservadoras. Supone, por tanto, cuestionar ese marco, promover unos contundentes cambios legislativos (incluidas las reformas laborales y la LOMCE), negociar con Bruselas de acuerdo con las necesidades del país, y dar señales claras ahora de caminar hacia un cambio de progreso tras las próximas elecciones generales, abandonando la tentación de gran centro o pactos con las derechas y abriendo una etapa de hegemonía progresista.

La negociación de un nuevo techo de gasto y los presupuestos de 2019 deben elaborarse para dar respuesta a las necesidades sociales más urgentes, muchas de ellas articuladas por la financiación de las comunidades autónomas (y ayuntamientos) que deben tener un incremento significativo. Esa firmeza en lo social y esa expectativa por el cambio de progreso es imprescindible para ganar credibilidad ante las capas populares catalanas y españolas. Además, señala un objetivo político central: garantizar a medio plazo un acuerdo más sólido y profundo de progreso. Por tanto, en este debate económico y presupuestario los aspectos centrales sobre los que hay que guiarse son las necesidades sociales y la estrategia política y el impacto sociopolítico, no tanto las variables macroeconómicas, a renegociar de forma realista con las instituciones europeas.

Por otro lado, las reticencias neoliberales neoconvergentes respecto del necesario giro social, con el incremento del gasto público social y los correspondientes impuestos, deberán afrontar que hay otra opción real. Así, para la mejora del bienestar de la ciudadanía catalana, se pueden incrementar sustantivamente los recursos de la Generalitat en un contexto español solidario, que no es la independencia y sí una solidaridad igualitaria y democrática más amplia de los pueblos de España a costa de los poderosos.

La nueva dinámica solo será posible desde la activación de las energías sociales y populares progresistas de la sociedad, por desarrollar un nuevo marco de convivencia democrática y frente a la involución social; por avanzar en un proyecto de país de países con un nuevo patriotismo cívico. Todo ello con la combinación de esos dos ejes. Uno, integrador, solidario y democrático en lo nacional y, en última instancia, legitimado con la consulta ciudadana correspondiente, tanto si hay acuerdo suficiente como si hay un desacuerdo relevante. Dos, firme e igualitario en lo social, con un empleo decente, la garantía de un crecimiento económico sostenible medioambientalmente y la reversión de los recortes sociales, mayores todavía en Cataluña que en la media de España y promovidos por el mismo consenso regresivo de la austeridad. En resumen, con un mejor Estado de bienestar y la garantía práctica de los derechos sociales, laborales y de empleo, con servicios públicos de calidad, así como la atención a los cuidados y la acción tenaz por la igualdad de género y contra la discriminación de las mujeres.

En definitiva, en el actual contexto de polarización de bloques nacionales y predominio de política neoliberales y a pesar de las dificultades para su implementación, la opción más razonable, democrática y realista es una tercera posición en Cataluña, integradora y solidaria en lo nacional y progresista e igualitaria en lo social, junto con un cambio de progreso en España. Las dos dinámicas en ambos ámbitos se complementan y se necesitan.

banner distribuidora